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El Catoblepas, número 26, abril 2004
  El Catoblepasnúmero 26 • abril 2004 • página 14
Artículos

Contractualismo y utilitarismo como teorías
legitimadoras de la intervención estatal

José Andrés Fernández Leost

Se ofrece un análisis de las teorías contractualistas
y utilitaristas aplicadas a la legitimación del Estado

I. Introducción

En la actualidad el Estado o la forma de organización jurídico-política definida a la vez como una comunidad política estable que agrupa una población en interacción social, y como una institución jerárquica fundada sobre impuestos y leyes que regulan a ese grupo humano{1}, se encuentra en una situación incierta, al menos si lo consideramos a la luz de sus constitutivos clásicos (pueblo, nación, territorio y poder). Debido al proceso de la globalización podemos constatar una progresiva perdida de virtud de las fronteras nacionales así como una desterritorialización de los flujos sociales cuyas repercusiones en el ámbito financiero y monetario han dado origen a la articulación de un sistema financiero global y desregulado inasequible al control de los gobiernos nacionales{2}. Estas realidades ponen en primer plano el debate acerca del papel del Estado en el desarrollo de las economías capitalistas, pues junto con la perdida que en las dos últimas décadas ha experimentado su actividad productiva se añade hoy en día la merma progresiva de su capacidad financiera. No decimos nada nuevo si señalamos que la economía política, entendida como la disciplina que estudia la «distribución de lo producido» o, más concretamente, la intervención que la autoridad pública efectúa en una economía de mercado a través de los ingresos y gastos públicos, constituye el elemento central de la teoría y práctica del Estado, ya que resultaría reiterativo advertir la primacía de lo económico sobre lo político y lo jurídico{3}; pero acaso no sea inconveniente resaltar como el declive del rol financiero (que no regulador) del Estado puede extenderse al de su legitimidad. En este estudio se trabajará con un concepto de Estado que incorpora la atención a la demanda colectiva de la población, aproximándose así a los atributos del denominado Estado social o del bienestar. Situando como referencia los intereses de la economía política, se pretende bosquejar cuáles son los fines que justifican la intervención económica del Estado. Para ello nos detendremos en las aportaciones de los nuevos contractualistas (Rawls, Nozick, Buchanan), lo que servirá para conducirnos tanto al aspecto normativo de la economía pública como al debate sobre la legitimidad en base a los principios de libertad, igualdad y justicia, que se habrán de proyectar en las posibles medidas estatales de carácter económico que correspondan. A continuación, a raíz de las premisas metodológicas de los autores mencionados se pasará a tratar la cuestión de la racionalidad de la ciencia económica, y particularmente de la economía política, delimitando su campo, esclareciendo sus supuestos y sopesando su reflejo en la conformación de la sociedad (lo que no nos evitara una cierta crítica en su caso), en vistas a calibrar la equivalencia pretendida entre los fines de esta disciplina y los que el Estado persigue según su discurso legitimador. El debate sobre la neutralidad o normatividad de la economía política, envuelto en el del estatuto científico del positivismo, se traerá a colación a fin de demostrar las discordancias existentes entre un utilitarismo descriptivo, acorde a las herramientas de medición propuestas desde el individualismo metodológico (cuya manifestación contemporánea representaría la teoría económica de la política), y otro prescriptivo que, más abierto a una racionalidad dialógica, complicaría la medición del bienestar de los ciudadanos. Retomando al neocontractualismo se observará como la obra de Rawls procura solventar esta fisura, pero más todavía la de Amartya Sen en su afán de volver a aproximar las consideraciones éticas a la economía. Asimismo las propuestas de la escuela de la Public Choice se nos revelarán como fundamentales en su reflexión sobre aquello que supone el centro de las discordias: la definición de los bienes públicos en el marco de los Estados modernos. Por último, una recapitulación final nos servirá para evaluar el lugar que ocuparía actualmente el Estado, esto es, precisaremos el alcance de su de su capacidad presente de actuación económica.

II. Economía y moral: los discursos legitimadores del Estado

Antes de adentrarnos en las teorías que justifican la existencia del Estado, y de detenernos especialmente en las teorías del contrato social, consideramos necesario advertir la distinción, no por obvia menos importante, entre estas teorías y las relativas al origen del Estado; y ello ante todo a fin de recordar que la ausencia de criterios históricos con la que los contractualistas clásicos (de Hobbes a Kant pasando por Locke y Rousseau) construyeron sus teorías, proyectándolas hacia un pasado hipotético, no mengua su potencial normativo; antes bien, aparecen como los únicos planteamientos capaces de garantizar un orden en base a una aceptación racionalmente pactada, además de ofrecer un modelo a partir del cual puedan confeccionarse las constituciones. Por descontado nuestro interés por las constituciones proviene de la función económica del que están dotadas (junto a las funciones jurídica, política y social) debido a la existencia del sector público en las economías occidentales. Sin desconocer las dificultades prácticas de complementar las pautas que rigen la actividad económica con las consideraciones normativas establecidas en aquellas, pretendemos que la dinámica de sus relaciones atraviese nuestro estudio. Se trataría en realidad de averiguar como se puede articular el trasfondo normativo del Estado con respecto al sistema económico capitalista.

Retomando las teorías sobre el Estado constatamos que de las cinco teorías existentes sobre su origen –de la sociabilidad, del mal menor, patriarcal, contractual y del conflicto{4}– es esta última la que parece dotada de mayor rigurosidad científica, superándose así de paso aquellas posturas que pretendían reducir la justificación de la obediencia a una autoridad sobrenatural de la que supuestamente emanaba el poder. Sin embargo ello no obsta para que dejemos de atender tanto a la voluntad sinóptica de la actividad política como a su intención programática, propuestas ambas desde las premisas del contractualismo. Es interesante constatar como la teoría del conflicto, cuyo argumento explicativo descansaría en última instancia en el recurso a la violencia, se localiza en las antípodas de la postura contractual; no obstante, e independientemente de que ambas hayan de conjugarse en cualquier definición del Estado, la teorías del contrato social nunca han dejado de advertir el elemento conflictivo, introduciéndolo no sólo como premisa a través de la hipótesis del «estado de naturaleza», sino también al verter el monopolio de la violencia (o vis física) al Estado que se constituya, algo ya apuntado por el mismo Hobbes: «sin la espada los pactos no son sino palabras». Bien es cierto que la teoría clásica del contrato cuenta con diferentes perspectivas no siempre acordes a la del autor inglés, pero en lo que nos interesa ahora –la asunción de los elementos racionales y coercitivos en una teoría del Estado– valga con mencionar la preocupación central en I. Kant de compatibilizar razón y poder{5}.

Por razones de nuestro objeto acentuaremos aquí la perspectiva abordada desde las recientes teorías del contrato social, enlazándolas con la crisis de legitimidad a la que el Estado por diversos motivos está sujeto desde hace dos décadas. Resulta conveniente insistir en que la institución sobre la que pivotarán nuestras consideraciones es el Estado del bienestar, forma que consiguió durante el segundo tercio del siglo XX, bajo la orientación de las políticas keynesianas y en persecución de unos fines claramente morales –que podríamos plasmar en la idea de una ética redistributiva–, equilibrar los principios de libertad e igualdad. Sin embargo, y pese a su componente normativo, la relación entre las teorías contractuales y el Estado del bienestar no siempre se produce. Veámoslo a continuación a través de la confrontación de los autores bajo los que en la segunda mitad del siglo XX ha resurgido la actualidad de las teorías del contrato.

II. 1. Las dos corrientes actuales de la teoría del contrato

En las teorías clásicas podemos distinguir netamente dos perspectivas que, si bien coinciden en presentarse bajo un esquema formal similar –sobre todo en cuanto al punto de partida localizado en un estado de naturaleza conducente a la necesidad del pacto–, se distancian –a veces frontalmente– tanto en relación a las premisas materiales y antropológicas de las que parten, como a los resultados derivados del contrato. Los principios a alcanzar oscilarían desde la seguridad y la libertad por un lado (Hobbes, Locke –introduciendo este último la propiedad privada como institución aseguradora de aquellos principios–) hasta la igualdad y la justicia social por otro (Rousseau, y Kant –a través del vínculo que establece entre la libertad y la ética–). Del mismo modo hoy en día podemos observar como, pese a la acentuación de los aspectos formales, esto es, procedimentales, es apreciable una cierta divergencia entre una perspectiva europea (constituida por la obra de K. O. Apel, Jürgen Habermas y la Escuela de Erlangen) y otra norteamericana, la denominada neocontractualista (centrada en la obra de John Rawls, Robert Nozick, y James Buchanan). No constituye nuestro propósito analizar las diferencias existentes entre estas dos visiones, tarea por lo demás ingente debido no sólo a la densidad de los argumentos aportados por cada autor sino también a las tensiones existentes en el seno mismo de las dos posturas; en cambio, nos centraremos más bien en la breve exposición de la obra de Rawls atendiendo principalmente a las repercusiones que pueda tener en el papel económico del Estado, sin perjuicio de la mención para su contraste de las obras de Nozick y los europeos. La obra de Buchanan, así como en las demás aportaciones de la Escuela de Virginia (Public Choice), se tratarán de modo particular debido a su procedencia del campo económico y su pretensión más «positiva» que normativa.

II. 2. El neocontractualismo
II.2.1. John Rawls

A la vista de la bibliografía que ha engendrado acaso resulte reiterativo volver a exponer los puntos esenciales de A Theory of Justice (1971) de John Rawls, pero no podemos dejar de hacerlo si queremos averiguar qué papel correspondería al Estado en el desarrollo de la economía a la luz de esta obra principal y cuál es la metodología de la que se vale para justificar sus conclusiones y enumerar sus principios –metodología basada en una racionalidad que nos servirá de referencia a la hora de analizar la contraposición entre el utilitarismo analítico de la ciencia económica, y el prescriptivo, más cercano a las conclusiones de la razón práctica dialógica revitalizada desde la obra de Habermas y el mismo Rawls.

Desde un punto de partida que recoge la tradición de la teoría del contrato social, el profesor de Harvard centra el objeto del acuerdo en unos principios de justicia que deben referirse tanto a la estructura básica de la sociedad como a sus instituciones sociales más importantes, esto es, a la constitución política y a los elementos principales del sistema económico social, a fin de alcanzar o acercarse a un tipo ideal de sociedad justa: una sociedad bien ordenada. Para ello, a través de un método calificado de constructivismo kantiano, y partiendo de una concepción específica de las personas, caracterizadas como libres e iguales y capaces de actuar tanto racional como razonablemente, elabora el esquema conceptual de la posición original, que vendría a corresponder al estado de naturaleza de los autores clásicos: en dicha posición original, y con vistas a seleccionar unos principios tan justos como imparciales (justice as fairnes), establece dos limites formales: unas condiciones acerca del concepto de lo justo, y el supuesto el velo de la ignorancia, situación de desconocimiento mutuo en la que se encontrarían las partes (salvando las condiciones mínimas para disentir y decidir sobre justicia). Definidas ya las reglas de partida para elegir que concepción de justicia sea la más ventajosa, y quedando claro que los individuos siempre preferirán tener más bienes sociales o primarios a menos, se entraría en el momento del regateo o el bargaining game. Las partes, actuando de forma racional mediante cálculos sobre el beneficio propio, y sin olvidar su situación con respecto a los condicionantes de la decisión (la certeza, el riesgo y la incertidumbre), optarían por el criterio del maximin como el más adecuado para servir a una concepción pública de la justicia, consistente en minimizar el perjuicio de la parte más desfavorable. El enunciado de los principios definitivamente elegidos acabarían por establecer que:

  1. Primer principio: toda persona debe tener igual derecho al más extenso sistema total de libertades básicas iguales, compatible con un sistema similar de libertad para todos.
  2. Segundo principio: Las desigualdades sociales y económicas deben estar ordenadas de tal forma que ambas estén:
  1. dirigidas hacia el mayor beneficio del menos aventajado, compatible con el principio del justo ahorro (principio de diferencia);
  2. vinculadas a cargos y posiciones abiertas a todos bajo las condiciones de una equitativa igualdad de oportunidades (principio de igualdad de oportunidades).

Un orden de prioridad vendría a completar estos enunciados (constituyéndose casi como un tercer principio): el primer principio tendría preferencia sobre el segundo, y dentro del segundo el principio de igualdad de oportunidades lo tendría sobre el de diferencia.

Pero para nuestros intereses, lo que habría que analizar serían las implicaciones de estos principios, y, en concreto, sus repercusiones en el ámbito económico estatal. En primer lugar, y como resulta obvio, Rawls establece la primacía de la libertad sobre cualquier otro principio, entendiendo por tal un sistema de libertades que podrían diferenciarse –siguiendo una conceptualización tradicional de la teoría política– en positivas (las referidas a las libertades políticas), y negativas (subsumidas bajo la libertad de derecho a la propiedad). Los principios de igualdad de oportunidades y de diferencia, directamente vinculados a la actuación económica del Estado, tenderían por su parte a promover una sociedad igualitaria, a partir de la distribución propiciada por una política fiscal que equilibraría las diferencias socio-económicas entre los menos y los más favorecidos. Cabría concretar su contenido en el marco de los bienes sociales de consumo preferente: vivienda, educación, sanidad y alimentación. Sin embargo analizando con más detalle el alcance del principio de diferencia se constataría que la resultante corrección de diferencias no sería del todo evidente. Como nos advierte Vallespín «su puesta en práctica exige únicamente que se maximicen las expectativas de los menos aventajados. En sí mismo no habría, pues, ninguna limitación lógica a que se crearan enormes disparidades entre los distintos grupos o clases sociales»{6}. El problema de este principio es que legitimaría cualquier distribución del producto social mientras «el aumento de la riqueza relativa repercuta sobre los niveles relativos de los grupos inferiores»{7}. Al privilegiar las preferencias de los individuos peor situados, se eliminaría la posibilidad de comparar las diferencias entre estos y los que no lo están; pero es que además, mirado desde el ángulo opuesto, cabría pensar en la situación dictatorial en la que se caería por privilegiar los intereses contrarios de una sola persona peor situada frente a una mayoría absoluta. Pero volviendo a nuestra cuestión: ¿cómo justificar la intervención económica del Estado? La solución estaría en retomar el principio de libertad en su vertiente positiva: las libertades políticas, tratadas por Rawls en «The Basic Liberties and Their Priority», deben tener un «mismo valor equitativo» de forma que toda persona sea susceptible de ocupar cargos públicos y tenga la misma capacidad de influencia en el resultado de una decisión política. El «igual valor de la libertad (política)» justificaría así el papel del Estado en la economía en aras de «fomentar las virtudes de la vida pública». Pero en cualquier caso, y sin menoscabar el potencial igualitario de la promoción de dichas virtudes que aproximaría a Rawls a los supuestos de la acción comunicativa habermasiana, cabe ubicar esta obra en la línea del pensamiento utilitarista preocupado bienestar social, esto es, atento al equilibrio entre la eficiencia y la equidad desde las premisas de una acción racional económica. De ahí que su obra sintetice teoría normativa y analítica.

II. 2. 2. Robert Nozick

Centrando ahora la atención en la obra de Robert Nozick, Anarchy, State and Utopia (1974), convendrá advertir que los intereses de este autor, si bien próximos a los de Rawls, no están enfocados tanto a la búsqueda de una concepción de la justicia que haya de ordenar la estructura básica de una sociedad y sus instituciones, cuanto a la defensa de unos derechos individuales –equivalentes a los propios de los individuos en un estado de naturaleza lockeano– frente a la existencia de un Estado, ya que en Nozick el tránsito de una situación a otra no ha de suponer en absoluto una reducción de los derechos y libertades de partida. De hecho la ordenación de la realidad en el estado de partida estaría a merced de una «mano invisible» ciertamente eficaz{8}. En su modelo se desembocaría en el Estado debido a la creación por parte de los individuos de agencias protectoras de los derechos individuales vulnerados en el estado de naturaleza; estas agencias acabarán por acordar un sistema judicial común en manos de una agencia dominante que dará paso a un «Estado ultramínimo» cuando monopolice la vis física y dote de protección a las individuos a él vinculados; sin embargo, en dicho estadio aún quedarían algunos «independientes» no suscritos al acuerdo, a los que, si bien no podría exigírseles su vinculo con el Estado, se les privaría de protección, impidiéndoles además tomarse la justicia por su mano. Sólo cuando estos individuos se beneficiaran finalmente de una redistribución de la protección podrá ya hablarse del Estado mínimo que Nozick justificará continuamente, y cuya función, desde luego, no irá más allá de esa protección. Pero en cualquier caso Nozick terminará por explicitar el contenido de esos derechos de protección, lo cual hace exponiendo su propia teoría de la justicia en torno al «punto de vista correcto sobre la justicia de las posesiones». Recurriendo a la teoría de la propiedad de John Locke –la propiedad es el resultado del vínculo existente entre la fuerza laboral y su objeto– será justo, según el autor, adquirir siempre que el objeto no pertenezca antes a nadie y dicha adquisición signifique «producir». Esta justicia de las adquisiciones servirá de fundamento a los otros dos principios de la justicia: la justicia de las transmisiones; y la justicia como rectificación de injusticias. Enumerados, establecerían lo siguiente:

  1. Principio de adquisición inicial justa.
  2. Principio de transferencia. Cualquier cosa justamente adquirida puede ser libremente transferida;
  3. Principio de rectificación. Giraría en torno a cómo actuar frente a lo poseído si ello fuese injustamente adquirido o transferido.

Bajo estos principios el Estado no está moralmente legitimado para redistribuir renta y riqueza, y tan sólo sería justo redistribuir aquellas posesiones ilegítimamente adquiridas. Más allá de los problemas que supondría determinar el momento temporal de la adquisición o el de la práctica estatal de efectuar las correspondientes rectificaciones, es menester señalar como Nozick –ignorando los problemas de los bienes públicos, las externalidades y las desigualdad como subproducto del mercado{9}– desacredita la redistribución en base a los derechos de lo individuos a adoptar decisiones privadas, terminando por desvirtuar la toma de decisiones sociales. Los criterios que la economía política ofrecería de cara a delimitar el rol económico del Estado quedarían en Nozick reducidos a la mera garantía de los derechos individuales a la vida, la propiedad y la libertad.

II. 2. 3. James Buchanan

Finalmente se considera al último de los autores neocontractualistas, en vistas de proceder a continuación al análisis comparado de la racionalidad de la que parten, así como su contraste con la propia de la economía pública.

La obra de James Buchanan se encuentra engarzada en las preocupaciones intelectuales y el «programa» científico establecida en torno al Virginia Polytechnic Institute: la escuela de la Public Choice. Detendremos aquí nuestra atención en su libro The Limits of Liberty: between Anarchy and Leviatan (1974). El punto de partida de sus reflexiones se centra en el problema de la expansión incontrolada del sector público. Las intervenciones estatales, justificadas en principio como corrección a los fallos del mercado, han acabado por producir ineficiencias que llegan a poner en peligro la propia garantía de las libertades individuales. Pero expliquemos esto con mayor detenimiento. Ciertamente el sistema de mercado resulta defectuoso al menos en tres niveles, a saber: al asignar eficientemente los recursos económicos; al distribuir lo producido entre todos los factores que contribuyen a dicha producción; y en la estabilización y el desarrollo económico del Estado. El sistema de precios, generado a raíz de la libre acción de la oferta y demanda en el mercado no sólo es un sistema de intercambio, también es un sistema general que guía la actividad económica, pues orienta hacia donde han de dirigirse la producción y el consumo; no obstante tal sistema no tiene en cuenta los principios de exclusión y de consumo no rival de los bienes públicos, como tampoco todo el beneficio o todo el coste de la producción de ciertos bienes (externalidades), ni, por último, la distinción entre bienes preferentes y no preferentes. Sin embargo, según Buchanan, el Estado se habría desprendido de su supuesta racionalidad actuando entonces en función de un pragmatismo (baling-wire syndrome) consistente en la aplicación de una serie de remiendos justificados bajo el ambiguo concepto de la necesidad social, «llegándose en consecuencia a una ignorancia total sobre el auténtico funcionamiento de las alternativas organizativas y las condiciones del cambio estructural, y ocasionado una auténtica falta de eficiencia administrativa, y, lo que es peor, una auténtica intromisión en el marco de las libertades individuales»{10}. Estos análisis nos revelan pues que en el sector público también hay fallos, los fallos del Estado, pues en efecto «los mismos rasgos que confieren ventaja organizativa (al Estado) para corregir los fallos del mercado y para redistribuir introducen, al mismo tiempo, costes de coordinación y motivación en el sector público. El origen de estos fallos está en la estructura jerárquica, los objetivos múltiples y cambiantes, las garantías fiduciarias y la información incompleta y asimétrica sobre comportamientos y resultados»{11}, dando lugar a los fallos propiamente dichos: internalidades, costes redundantes y crecientes, externalidades derivadas e inequidad distributivas. Continuando con Buchanan, éste localiza a los responsables en lo que denomina el «triángulo de hierro», esto es, la burocracia estatal, la clase política y los grupos de presión. Es entonces cuando se plantea refundar las bases generales de la convivencia en un nuevo contrato social. Pero en tanto en cuanto la «perspectiva (económica de la política) descarta toda idea de misión o sentido histórico de la humanidad»{12} Buchanan rechaza recurrir como Rawls a esquemas normativos de la «buena sociedad». Lo que se plantea más bien es recoger las recomendaciones de reformas que tiendan a frenar el desbordamiento del sector público a partir de un constitucionalismo económico, que, más allá de acordar el establecimiento de un Estado protector –«cuya única función consiste en que sean cumplidos los términos del contrato»{13}–, pretendería regular, en una fase «post-constitucional», el marco en donde se comercia tanto con bienes privados como con bienes públicos, abriendo el camino hacia el Estado productor. Por descontado dicho Estado productor se centraría en los procesos políticos que encarnan el intercambio de bienes públicos mediante unas reglas bajo las cuales debe operar la comunidad; atenderá pues a las normas constitucionales que condicionan la realización de las elecciones públicas. Por tanto no cabría confundir este Estado productor con la promoción de la actividad productiva del Estado, sino más bien con su actividad reguladora, a efectos de orientar la práctica de la acción pública: el Estado se encargaría de definir las reglas a través de las cuales la comunidad habría de dotarse de bienes públicos o delimitar su financiación. Desbordando ya el nivel constitucional, una segunda área de investigación desarrollada por los miembros de la escuela de la Public Choice comprendería lo que se denomina «la 'teoría de las instituciones públicas' tal y como se suele predecir que estas funcionan dentro de una estructura constitucional legal. La materia incluye teorías sobre las votaciones y sobre las reglas de votación, teorías sobre la competencia electoral y entre partidos y teorías de la burocracia»{14}. En lo que ahora nos interesa, la asignación de actividades financieras al sector público, baste con aclarar que Buchanan se muestra particularmente cuidadoso al respecto advirtiendo que «la asignación de actividades o funciones sobre el sector público gubernamental, o el sector privado de mercado no pueden extraerse tan sólo del análisis conceptual, y si acaso, se podrían hacer pocas generalizaciones. En el mejor de los casos mi argumentación sugiere que la elección de asignación debe examinarse pragmáticamente, caso por caso, sirviéndose del análisis cuidadoso y recto, y, donde sea posible, utilizando datos históricos, descriptivos y empíricos»{15}.

El éxito del enfoque de la escuela de la Elección Pública es tal que no sólo nos proporciona el marco bajo el cual los hacendistas son capaces de explicar positivamente el funcionamiento del sector público, sino que se conforma como parte nuclear de una teoría económica de la política susceptible de un nivel de formalización que rebasa y supera el estado meramente descriptivo de las demás ciencias sociales{16}. Por ello, y en aras de contrastar su equivalencia con los fines que persigue la economía pública, nos detendremos a continuación en las premisas metodológicas de las que parte, no sin antes tratar sucintamente el tema de la legitimación del Estado.

II. 3. ¿Crisis de legitimación del Estado?

Si bien justificación y legitimación son conceptos que poseen una significación similar, pues no es posible un Estado legitimo que carezca de justificación, es necesario advertir como mientras ésta última cuestión pone sobre el tapete la problemática primordial de su propia existencia, la legitimación se ocupa de calibrar la posibilidad de permanencia de un tipo de Estado, y, por tanto, más que dudar sobre el genero en sí cuestiona por así decir la solvencia de las distintas especies, de forma que acaba enjuiciando la capacidad de los diferentes poderes estatales para obtener obediencia sin recurrir a la coacción. Hasta ahora nos hemos centrado en el contractualismo como teoría que incorpora en su planteamiento la situación justificativa del Estado como velador del pacto que origina a la comunidad política a partir de argumentos puramente racionalistas. Sin embargo se ha informado asimismo de como, bajo un mismo manto racional, caben distintas soluciones que cada autor defiende como plenamente legitimas, por lo que parece necesario encontrar un criterio que establezca distinciones en el alcance de dicha legitimidad. No parece descabellado encontrarlo en la relación que mantienen las distintas categorías que se manejan desde los enfoques normativos –la libertad (en sus dos vertientes), la igualdad (y la equidad), la seguridad, y la justicia social (concretadas en la garantía de ofrecer a la población sanidad y educación gratuitas, un sistema de pensiones universal y acceso a la vivienda)–, respecto de las prioridades resaltadas desde el ámbito de económica pública –la eficacia productiva y distributiva–, vinculando así la racionalidad económica, que podría limitarse a ser instrumental o estratégica, a una serie de conceptos sustantivos de carácter normativo, promotores de la vida pública. Se podría convenir entonces con que, mientras en sistemas de libremercado dotados de un Estado mínimo de tipo nozickiano, se verían erosionados los principios de igualdad y justicia social, el Estado del bienestar, abstractamente considerado{17}, se revelará como forma capaz de conjugar los principios normativos y un programa igualitario de claro tinte ético con los objetivos de crecimiento de las economías de mercado; además de estar en disposición de distinguir dos corrientes diferentes de legitimación del Estado del bienestar, a saber, una utilitarista y anglosajona, anclada en la tradición liberal, cuyo origen se puede localizar –por retomar a los contractualistas clásicos y la dicotomía anteriormente apuntada– en la obra de Hobbes y Locke; y otra eudemonista o continental, afín a la corriente republicana, derivada por su parte de los escritos de Rouseeau y Kant. Sin olvidar la tesis que explicaba el mantenimiento del Estado del bienestar en un contexto de intenso desarrollo económico y de acumulación de excedentes, lo que permitía redistribuir la riqueza sin generar dificultades sociales de importancia{18}, actualmente –y desde hace ya dos décadas– cabe señalar la continuidad de una crisis de legitimidad estrechamente vinculada a la progresiva separación entre los presupuestos éticos, reducidos al concepto de equidad, y los económicos, envueltos ahora en la persecución de la eficiencia. Cierto es que la idea de una crisis de legitimidad, originada a partir de la incapacidad del Estado de mantener los niveles de prestaciones alcanzados en el segundo tercio del siglo XX, no tiene la actualidad que poseyó en la década de los ochenta en Europa, debido quizá en parte al llamado «excedente de legitimidad» del que hablan algunos autores, aunque sobre todo por la mayor implicación del denominado «tercer sector», esto es, de un altruismo organizado o voluntariado, que junto con el sector privado, conforma el moderno agregado social (welfare mix) en la provisión de servicios sociales y del bienestar. También podría señalarse como la contundencia de los acontecimientos históricos (caída del muro de Berlín, derrumbamiento de la URSS, globalización económica) ha venido implícitamente a reequilibrar (o desequilibrar) la balanza ideológica de manera tal que de las dos interpretaciones económicas opuestas que del Estado del bienestar se dieron, una habría perdido definitivamente su operatividad: es tan impensable pensar con John Strachey en el Estado del bienestar como Estado transitorio al socialismo, como oportuno calificarlo con Joseph Schumpeter de mal menor o necesidad práctica y técnica que trató de garantizar la perpetuación del capitalismo{19}. Sea como fuere la cuestión de la legitimidad aparece aún como un elemento deficitario, y más si lo unimos como venimos haciéndolo con el enfoque normativo del que está absolutamente empapado, pues su reflexión se produce ineludiblemente en términos de juicio de valor. Pues bien, sin pretender entrar en la cuestión de las causas y efectos que guían las distintas políticas económicas de los Estados occidentales hoy en día, el presente estudio pretende en lo que sigue resaltar como desde planteamientos económicos «positivos» las cuestiones relativas al bienestar se han tratado a través de indicadores que, en aras de ofrecer índices mensurables, han terminado por subsumir la idea de justicia en la idea de maximización, configurando un sentido de justicia demasiado limitado. Manifestación de ello sería el método de ordenación por suma, u ordenación de los estados sociales en razón de la suma de los resultados de medición de utilidades individuales. Ofreceremos posibles alternativas a este modo de obtener un juicio social más adelante, y sólo tras rastrear los presupuestos metodológicos de los que se ha valido la ciencia económica en su vertiente política (o pública), observando sus conexiones y repercusiones no sólo –como es evidente– con las doctrinas utlitaristas que desembocan en la escuela de la Public Choice, sino también con aquella situación de regateo de Rawls que conformaba el momento de la elección de los principios de justicia dentro de la posición original. Añadir por último que si bien resultaría absurdo verter en la racionalidad utilitarista responsabilidades de legitimidad, ya que su idea de igualdad no es rechazable en absoluto, cabe justificar su recorrido histórico a fin de informar sobre su mayor o menor adecuación a criterios éticos.

III. Razones de ser de la economía política

Las distintas definiciones que puedan darse de lo que sea la economía política estarán en función de sus objetos de estudio, así, mientras que para los economistas clásicos dicha disciplina ha de ocuparse en determinar las leyes que regulan la distribución de lo producido, para Marx y sus discípulos la producción, más que la distribución, vendrá a ser el punto nodal del estudio, y –mayormente– las relaciones de producción que contraigan los hombres en tanto trabajadores o propietarios de los medios de producción. Se ha de advertir cómo según la definición del objeto de la ciencia económica{20} de la que se parta se derivará una metodología y un ámbito epistemológico diferente{21}. Constituirá parte de nuestra tarea bosquejar un marco que sitúe a la economía bajo unos parámetros que, sin renunciar a los datos aportados por la técnica, no olvide el carácter social de la disciplina. Debido a las aportaciones pioneras que supuso su obra en este sentido, detenemos en primer lugar nuestra atención en las premisas del pensamiento económico de Karl Marx, para retomar a continuación, a raíz del contraste con la perspectiva clásica y neoclásica, el debate sobre la neutralidad de la ciencia económica.

III. 1. El método económico de Karl Marx

El método que el autor alemán utilizó en sus investigaciones económicas empezó «por seleccionar de entre todas las relaciones sociales las 'relaciones de producción', como relaciones básicas y primarias que determinan todas las demás»{22} para desarrollar a continuación, dentro de un marco «lógico histórico», tanto una teoría del valor (o de la plusvalía) que explicase las formas de renta no ganada por sus receptores y la posibilidad de acumulación del capital a gran escala, como una determinación de los rasgos generales del sistema capitalista, a partir de los efectos que dicha acumulación produce (progreso tecnológico) en interacción con la relación capital-trabajo{23}. Según Marx toda mercancía tiene un valor de uso –utilidad que le damos a la mercancía–, y un valor de cambio, que equivale al trabajo humano, por lo que las mercancías tienen trabajo humano incorporado. El problema que se suscita es cómo calcular el valor del cambio: esto se resuelve con el criterio del número de horas de trabajo. La fuerza de trabajo como toda mercancía es igual al tiempo necesario para su reproducción, es decir, para la producción de la de los medios de existencia de su portador. La diferencia que se produce entre este número de horas (valor de cambio) y el valor de uso, cuyo tiempo según Marx supera al de cambio al equivaler al consumo de la producción, constituye la plusvalía. Condenado a desaparecer, este sistema –caracterizado por la acumulación constante de capital, además de por la renovación permanente del capital constante (esto es, de la tecnología y de todo elemento que colabore en la producción de mercancías, salvo la mano de obra)–, acabará desplazando a los trabajadores del sistema productivo y reduciendo el nivel de sus salarios, conduciendo al descenso irremediable –hasta su crisis final– de la tasa de beneficios –resultante de la relación existente entre la plusvalía absoluta y el capital total. Más allá de las críticas de estos elementos económicos conformadores de la infraestructura del orden social, debe retenerse para nuestros intereses la tesis marxiana de que la ciencia económica es una ciencia histórica cuyas ideas y categorías –utilidades, salarios, y rentas– «son tan poco eternas como las relaciones que expresan. Son productos históricos y transitorios»{24} y, por otro lado, la introducción de la sociología en el análisis económico. Acaso sea esta última aportación la que dote a Marx de la importancia que merece, llegando a otorgársele el título de «verdadero padre de la economía política» (Isaiah Berlin). Esta introducción al pensamiento económico de Marx nos sirve de prolegómeno inmejorable en el debate acerca del estatuto epistemológico y supuesta neutralidad de la economía política.

III. 2. Epistemología y metodología de la ciencia económica: la cuestión de la neutralidad

Si partimos de la incardinación de la economía en las ciencias sociales habrá que convenir en aproximaciones que den primacía al sentido y a la acción, pues la tarea de estas ciencias no será tanto descubrir leyes de alcance universal –como en las ciencias naturales– cuanto interpretar el sentido de la acción humana. Su estatuto gnoseológico, pues, no corresponderá al de las ciencias positivas.

Recogiendo las aportaciones que desde la filosofía de la ciencia ha elaborado Gustavo Bueno cabe presentar la teoría del cierre categorial como una gnoseología (o teoría de la ciencia) materialista que, incluyendo una práctica del saber, una crítica de las ciencias y una construcción de modelos epistemológicos de funcionamiento de las ciencias, se interesa por delimitar un campo de categorías para cada una de ellas (positivas o naturales, pero también humanas), de forma que conformen un marco mediante el cual sea posible analizar los diferentes cuerpos científicos que correspondan, a fin de demostrar como la relación de sus materiales constituye el contenido mismo de la verdad científica. Así, cuanto más cierre posea un campo de categorías –cuanto más implicadas estén estas en su campo propio– más estrictamente científica será la disciplina de la que se trate. No conviene olvidar, con todo, el papel desempeñado por la filosofía en este sistema en cuanto «saber de segundo grado» (ni se reduce a la ciencia, ni puede prescindir de ella), que se ocupa en estudiar ciertas ideas que atraviesan todos los campos. Pues bien, el mismo autor de esta teoría la aplicó en su momento al estudio de la economía política{25}, concluyendo en la necesaria intervención del estudio filosófico debido al manejo de categorías procedentes de otros campos, así como de ideas esencialmente filosóficas. Ejemplo principal de este fenómeno lo constituiría la idea de producción: «idea filosófica central –y no sólo como concepto categorial de la economía política– (...) Marx ha sido quién ha introducido esta Idea en Filosofía. Al ligar –ya en los Manuscritos– la idea de objetivación (Vergegenstandlichung) –procedente de la filosofía clásica alemana– con la idea de fabricación –procedente de la Economía política, que, a su vez interfería aquí con la Tecnología–, Marx ha situado la idea de producción al nivel de los principios mismos de la antropología filosófica»{26}.

Por otra parte, desde premisas esta vez vinculadas a la condición de la falibilidad de la teoría popperiana, se ha señalado como «la debilidad primordial de la Economía moderna consiste precisamente en su reluctancia a producir teorías que generen implicaciones refutables claras, seguidas de una falta de disposición hacia la confrontación de dichas implicaciones con los hechos»{27}. Tanto en este caso como en el presentado por el profesor Bueno, se rechaza la posibilidad de existencia de un disciplina económica libre de juicios de valor o, en otras palabras, de una economía positiva. Ello implicaría incluso declarar la falta de neutralidad que la economía procuró a través de la limitación de su objeto de estudio a unas reglas de elección que calculasen mediante la operación costes-beneficios la relación entre unos fines u objetivos y unos medios escasos y susceptibles de usos alternativos (véase la definición de Lionel Robbins). Sin embargo los fines u objetivos, bien que mensurables bajo un cálculo de funciones de preferencias, no son sino una valoración realizada en base a criterios del deber-ser, por lo que el mismo enunciado que abogara por la bondades del mercado consistiría en sí mismo un juicio de valor. No sólo Gunnar Myrdal observó la inevitabilidad de este fenómeno, introduciendo la solución de declararlo abiertamente al inicio del análisis económico, el mismo Schumpeter ya advertía, en la misma línea de Marx, las repercusiones prescriptivas, amén de su historicidad, del objeto en cuestión, reconociendo, según palabras Joan Robinson que: «El sistema es cruel, injusto, turbulento, pero nos abastece de bienes, y como son bienes lo que se desea, al diablo todo lo demás»{28}.

Llegados a este punto se podría abundar de la mano de Karl Polanyi en la crítica a la ciencia económica. Según Polanyi la estructura institucional que conforma el mercado se basa únicamente en el intercambio como forma de integración de la actividad económica, y utiliza el principio regulador de los precios a fin de hacer cuantificables a todas las mercancías, pero al mismo tiempo exige que tanto el trabajo como la tierra sean asumidos como una mercancía más; de esta manera, no sólo la sociedad se transforma en una sociedad de mercado («una economía de mercado únicamente puede funcionar en una sociedad de mercado»{29}), sino que también se acaba imponiendo la acción racional como forma única de pensamiento y principio de un comportamiento que no ve más allá del cálculo reducible a una operación cuantificable de costes-beneficios aplicada a los medios necesarios para conseguir cualquier fin. Si añadimos a ello la escasez como premisa de la que han de partir las operaciones, ya sabemos en que consiste la ciencia económica (clásica), una ciencia que en su tendencia por adquirir los atributos de la exactitud matemática olvida su componente cualitativo social. Siempre según este autor, reducir la actividad económica a estos presupuestos científicos supone no sólo olvidar las otras formas de integración de la actividad económica (reciprocidad; redistribución; y hacienda{30}), sino caer en la que Polanyi denomina la «falacia económica» esto es «igualar la economía humana general con su forma de mercado». Cabría matizar o aclarar la crítica, advirtiendo que del mismo modo que aunque el mercado no es la única manera de institucionalizar la actividad económica, no deja de ser una forma más, y básica sin duda.

Más allá de la disputa del positivismo en que están envueltas estas cuestiones, y antes de pasar al análisis del trasfondo utilitarista del pensamiento clásico y de la posterior economía del bienestar, es necesario detenerse algo más en la distinción medios-fines como referencia para evaluar el tipo de racionalidad al que se vincula la ciencia económica, ya que será en función del fin escogido como podremos obtener respuestas acerca de la adecuación o no a criterios normativos por parte de la economía política.

III. 3. La racionalidad económica

Hemos visto ya como la elección de un fin responde inevitablemente a una valoración. Esto, unido al mismo carácter de las ciencias sociales –interpretación del sentido de las acciones humanas– nos obliga a retomar aquella distinción weberiana que tipificaba las acciones humanas en acciones con arreglo a fines y acciones con arreglo a valores. Sin menoscabo de la, en última instancia, naturaleza valorativa de la racionalidad con arreglo a fines (o instrumental), no resultará ninguna novedad presentarla como el tipo de racionalidad puramente formal de base individualista propio de la ciencia y la técnica occidentales. Su mecanismo respondería a las siguientes condiciones: (1) dado un conjunto C de creencias, A es el mejor medio de satisfacer el conjunto de deseos D; (2) C y D explican casualmente A; (3) el conjunto de deseos D es internamente consistente; (4) el conjunto de creencias C que contribuye a causar A es racional, lo cual no sólo significa que es internamente consistente sino que además tiene el mayor grado posible de credibilidad inductiva en la medida en que se genera la evidencia disponible{31}. Si aplicamos este esquema a la maximización de los fines y/o la minimización de los medios como criterio orientador de la elección a tomar, tendremos un grado alto de formalización de la economía que nos inclinará a pensar en su impecable cientificidad. Sin embargo, siguiendo con la conceptualización de la acción racional, la cuestión acerca de la racionalidad de los deseos quedaría sin cubrir, apareciendo el riesgo de que deseos irracionales provocasen acciones irracionales. Y si bien estos han de cumplir ciertas condiciones para no caer en la irracionalidad, se hace necesario en última instancia abrir la cuestión de la racionalidad a su relación con los valores. Los primeros autores de la Escuela de Frankfurt (Max Horkheimer y Theodor W. Adorno{32}) señalaron ya como la razón instrumental desembocaba en un positivismo y pragmatismo que caía en la aceptación acrítica de los hechos, así como en la glorificación de la ciencia como el único método cognitivo adecuado, terminando por sustituir un saber basado en conceptos y en imágenes en un saber formalizado, que calcula las probabilidades de ocurrencia de los sucesos y rechaza todo lo que no se adecua a los criterios de calculabilidad y de utilidad. Así la preocupación (ontológica) por la verdad quedaría finalmente desplazada por la preocupación (metodológica) por el procedimiento eficaz de la operación y el cálculo, en donde la noción de verdad se identificaría tan sólo con el éxito de una acción instrumental. Ante ello proponían una racionalidad que, si también teleológica, partía de la noción griega de razón comprehensiva, referida a fines razonable en sí mismos y vinculados a la comunidad en su conjunto, independiente de la utilidad que proporcionase al individuo; una racionalidad que, en suma, reconciliaba moral y conocimiento. Esta racionalidad «dialéctica» les servía de base para una teoría crítica de la sociedad que denunciaba las insuficiencias de la lógica formal y su presunción de ser independiente respecto de la realidad social. Cabría recordar aquí como es el carácter matemático del conocimiento científico –cuyo mayor grado de formalización representaría la matemática y la lógica formal– lo que le hace racional{33}. ¿Pero, podía abrirse la posibilidad a una normatividad racional que pudiese servir de referencia a los fines? Esa fue la dirección a la que apuntaba el posterior desarrollo de la teoría de la acción comunicativa de Habermas, propiciada además por los límites del análisis formal: si por una parte la paradoja analítica nos advertiría de que el análisis del lenguaje se realiza a partir de otro lenguaje (que a su vez habría que analizar...), la matemática por su parte, y desde el momento de la necesaria aplicación que le otorga carta de existencia, sería susceptible de incorporar elementos normativos. A la razón por tanto habría que darle un contenido, un sustrato, una materia propia que pueda encontrar en el ámbito social. El mismo Rawls al distinguir como vimos dos tipos de racionalidad, el racional y el razonable, sugiere que mientras que una acción meramente racional es aquella que emplea los medios oportunos para la satisfacción de los fines del agente (aquella que utilizarían los individuos en el bargaining game), una acción razonable supone que en la realización de los fines han de tenerse en cuenta los fines moralmente justificables de otro. Ahora bien, todo esto nos ofrecería una dicotomía en exceso simple y tendenciosa en la que en por un lado nos encontraríamos con una corriente subsumida bajo una ética individualista e utilitarista ajena a consideraciones normativistas y en última instancia fundadora de la concepción del homo oeconomicus (idea del individuo como egoísta racional, maximizador de utilidades); y de otro contemplaríamos un esfuerzo por encontrar una instancia racional que nos permitiese distinguir entre los usos de la razón instrumental para, yendo más allá de esta –o de la acción estratégica encaminada a prever el comportamiento de los demás a fin de influirles según intereses propios– alcanzar, mediante una situación ideal de la comunicación{34}, la consecución de un entendimiento y consenso en torno a normas que rijan la acción en común. Sin embargo las cosas no son tan simples. En primer lugar porque a fin de cuentas los principios morales o juicios de valor, aun dotados de la condición de la autonomía individual de la voluntad moral, y presupuesta la universalidad de la razón{35}, no consiguen alcanzar la fundamentación racional necesaria como para salvar la discontinuidad existente entre el ser y el deber-ser. Y así, si bien es cierto que –cuando menos en el ámbito de las ciencias sociales– no podemos describir sin emitir subrepticiamente juicios de valor, nunca podemos justificar absolutamente nuestros juicios de valor ante el tribunal de la razón. Pero en segundo lugar, y ante todo porque el utilitarismo, como corriente consecuencialista situada detrás de las economía política ha conseguido, gracias a sus rasgos metodológicos, responder como ninguna otra (bien que relativamente) al reto de equilibrar la búsqueda de la felicidad con las exigencias de adecuación a los criterios de eficiencia procedentes del mercado. Mediante las aportaciones de la economía del bienestar, sintetizadas en el «Teorema fundamental de la economía del bienestar» ha logrado incluso abarcar en su análisis a los bienes públicos, es decir, a aquellos bienes para los que el consumo de una persona no reduce el consumo de otra. Una breve rastreo por el pensamiento y el desarrollo del utilitarismo nos servirá para entender su vinculación con el método y con los objetivos –eficiencia y equidad– de la economía política. Se advertirá asimismo como el debate interno producido en el seno de esta corriente la hace especialmente rica de cara a los requerimientos del Estado del bienestar. No olvidemos por último, y antes de pasar al siguiente punto, que todo este epígrafe viene a cuento del hecho de que no es sino en el campo de los fines (y sus valores) en donde se pone en juego la legitimidad del Estado y, por ende, su capacidad de mayor o menor intervención.

IV. El utilitarismo: alcance y límites

IV. 1. Método y moral. ¿Teoría descriptiva o teoría prescriptiva?

Podemos comenzar nuestra exposición advirtiendo de la doble vertiente en que cabe situar al utilitarismo. En efecto, la tensión entre un enfoque analítico o metodológico y un enfoque normativo atraviesa esta doctrina –sin perjuicio de que sus máximos teóricos hayan elaborado una sistematización coherente de sus propuestas, bien complementando ambos enfoques, bien apostando por uno de ellos. Como teoría analítica el utilitarismo se basa en los supuestos del individualismo metodológico y en la «capacidad racional de los individuos de ordenar sus preferencias y de fijar sus objetivos y de elegir los medios adecuados para conseguirlos»{36}. En cuanto teoría normativa, por su parte, esta corriente juzga sobre los actos a partir a partir de la consecuencias (consecuencialismo), lo que exige constatar si el acto o la medida política que se adopte en su caso generan algún bien identificable o no. Pero detengámonos brevemente en la historia de este pensamiento.

El fundador del utilitarismo, Jeremy Bentham, influido esencialmente por tres corrientes –a saber: el escepticismo crítico y el realismo político de David Hume; la reivindicación hedonista y neoepicúrea del valor de la felicidad por algunos ilustrados materialistas franceses; y los principios de moral y legislación defendidos en ciertas campañas por la reforma de los sistemas penal y procesal{37}– centró la preocupación de su vasta obra en caracterizar el criterio de legitimación del gobierno: el utilitarismo. Poco atraído por las teorías del contrato social, denuncia al igual que Hume su incapacidad para vincular al pacto hipotético a generaciones posteriores, proponiendo en cambio la formula de «la mayor felicidad para el mayor número de personas». A partir de la acentuación de los interés individuales, Bentham piensa que el interés de la comunidad descansa en «la suma de los intereses de sus distintos miembros», abogando en favor de una aritmética moral capaz de medir la utilidad según sus dimensiones: intensidad, duración, certeza y proximidad. Los objetivos de la legitimidad, derivados de la suma de intereses, serán entonces –y en orden de prioridad– la seguridad, la abundancia, la subsistencia y la igualdad. Pero sin duda lo más interesante será retener la supremacía concedida al supuesto de autopreferencia. A este esquema vendrá a responder John Stuart Mill. No sería justo sin embargo abandonar a Bentham sin mencionar el giro que experimentó su pensamiento posteriormente, orientado mayormente a replantear la escabrosa cuestión de la agregación de preferencias individuales a fin de su repercusión en el interés común. Es precisamente este matiz moral el que preocupó al inglés John Stuart Mill. Sin renegar del pensamiento utilitarista, quiso sustantivizar el contenido de la felicidad a la que tienden los individuos, conjugando así aspectos descriptivos con normativos. Mill identificaba una serie de placeres superiores e intelectuales en el goce del arte, la autonomía personal, el interés por los asuntos colectivos y el sentido social, de modo que la felicidad constituía un fin complejo en busca tanto de la felicidad como de la virtud. Dicho pensamiento, calificado a veces de «utilitarismo idealista», derivaba en una teoría de la economía pública pionera en el estudio de los fallos del mercado. Según sus «Principios de Economía Política» es necesario que el Estado intervenga en economía en relación a las leyes sobre la propiedad y los contratos, la administración de justicia, la policía y los impuestos. Además cabría hablar de intervenciones facultativas deseables en circunstancias en que falte información entre los individuos, o en aras de protección de niños y jóvenes, regulación de condiciones de trabajo en industria, política de colonias y, en suma, en «todos aquellos casos en que no haya iniciativa privada para cubrir una necesidad social»{38}. No parece incluso descartable hablar de un Mill socialista, el mismo que relativiza el derecho de propiedad y de la distribución de la misma existente en la sociedad, llegando a trazar una distinción conceptual entre las leyes de la producción y las de la distribución. Y si acaso su optimismo moral le conduce a confianzas excesivas como la del progresivo perfeccionamiento de la especie humana, su programa normativo sintoniza con el núcleo moral del Estado del bienestar.

Tras Stuart Mill aún Henry Sidgwick desarrolla una obra multidisciplinar atenta tanto a cuestiones sociales como económicas. No obstante rompe con el inglés al distinguir claramente entre el utilitarismo como teoría normativa y como teoría descriptiva, afirmando que no tienen por qué estar vinculados. A partir de este autor el bienestar material servirá de indicador de la felicidad, lo que supondrá el inicio de una nueva relación entre la teoría económica y el utilitarismo.

IV. 2. La teoría económica del bienestar: objetivos, desarrollo y vinculación a la teoría de la elección racional

En función del supuesto apuntado –el bienestar material como uno de los factores de la felicidad– va a desarrollarse una teoría del bienestar económico, que utilizará como elementos principales la teoría del valor subjetivo y la teoría de los fallos del mercado. La primera de ellas se basará en la idea de que el valor de un bien depende de la capacidad para satisfacer los deseos de quién los utiliza. De esto se deducirá la idea de la utilidad marginal, que equivale al aumento de la utilidad total que proporciona el consumo de una unidad adicional de un bien, en torno a la cual se ajustará el precio de ese bien, amén de la ley de la utilidad marginal decreciente, que nos muestra la relación inversa entre la utilidad marginal y el incremento de la cantidad consumida de un bien: cuanto mayor es el consumo menor es la utilidad marginal. Aplicado a los factores de producción, y no a los bienes directamente destinados al consumo, surgirá la idea de la utilidad derivada.

Esta teoría del valor subjetivo, cuyo objetivo es deducir las condiciones de una eficiente asignación de los recursos (a partir de las presuposiciones de maximización de satisfacciones por parte del consumidor, y maximización de beneficios por la del empresario), pretende obtener una maximización del interés o utilidad social. El modelo de equilibrio resultante, en el que coexiste una mensurabilidad cuantitativa o cardinal con una comparatividad ordinal de la utilidad, se asociará a unas condiciones de competencia perfecta, que incluye información perfecta de los precios por todos los agentes, total movilidad y divisibilidad de los factores de producción para ajustarse a los equilibrios eficientes, &c. Combinado con la teoría de los fallos del mercado establecerá la línea de investigación de la economía del bienestar, expresión que debe su difusión a Arthur C. Pigou. Según el autor de The Economics of Welfare la maximización de la felicidad dependerá de la maximización del bienestar económico, lo que a su vez estará en función de dos factores: la maximización de la renta global y su distribución igualitaria entre los individuos. El primero de ellos, asociado a un criterio de eficiencia en la asignación de los recursos dados, trataría de salvar las divergencias entre el producto privado y el producto público (conocidas como economías y deseconomías externas o externalidades) mediante la intervención estatal. En cuanto a la distribución, vinculada a un criterio igualitario, comportaría la implementación de medidas redistributivas sometidas en cualquier caso a restricciones, a fin de no perjudicar el aumento de la renta global. Sin embargo la dificultad de redistribuir según criterios objetivos de maximización del bienestar (debido a la alteración que los cambios distributivos pueden producir en las prioridades de los individuos y, por tanto, en las condiciones de eficiencia, como advirtió Scitovski) lleva a Pigou a proponer un criterio normativo lejano del razonamiento científico de las regles de eficiencia: la consecución de un nivel mínimo de renta real asegurado a cada individuo con el que se satisfagan unas determinadas condiciones de vivienda, alimentación, salud, etc, esto es, de bienes sociales que preocuparán al Estado del bienestar. La crítica recibida a propósito de la introducción de juicios de valor hace que la formulación neoutilitarista posterior se fije tan sólo en las preferencias individuales como componentes de las preferencias de la sociedad, rechazando la comparación de satisfacciones. El bienestar social se definirá con Abraham Bergson{39} como una función creciente de utilidades individuales, en donde la utilidad ha dejado de ser la satisfacción mensurable de los individuos, sino sus preferencias reveladas a partir de las conductas observadas, algo que termina alejando la función del bienestar de cualquier modelo normativo. La redefinición del fin ético como la máxima realización de las preferencias situará la cuestión de los mecanismos procedimentales y de agregación de preferencias individuales en primer plano. Y es aquí cuando la fusión con las teorías de la elección racional y, posteriormente con la escuela de la Public Choice se hará evidente. Kenneth Arrow demostrará, con su «teorema de la imposibilidad» como la ordenación agregada de preferencias individuales no reúne con necesidad las mismas condiciones de racionalidad que las elecciones individuales{40}. La concepción del bienestar irá así identificándose, más que con una definición de criterios de eficiencia y justicia distributiva, con una teoría de las reglas racionales de decisión. El «utilitarismo de la regla» dificultará la fundamentación de los principios morales de la utilidad, impidiendo que estos puedan servir ya de pauta normativa a la sociedad. De esto, al surgimiento de una teoría económica de la política anunciada como teoría «positiva», en donde la vertiente analítica del utilitarismo sofoca a la prescriptiva, no hay más que paso. Sin embargo ello no deja de implicar una toma de partido en el terreno de los juicios de valor.

Retomando las premisas de la teoría económica de la política (asumidas por la escuela de la Public Choice) hallaremos la raíz utilitarista exenta de normatividad: a partir de tres presupuestos metodológicos –el individualismo, la racionalidad instrumental como principio de acción de los individuos y la idea de las consecuencias no intencionadas de las acciones humanas– se desarrollan los estudios sobre el comportamiento racional humano aplicado a sus acciones de carácter político. No obstante, más que criticar la sustitución producida en este enfoque de un zoon politikon por la del homo oeconomicus, o el contrasentido de la expresión «teoría individualista de la política» (sin perjuicio de las aportaciones de las que nos hablaba Casahuga –véase nota 16– así de como su advertencia de los fallos del Estado), y dado el espacio que nos mereció anteriormente la obra de Buchanan, queremos hacernos eco ahora de la vuelta a los requerimientos normativos que de mano algunos autores parece resurgir en el pensamiento utilitarista.

IV. 3. A vueltas con la moral y la economía

Desde enfoques procedentes de la teoría social, ciertos autores han vuelto a centrase en la cuestión de las relaciones entre la utilidad individual y la utilidad social. Richard Brandt ha tratado de distinguir entre los distintos deseos aquellos que son plenamente racionales –expuestos a la crítica de la lógica y la información factual–, verdaderamente morales según dicho autor al dirigirse al fin de la maximización de la felicidad general. Del mismo modo R. M. Hare distingue ente deseos reales y los deseos morales que tendrían si poseyesen información perfecta, y utilizasen una lógica rigurosa aplicada al consecuencialismo, lo que llevaría a universalizar las reglas morales. Por su parte John C. Harsanyi, diferenciando entre deseos humanos racionales con motivaciones de propio interés y deseos con motivaciones desinteresadas de benevolencia, sugiere la posibilidad de introducir en ambos casos criterios de elección racional que tengan en cuenta las consecuencias esperadas de la elección de los demás. Para ello recurre a la teoría de los juegos, gracias a la que podría calcularse las oportunidades de intercambio y de cooperación beneficiosa. Pero también Harsanyi distingue entre lo que llama preferencias manifiestas y las preferencias verdaderas, que serían «las que tendría (un individuo) si dispusiese de toda la información factual relevante, siempre elaborada con el mayor cuidado posible y estuviese en un estado mental muy favorable a la elección racional»{41} (Morality and Rational Behaviour Theory, 1977). No habría sin embargo ninguna seguridad de que las motivaciones éticas vayan a condicionar necesariamente la conducta racional de las preferencias egoístas con la consecución de la máxima utilidad social. En nuestros días quizá sea Amartya Sen el autor más preocupado en indagar sobre estas motivaciones conductuales y en encontrar conexiones entre actitudes éticas y económicas. En realidad sus propuestas parten de la constatación de la distinción entre los economistas clásicos: mientras unos poseen un enfoque más social de la economía (Adam Smith, J. Stuart Mill, o Karl Marx), otros están más interesados en las cuestiones técnicas y logísticas de la misma, lo que supone una visión restrictiva del comportamiento y la motivación humanos{42}. Sen abogará por la búsqueda de un equilibrio a través de indicadores más precisos del comportamiento humano real.

En primer lugar, y refiriéndose a los individuos, Sen hablará del aspecto de agencia de una persona como plano que rompe con sus motivaciones puramente egoístas, integrando una pluralidad de valores en la construcción de un juicio moral que atiende por igual a las razones neutrales y a las referidas al agente, con la ventaja que ello supone de abrir la posibilidad de que en la determinación de la bondad se cuenten no sólo los efectos de realizar una acción, sino también el carácter moral de la acción misma y los criterios que el agente sostiene como relevantes{43}. Efectivamente, Sen parte de un enfoque consecuencialista atento no tanto a las reglas a las que se adecua la acción, ni a las acciones mismas, sino ante todo a los aspectos deóntologicos de las acciones, de modo que su criterio de evaluación de la justicia de la instituciones sociales se centre en la libertad real que las personas tienen para elegir el modo de vida que prefieran. Por ello criticará del utilitarismo su desprecio a las ideas de libertad e igualdad consustanciales al modo de juzgar los asuntos sociales. La premisa del consecuencialismo, si bien válida, le parece insuficiente a la hora de manejar la información, y ello debido a las limitaciones del bienestarismo utilitario como evaluación del bien social a través del bienestar individual medido en términos de utilidad personal: la base informativa del bienestarismo al excluir información sobre la génesis de las utilidades o sobre cuestiones de derechos individuales, libertad o explotación, termina por ser demasiado limitada. Según Sen no se puede reducir el valor del bienestar ni a los estados mentales del placer o la felicidad ni al valor de ciertos objetos, aparte de que la utilidad difiera si se considera desde el valor de estos bienes o desde el valor de la utilidad per se. Así, en su terminología lo que importa para pensar el bienestar no es lo que uno tiene sino lo que uno puede realizar con lo que tiene, volcando el centro de atención de las posesiones a las realizaciones. Y la capacidad que tenga una persona reflejará la oportunidad de elegir entre distintas realizaciones, reflejando la libertad que tiene una persona para llevar a cabo el tipo de vida que valora. Por tanto, además de las realizaciones alcanzadas habrá que evaluar el conjunto de capacidades de elección, esto es, la libertad del bienestar{44}. Así, el criterio de justicia que se tome deberá interesarse, más que por la igualdad de los bienes primarios –a la manera rawlsiana–, por la igualdad de las capacidades. Aplicado al problema de la distribución, la perspectiva de Sen extenderá los problemas de la desigualdad de la distribución del bienestar al terreno de la libertad, algo que no beneficiará su valoración positiva de los mercados. Cabe concluir con que la enorme dificultad de establecer comparaciones interpersonales de utilidades convierte al utilitarismo en una doctrina poco apta para hacer frente a los problemas de la justicia distributiva. Sin embargo, en su combinación de criterios normativos con la tradición contractualista justificadora de los Estados, es capaz de ofrecer un aparato argumentativo tendente a la legitimación del Estado del bienestar. A fin de cuentas, esto es lo que hace el mismo Rawls, como buen «utilitarista igualitario».

V. Recapitulación

La legitimación racional del Estado en nuestros días no puede desvincularse de los criterios que definen los fines de la actuación de la economía política. A su vez sólo serán legítimos aquellos principios que puedan ser racionalmente aceptados por todos los ciudadanos a los que haya de afectar{45}. Son las disensiones y repercusiones en relación al concepto de razón que deba informar a dichos principios, aquello que, atravesando nuestro estudio, hemos querido aproximar a la racionalidad de la economía política. Y si bien no es lo mismo ligar la racionalidad al concepto de utilidad que al de una «eticidad» ciertamente deudora del derecho natural, no podemos olvidar que la política se refiere por igual a razones de valor que de preferencia.

En el presente estudio se ha pretendido mostrar como la tensión que sufren los componentes de la legitimación estatal se encuentran en el seno mismo de la definición de la objetivos de la ciencia económica. Las dificultades no sólo para demostrar la posibilidad de una racionalidad moral sino para vincularla, en su caso, con indicadores métricos se vierten en la práctica de los Estados contemporáneos asediados por otra parte por los imperativos exigidos desde la globalización económica: liberalización del mercado de trabajo, abaratamiento del despido, reducción de los costos laborales disminuyendo las prestaciones fiscales, y aminoramiento de la presión fiscal para asegurar la inversión. Pero mientras no se creen órganos que suplan las funciones sociales propias del Estado del bienestar, no parece meritorio abandonar el estudio de la legitimación que emerge desde la actividad de la hacienda pública. Si sabemos que el mercado tiene problemas –derivados de las limitaciones del utilitarismo del bienestar– en el momento de la distribución de libertades y de la justicia social, resultará ineludible concluir en la conveniencia de un intervencionismo estatal que trate de equilibrar una práctica de la justicia como provecho mutuo con otra que, sin obviar los valores del procedimiento, abogue por valores sustantivos o de fondo, esto es, por los propios de la vida pública, sin menoscabo, –huelga añadir– de los asociados a los derechos fundamentales de la persona. Por ello, desde un constitucionalismo económico de partida, no cabe sino la defensa de un Estado como asignador de recursos y redistribuidor de la renta, supuesta su atención a un programa ético-normativo sólido. En función de los problemas con los que se enfrenta una teoría normativa en este sentido, hemos recorrido la obra de los neocontractualistas y –muy sucintamente– el desarrollo del utilitarismo, mostrando como en aras de adecuarse a unos criterios de racionalidad, buscan legitimar sus propuestas y, por ende, la de cualquier institución en consonancia con sus postulados. A modo de bisagra entre ambas corrientes, la discursión epistemológica nos ha permitido confirmar tanto la existencia de distintos tipos de racionalidad como, ante todo, la ausencia de neutralidad de la ciencia económica –cuando menos como ciencia social o economía política–, propiciando por tanto su apertura ineludible hacía juicios de valor. Por último, se ha pretendido aventurar la conexión entre un utilitarismo normativo cuyas herramientas en el ámbito del bienestar no cabe rechazar en absoluto (que sí corregir), con un contractualismo de tipo rawlsiano tan atento a las cuestiones de procedimiento y elección, como a la búsqueda de la justificación racional de los elementos sustantivos de carácter moral.

Notas

{1} De todas las innumerables definiciones del Estado hemos optado por escoger una que informe tanto del elemento sociológico-cultural como del jurídico-formal, recogida en Santiago Delgado e Ignacio Molina, Conceptos fundamentales de Ciencia Política, Alianza, Madrid 1999.

{1} Vid. José Antonio Moral Santín, «Globalización y transformaciones financieras, ¿El fin de las políticas macroeconómicas nacionales?», Revista Zona Abierta nº 92/93, 2000.

{2} Sin ánimo de resultar marxista, es evidente que no se pueden proteger derechos fundamentales o principios de igualdad y libertad sin garantizar un mínimo de seguridad económica.

{3} Vid. Ramón García Cotarelo y Andrés de Blas Guerrero, Teoría del Estado y Sistema Políticos, UNED, Madrid 1990.

{4} Vid. Fernando Vallespín Oña, Nuevas teorías del contrato social, Alianza, Madrid, 1985, pág. 46.

{5} Fernando Vallespín, op. cit., pág. 114.

{6} Ibidem, pág 114. Por otra parte –y aunque no solvente la disparidad apuntada– se ha de advertir que más que un criterio de eficiencia paretiano (paso de una situación A a otra B en la que mejora el bienestar de al menos un individuo, sin que nadie empeore), Rawls ya incorpora un criterio de compensación potencial (Kaldor y Hicks).

{8} Como señala Vallespín, todas las características de una economía comercial avanzada se dan ya en el estado de naturaleza de este autor.

{9} Vid. F. Vallespín, op. cit., págs. 162 y sigs.

{10} F. Vallespín, op. cit., pág. 175.

{11} Emilio Albi, José Manuel Gonzalez-Páramo, y Guillem Lopez Casasnovas, Gestión pública. Fundamentos, técnicas y casos, Ariel, Barcelona 2000, pág. 68.

{12} Josep Mª Colomer, «La teoría económica de la política», en Fernando Vallespín (ed.), Historia de la teoría política, vol. 6, Alianza, Madrid 1998, pág. 371.

{13} James Buchanan, The Limits of Liberty, Univ. of Chicago Press, 1974, pág. 67. De un contrato, habría que añadir, al que se ha llegado para paliar los conflictos que se producen entre unos individuos conducidos por la maximación de su propio interés, y que se limitaría a fijar tanto los distintos derechos de propiedad sobre las posesiones o recursos capaces de producir bienes finales, como las atribuciones y límites del Estado protector.

{14} James Buchanan, «Política sin romanticismos. Esbozo de una teoría positiva de la elección pública y de sus implicaciones normativas», en J. Casas Pardo (ed.), El análisis económico de lo político, Instituto de Estudios Económicos, Madrid 1984, pág. 113.

{15} James Buchanan, «Sector público versus sector privado. Una crítica a la teoría del Estado-Benéfico», en El sector público en las economías de mercado, Espasa-Calpe, Madrid 1979, pág. 94.

{16} Vid. Antoni Casahuga (ed.), «Introducción» al libro Teoría de la democracia. Una aproximación económica, Instituto de Estudio Fiscales, Madrid 1980.

{17} Esto es, sin entrar aquí en los tres mundos (social-demócrata, liberal, y conservador) de los que nos habla Gosta Esping-Andersen, o mejor dicho, cuatro: anglosajón; continental; escandinavo; y mediterráneo.

{18} «En consecuencia» –señalaba el profesor Cotarelo– «lo más prudente parece ser decir que el keynesianismo coincidió con una etapa de prosperidad del capitalismo: desarrollo y crecimiento económico, aumento del excedente social, políticas redistributivas, aumento del gasto público y, muy especialemnte del gasto social», Ramón G. Cotarelo, Del Estado del bienestar al Estado del malestar, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid 1986, pág. 110.

{19} Vid. Ramón G. Cotarelo, op. cit., págs 101-106.

{20} Usaremos indistintamente las expresiones ciencia económica y economía política para referirnos a aquella disciplina científica que forma parte del conjunto de las ciencias sociales.

{21} Vid. Juan Alonso Hierro, Entrada: «Economía», en Salvador Giner, Emilio Lamo de Espinosa, Cristóbal Torres (eds.), Diccionario de Sociología, Alianza, Madrid 1998, pág. 224-226.

{22} V. I. Lenin, «Selected Woks», citado en Ronald L. Meek, Economía e ideología y otros ensayos. (Estudios sobre el desarrollo del pensamiento económico), Ariel, Barcelona 1972, pág. 145.

{23} Vid. Ronald L. Meek, El método económico de Karl Marx, en op. cit., págs. 141-171.

{24} Karl Marx, «La miseria de la filosofía», citado en George H. Sabine, Historia de la teoría política, F.C.E., México, pág 571.

{25} Vid. Gustavo Bueno, Ensayo sobre las categorías de la economía política, La Gaya Ciencia, Barcelona 1972.

{26} Gustavo Bueno, Ensayos materialistas, Taurus, Madrid 1972, págs. 469-470.

{27} Mark Blaug, La metodología de la economía, Alianza, Madrid 1985, pág. 285.

{28} Citado en Mark Blaug, op. cit., pág. 178.

{29} Karl Polanyi, La gran transformación, La Piqueta, Madrid 1989, pág. 105.

{30} Vid. el cuadro elaborado por Carlos Prieto en su artículo «Karl Polanyi, crítica del mercado, crítica de la economía», Política y sociedad, nº 21, 1996.

{31} Entrada: «Acción racional», en Salvador Giner, Emilio Lamo de Espinosa, Cristobal Torres, op. cit., pág.7.

{32} Vid. T. W. Adorno, Sobre la metacrítica de la teoría del conocimiento, Barcelona, Planeta, 1986; y M. Hokheimer, Crítica de la razón instrumental, Sur, Buenos Aires 1973.

{33} Mario Bunge, La ciencia. Su método y su filosofía, Siglo Veinte, Buenos Aires 1981, pág. 27.

{34} Que recuerda a aquella posición original rawlsiana, de tal forma que podría hablarse tanto en Rawls como en Habermas hde una común concepción de la racionalidad como razón dialógica. Vid. Fernando Vallespín, Fernando; Rafael del Águila, «La racionalidad dialógica: sobre Rawls y Habermas», Zona Abierta nº 31, abril-julio, 1984.

{35} Propiciándose así el logro de la intersubjetividad sobre la que basar la legitimidad de los sistemas políticos.

{36} Josep M. Colomer, El utilitarismo. Una teoría de la elección racional, Montesinos, Barcelona 1987, pág. 10.

{37} Vid. Josep M. Colomer, op. cit., págs. 16-29.

{38} Ibid. pág. 62.

{39} Vid. el desarrollo de su articulo «A Reformulation of Certains Defects of Welfare Economics» (1938) en Josep M. Colomer, op. cit., págs. 86-88.

{40} Vid. Kenneth J. Arrow, Elección social y valores individuales, Instituto de Estudios Fiscales, Madrid 1974.

{41} Vid. John C. Harsanyi, Morality and Rational Behaviour Theory (1977), en Josep M. Colomer, op. cit., pág 140.

{42} Vid. Amartya Sen, Sobre ética y economía, Alianza, Madrid 1989, pág. 24.

{43} Vid. Amartya Sen, op. cit., págs. 32-39, y 58-64.

{44} Vid. Damián Salcedo, «Introducción» a Amartya Sen, Bienestar, justicia y mercado, Paidós, Barcelona 1997, págs. 16-29.

{45} Fernando Vallespín, «Introducción» a Jürgen Habermas y John Rawls, Debate sobre el liberalismo político, Paidós, Barcelona, págs. 12-15.

 

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