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El Catoblepas, número 26, abril 2004
  El Catoblepasnúmero 26 • abril 2004 • página 8
Historias de la filosofía

Los escándalos de París

José Ramón San Miguel Hevia

Los escándalos de París con los amores bien correspondidos de Abelardo y Eloísa y las intervenciones quirúrgicas propias de la época

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El gran maestro Abelardo y su improvisada discípula se sentaron en silencio en el escritorio que había preparado para ellos Fulbert. El canónigo de la catedral de París se había hecho cargo de la educación de su sobrina, y todos sus desvelos se vieron más que recompensados cuando consiguió que la mayor inteligencia de Europa se convirtiese en su profesor particular. La ceremoniosa presentación en que ensalzó por igual la eminencia del maestro y las virtudes de Eloísa, hizo que uno y otra se guardasen desde el primer momento un respeto y una distancia casi insalvables.

Por lo demás Eloísa –que en aquel momento atravesaba la edad mágica de los diecisiete años– no se podía sentir cómoda en presencia de aquel varón, ya cercano a los cuarenta con todo cuanto ello llevaba de severidad y sensatez. Y a su vez Abelardo –que enseñaba públicamente a cientos de estudiantes y se enfrentaba sin temor ni vergüenza a los maestros de más renombre– tenía más de predicador que de confesor y por lo mismo experimentaba una invencible timidez ante aquella joven y aquella enseñanza que nunca había impartido.

Difícilmente hubiera aceptado esa extraña situación, si no fuese por la oferta verdaderamente sugestiva de Fulbert, que a cambio de las lecciones a su sobrina le reservaba una amplia habitación con librería incluida, en una espléndida y altísima casa –dos plantas– colocada en la isla que el Sena hace con sus dos brazos antes de entrar en París. Abelardo cobraba las clases que impartía en la montaña de Santa Genoveva y de esa forma disfrutaba de la riqueza que le proporcionaban estudiantes venidos de todos los países, pero siempre había suspirado por un habitáculo, que le sirviese de celda donde preparar sus lecciones, ilustrarse con la lectura de los antiguos y escribir los tratados que tenía ya en la punta de la pluma.

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Fulbert dispuso que esta enseñanza particular se diese ya bien entrada la tarde, cuando Abelardo había podido descansar de sus lecciones y del importuno entusiasmo con el que los escolares le planteaban cuestiones y le rendían homenaje, muchas veces sacándole en hombros de su cátedra y llevándole por las estrechas callejuelas de la margen izquierda del río. En cuanto a la frecuencia de sus clases, todo dependía del aprovechamiento de Eloísa, pues el canónigo no quería que el maestro perdiese su tiempo soltando palabras al aire, a no ser que su sobrina –como él deseaba– diese muestras de una precocidad y un interés nada comunes para su edad y su condición de mujer.

De todas formas en aquel primer encuentro, Abelardo maldijo el capricho que le condujo a tan extravagante enseñanza, completamente diferente de cuantas hasta entonces había explicado, con éxito creciente. Delante de él no tenía una multitud de discípulos, que aplaudían enfervorizados, ni un maestro a quien llevar la contraria, discutiendo los difíciles temas de dialéctica o doctrina sagrada y saliendo siempre victorioso del encuentro, sino un único y mudo testigo de sus palabras, por lo demás bien opuesto a la gravedad de su carácter y a la altura de su sabiduría. Y decidió cortar el silencio, que se prolongaba más de la cuenta hasta hacerse insoportable.

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—Señora, por primera vez en la vida, no puedo empezar mi enseñanza, porque ni siquiera tenemos un vocabulario común. Otras veces, al explicar mis lecciones, partí de textos bien conocidos por mis alumnos, y lo mismo me sucedió siempre en mis debates públicos con los profesores más eminentes. Pero ahora no sé si mis palabras y problemas tendrán sentido para vos, o simplemente serán ruidos inútiles, y me da la impresión de que ninguno de los dos seremos capaces de librarnos de esta difícil situación.

—Maestro –respondió una estirada Eloísa– sólo veo una solución para acercar vuestra sabiduría a mi ignorancia, y es que me contéis cómo ha sido vuestra vida desde el nacimiento hasta ahora, y quiénes fueron los profesores que sucesivamente os enseñaron, y cuál era su doctrina y en fin, cómo los superasteis hasta llegar a ser la figura más solicitada de París. Pues de esta forma, igual que un niño aprende de otro, iré adquiriendo poco a poco la ciencia hasta donde pueda llegar mi corto entendimiento, y aún en el caso de que fracase por completo, por lo menos no me habré aburrido.

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—Nací en Pallatium, cerca de Nantes, y como primogénito de una noble familia estaba destinado al oficio de las armas. Mi padre no carecía de ilustración, y pude conocer los rudimentos de la gramática y de las otras artes del trivium en unos años en los que Bretaña y Normandía hervían de ingenios, capaces de despertar mi infantil curiosidad. Cuando todavía era niño de pecho el gran Anselmo escribía en la abadía de Bec sus tratados de dialéctica y teología, y a su vez Roscelino se oponía a sus tesis con argumentos de cierta solidez.

—Este clima polémico en que desde joven viví hizo que me apasionase por las ciencias y me decidiese a estudiar con los mayores maestros, renunciando a la condición, ciertamente ilustre de soldado. Pero entre todas las siete artes dejé de lado las matemáticas, en sus dos variantes de la geometría y el cálculo, así como la música y la astronomía, que se derivan de ellas. Desprecié también la gramática y la retórica y finalmente me fijé en la dialéctica y decidí estudiar sobre todo la naturaleza de las especies y los géneros que se atribuyen a varios individuos.

—Para vuestra tranquilidad –dijo Eloísa– debo advertiros que en este punto podré seguir vuestro razonamiento. Estoy muy acostumbrada después de oír las discusiones de mi tío con los maestros de las escuelas catedralicias que con frecuencia nos visitan, a escuchar las sentencias de Boecio y los retóricos latinos. Porque se preguntan qué tipo de realidad tienen las entidades generales, como «hombre» o «animal» y otras parecidas. Y siempre me pareció que cuantos, alardeando de inteligencia, se atreven a entrar en ese laberinto, son verdaderamente dignos de piedad, pues nunca serán capaces de salir de él.

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—Cuando tenía cerca de veinte años –refirió Abelardo, pasados unos días– me trasladé a Loches, para escuchar la doctrina de Roscelino. El maestro bretón me enseñó que la función de las palabras consiste en indicar realidades individuales, y por eso mismo la voz «hombre», que no señala en concreto a Sócrates o Platón, ni a ninguno de los hombres que realmente existen o han existido, se reduce a un simple sonido sin sentido.

—Siempre he tenido la virtud, o si se quiere el capricho, de oponerme a las doctrinas de mis maestros, por muy eminentes que sean, y eso me sucedió y me sigue sucediendo con Roscelino. Porque si los predicados universales no tienen sentido y su única misión es la de servir de atributos de una oración, entonces cualquier construcción gramatical correcta será también correcta dialécticamente, y tanto valdrá decir «Platón es hombre» como «Platón es una piedra». Roscelino nunca me ha perdonado mi objeción decisiva, que echaba por tierra su doctrina de las «voces».

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Abelardo, contrariando su principal afición, espaciaba sus clases de dialéctica, que le parecían demasiado difíciles para la inteligencia casi infantil de Eloísa, con la exposición mucho más frecuente de doctrinas de los gramáticos latinos y con la lectura de los autores clásicos. Sólo de vez en cuando, de mes en mes, cedía a la tentación de contar sus hazañas y la continua polémica que desde su juventud mantuvo con los maestros más ilustres del siglo.

Por su parte su discípula demostraba un interés y hasta una precocidad nada común en el conocimiento, no sólo de la literatura de los Padres de la Iglesia, sino también de los tratados de Prisciano y Donato, de la retórica de Boecio, de los escritos de Virgilio, los poemas de Horacio y hasta la Metamorfosis y el Ars Amandi de Ovidio. Pero fue ella quien pidió a su sorprendido maestro que no interrumpiese del todo la narración de su vida, sus éxitos e infortunios, y que la hiciese más frecuente.

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—Mis violentos encuentros con Roscelino se completaron con una crítica a la forma de razonar de Anselmo de Canterbury, que pretendía saltar desde el orden del pensamiento al de la realidad. Ya en su tratado sobre el Gramático intentaba demostrar una proposición categórica a través de una doble implicación mental, diciendo poco más o menos así: «Ningún hombre puede ser pensado sin razón; toda piedra puede ser pensada sin razón; por consiguiente ninguna piedra es hombre», pero este razonamiento y otros parecidos tienen una conclusión verdadera y banal y sólo un análisis penetrante puede descubrir la forma incorrecta del silogismo.

—Lo más grave llega cuando Anselmo intentó aplicar este esquema dialéctico para probar la realidad del primer principio. Su razonamiento parte de dos premisas: «Dios es aquello mayor que lo cual no se puede pensar nada ; lo no existente es tal, que se puede pensar algo mayor.» Y de aquí extrajo dos conclusiones, una verdadera porque no abandona el nivel del pensamiento: «Dios no puede ser pensado como no existente» y otra excesiva, porque da ese salto de que os hablé a lo real: «Dios no es lo no existente.»

—Siempre he admirado la dialéctica de aquel gran maestro, y con dificultad pude descubrir sus puntos débiles. En primer lugar sólo tuvo en cuenta la comprensión de los términos, es decir, las notas que el pensamiento descubre en cada uno de los objetos significados, sin preocuparse de los individuos reales a los que se extiende esa significación. Pero además y como consecuencia de eso, sus enunciados son hipótesis del tipo «si es hombre es animal», lo cual sigue siendo verdadero, aunque no haya hombres ni animales, ni realidad de ningún tipo.

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—En el año de gracia de 1205 llegué a París, al monte de Santa Genoveva, donde empezaban a florecer las más variadas escuelas de retórica y dialéctica. Después de mi experiencia con Roscelino, estaba dispuesto a dominar los principios de las artes, a entablar polémica con los doctores más ilustres y, siguiendo el espíritu de mi padre, asaltar las cátedras, llevar cautivos conmigo a los alumnos, y en una palabra convertirme, a pesar de mis escasos veinticinco años, en un maestro invencible.

—Decidí empezar por lo alto y conseguí que me enseñase el más conocido de los maestros de París, Guillermo de Champeaux, del que seguramente habréis oído hablar, pues poco después, en el 1208, fundó el monasterio de San Víctor, donde profesó como canónigo regular, y más recientemente –hace sólo dos años– ha sido nombrado Obispo de Châlons. Aunque el centro de sus enseñanzas era la retórica, sin embargo defendía la doctrina según la cual los géneros y las especies eran entidades reales que se multiplicaban en cada uno de los individuos siguiendo la diferencia de sus formas y accidentes.

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—No había pasado todavía un mes cuando, ante su sorpresa y el escándalo de mis condiscípulos, mucho más veteranos en edad y estudios que yo, levanté la voz y expliqué cómo aquella doctrina era contraria a los principios de la física, según la cual los individuos de los que se predica una especie o las especies de las que se predica un género son esencialmente distintos. Supongamos, decía yo muy orgulloso, que una misma entidad de hombre, revestida de formas diversas, existe en dos sujetos: entonces este hombre Sócrates, es el mismo que aquél, Platón. O supongamos que un mismo género se distribuye en varias especies : entonces el animal afectado de irracionalidad sería el mismo que el afectado de racionalidad, o más brevemente, el animal racional será irracional.

—Esta polémica fue la causa de un cisma escolar pues mientras la mayoría de los estudiantes permanecían fieles a su maestro, dejando de lado la verdad, unos pocos, los más jóvenes y precoces, abandonaron la antigua enseñanza y me siguieron. Guillermo se opuso a mis proyectos, pero gracias a la influencia de amigos poderosos y a la liberalidad de los alumnos, que pagaban generosamente mis lecciones, conseguí abrir una nueva escuela, primero en Melun y después en Corbeil. Ya por entonces se me empezó a considerar una autoridad en dialéctica, a pesar de mi juventud y de los enemigos de la doctrina moderna.

—Una importuna enfermedad, probablemente efecto de mi excesivo celo, de la asiduidad de mis lecciones y de la violencia con que discutía a las tesis tradicionales y a sus portavoces, me obligó a abandonar la enseñanza y a retirarme a la casa de mis padres en Pallatium, donde permanecí unos pocos años, hasta que recobré del todo el vigor. Y así empezó y terminó mi primera andanza de filósofo itinerante, siempre decidido a emprender nuevos caminos. Y aprovechando este paréntesis, vamos a dejar el relato de mi vida y de sus aventuras y desventuras dialécticas, y volver a la gramática latina, sin la cual sería imposible hasta el conocimiento más elemental de la cultura de los maestros de la antigüedad.

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—Cuando salí otra vez hacia París –continuó bastantes días después Abelardo, obligado por las continuas solicitudes de Eloísa– ya sabía dónde me tenía que dirigir para conseguir un triunfo fulminante y definitivo. Era el año de 1208 y Guillermo de Champeaux había reanudado su enseñanza, rectificándola en vista de mis críticas a su primera teoría de los universales. Cuando me mezclé entre la multitud de sus oyentes, sin que el maestro percibiese mi presencia, estuve estudiando durante unos cuantos días su nueva doctrina hasta que encontré la respuesta adecuada. Decía Guillermo que aunque no existía una entidad real hombre, común a dos individuos, sí cabe decir que éste y éste no son diferentes en cuanto hombres.

—Tampoco podemos admitir esa sentencia –grité en medio de la perplejidad general y del espanto de Guillermo que veía reaparecer su mayor pesadilla– pues es en absoluto falso que en cuanto hombres no sean diferentes. Porque si Sócrates no fuese diferente de Platón por su especie de hombre, tampoco lo sería en su realidad individual. Pero como es efectivamente diferente en su realidad individual y esa realidad individual es un hombre, entonces irremisiblemente ha de ser diferente en cuanto hombre.

—Esta vez Guillermo tuvo que resignarse a su condición de retórico, abandonando sus pretensiones dialécticas, y su escuela se vio casi desierta, mientras que los estudiantes asistían entusiasmados a mis lecciones. Pero todavía no había sentado cátedra, y después de otra breve estancia en mi pueblo, reanudé mis peregrinaciones, estudiando con Anselmo de Laon doctrina sagrada y levantando la correspondiente polémica y escándalo. Hasta que por tercera y última vez, volví a París, donde admirado y envidiado por todos, comencé y todavía sigo exponiendo mi propia teoría de los géneros y las especies.

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La próxima lección trataría, como de costumbre, de gramática y literatura latina, pero Eloísa, que cada día parecía más interesada en conocer la vida y milagros de su profesor particular, se arregló para desviar su atención hacia los problemas que más le interesaban, pensando que de esta forma alargaría sus confidencias. Su estratagema se vio coronada por el éxito, cosa tanto más fácil de conseguir, cuanto que Abelardo no podía resistir la tentación de hablar de su ciencia querida, siempre que se presentaba la ocasión.

—Maestro, todos vuestros razonamientos parecen concluyentes, pero todavía queda una solución intermedia, que dejaría satisfechos a los partidarios del lenguaje indicativo de individuos y a quienes dicen que las entidades generales tienen existencia. Según esto, la palabra «hombre» es un apelativo plural, que toma todo su sentido cuando designa la colección de los hombres concretos, efectivamente existentes. Quisiera que me dieseis vuestro parecer sobre esta doctrina, que probablemente sea una necedad.

—Sois digna de ser dialéctica, señora, pues esa misma opinión, que tan fácilmente habéis descubierto, ha sido defendida por maestros eminentes, como Joscelino, y hasta uno de sus discípulos se atrevió a desafiarme en debate público. Les hice ver a todos que esta «sententia de collectione» es también una salida falsa, porque ninguna cosa real, ningún conjunto de cosas, puede ser predicado de los sujetos tomados uno a uno, y esa es justamente la propiedad de los géneros y las especies.

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Al reanudarse las clases de gramática y de literatura, llegaron a traducir a Ovidio, y Eloísa preguntó con una espontaneidad juvenil, cuál era la edad propicia para el amor en los varones y las mujeres, si se hacía caso a cuanto habían escrito los antiguos. Su profesor contestó que según la opinión común de los últimos griegos y de los latinos, que él atribuía con más o menos razón a la lejana enseñanza de Aristóteles, el varón debía maridar a los treinta y siete años y la mujer a los diecinueve. Y citó el caso al parecer extravagante del mismo San Agustín, que manteniendo esa proporción estuvo a punto de tomar por mujer a una niña de doce años, cuando él acababa de cumplir treinta.

Una misma idea hizo que los dos se mirasen por primera vez a los ojos y que mantuviesen durante unos momentos sus miradas. Abelardo tuvo que hacer un esfuerzo para desviar su atención y disimular su sobresalto, y uno mayor todavía para volver a sus lecciones y aparentar un aspecto grave y un hablar sereno. Y Eloísa, no sabía bien por qué, pidió y obtuvo inmediatamente, ante el entusiasmo de Fulbert, que las clases fuesen mucho más frecuentes, y que fuese más frecuente también el ejercicio escolar de la dialéctica.

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—Hasta ahora –dijo al día siguiente Eloísa, adelantándose a cualquier explicación– me habéis presentado las doctrinas más diversas y opuestas y demostrasteis su falsedad, derivando de cada una de ellas conclusiones absurdas. Pero sin embargo pusisteis a buen recaudo vuestra propia opinión, y así me dejasteis con un hambre tanto mayor cuanto que sospecho guardáis en vuestra bodega los manjares más deliciosos. Y no quiero que os comportéis como esos físicos, que después de hacer un diagnóstico certero del mal, dejan al enfermo flaco y desguarnecido, sin proporcionarle la medicina necesaria, porque eso es oficio de herbolario.

—Tenéis la impaciencia propia de la juventud –respondió Abelardo– pero todo se ha de andar por sus pasos, y lo primero es desbrozar el monte, limpiándolo de arbustos y malas hierbas, para luego emprender sin obstáculos el propio camino. Todos estos sabios de que hablé estos meses, dicen en rigor lo mismo, como sucede a quienes defienden posiciones polarmente opuestas, pues según ellos los géneros y las especies son cosas reales, o bien sonidos sin sentido, o bien colecciones de individuos, o bien entidades comunes, que luego se multiplican en los sujetos de acuerdo con formas y accidentes diversos. Hasta que llegué yo, negando lo que todos afirman, y estableciendo definitivamente el verdadero objeto de la dialéctica.

—Según mi doctrina –que ahora ya circula por las escuelas de París con grave escándalo de los antiguos– las especies, e indirectamente los géneros, puesto que no son cosas, son sólo palabras, que por una convención se predican de varios individuos. El término no es igual a un sonido bruto, lo mismo que la talla, efecto de la acción del artista, se diferencia de la piedra, simple producto de la naturaleza. Pero además no significa ninguna misteriosa entidad universal, efectivamente existente, sino un conjunto de realidades discretas y separadas. Os pido que reflexionéis sobre esta doctrina y me deis vuestra opinión, de día en día más valiosa para mí.

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—Estoy dispuesta a seguir vuestra nueva doctrina –dijo en la lección siguiente la entusiasmada Eloísa, mientras dirigía una mirada ardiente que Abelardo no llegó a percibir– y ya sólo deseo que me aclaréis un problema que me parece tan fácil de plantear como difícil de resolver. ¿Cuál es la razón de que una serie de predicaciones sean dialécticamente válidas, mientras otras no lo son? Dicho en términos más sencillos. ¿Por qué puede atribuirse el mismo nombre a varios individuos? Si sois capaz de responder a esta pregunta se desvanecerán todas las dudas sobre vuestra doctrina de los términos, pero cuando pienso en ese nudo, me doy cuenta de sólo una inteligencia verdaderamente superior puede desatarlo.

—Ya os he dicho que verdaderamente sois maestra en la dialéctica, pero debéis reflexionar en primer lugar –contestó Abelardo– que las realidades son antes de nada, cardinalmente unas. Ahora bien, en la medida en que de esta forma todo cuanto existe es individual, decir de un ser que está separado es una tautología, que en principio no establece ninguna diferencia esencial entre él y las demás cosas. Esas realidades discretas quedan por consiguiente libres para mantener después relaciones de semejanza o desemejanza, y el modo de haberse unas con otras, sin ser una sustancia, no por ello deja de ser real.

—Pues bien, las especies y los géneros incluidos en las proposiciones generales, son sencillamente la significación de los términos, que expresan la forma en que las diversas realidades se relacionan entre sí, formando conjuntos compuestos de varios individuos, o conjuntos de conjuntos cada vez más extensos. Y si alguien se obstina en afirmar la entidad real de los universales, debe dar razón de las proposiciones negativas, donde con toda seguridad el predicado no tiene más existencia que la constatación de una desigualdad.

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La tormenta que silenciosamente se estaba gestando en la casa de Fulbert, hacía ya varios meses, se desencadenó unos días después con un motivo aparentemente banal. Volviendo a la lectura de los antiguos, Eloísa preguntó hasta qué punto los bárbaros, los siervos y las mujeres eran distintas de los varones, porque muchos filósofos, y no de los menores, los habían situado en una realidad del todo diferente. Más concretamente, quería saber, si de acuerdo con la doctrina de Abelardo, un mismo término «hombres» tenía un significado común a esta variada serie de condiciones.

—Por lo que se refiere a los pueblos bárbaros o extranjeros –respondió Abelardo– no puede haber duda de que pertenecen de pleno derecho a la especie, desde el momento en que el mismo apóstol Pablo afirmó que no hay distinción entre escita, griego o judío. En cuanto a los siervos, hace dos siglos que han sido emancipados en Europa, gracias a la predicación a los pueblos eslavos y a su conversión a la doctrina de Cristo y a la vida civilizada. Y por lo que se refiere a las mujeres, vos misma sois una muestra de esta igualdad de estado, pues os aventajáis a casi todos los varones, no sólo en belleza, sino en conocimiento y en inteligencia.

—Precisamente mirando dentro de mí, encuentro una profunda diferencia con los demás hombres, y la puedo expresar sin salirme de la teoría de los universales, que hace poco desarrollaste. Porque es verdad que se me puede atribuir el género «animal», pero cuanto desciendo de predicación, pienso que en especie pertenezco, tal vez, a la humanidad, pero individualmente soy tuya. Estoy de ello cada vez más persuadida, y sólo espero, para tener plena certeza, a que tomes posesión de lo que es tu propiedad.

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Cuando a la mañana siguiente, después de una noche sin sueño, Abelardo caminaba hacia la montaña de Santa Genoveva, era objeto de las más encontrados sentimientos. Por una parte no quería ni podía renunciar a Eloísa y a los placeres que en ella había encontrado, ni a los juegos de amor, tanto más intensos e increíbles, cuanto que era la primera vez que los habían juntamente experimentado. Y sabía además que quien era ya su mujer guardaba hacia él un amor todavía más violento, pues venía de un espíritu juvenil y espontaneo, capaz de una entrega incondicional y definitiva.

Pero por otra parte estaba muy preocupado. Las mujeres de la Edad Media eran de cuidado, y no digamos las del siglo XII. Cuando adquirían un determinado nivel social y cultural, no respetaban las convenciones más respetables, y lo que es peor, arrastraban a su pareja a esta actitud rebelde. Mientras sus relaciones con Eloísa se mantuviesen secretas no había ningún peligro de conflicto con la sociedad y sus normas, pero Abelardo sabía qué difícil es seguir indefinidamente esta simulación. Y el pelo se le erizaba cuando recordaba lo que sus alumnos del Midi contaban de los trovadores y sus dueñas.

Y además estaban los estudiantes, que esperarían como todos los días un maestro que les desvelase con toda lucidez y entusiasmo los misterios de la dialéctica, y en cambio iban a recibir una figura desganada y ojerosa, que repitiese malamente una lección ya sabida, al no haber tenido tiempo de reflexionar y elaborar una tesis nueva y sugestiva. Incluso tenía miedo de que su secreto dejase de serlo, ante la actitud vigilante y suspicaz de su público.

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Por fin se cumplió lo que Abelardo temía, y pudo comprobar que todos los escolares estaban enterados de su aventura. También es verdad que él no hizo nada por ocultarla, pues pronto las lecciones somnolientas se vieron compensadas con poemas escritos por él en homenaje a su amada, a la que todos cantaban por las calles de París. Un día, que llegó a impartir sus lecciones, comprobó cómo la actitud de sus oyentes se había convertido en una desvergonzada y humillante representación pública.

Efectivamente, al llegar Abelardo a sus lecciones en Santa Genoveva, se vio dolorosamente sorprendido pues sus alumnos, formando dos semicoros, uno vestido con ropas femeniles y otro con la severa indumentaria y la toga del doctor, recitaban alegre y alternativamente dos aleluyas, acompañándolas de gestos y actitudes procaces que el lector fácilmente puede imaginar.

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Fulbert fue el último en enterarse de la tempestuosa pasión que Abelardo y su alumna particular mantenían, cada vez con más intensidad en su misma casa, y se sintió doblemente humillado por el abuso de confianza de su huésped y por la conversión de su sobrina –a quien quería hacer abadesa del convento más ilustre de Francia– en compañera de pecado y objeto de escándalo para toda la comunidad de laicos y sacerdotes de París.

La irritación del canónigo subió todavía unos cuantos grados cuando, renunciando a sus proyectos primeros, propuso a los dos enamorados un matrimonio público y solemne, que lavase el pecado y limpiase de paso su propia afrenta. Abelardo estaba de acuerdo con esa solución, pero Eloísa, ante la sorpresa de todos, se negó a pasar por esa convención social, que mancharía la pureza de un amor incondicional, y con un desenfado sin límites, dijo que prefería ser una querida sincera, antes que someterse a una ceremonia hipócrita. Y cuando, presionada por todas partes consintió en un matrimonio secreto, no quiso hacerlo público, desafiando las amenazas de su tío.

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Fulbert pensó en la forma más cristiana de solucionar de una vez por todas esta situación. Desde luego perdonó a Abelardo su falta de escrúpulos para asaltar su propio domicilio y a su sobrina la debilidad femenina que la había hecho caer en tan descomunal abismo de perdición. Y dándole vueltas y más vueltas a su cabeza y pensando cuál sería la manera de suprimir la pasión de Abelardo, y al mismo tiempo y sobre todo, el amor desenfrenado de su sobrina, consultó la historia eclesiástica, y se enteró por ella de que el gran doctor y obispo Orígenes, rodeado de una corte de mujeres, consiguió evitar los peligros de la carne, sometiendo su cuerpo a una heroica mutilación. Por otra parte, leyó en las Evangelios la alabanza de quienes se hacían eunucos por el Reino de los Cielos, y después de todo esto ya no tuvo dudas en lo que debía hacer.

Fulbert solicitó la ayuda de un físico y de un enfermero porque no quería que Abelardo tuviese peligro de vida, ni sufriese ningún dolor. No fue muy difícil encontrarlos, sobre todo cuando les ofreció una bolsa de oro y les absolvió, en su calidad de sacerdote y autoridad de la Iglesia, de cualquier escrúpulo de conciencia . Mucho más fácil y más barato fue comprar la voluntad de Robert, el criado de Abelardo, que les reveló el lugar donde se ocultaba y les acompañó hasta su habitación, mientras Eloísa estaba en el convento de Argenteuil, libre de las amenazas de su tío y sin sospechar la tragedia que muy lejos de ella se estaba realizando.

20

Habían pasado veinte años de estos sucesos, y en el año de gracia de 1236, Abelardo volvía triunfalmente a París, después de ser monje itinerante y siempre incomprendido y perseguido, primero en la abadía de San Denys, luego en el solitario oratorio dedicado a la Trinidad o al Paracleto en Troyes, y finalmente en San Gildas en la península de Rhuys al sur de Vannes. Por su parte Eloísa profesó en el convento de Argenteuil pero cuando el obispo Suger lo cerró, obtuvo de su antiguo maestro la donación del Paracleto, donde llegó a ser abadesa.

Durante este tiempo y a pesar de sus continuos conflictos con monjes, teólogos, abades y obispos, Abelardo había tenido tiempo a escribir una inmensa cantidad de tratados, que volvía a corregir y mejorar continuamente. Su Dialéctica tuvo cuatro redacciones, también cuatro su Theologia Christiana y cinco su Theologia Scholarium. Escribió dos tratados de Lógica, uno para principiantes y el último solicitado por sus colegas, una Etica y una llamada al libre examen en su tratado Sic et non. Su discípulo Pedro Lombardo estaba a punto de publicar la antología, que serviría de libro de texto para todos los futuros doctores de las universidades.

Pero ni sus triunfos escolares ni el recuerdo de sus continuas batallas contra la ignorancia y los vicios, tenían para él tanto poder como el fajo de cartas que la abadesa del Paracleto le había enviado cuando todavía dirigía el monasterio de San Gildas. Las guardaba celosamente y las leía una y otra vez, porque le hacían sentirse más grande y más joven. Con gusto cambiaría toda su fama de maestro por una sola de aquellas declaraciones de amor de Eloísa, tan espontaneas y libres que él mismo tenía que ponerles freno para que no desembocasen en una herejía.

21

—Todavía soy joven y estoy llena de vida, pero te amo más que nunca, y sufro atrozmente cuando veo que mi existencia no se corresponde con mi vocación. Los placeres de amantes que los dos hemos gozado, han sido tan dulces que sufro cuando quiero borrar su recuerdo. A cualquier parte que me vuelva aparecen ante mi vista y ante mi deseo, y sus ilusiones me persiguen, incluso en medio del sueño. En medio de la celebración de la misa, cuando la oración ha de ser más pura, las imágenes de esos placeres, cautivan tan completamente mi pobre alma, que me entrego a esos pensamientos torpes, más que a la oración.

—Yo, que debía gemir por cuanto he cometido, en cambio suspiro por lo que he perdido. Tengo del todo grabados en mi corazón, no sólo lo que juntos hemos hecho, sino además los lugares y los tiempos y de tal forma los revivo que no me puedo librar de ellos, ni siquiera cuando estoy durmiendo. A veces los movimientos de mi cuerpo y las palabras que involuntariamente pronuncio traicionan los sentimientos de mi espíritu. ¡Qué infeliz soy! y qué derecho tengo a repetir la queja de un alma gimiente: «Desdichada de mí, ¿quién mi librará de este cuerpo de muerte?»

—Cuando experimentaba contigo los goces carnales, muchos se preguntaban si lo hacía por concupiscencia o por amor. Pero mi última condición, demuestra cuáles eran mis primeros sentimientos, pues he decidido negarme todos los placeres para obedecer a tu voluntad. Para mí no he querido otra cosa que ser enteramente tuya, como lo soy ahora.

22

En 1241 el Concilio de Sens había condenado las tesis de Abelardo sobre la Trinidad. En vista de ello el maestro decidió apelar al Papa Inocencio II y emprendió el duro camino de París a Roma, ya viejo, enfermo y sin poder ejercer su profesión. Caminaba de monasterio en monasterio, pero al llegar a Cluny no pudo continuar su fatigosa peregrinación. El abad Pedro le recibió, consiguió en un alarde de diplomacia reconciliarle con su principal enemigo, Bernardo de Clairvaux, y finalmente le persuadió para que pasase los últimos días de la vida en su Abadía y cuando los achaques se hicieron más agudos en el convento de San Marcel, cerca de Châlons. Allí moría en 1242, a los sesenta y siete años.

Eloísa entró en acción inmediatamente y escribió a su antiguo admirador, el abad de Cluny, diciéndole que la última voluntad de Abelardo era descansar cerca de ella. Pedro el Venerable sacó furtivamente los restos de San Marcel y los trasladó personalmente al Paracleto, donde pudo conocer por primera vez a su abadesa. A petición de ésta concedió el privilegio de una treintena de misas a celebrar en Cluny por el reposo del alma de Abelardo, y una carta sellada, colgada de su sepultura, que le absolvía de todos los pecados.

Veinte años después, en 1264 moría Eloísa, que fue enterrada con su esposo por propia disposición. Y según una leyenda, falsa y bella como todas, cuando se abrió la tumba los dos amantes extendieron los brazos y los cerraron estrechamente para no separarse más. Por primera vez, ya en la temprana Edad Media, la vida privada del hombre pasaba al plano preferente, y desplazaba a todas las hazañas de los guerreros, de los grandes políticos, de los reyes y emperadores.

 

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