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El Catoblepas, número 25, marzo 2004
  El Catoblepasnúmero 25 • marzo 2004 • página 3
Guía de Perplejos

Nighthawks

Alfonso Fernández Tresguerres

Fantasías sobre un cuadro de Edward Hopper

Edward Hopper (1882-1967), Nighthawks (1942)

1

El original se encuentra en Chicago. Pero yo nunca he estado en Chicago, y menos en el The Art Institute, así que nunca lo he visto. Sin salir de mi casa puedo contemplar, sin embargo, hasta cinco reproducciones de distintos tamaños, incluido el de tarjeta postal: ¡pobres reproducciones! Incluso las dos mayores, que cuelgan de las paredes, resultan insignificantes al lado de unas medidas de 84.1 x 152.4 cm; pero con tales reproducciones he de contentarme. Si es verdad que, como quería Platón, el arte es copia de una copia, imagen de una imagen o imitación de una imitación, yo sólo poseo la copia de la imitación de una imagen (o algo así).

Nos enamoramos de una mujer de manera fulminante (nada sé de hombres a este respecto) o no nos enamoramos nunca. Sospecho que lo mismo sucede con un cuadro. Quizá también con una partitura. Acaso con una ciudad. En materia pictórica, mi enamoramiento (inmediato y para siempre) de Nighthawks es similar al que experimenté (antes) por Las Meninas, ese enigma pintado por Velázquez, con su juego de perspectivas o de espejos que seguramente nunca descifraremos del todo: ¿estamos viendo de forma directa la escena que pinta Velásquez, quien la contempla reflejada en un espejo, o estamos viendo pintar a Velásquez; viéndole pintar otra escena (los reyes) reflejada, a su vez, en un espejo; viéndole pintar, por tanto, otro cuadro distinto al que estamos viendo (la princesa y sus meninas) y, que, en consecuencia, no sería un cuadro, sino la realidad tal como podríamos haberla contemplado en aquella habitación, aquella tarde? ¡Quién sabe! ¿No es esto, acaso, metáfora atroz de la vida misma? Pero, ¿quiso pintar Velázquez tal metáfora o la veo yo? He ahí la endiablada maravilla del arte a la que Platón, movido sin duda por oscuros, aunque, sin duda, profundos prejuicios ontológicos y gnoseológicos, no fue sensible. Tanto peor para él.

¿Quiso pintar Hopper lo que yo veo en Nighthawks? ¡Quién sabe! Y, además, ¿qué importa? «Nighthawks –dice– muestra lo que me imagino en una calle de noche; no es necesariamente algo particularmente solitario. He simplificado mucho la escena y agrandado el restaurante. Quizá de un modo inconsciente he pintado la soledad en una gran ciudad». Yo creo que es más y menos que eso. Es menos que la pintura de una calle y es más que un restaurante agrandado. Porque la calle, solitaria y oscura, tiene como única función subrayar la sensación de soledad que respira el cuadro (la misma soledad que respiran todos los cuadros de Hopper, quien no ha pintado sino la soledad, y la ha pintado como nadie); y el bar no es sólo un aspecto más de la calle en el que ha decido fijarse el pintor: el bar es el cuadro. La historia que se cuenta, y que no es otra que la historia (una de las historias) de la soledad, se encuentra dentro del bar, no en la calle solitaria.

El cuadro es oscuro, con algunos tonos rojizos, pero, sobre todo, verdes y negros. Tal impresión de oscuridad no disminuye pese al amarillo intenso de las paredes del bar, que, como un cuchillo de luz cortando el aire, nos permite ver la escena y los personajes que la habitan. Y nunca mejor dicho «ver», porque el espectador, siempre, pero aún más en este caso, es, ante todo, un voyeur. Nosotros no estamos en el cuadro (vale decir, en el bar, en el restaurante Phillies), sino fuera (en la calle). Pasamos y atisbamos una escena cotidiana, y nos es dado desviar la mirada y seguir de largo (acaso al encuentro de nuestra propia soledad), o bien podemos detenernos y fijar nuestra atención en aquello que los pinceles de Hopper han detenido para siempre: un instante preciso en la vida de unos individuos; un instante (tal vez) ni más ni menos importante que otros que (podemos suponer) han tenido lugar antes o tendrán lugar después, pero un instante (acaso) que como una mónada leibniziana los compendia y refleja todos, quizá la vida entera.

En un bar siempre hay un camarero. El de éste, chaqueta y gorro blancos, no es más que un camarero. El no forma parte de la escena que allí se desarrolla, aunque contribuye con su presencia a subrayar lo impersonal y desolador de la misma. Es también aquello a lo que los otros tres, distraidamente, están vueltos, diríase que atendiendo, con concentrado, mas también fingido interés, a la trivial tarea que le ocupa: seguramente lavar un vaso, dada la forma en que se encuentra inclinado detrás de la barra. Él piensa en cerrar y marcharse, y ellos se aferran a él y a su presencia para que les resulte menos embarazoso el hecho de estar juntos y a solas, como esa gente que en el ascensor, ante una compañía impuesta, observa con inusitado interés las llaves o la hoja publicitaria que ha recogido del buzón, mientras mentalmente pasa revista a los pisos que aún faltan para librarse de la presencia del desconocido que les acompaña en tan reducido habitáculo. Pero el bar no es pequeño. Podrían, sin duda, alejarse más los unos del otro; sin embargo, se encuentran cerca, aunque no tanto como para que pudiéramos engañarnos pensando que los tres están juntos: digamos que entre la pareja y el hombre media aquello que Hall llamaba la distancia social en su fase leja, es decir, no menos de dos metros. Nada les obliga tampoco a fijar la mirada en una misma dirección. También podrían, cualquiera de ellos (o los tres), dar la espalda a la barra y escudriñar la calle desierta. El bar, de enormes cristaleras, hace esquina, y, tal como se hallan colocados, todos ellos tienen detrás un gran ventanal. Y, pese a todo, están como están. Y así tiene que ser, porque sino no habría cuadro, ninguna historia que imaginar ni ninguna que contar. Mas, ¿cuál es esa historia?

2

El hombre solo está de espaldas a nosotros, traje oscuro y sombrero (de espaldas y con sombrero, como todos los hombres que ha pintado Úrculo, quien, desgraciadamente, se ha muerto demasiado pronto, aunque siempre es demasiado pronto para morir. Sé que una vez le hice la observación de que su pintura –y no únicamente por este detalle: hombre de espaldas y con sombrero– me recordaba a la de Hopper. Hace tiempo que he olvidado su respuesta. Recuerdo, sin embargo, que no manifestó asombro ni contradicción). El otro hombre viste igual, pero lo vemos de frente, al lado de la mujer con vestido rojo.

Edward Hopper (1882-1967), Nighthawks (1942) detalle

La pareja es, ciertamente, una pareja: quiero decir que se aburren; y un hombre y una mujer sólo se aburren juntos cuando ya han descubierto en el otro todo lo que había que descubrir. Una pareja, pues, consolidada y establecida tiempo atrás y, seguramente, con una larga historia de vida en común, es decir, un matrimonio. Es impensable que se trate de una relación iniciada hace horas o hace días, y más impensable aún que esté iniciándose en ese momentos, porque en ese caso no se encontrarían a esas horas en un bar desierto, él con la vista perdida al frente y ella mirándose las uñas (intentar seducir a una mujer que sólo presta atención a sus uñas, ha de ser, en verdad, una ardua tarea; además de una pérdida de tiempo: es como para dar media vuelta y marchar sin pagar). Un hombre y una mujer, pues, que ya saben el uno del otro todo lo que hay que saber, que conocen a la perfección cada rincón de sus cuerpos y de sus mentes, y que se refugian en ese bar y a esa hora (es fácil imaginarlos clientes habituales) con el único propósito de huir el uno del otro, de posponer el momento de encontrarse solos y a solas. Ningún otro motivo se me ocurre capaz de mantenerlos atados a la barra de ese bar esa noche, porque cualquier otro que los empujara a ello se vería reflejado en sus rostros, que manifestarían ansiedad o inquietud, impaciencia..., mas no ese tedio profundo y mortecino. Un hombre y una mujer que constituyen, pues, el retrato de uno de los desenlaces posibles del amor; de uno de los estados en los que pueden, finalmente, reorganizarse y cristalizar los elementos constitutivos del amor cuando éste, maravilloso y cruel, aunque efímero, acaba y da paso a una nueva e ingente tarea: la de soportarse mutuamente.

Y el hombre solo es, ciertamente, un hombre solo. Acaso en alguna parte de la ciudad solitaria le espera una mujer vestida también de rojo, y pospone, a su vez, el momento del encuentro. O acaso no hay ninguna mujer esperándole en ninguna parte: tal vez porque él lo ha querido así, o tal vez porque así ha sido. Quizás ha huido siempre de aquello que precisamente ahora tiene ante sus ojos, y ahora, por último, ha terminado por comprender, quizá demasiado tarde, que entre lo que ve y lo que tiene no existe término medio; o puede ser también que haya acabado por comprender que, en cualquier caso, la soledad es siempre la misma, tanto si uno está con una mujer vestida de rojo o le espera una mujer vestida de rojo o una mujer vestida de cualquier otro color como si ésta únicamente consigo mismo, y de las dos caras posibles ha elegido una: aquélla que le pareció o quiso que le pareciera o se convenció de que era más llevadera. Si lo característico del donjuanismo (como yo pienso) no es el tener muchas mujeres, sino el no poder tener sólo una, entonces el hombre solo es un Don Juan, y éste es un oficio en el que se suelen hacer muchas horas de guardia en barras de bar.

¿Envidia al otro hombre, al que acompaña la mujer? ¿Le envidia éste a él? El retrato de Hopper es perfecto: la soledad a solas y la soledad en compañía. No existe ninguna otra alternativa. Y no es descabellado pensar que se envidien mutuamente. Creo recordar que era Kant el que decía que con esto del matrimonio sucede como con los pájaros: el que está fuera de la jaula quiere entrar, y el que está dentro quiere salir. Algo muy similar a lo que, según Diógenes Laercio, respondió Sócrates, tiempo atrás, cuando alguien le preguntó si era preferible casarse o no casarse: «Cualquiera de las dos cosas que hagas te arrepentirás.»

¿Y qué piensa la mujer? Mira sus uñas como podría ojear un periódico o cubrir un crucigrama, pero es obvio que no ha podido pasarle desapercibida la presencia del otro hombre. ¿Sé preguntará quién es, qué hace a esas horas en ese bar, por qué está solo? ¿Cabe pensar que pueda sentirse atraída por ese halo de misterio (aunque no haya misterio alguno, aunque el hombre solo sea un simple viajante de comercio que descansa tras una dura jornada laboral)? Yo creo que es muy posible. Y acaso también que desee saber lo que se encierra dentro de ese hombre serio y solo; que quiera poseer ese misterio y dominarlo; en fin (¿para qué andar con circunloquios?), que se enamore de él. Y no resultaría desproporcionado pensar que al hombre solo le suceda lo mismo con ella, porque el amor no es más que eso: los trazos con los que torpemente dibujamos la historia de una vida que desconocemos e imaginamos. Nos enamoramos no de lo que conocemos de una persona, sino de lo que ignoramos. Y quién sabe si la mujer no estará dispuesta a abrir la puerta de la jaula (después de todo, ¿no será quizá para eso para lo que está ahí el hombre solo?).

Pasados unos días, tal vez el cuadro sea el mismo que ahora contemplamos, exactamente igual al que en este momento tenemos delante; o tal vez no, porque pudiera ser que hubiera cambiado un pequeño detalle, tan insignificante, en apariencia, que acaso nos pase desapercibido: cada uno de los dos hombres se encontrará en el lugar de la barra que ahora ocupa el otro.

Y el camarero, como hoy, continuará pensando en cerrar... ¿Para encontrarse con quién? ¿Para encontrarse con qué?

 

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