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El Catoblepas, número 23, enero 2004
  El Catoblepasnúmero 23 • enero 2004 • página 14
Artículos

Pero... ¿de dónde demonios venimos?

Eduardo García Morán

La vida ya no es ininteligible en la mayor parte de sus pasos, y en los poquitos que quedan, sabemos que no son nada del otro mundo, porque son de éste

«¿Quiénes somos?» y «¿hacia dónde vamos?» son quizá dos de los interrogantes más fundamentales que se hace el hombre. Sin embargo, el «¿de dónde venimos?» es no ya otra de esas preguntas capitales, es la pregunta, que, paralelamente, subraya un hecho crucial, a saber: cómo es posible que nos la podamos formular desde un cerebro que es gobernado por las mismas moléculas esenciales que gobiernan a las bacterias, un cerebro que acaba de descifrar su propio genoma. Desde luego, el cerebro es resultado de la evolución por selección natural, y el trabajo que tiene ante usted se centrará en dónde y porqué se originó la vida, y en su historia, que tiene 13.700 millones de años (m.a.), los mismos que el Universo conocido, y aunque no le disipará todas las dudas, sencillamente porque es imposible (ni hoy, ni mañana, ni nunca), sí encontrará aquí las hipótesis y las aproximaciones científicas más recientes, así como certezas decisivas, y de un modo tal que el misterioso mecanismo último que otorgó la vida a la no vida quedará confinado en un plano poco menos que testimonial.

Para poder comprender la aparición de la vida, he de retrotraerme unos segundos (y no le aburriré) al principio del tiempo y del espacio, al instante en que se produjo un suceso que se conoce, desde su formulación hace 55 años por Gamow, Alpher y Herman (a partir de la teoría general de la relatividad de Einstein) como Big Bang o Gran Estallido; y todavía antes: no había nada, pero la nada, para los físicos, es un vacío lleno de energía en reposo que, hace unos 13.700 m.a., se puso a «hacer ejercicio» y se acumuló en un punto minúsculo, punto que tuvo, entonces, que contener una densidad infinita. No trate de explicarse en términos de ciencia de dónde salió la energía, ni cómo se las arregló para apelotonarse en un espacio menor que el diámetro de una punta de alfiler, ni cómo pudo pasar lo que pasó entre la inevitable explosión de ese monstruo y 10 elevado a menos 43 segundos ('tiempo de Planck'), donde el espacio, que no la luz, viajó más rápido que la propia velocidad de la luz en el vacío (299.792 kilómetros por segundo). Sea como fuere, el caso es que la energía se convirtió en calor de, cuando menos, cien trillones de grados y el espacio se infló lo inimaginable durante otro inimaginable, por corto, tiempo, y desde ese instante, el Universo, recién nacido y repleto de electrones, positrones, neutrinos, antineutrinos y fotones, comenzó a expandirse, que es lo que sigue haciendo a fecha de hoy, y puede que eternamente, gracias a una misteriosa energía «repulsiva» que es el último grito de los astrónomos; si es así, nos espera un tiempo helado en un espacio plano.

Ahora bien, para lo que nos interesa, poco antes de cumplirse el primer segundo después del estallido, surgieron las fuerzas físicas básicas (la fuerte, la electromagnética, la débil y la gravitatoria, y sus respectivas partículas energéticas: el gluón, el fotón, la familia W-Z y el gravitón) y las partículas fundamentales de la materia (leptones y hadrones y sus antipartículas). Y toda esta «sopa» cósmica, con el paso de los años (cientos y miles de millones) y con temperaturas más tolerables, formó estrellas, galaxias, cúmulos de galaxias, los planetas y a usted.

Y ya le he metido en el meollo de la cuestión: las estrellas, pero no unas cualesquiera, no, sino las muy grandes, las que cuando estallan porque han agotado su combustible nuclear, desprenden una luz que ni siquiera se puede hacer una idea. A una explosión de esta magnitud se la llama supernova, y es la que nos convierte, literalmente, en polvo (y gas) de estrellas: los átomos que las componían se esparcieron por el espacio y, entre ellos, algunos pesados, como el carbono, que es el elemento químico más sustancial de la vida. ¿Por qué cito al carbono?, porque posee una característica singular que no se da en ningún otro elemento: el carbono forma moléculas muy largas, donde los cuatro electrones exteriores de cada nube que rodea al núcleo se combina con facilidad con los electrones de otros átomos, de lo que resulta un polímero complejo y versátil, hasta el punto que genera moléculas de la potencia del ADN (ácido desoxirribonucleico) y las proteínas. Tras la muerte de un pez payaso o de un político, el carbono que contienen se disemina. ¡Su propio cuerpo contiene estos átomos!

Las moléculas orgánicas más simples son los hidrocarburos, y también son orgánicas los aminoácidos, que los saco a colación porque, además de no ser nada complicado hacerlos en un laboratorio (la primera vez, medio siglo atrás: Urey y Miller), son los «ladrillos» de las proteínas, que son lo más «guay», junto con los genes, de la vida. Y no se crea, no escribí en la pantalla de mi ordenador «hidrocarburos» porque sí, escribí esta palabreja que remite a algo verdaderamente asqueroso (petróleo, gasóleo, gasolina...) porque, añadiendo a un hidrocarburo un poco de agua, y cayó a mares sobre la Tierra primigenia después del enfriamiento que siguió a su accidentada formación, agua depositada por los cometas y otros objetos estelares y que se condensó en la atmósfera incipiente; pues eso, le añade usted agua y, ¡eureka!, le salen a usted compuestos orgánicos más decentes: azúcares, grasas..., que no me dirá, pero están más cercanos que el gasóleo o el keroseno a lo que engullimos cada mañana (lo digo por lo de la bollería, aunque, bien mirado, no debe ser mucho más saludable que un sorbo de petróleo). En todo caso: somos también carbono que come carbono.

Añadiendo oxígeno y nitrógeno al hidrógeno y al carbono, las moléculas iban adquiriendo más entidad. Lo que trato de decirle es lo siguiente: la vida hubo de comenzar como una suerte de sustancias dispares a las que, bien asociadas sin la protección de una capa (teoría de Haldane), bien con ella (teoría de los coacervados de Oparin), les gustaba comer 'platos' de azufre, metano, hierro, zinc, ácidos sulfúricos y cosas por el estilo, y les gustaba el calor (esta tesis me convence), el que se daba en las proximidades de la fumarolas oceánicas y que podía llegar a los 350 grados Celsius. Por eso, el árbol genealógico de la vida (eche una ojeada al cuadro 1) lo hago derivar de una bacteria hipertermófila, que habría aparecido entre hace 4.200 y 4.000 m.a., y antes de este termófilo, hubo una etapa prebiótica de «entes» intermedios entre lo muerto y lo vivo que siguieron un sinuoso camino. ¿Cómo pudo ser ese camino?

Bien: en aquellos tiempos no había alimentos, porque la cadena alimenticia fallaba por el primer eslabón: la fotosíntesis; sin clorofila aún, no existían los vegetales y, sin éstos, los herbívoros y, claro, sin los últimos, los carnívoros y los omnívoros (ratas, cerdos y hombres). En dos palabras, ni autótrofos ni heterótrofos. ¿Entonces?...: quimiótrofos, o comedores de alimentos químicos como los referidos antes. Así pues, si 'algo' quería dejar de ser un montón de moléculas 'tontas' tenía que hacer biomasa con, por ejemplo, el dióxido de carbono, y combinarlo con el hidrógeno, el azufre y el hierro, que genera unas oxidaciones muy energéticas, y ¡a engordar y a sintetizar proteínas!

La cuestión ahora es cómo se pueden hacer proteínas sin un manual de instrucciones. Responder con acierto me daría el Nobel, y como nadie presente ni futuro recibirá ese premio por esto, tendrá que conformarse con el supuesto que desplegaré a continuación, nada descabellado, que conste: algunas moléculas tienen tendencia, por afinidad química, a unirse de manera que resulten aminoácidos y otras moléculas, como el ARN (ácido ribonucleico) o semejante. El ARN sería un constructor eficiente porque puede comportarse como catalizador de proteínas. Aquí, un alto: la enfermedad de las vacas locas no está causada por una bacteria, ni tan siquiera por un ridículo virus, sino por un fragmento proteínico que ¡puede replicarse! Para el físico Freeman Dyson, la vida tuvo dos orígenes, por un lado, las proteínas con capacidad metabólica, y por otro, un pregenoma (el ARN, apunto yo, es un buen candidato) con habilidades replicadoras, y ambos se fusionaron y cooperaron. Es más: para algunos, los cristales de arcilla son soportes envidiables para que se dé una codificación de información a través de iones metálicos, por los que se propiciaría el ARN, pasando antes por moléculas autocatalizadoras: las que dejan de trabajar para otras moléculas y favorecen las reacciones químicas que las 're-produzcan' a sí mismas.

En este marco, aconsejo no descartar que una proteína o un gen pudieron obedecer, antes que a leyes biológicas, a leyes físicas y químicas: desde la teoría de la complejidad, un sistema físico puede 'saltar' en un momento dado de un estado a otro y autoorganizarse. Las leyes de la complejidad emergente estarían así detrás de la biogénesis, en tanto en cuanto recogerían información y la grabarían en la materia. Por consiguiente, la arquitectura de proteínas y ácidos nucleicos pudo deberse a principios matemáticos de organización que responderían a la segunda ley de la termodinámica, por la que la producción de energía útil (el orden de la vida) ha de ser acompañado de energía inútil (desorden o entropía).

Sea como una especie de ARN, sea como virus, sea de cualquier otra configuración, el caso es que apareció un microbio que, desde el 'infierno' del fondo marino, fue ascendiendo a ambientes más fríos en las aguas superficiales, y acaeció, tal vez hace 3.800 m.a., la primera gran ramificación: de las arqueobacterias se escindieron las eubacterias (las bacterias propiamente dichas), algunas de las cuales, las cianobacterias, empezaron a usar la luz solar para descomponer los minerales y metales: nacían los fotótrofos, que empezaron a producir el primer oxígeno del planeta para prepararnos el terreno. Los 'bichitos' unicelulares sin núcleo (procariotas) se mantuvieron sin compañía hasta hace unos 1.600 m.a., cuando de diversas asociaciones de bacterias resultaron los 'bichitos' unicelulares eucariotas (protistas como las amebas). Y unos 900 m.a. más tarde, una nueva asociación produjo organismos multicelulares, los animales: usted y yo.

Con lo dicho, no le he desvelado cuál fue el 'chispazo' que puso en movimiento a lo inanimado, pero teniendo en cuenta que en sus células se están repitiendo los procesos elementales ocurridos al principio de los tiempos, procesos anclados en un entorno energético capaz de ordenar aleatoriamente una serie de moléculas que dieron una información que se puso en manos de la selección natural, ha de darse por contento: la vida ya no es ininteligible en la mayor parte de sus pasos, y en los poquitos que quedan, sabemos que no son nada del otro mundo, porque son de éste. Ahora, sólo tiene que dejar que su vida viva, que ya no le queda tanto.

Cuadro 1
Este dendrograma es una síntesis de las teorías de Woese, Mayr, Margulis, Cavalier-Smith, Tudge y el autor de este trabajo
(Este dendrograma es una síntesis de las teorías de Woese, Mayr,
Margulis, Cavalier-Smith, Tudge y el autor de este trabajo)

Cuadro 2

DominioEucariota
SuperreinoProtista
ReinoAnimal
FilumCordado
TipoVertebrado
ClaseMamífero
SubclaseMamífero placentario
SuperordenEuarcontoglire
OrdenPrimate
SubordenAntropoideo
SuperfamiliaHominoideo
FamiliaHomínido
GéneroHomo
EspecieSapiens
SubespecieNo existe (las distintas razas de hombres no se diferencian lo suficiente para que unas sean superiores a otras)

(Clasificación de tipo linneano
tomando al hombre como referente)

 

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