Nódulo materialistaSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org


 

El Catoblepas, número 24, febrero 2004
  El Catoblepasnúmero 24 • febrero 2004 • página 7
La Buhardilla

De la destrucción y la reconstrucción

Fernando Rodríguez Genovés

Una meditación a partir de la lectura del libro de W. G. Sebald, Sobre la historia natural de la destrucción, junto a la crónica de un viaje a Múnich y un apunte final sobre la reconstrucción en Irak

Seamos claros con nosotros mismos: no es mérito nuestro que aún sigamos con vida; no hemos conquistado con nuestras propias fuerzas las nuevas condiciones que abren nuevas oportunidades en medio de la espantosa destrucción. No nos concedamos ninguna legitimidad que no nos corresponda. (Karl Jaspers, El problema de la culpa)

1

La fuerza de la memoria y la vivacidad de las imágenes conforman el gran poder creativo del arte y la literatura. Por decirlo así, en pocas palabras, cabría argüir que la memoria les provee de la materia con la que operan, mientras que la imaginación les proporciona la forma con la que convierten el contenido bruto en una experiencia estética, o sea, en un objeto, literalmente, conformado en términos artísticos. Sucede de esta manera un hecho prodigioso, aunque nada anormal, que modela nuestras sensaciones: el arte y la literatura logran captar la belleza que se guarda tras los hechos más dramáticos y terribles. No por mera pose, sino merced a una tremenda intuición, es por lo que escribió Rilke este famoso adagio: «Lo bello es el comienzo de lo terrible que todavía podemos soportar.» Cuando un recuerdo se siente como demasiado doloroso o se encuentra demasiado próximo en la existencia de los individuos, a menudo ni siquiera se permite su exposición o narración. Simplemente se oculta en el fondo del alma, se eleva a la categoría de tabú o se convierte en materia reservada.

W. G. Sebald, Sobre la historia general de la destrucción En su vívido ensayo Sobre la historia general de la destrucción (1999),{1} el escritor alemán W. G. Sebald (1944-2001) lleva a cabo una penetrante investigación de naturaleza literaria que se convierte de inmediato en una implacable aproximación al interior del corazón de los alemanes que asisten al final de la II Guerra Mundial, muchos de los cuales se quedaron materialmente enmudecidos, ciegos y sordos ante la descomunal tragedia que se había cernido a su alrededor. El pueblo alemán no sólo favoreció –y aun en una gran parte participó en– el ascenso del nazismo y la perpetración de una de las mayores atrocidades jamás urdidas por la especie humana: el Holocausto judío; tampoco supo o quiso darse cuenta de lo que había ocurrido. Cuando, a partir de 1942, sus ciudades fueron sistemáticamente bombardeadas por la aviación aliada, hasta hacer de ellas una sombra oscura, como la ceniza y el abismo, de lo que fueron, da la impresión de que todos sus habitantes hubiesen desaparecido tras el paso de los fulminantes raids. Cientos de miles de civiles perecieron, en efecto, reventados, carbonizados y mineralizados por el efecto de las bombas explosivas e incendiarias. Otro número incontable de ellos, con las mentes rotas, conservaron el cuerpo, pero perdieron la consciencia y se extraviaron en el túnel de la demencia. La dimensión de la destrucción y el desastre acaecidos fue, en verdad, de proporciones inmensas y a toda la población afectó de una manera u otra. Pero lo verdaderamente extraordinario es que, habiendo sobrevivientes, nadie viviera para contarlo.

En unas conferencias celebradas en 1997 en Zúrich, que sirven de punto de partida a este libro, Sebald se pregunta por el motivo de esta amnesia, la cual, de entrada, ya implica la directa omisión de un pasado que se quiere así borrar sin reservas. Con las casas y los edificios abatidos por los bombardeos, el alma de los alemanes también se les cayó a los pies. No se trata sólo de que la mayoría no llegase a comprender lo que había ocurrido y por qué. Es que ni siquiera se mostraron dispuestos a describirlo y relatarlo. Los cronistas y los literatos se secaron, y sólo unos pocos, muy pocos, fueron capaces de sobreponerse a la adversidad y dar cuenta de lo que allí tuvo lugar, antes, durante y después del desastre y la destrucción. Este silencio de quienes son –o deben ser– por profesión y vocación los artífices de la palabra movía a la primera interrogación: ¿por qué tan pocos escritores alemanes se atrevieron a narrar el paisaje y las consecuencias de la batalla? Pero había, otras, acaso demasiadas, preguntas: ¿por qué hubo tantos alemanes que quisieron pasar de largo sobre su propia historia, que necesitaron pasar página a la mayor velocidad de sí mismos y no hacerse cargo de todo lo que les había pasado? ¿Por qué para muchos todavía volver la vista atrás se experimenta como una vuelta atrás? ¿Por qué no se sienten plenamente culpables de la gran infamia cometida, pero tampoco quieren percibirse como víctimas? Cuando la tormenta pasó, se enterraron a los muertos y se buscó a los desaparecidos. A todos ellos se les quiso identificar. Pero, ¿por qué los supervivientes no quisieron ser identificados y, como antes, como cuando todo empezó, miraron para otro lado? ¿Han recobrado ya la moral de la mirada y el sentido de la perspectiva?

Ahora, en la hora de la derrota, los ojos de los vencidos apuntan a sus pies y no descubren más que los zapatos alemanes rotos. Tuvo que ir Victor Gollancz, el otoño de 1946, desde el Reino Unido hasta la zona descalzada, de Hamburgo, Dusseldorf y la cuenca del Ruhr, bajo administración inglesa, con la misión de realizar unos reportajes periodísticos, para que tengamos noticia acerca de la miseria de las condiciones de vida de los alemanes de entonces; por ejemplo, de cómo la mayoría iba medio descalza, con los zapatos quebrantados. This Misery of Boots se titula el libro que escribe al efecto, ilustrado con unas significativas imágenes de los calzados de los alemanes que ponen literalmente al descubierto sus vergüenzas.

W. G. Sebald Sebald barrunta algunas respuestas –o líneas de respuesta– que aportan algo de luz a estas interpelaciones sobre el silencio de los vencidos. Dos circunstancias, en este sentido, llaman poderosamente la atención. Primera circunstancia: resulta muy sospechoso que los alemanes sin techo, desposeídos de sus viviendas y de su orgullo nacional, pasen con tanta celeridad de la destrucción a la reconstrucción. He aquí una de las claves de la investigación que sigue Sebald en su ensayo, y que, por lo demás, constituye el armazón del conjunto de su obra literaria, la cual brota del reconocimiento de una constatación: las cosas, cuando se construyen y reconstruyen con demasiada celeridad, apenas dejan tiempo para la creación de memoria. Ocurre con el paisaje natural, en el que, como consecuencia del empuje de la tecnología y de la ingeniería genética, las especies nacen y mueren, pero más que reproducirse, se transforman en otras completamente nuevas y pseudomutantes, siguiendo más unas leyes de frenética experimentación que de estricta evolución. La perspectiva de ratones luminosos y de sandías cuadradas, según confiesa Sebald,{2} le producen verdadera consternación. Pero el efecto de esta celeridad reconstructiva en el paisaje urbano, que aspira a borrar las huellas y a cubrir con barro la senda de la experiencia, se advierte con mayor inquietud.

Sólo la Royal Aire Force arrojó un millón de bombas sobre el territorio alemán; de las 131 ciudades bombardeadas, algunas quedaron casi totalmente destruidas; unos 600.000 civiles forman la siniestra nómina de víctimas de la guerra aérea; tres millones y medio de viviendas fueron devastadas; al terminar la guerra había siete millones y medio personas sin hogar; a cada habitante de Colonia le correspondieron 31, 4 metros cúbicos de escombros, y a los de Dresde 42, 8: «pero qué significaba realmente todo ello no lo sabemos.» (pp. 13 y 14). Este paisaje lunar se produjo a lo largo de tres años y fue reconstruido de nuevo en apenas un lustro. Tamaña precipitación revela la voluntad de poner en orden todo aquel páramo fantasmal sin dar tiempo a recapacitar sobre sus causas. Sobre los escombros crecían de prisa la hierba y los matojos, y como éstos llevaban a las raíces, había que rebanarlos y aplanar la superficie.

Así pues, la destrucción total no parece el horroroso final de una aberración colectiva, sino, por decirlo así, el primer peldaño de una eficaz reconstrucción. (pp. 15 y 16).

Segunda circunstancia: sólo desde la lejanía se ha podido llegar a divisar y referir alguna sombra de aquel desastre que se encontraba ante sus mismas narices.

Sebald no es historiador, ni pretende trazar un relato sociológico y político de la situación, y menos todavía una evaluación moral de los hechos. Sebald es un narrador, un escritor que se vale del mejor instrumento del oficio: su capacidad para contar lo que ha sucedido y describir imágenes con las que poner de relieve el significado profundo de lo que pasa ante nuestros ojos y no se ve, o se ha visto a medias. Para ello se vale de su feraz escritura así como de testimonios prestados por otros escritores, de aquellos pocos que, como Heinrich Böll, Hermann Kasack, Hans Erich Nossack y Peter de Mendaelssohn, sí tuvieron el valor de escribir sobre la destrucción. Asimismo, se sirve de documentos gráficos, de fotografías en blanco y negro –«con un tratamiento deliberadamente low tech»{3}– que se integran en el texto, sin aportarle color, pero sí relieve y gran fuerza expresiva. Con palabras y fotos se escribe todo un texto testimonial como éste que comentamos, vívido y sincero, negro sobre blanco.

La mano del escritor es fijada y dirigida por su particular mirada. En realidad, el escritor ve cuando los demás sólo miran o miran de soslayo. A menudo, sólo miran y ven quienes vienen de fuera.

Stig Dagerman, que en el otoño de 1946 informaba desde Alemania para la revista Expressen, escribe desde Hamburgo que viajando en tren, a velocidad normal, estuvo contemplando durante un cuarto de hora un paisaje lunar entre Haselbrook y Landwehr y no vio un solo ser humano en aquella inmensa zona incontrolada, quizá el campo de ruinas más horrible de toda Europa. El tren, escribe Dagerman, como todos los trenes de Alemania, estaba muy lleno, pero nadie miraba afuera. Y a él lo reconocieron como extranjero porque lo hacía. (pp. 39 y 40).

Hay más imágenes representadas en el libro que valen como millones de palabras y miles de tratados, Por ejemplo, esta que sigue: «Nossack cuenta cómo, al volver a Hamburgo unos días después del ataque, vio a una mujer que en una casa, ‘que se alzaba sola e intacta en medio del desierto de escombros', estaba limpiando las ventanas.» (p. 51)

Hay, en suma, bastantes ejemplos de imágenes pintadas con gran intensidad, que hablan por sí solas, tanto como para llenar el profundo vacío silencioso de los que callan. Para mostrar la devastación general: «Ratas y moscas dominaban la ciudad. [...], escribe Nossack» (pp. 45 y 46). Para subrayar la necesidad anormal de volver a la regularidad y la costumbre como si nada hubiera pasado: «Un observador inglés recuerda una función de ópera en la misma ciudad, inmediatamente después del armisticio.» (p. 53). Para pintar una ciudad donde los edificios han sido derribados y se extiende una fantasmal planicie: «El sol pesa sobre la ciudad, porque apenas hay sombra.» (p. 75).

2

W. G. Sebald Sebald vivía en Inglaterra, y aunque escribe en alemán, su acercamiento a la realidad alemana se realiza igualmente desde la distancia y desde la consciencia transterrada. A menudo, permanecer en el lugar de la tragedia fuerza el silencio de los corderos, para así no hablar de los lobos o, tal vez, por que ellos han sido lobos también. De hecho, la idea de componer un ensayo sobre la destrucción, la toma prestada de Solly Zuckerman, uno de los estrategas ingleses que participó en el plan ofensivo contra Alemania. Tras su estancia en suelo germano, hondamente impresionado por lo que allí había visto, y de vuelta a Londres, Lord Zuckerman transmite a Cyril Connolly, entonces director de la revista Horizon, su intención de escribir un reportaje que llevaría el título de «Sobre la historia natural de la reconstrucción». Transcurridos unos años, Sebald pregunta a Zuckerman acerca del proyecto. Zuckerman dice haberlo dejado en el tintero, pero que no había olvidado la experiencia que lo sostenía: todavía conservaba en su mente la imagen de la negra catedral de Colonia punteando «un desierto de piedra» y «un dedo cortado, que había encontrado en una escombrera.» (p. 41).

Meditando sobre estos misterios del silencio y la ausencia en Alemania, rememoré mi estancia en la ciudad de Múnich durante la primavera de 2003, durante la cual, y con mi particular mirada extranjera en tierra bávara, tuve en todo momento la impresión de que se seguía ocultando mucho de lo que allí y por allí había pasado. Como tengo costumbre el poner por escrito las impresiones de mis viajes y travesías, busqué entre mis carpetas la huella de aquella crónica con el fin de rememorarla y contrastarlas con las que ahora había adquirido gracias a la lectura del libro de Sebald. Esto que ahora transcribo a continuación es lo que encontré en una de ellas:

Múnich, año 2003
I
En el origen fue la cerveza

El centro de Múnich se encuentra rodeado por un anillo, que es el señor de las rondas, el Ring, custodiada por puertas que uno acomete con la esperanza de que se conviertan en bocas de la verdad, sea la de Isartor, al sudeste, o la Karlstor, en el lado opuesto. ¿Por dónde comenzar la andada? Tal vez sea mejor comenzar por el principio. Y el origen de la ciudad de Múnich se encuentra próximo a la Isartorplatz, como ésta lo está del río Isar. A través de la Zweibrückenstrasse se llega al Ludwigsbrücke, el puente de una antigua discordia que dio lugar, el primer lugar, a Múnich. En 1158, Enrique el León decide sustituir el puente entonces presente, propiedad del obispo de Friburgo, por uno propio, de manera que la plataforma de la Iglesia pasó a ser Salztrasse, o ruta de la sal, haciendo con ello fama, fortuna y futuro. Estos sucesos se produjeron bajo la mirada atenta de los monjes (münchen) benedictinos que allí se habían afincado desde antaño y dieron el beneplácito, y el nombre, al nuevo bautismo urbano, que supuso también una fáctica confirmación. Bautizaron la villa con cerveza bendita.

Los monjes bávaros de entonces ya sabían amoldarse bastante bien a las nuevas circunstancias, como sabían, desde tiempo atrás, producir brava cerveza, que será desde entonces una de las enseñas de la ciudad. Un siglo antes, en la actual Freising los monjes benedictinos del monasterio de Weihenstephan recibieron la autorización arzobispal para hacer cerveza, estableciendo a continuación la primera fábrica del mundo de este líquido espumoso que alimenta el alma bávara e inflama sus cabezas categóricas y sus estómagos rotundos. En esta región se localiza el mayor número de cervecerías del mundo por número de habitantes, y éstos, los muy bávaros, se precian de ser los mayores consumidores de cerveza que existen y han existido jamás. Todo esto se lo toman como algo natural, con un saludable orgullo que no se les sube a la cabeza; incluso se sienten halagados cuando se les hace el cumplimiento. Y no es que sean modestos; son buenos bebedores.

Los monjes no sólo dieron nombre a la ciudad. Además les proporcionaron alegría líquida por los siglos de los siglos, así como sus propias denominaciones que han otorgado desde entonces categoría de origen a gran número de marcas de cerveza: Paulaner, Franziskaner, Augustiner, etcétera. Las cervecerías de Múnich cumplen, entonces, la misión de proporcionar diversión y chispa a sus hombres y mujeres, pues unos y otras beben y viven con igual holgura. A la menor ocasión, montan centros de reunión, sea en terrazas al aire libre, sea en antros y salones de grandes medidas, y algunos de varios pisos (como la Hofbraühaus), donde ofician el festival de la cerveza. Allí celebran, en efecto, fiestas diarias y festividades extraordinarias, como la Octoberfest, la gran fiesta bávara que santifican cada año en septiembre, no en octubre, como el nombre podría dar a entender la leyenda. No deberíamos, empero, denominar banquetes a estas celebraciones, ya que de coloquio o de simposio, al estilo griego clásico, tienen poco. Los festejos bávaros de la cerveza constituyen francas francachelas, bulliciosas congregaciones de oficiantes postrados ante largas mesas comunitarias de madera, quienes levantan al cielo con poderosa devoción tremendos cálices de líquido milagroso, entonando sin descanso épicos himnos a la alegría.

Hay cervezas de todas las clases, fuertes y menos fuertes, amargas y menos amargas, recias y menos recias. Algunas se hacen muy corpóreas y nutritivas gracias al prodigio del sacramento de la pagana cena que se renueva a diario, en las que se fusionan generosas dosis de alcohol y cebada: se las denomina pan líquido. Esta clase de cerveza fuerte o starkbier empezaron a producirla en el siglo XVII los monjes de Paulaner con el fin de hacer más llevadera la Cuaresma; bendecido el fruto del paraíso por las autoridades eclesiásticas, todavía se celebra hoy el Festival de la Cerveza Fuerte, durante las tres semanas que preceden a la Pascua. El resultado, con todo, no debe llamar a error; aquello será pan líquido, pero no se bebe solo, a secas, diríamos: el pan tierno, sólido, de trigo, de horno, los pretsels o rosquillas saladas, las salchichas de todos los colores y sabores, las coles, los codillos de cerdo y los más variados frutos de la tierra regada con el sudor del trabajo surten y decoran primorosamente, y por poco tiempo, las mesas colmadas de relieves como elevadas mesetas.

Se llenan con tanto ardor las cervecerías de Múnich que en algunas ocasiones enervan los espíritus, dan el susto, y algún putsch. En 1923, Adolf Hitler, hastiado de tanta República de Weimar y de tanta debilidad como demostraban los alemanes de entonces, y al mando de sus huestes, toma posesión de la taberna Bürgerbraükeller, quita la palabra a los diletantes políticos que allí platicaban a la concurrencia y proclama un nuevo gobierno nacional, con sede en Múnich, que lanza como un arpón al corazón de Alemania, y del orbe entero. Con anterioridad, el guía del nazismo ya había ensayado sus dotes de orador frenético y espumajoso al fundar su partido en la «catedral de la cerveza», la Hofbraühaus, en 1920, y organizar sucesivos y broncos mítines en los que volaban más las sillas y las jarras de cerveza sobre las cabezas de los concurrentes que las ideas. La asonada no llegó a triunfar finalmente, todavía. Hitler, Ludendorff, Göering, Streicher y otros dirigentes nazis fueron detenidos y alojados en la prisión de Landsberg. Allí, el Führer, elevado sobre la colina de la patria, se siente inspirado y dicta las lecciones del Mein Kampf a su secretario, y de paso a toda la humanidad. Desde ese instante, las cosas han cambiado en Alemania y Baviera una barbaridad, pero todavía hoy, al pasar ante una cervecería muniquesa, es difícil reprimir un leve espasmo. Y no precisamente por tener hambre o sed de cochinillo y cerveza.

II
Alemanes y muy bávaros

Tienen buena fama los muniqueses, y los bávaros en general, de constituir entre ellos una comunidad alegre y distendida, abierta y comunicativa, dada al buen vivir, muy especialmente cuando se les compara con el resto de alemanes del norte y del este. Y no anda errada del todo esta percepción. Múnich se ha ganado la nombradía de ciudad compacta, elegante y eficiente, a base de esfuerzo y dedicación, y no poca concentración. También de ser algo excéntrica en el conjunto germánico; como cosa excéntrica es indiscutiblemente el que la mayoría de sus habitantes sean católicos en la patria de Lutero. Sí, son alemanes, y tienen la tranquilidad de serlo, pero más que nada, por encima de todo, son bávaros federados y contribuyentes; bávaros a fin de cuentas.

Hoy Múnich, capital de Baviera, puede alardear de ser una ciudad moderna con todos los servicios que proporciona una sociedad desarrollada. Su población supera el millón de habitantes, aunque se mantiene en unos límites demográficos prudentes que le permiten armonizar la cantidad de gente con la calidad de vida individual. Dispone de Universidades de prestigio que superan los 100.000 estudiantes. Más de 40 museos, algunos tan notorios como las Alte y Neue Pinakothek, la Glyptothek, el Paläontologisches o el Reich der Kristalle, todos ellos en el Barrio de los Museos, en la zona noroeste de la ciudad, entre el Alter Botanischer Garden, próximo a la Karlsplatz y la Schellingstrasse, arteria que conduce a las proximidades de la Universidad. Asimismo en la Prinzregenstrasse se alzan majestuosos la Haus der Kunst y el Bayerisches Nationalmuseum. En el extremo este, erigido sobre una isla del río Isar, se halla el Deustsches Museum, centro –gris, mazacote y un tanto bunkerizado– dedicado a la ciencia y la tecnología; todo ello sin citar las múltiples galerías y colecciones particulares o de motivos específicos, sea el museo BMW, sea Siemensforum, sea el Museo Judío.

Hay, en fin, en Múnich muchas iglesias barrocas, exuberantes mercados callejeros, palacios, jardines, bellas estatuas y fuentes públicas, teatros y tiendas de lujo en abundancia; todo un alarde de cultura y prosperidad. Y más de mil cervecerías, repartidas por todo el país, que también es cultura próspera y rica. Dispone de parques memorables, como el Englischer Garden, que compiten sin complejo con el Central Park neoyorquino o el Hyde Park londinense, aunque el muniqués llega a ser todavía más «inglés» que éste, y no sólo por llevar nombre propio tan inequívoco sino por su disposición como parque natural, antiguo coto de caza, bosque salvaje y campechano espacio desbordante de lagos, cascadas y agua corriente. Se puede enorgullecer sin duda de contar con distinguidas avenidas, como la Maximilianstrasse, no menos elegante que la vía Mazzini de Milán o la calle Parizká de Praga, que trascurre desde la plaza Max Joseph hasta el término del Ring y enlaza con el puente de Maximilian, y, dejando éste atrás, con el Maximilianeum, enorme mole donde actualmente se congrega el Parlamento bávaro. La calle Maximilian no es demasiado larga, pero su recorrido resulta muy agradecido, la marcha por sus aceras, apacible y la mirada que la atraviesa, golosa: aquí, descubrimos la solera del hotel Kemspinski, allá, las galerías neogóticas que acogen las tiendas de Armani y Hermés, más allá, en fin, el sofisticado (aunque algo ruidoso) café Roma, donde se reúne la gente joven y guapa de Múnich.

III
Memoria quemada

Múnich tiene de todo para asegurarse una estancia agradable y distendida, recoleta y tranquila, y se le antoja al visitante que instalarse allí para residir una temporada puede que no sea una idea alocada. En especial, el centro de Múnich, delimitado por el Ring, llama la atención justamente porque en él nada nos sobresalta. Los edificios no superan las cinco plantas y la armonización de estilos y su mantenimiento es impecable. Chispea el bullicio juvenil y alegría por sus calles, pero no se perciben tribus desarrapadas y alborotadoras, al margen de los grupos de aficionados del Bayern, que organizan sus broncas falanges cada jornada futbolística. No hay mendicidad en las vías públicas, ni venta callejera no controlada, ni espontáneos vendedores de flores, pañuelos de papel o baratijas diversas que asaltan a los comensales y viandantes de la mayoría de ciudades de Europa y del mundo. Aquí no.

En el corazón de la moderna y cosmopolita Múnich apenas puede uno cruzarse con habitantes que no sean de raza aria, de pura cepa, a prueba de tirantes de cuero y cabelleras rubias blondas; es preciso alejarse a las zonas del extrarradio, o al barrio universitario de Schwabing, para toparse cara a cara con la multiculturalidad y la diversidad de rostros y jetas, para apreciar las delicias turcas o armenias o africanas, los contrastes, los puestos callejeros ruidosos, y para observar, en fin, algún papel arrugado o monda de fruta alfombrando las calles. En esta barriada heterogénea y revuelta ya es posible encontrar tiendas y restaurantes de otras partes del mundo; aparte del eje Alemania e Italia, claro está. Y es que, en efecto, Múnich disfruta del privilegio de poseer cientos de cervecerías típicamente bávaras, pero dispone de pocos cafés, salones de té y cafeterías (esto no es Viena, aunque guarden entre sí más de una semejanza formal y arquitectónica), de escasos restaurantes franceses; aunque, eso sí, hay multitud de locales de comida italiana. ¡Ah, Italia está aquí muy presente en Múnich! Italia e vicina i catolica, veramente, ma... ¡Tantas logias arquitectónicas y tantas fachadas de edificios de aire florentino, como el del exquisito hotel Opera en el que me hospedé durante mi estancia en Múnich! ¡Tantos muniqueses que entienden y hablan el italiano con naturalidad! ¡Tantos visitantes del lado de los Apeninos! ¡Esos arcos del triunfo y de la victoria de reminiscencia augusta!

En estas divagaciones me perdía yo la tarde que bajaba por la Leopoldstrasse en dirección a la Odeonplatz. Entre una y otra dirección se desliza la magna Ludwigstrasse, la arteria que atraviesa la zona universitaria y alberga la Ludwig-Maximilians-Universität, la neorrománica Ludwigskirche y la Bayerische Staatsbibliothek. En la Biblioteca Nacional bávara, cuyas escaleras de acceso está sabiamente decorada con estatuas en honor a Tucídides, Homero, Aristóteles e Hipócrates, penetré por la atracción que siento hacia los lugares que contienen sosiego y libros. Como la hora de cerrar estaba próxima y no disponía del carné de estudiante o usuario de las salas, me conformé con subir las respetables escalinatas de entrada y deambular por sus corredores y salas adyacentes, hasta que alcancé el área de recepción que conduce a las salas de lectura. Allí me acerqué a observar unas vitrinas que contenían libros chamuscados, abrasados y algunos casi pulverizados. Y allí me hallé ante una pequeña exposición que conmemoraba los bombardeos británicos que golpearon la ciudad de Múnich en marzo de 1943, durante la II Guerra Mundial. Junto a la parrillada de volúmenes, sendos mostradores exhibían fotografías de la Biblioteca antes y después de los ataques aéreos, imágenes que mostraban la edificación profanada, en llamas y después su esqueleto seco como un tronco exánime y sin sabia.

Ciertamente, los muniqueses no olvidan algunos holocaustos. Una cosa es la alegría cervecera y la caridad católica, y otra no recordar lo que fueron y lo que les han dejado ser o no ser, hacer o no hacer.

No era la primera recordación que veía de los bombardeos sobre la ciudad durante la segunda gran guerra del siglo XX. Al visitar la iglesia de San Miguel, próxima a la Marienplatz, el núcleo central de la villa, unos paneles a la entrada me daban la bienvenida al templo y me repasaban la historia: el templo, antes y después de los bombardeos. Asimismo, en los artefactos giratorios que sujetan las postales turísticas de la ciudad, plantadas en museos y calles, junto a las típicas estampas del Ayuntamiento (el Viejo y el Nuevo), de la Frauenkirche, con las características cúpulas bulbiformes, o sea, en forma de cebollones, y de individuos corpulentos atacando platos de codillo con coles a discreción y empuñando enormes jarras de cerveza, no faltan las que recuerdan los efectos de la acción aliada sobre la ciudad: fotos en blanco y negro, o color sepia, oscuras y luctuosas. Pero, apenas veía referencias de las causas de aquella catástrofe ni de otros holocaustos y otras destrucciones.

La causa mayor e infame fue, como se sabe, el ascenso de Hitler al poder y el desencadenamiento de su política de Holocausto judío y de expansionismo militarista. En Múnich uno se halla en la cuna del nazismo. Aquí se constituyó el partido nazi; aquí se encontraba el Führer como en su propia casa; Múnich apoyó su causa y su lucha en todo momento; aquí, a pocos kilómetros del Centro, se halla Dachau, el primer campo de concentración habilitado por el Tercer Reich para la eliminación de judíos y otras víctimas de su ideología, recinto infernal inaugurado por Hitler a los 50 días de llegar al poder. A la entrada del campo, un monumento en recuerdo de aquella infamia reza: «Nunca jamás». Esto se menciona en Dachau, pero en Múnich se recuerdan sobre todo los bombardeos aliados sobre la ciudad. Tenía que saber más sobre el particular, sobre esta demostración de memoria selectiva. De modo que acudí al Museo de la Ciudad, con el fin de intentar averiguar cómo se ven a sí mismos los muniqueses.

El Stadtmuseum completa un conjunto de seis edificios de gran carácter situados en St-Jacobs-Platz, zona muy próxima al Viktualienmarkt, el gran mercado de la alimentación al aire libre y radiografía del estómago de la villa, que en estas tierras significa la víscera más cercana al alma. Si el mercado de vituallas, muy físicas y poco virtuales, representa el ir y venir de la vida presente de sus habitantes, el Museo de la Ciudad recoge su pasado y osamenta, casi diría que su fundamento y sus fuentes. La organización del recinto es impecable y su contenido riquísimo. Las esculturas de madera talladas en el Renacimiento por Erasmus Grasser, representando figuras danzantes en las posiciones más inverosímiles y gentiles, suponen un verdadero tesoro artístico y un placer para los sentidos. En las plantas superiores se exponen unas cuidadas reproducciones, en diversos estilos y periodos, del interior de las viviendas muniquesas, colecciones de vestidos e instrumentos musicales, así como un espléndido muestrario de muñecos y marionetas que hace resucitar las ferias y teatrillos del pasado de la villa. La primera planta se dedica a trazar una panorámica de la historia de Múnich, con maquetas, fotografías y hasta cuadros originales de sus vistas. Llama poderosamente la atención la gran documentación que se recoge de las ruinas de la ciudad tras la II Guerra Mundial. Más de dos terceras partes de la ciudad resultó muy dañada por los bombardeos, y la reconstrucción ha sido minuciosa e inmortalizada por fotografías que enseñan el antes y el después, y también (algo poco corriente en esta clase de museos, y aun en las pinturas) por cuadros que detallan los momentos de la reparación, con las grúas volando por los aires y las construcciones descalabradas poniéndose a punto. Hay vistas aéreas y de detalle que ponen de manifiesto el daño causado por las fuerzas aliadas a la ciudad y a sus habitantes, pero nada más que un panel huérfano informa de que por la historia de Múnich pasó Hitler y el nazismo; y se trata, con todo, de algunas instantáneas de desfiles y de edificios característicos del Partido y sus órganos de poder. No se ve ni una foto de los judíos muniqueses, vivos o muertos, ni sobre la persecución antisemita ni del Holocausto.

IV
Pasar de largo

En Múnich ha habido un gran esfuerzo de recuperación urbanística, pero no estoy muy seguro que le haya acompañado otro celo semejante en ocuparse sobre lo que aconteció allí durante la primera mitad del siglo XX. La ciudad no quiere recordar ciertas cosas, pero este empeño no siempre puede asegurarse. Han derruido algunos edificios muy representativos y simbólicos de la etapa nazi, pero todavía se perpetúan algunas zonas oscuras difícilmente suprimibles. En Königsplatz resuenan todavía los discursos del Führer, los taconazos y las firmes pisadas que han dejado un eco y una huella indelebles en la Humanidad. Hitler estaba hechizado por esta explanada, custodiada por monumentales templos clásicos, el actual Staatliche Antikensammlungen frente a la Glyptothek enmarcando el Propyläen, edificio neoclásico inspirado en el Propileo de Atenas que servía de escenario fastuoso a Hitler para organizar las grandes paradas y las concentraciones a mayor gloria del III Reich. Hoy la Glyptothek alberga una valiosísima colección de arte y escultura antigua, y su presencia, bajo la influencia inmortal de personajes como Platón y Marco Aurelio, que allí se han quedado de piedra al sentir la atmósfera cercana, aporta un necesario contrapunto de serenidad al entorno. Visité el lugar varias veces durante mi estancia en Múnich, por la mañana, por la tarde y en el anochecer, y en todo momento comprobé que aquel foro constituye hoy un solar verdaderamente desolado, el tránsito de personas es mínimo y el tráfico de vehículos, veloz, como queriendo batirse en retirada y dejar atrás aquel espacio cuanto antes. Pero si aquello significa una huida, no es posible pasar de largo. Pues, aquí, el olvido rápidamente se convierte en laguna.

Mas, no se preocupe el visitante, Múnich tiene en la actualidad muchas cosas que ofrecer. De ella puede llevarse muchos otros souvenirs y volverse a casa con imágenes más calidas, con jarras de cerveza, con exquisita porcelana y un sombrero emplumado. Depende de lo que allí haya percibido.

Primavera, 2003

3

Múnich ¿Qué energía logró consumar el denominado «milagro alemán»? Para Sebald, se trata de la abisal energía psíquica fundada en un pacto tácito de olvido, sancionado y guardado por los alemanes en el mayor de los secretos. Nos hallamos, entonces, ante una patente distracción de la memoria que se refugia en el gran depósito de cadáveres enterrados en las ciudades destruidas, sobre el que se alzaron los cimientos del nuevo Estado alemán. De aquel solar brotó el ave Fénix de la reconstrucción que con el tiempo se transformó en el ángel que siempre quiso ser y que quedó inmortalizado coronando la columna de la Victoria (Siegessäule), volando en el cielo sobre Berlín. ¿Cuál es, pues, el secreto de la reconstrucción?

un secreto que unió entre sí a los alemanes en los años posteriores a la guerra y los sigue uniendo más de lo que cualquier objetivo positivo, por ejemplo la puesta en práctica de la democracia, pudo unirlos nunca. (p. 22).

Tras las conferencias de Zúrich de 1997, suficientemente divulgadas por los medios de comunicación suizos y alemanes, Sebald recibe un buen número de cartas que manifiestan variados sentimientos y juicios sobre el contenido y alcance de sus palabras. Una de ellas le llena de especial sorpresa y aun de estupor. Viene de Darmstadt y llega a sus manos a través de la redacción del Neue Zürcher. La escribe un tal Sr. H, quien le transmite una tesis inquietante: la campaña aérea sobre Alemania, había sido concebida por EE UU y los Aliados no sólo con el fin de destruir sus ciudades sino, sobre todo, para aniquilar su identidad, si bien todo ello no constituía más que un peldaño para preparar la invasión cultural del país germano y su americanización total. No acabando ahí la cosa, había también una mano pérfida que movía todos los hilos de la confabulación: «Esta estrategia deliberada, sigue diciendo la carta de Darmstadt, fue ideada por los judíos que vivían en el extranjero» (p. 106). He aquí el eco de un odio prejuicioso y vil que, procediendo de la noche más oscura, no se decide a claudicar, ni a darse por vencido; una reverberación tenebrosa que tiene su máxima expresión en el ardor de los llamados Protocolos de los Sabios de Sión{4}, y que pone de manifiesto el delirio y el estilo característicos de la doctrina fomentada por los dirigentes nazis, y que ha marcado tanto a los que estaban y están dentro de Alemania como a los que estaban y están fuera. Sus efectos siguen verificándose hoy en la americanofobia, la judeofobia y la liberalfobia.

Es alarmante comprobar cómo estos y parejos prejuicios, delirantes y fóbicos, han llegado tan campantes hasta nuestros días, publicitándose de manera desinhibida y abierta, obscenamente desnuda o hipócritamente revestida de discursos entrelazados que pretenden justificarse con otros fines aparentemente inocuos, incluso progresistas y benéficos para la humanidad. Algunas observaciones que se han podido escuchar a propósito del libro de Sebald y algunas reseñas que han aparecido en revistas culturales a raíz de la publicación en español, alimentan la impresión de que el Dr. H sigue espiritualmente vivo y contagiando a muchos su particular interpretación de estos hechos luctuosos: a saber, que los verdaderos culpables de la destrucción de las ciudades alemanas no fueron la doctrina del nazismo y los propios alemanes al engendrarlo, por omisión o por su participación voluntaria en la dominación, sino los americanos y los aliados que fueron los que comandaron los bombarderos criminales y quienes lanzaron las bombas sobre la población civil, inocente e indefensa. Ayer, las ciudades de Alemania, en la guerra contra el nazismo; hoy las ciudades y villorrios de Afganistán e Irak, en la presente guerra contra el terrorismo islamista: según la Propaganda heredera de la doctrina del Dr. H, estos espacios urbanos son comparables, pues conforman, junto a sus habitantes, la nómina de damnificados por la acción del imperialismo de siempre y de la inefable conjura judeo-masónica de costumbre.

He aquí, de nuevo, la vieja transferencia de los roles de verdugo y víctima, que no me voy a molestar en desmenuzar en este breve ensayo sobre la destrucción. Me interesa, en cambio, señalar ahora que la manifestación de la turbación ante la destrucción no constituye un motivo suficiente para condenar indiscriminadamente la iniciativa bélica a la que vaya asociada. Ésta no es, desde luego, la postura de Sebald, pero sí la que en nuestros días se ha renovado en muchas de las campañas propagandísticas en contra de la intervención aliada en Afganistán e Irak (y, general, de oposición a toda acción contraterrorista y de freno a las tiranías). En especial, resulta muy sospechoso el énfasis que ponen países y grupos de presión de los más diversos, con Francia ¡y Alemania! a la cabeza, en el sentido de que se devuelva cuanto antes la soberanía al pueblo iraquí (una reclamación engañosa, porque el pueblo iraquí nunca ha disfrutado antes de soberanía política: se trata de que ahora pueda disfrutar de ella), que las tropas de intervención aliada se retiren sin dilación y que se proceda inmediatamente a la reconstrucción del país.

Nuevamente aparecen las prisas de algunos por cerrar una herida abierta sin estudiar la parte dañada y sin saber con certeza por qué fue dañada. Francia y Rusia, especialmente, desean en el fondo una vuelta al statu quo de Irak anterior al inicio de la campaña militar, y, aunque no siempre expresan su propósito con tal franqueza (ni estratégicamente pueden hacerlo desde la detención de Sadam Husein, de ahí su desconcierto, no exento de inocultable malestar, ante este hecho), en esa dirección mueven sus piezas políticas y diplomáticas. Sus negocios con el régimen baasista eran prósperos y prometedores, y ahora EE UU y los aliados les han marginado en la reconstrucción. Con este hecho pierden poder y prebendas, pero, sobre todo, el control de la reconstrucción. Y a la diplomacia alemana, ¿qué oscura motivación o pertinaz remembranza impulsa su actitud de comparsa en esta representación que deberían ya conocer y dar por superada?

La reconstrucción apresurada se concibe como la puesta en marcha de unas obras de rehabilitación urbana y moral con el fin de tapar agujeros y así volver a empezar. Y, de paso, para poner en evidencia el mal trabajo realizado por anteriores operarios. En el presente, el marchamo europeo necesita anteponerse al americano, sea a propósito de Irak, de la industria cultural, de la aeronáutica y de los viajes espaciales a Marte. La reconstrucción, por tanto, debe de pasar lo antes posible al control de las Naciones Unidas (cuya actual composición favorece la actuación de Francia y de los países no democráticos, o dictatoriales y tiránicos sin más) para que todo pueda hacerse con la mayor rapidez. En ese escenario, EE UU –junto al Reino Unido, España y el resto de la coalición que acabó con el régimen de Sadam Husein (es decir, que fraguó la destrucción)– quedaría desplazado, por franceses, rusos y alemanes, amén de denigrado: ¡oh, qué lejos quedaría así Stalingrado!

Esa embriagadora visión de destrucción coincide con el hecho de que también los bombardeos aéreos realmente pioneros –Guernica, Varsovia, Belgrado, Rótterdam– se debieron a los alemanes. Y si pensamos en las noches de los incendios de Colonia, Hamburgo y Dresde, tenemos que recordar también que ya en agosto de 1942, cuando la vanguardia del Sexto Ejército había llegado al Volga y no pocos soñaban con establecerse después de la guerra en un jardín de cerezos en una finca junto al tranquilo Don, la ciudad de Stalingrado, que en aquella época, como luego Dresde, rebosaba de fugitivos, fue bombardeada por mil doscientos aviones y que, durante ese ataque, que entusiasmó a las tropas alemanas que estaban en la otra orilla, 40.000 personas perdieron la vida. (p. 112).

La II Guerra Mundial finaliza en el año 1945 con la victoria de los aliados y la derrota del Eje. Hasta el año 1952 Japón no ve restablecida su soberanía política. Alemania, por su parte, sólo la recobrará en parte en 1954: la República Federal de Alemania ve reconocida la soberanía plena a raíz de los acuerdos de París en el mes de octubre; los habitantes de la RDA deberán esperar algún tiempo más para conseguirlo. Al despuntar la primavera de 2003, las fuerzas expedicionarias comandadas por EE UU inician la campaña para derrocar el régimen de Sadam Husein. La campaña militar dura unas pocas semanas y los efectos de la destrucción del país como resultado de la misma son mínimos, los cuales, de cualquier forma, no permiten la menor comparación con los producidos en Alemania. El dictador iraquí es detenido en diciembre de ese mismo año. En el momento presente, comienzos del año 2004, Irak recupera paulatinamente la normalidad y comienza el establecimiento de instituciones democráticas para poder recuperarse por sí sólo de décadas de opresión. Pero Occidente no debe dejar solos a los iraquíes; como no dejó a los alemanes tras la liberación, sino que les ayudó hasta poder reinsertarse a la comunidad internacional tras su paso en falso. Con todo, Alemania era un país occidental veterano, había sido nación democrática, y de las más avanzadas del mundo, hasta que su delirio le llevó al desastre. Si Alemania (y Japón) necesitó el tiempo necesario para la reconstrucción definitiva, ¿por qué se le niega a Irak (y a otras naciones nacientes para la democracia) que lo precisa en mayores dosis?

Aún es posible rectificar errores, antes de llegar demasiado tarde a la cordura y al sentido político bien ordenados (es decir, dentro del modelo civilizatorio democrático occidental) y de que los daños sean ya irreversibles. El filósofo francés André Glucksmann ha resumido bien esta situación en su artículo «Un soplo de libertad»{5}: «los dirigentes contrarios a la guerra de París y Berlín intentan hacer olvidar su triste balance. Han logrado dividir de forma duradera a la Comunidad Europea, paralizar la OTAN y dejar a la ONU fuera de juego.» Una buena oportunidad para que estos países recobren el buen juicio y recuperen las posiciones diplomáticas y estratégicas perdidas se presenta en el mes de junio de 2004 con la conmemoración del 60º aniversario del desembarco aliado en Normandía. ¿Será simple y seca «conmemoración» o sincera y convencida «celebración»? Añade Glucksmann:

El canciller alemán está invitado a la ceremonia ¡Por fin! ¡Bravo! Su presencia dará carácter definitivo a una verdad fundamental: el 6 de junio de 1944, las tropas estadounidenses, inglesas y canadienses no invadieron, sino que liberaron Europa. En retrospectiva, el pueblo alemán reconoce que no fue ocupado, sino emancipado de una dictadura totalitaria.

¿Tan férreos son sus intereses económicos y políticos y tan tercos su amor propio y su orgullo nacional que impedirán de nuevo la corrección de su infamante doctrina, que ha considerado hasta la fecha a las tropas aliadas en Irak como de «invasión» y de «ocupación», en lugar de –lo que sería lo justo y cabal de nuevo– como fuerzas de «liberación» y de «emancipación».

La reconstrucción acelerada en la Alemania de posguerra y las palabras tenebrosas del Dr. H encubrían oscuros sentimientos y turbias pasiones. Exigir hoy –con tapujos, pero sin disimulo– una imprecisa restauración de la soberanía iraquí, la reconstrucción de Irak, cuando no se ha cumplido todavía un año de su liberación y cuando el terrorismo y la propaganda de la americanofobia, la judeofobia y la liberalfobia dificultan notoriamente la tarea aliada y de las incipientes instituciones nacionales para su normalización, no deja de ser un turbio ejercicio de cinismo político, por no hablar de fechoría de caracteres históricos.

Notas

{1} Traducción española de Miguel Sáenz en Anagrama, Barcelona, 2003.

{2} Véase entrevista a Sebald en El Cultural, 2 de enero de 2002.

{3} Ídem, p. 8.

{4} «esa falsificación seudodocumental puesta en circulación en la Rusia zarista, según la cual una intervención judía se esfuerza por conseguir el dominio mundial y, mediante sus manipulaciones conspiradoras, precipita a pueblos enteros a su perdición.» (p. 108).

{5} Suplemento Domingo del diario madrileño El País, 25 de enero de 2004.

 

El Catoblepas
© 2004 nodulo.org