Nódulo materialistaSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org


 

El Catoblepas, número 22, diciembre 2003
  El Catoblepasnúmero 22 • diciembre 2003 • página 1
polémica

La obra de Pío Moa
y el «basurero de la historiografía» indice de la polémica

Iñigo Ongay

Partiendo de la polémica sobre la guerra civil española desarrollada en El Catoblepas y de la publicación de Los mitos de la Guerra Civil de Pío Moa, se aplica a la obra de Moa el concepto de «basura historiográfica»

«He aquí uno de los más abundantes manantiales de error; esto es, la verdadera rémora de las ciencias, uno de los obstáculos que más retardan sus progresos. Increíble sería la influencia de la preocupación si la historia del espíritu humano no la atestiguara con hechos irrecusables. El hombre, dominado por una preocupación no busca, ni en los libros ni en las cosas lo que realmente hay, sino lo que le conviene para apoyar sus opiniones. Y lo más sensible es que se porta de esta suerte, a veces con la mayor buena fe, creyendo, sin asomo de duda, que está trabajando por la causa de la verdad. La educación, los maestros, y autores de quienes se ha recibido las primeras luces sobre una ciencia, las personas con quienes vivimos de continuo o tratamos con más frecuencia, el estado o profesión y otras circunstancias semejantes contribuyen a engendrar en nosotros el hábito de mirar las cosas siempre bajo un mismo aspecto, de verlas siempre de la misma manera.» (Jaime Balmes, El Criterio.)

«Y así, son muchos los que se niegan a reconocer la realidad, quieren vivir en su «teoría», y para no verse obligados a aceptar los resultados de una investigación concienzuda adoptan la postura del avestruz, esconden la cabeza debajo del ala, y tratan de desconocer lo que se impone con toda evidencia. En todos estos casos son consideraciones políticas, mucho más que emocionales, las que provocan una actitud tan escasamente científica, y es curioso constatar que los que con mayor frecuencia caen en este pecado son los mismos que con más insistencia reclaman de los historiadores que superen el pasado y ofrezcan una visión objetiva de lo que sucedió, aunque no estén dispuestos a aceptar otra visión que aquella que coincida con sus prejuicios o con sus intereses partidistas.» (Ramón Salas Larrazábal, Los datos exactos de la guerra civil, pág. 5.)

«¿Por qué fracasó la II República? Si preguntamos a un estudiante universitario, dirá probablemente que aquélla fue socavada desde el principio, y finalmente asaltada, por la reacción derechista, fascista o antidemocrática. La idea se complementaria, en Cataluña o el País Vasco, con la de que esas comunidades como tales, habría sido «vencidas» por la reacción fascista española. En tal sentido no podría hablarse de fracaso, sino de aplastamiento por fuerzas superiores y ajenas al régimen. Este esquema ha calado ampliamente porque, durante años, lo han promovido a través de la televisión, la enseñanza, etc., grupos políticos que extraían de esa versión, una forma de legitimidad, por más que la actual democracia española deba, evidentemente, muy poco a la II República.» (Pío Moa Rodríguez, Los personajes de la República vistos por ellos mismos, pág. 9.)

1. Prolegómenos: Pío Moa, la II República y la Guerra Civil Española en El Catoblepas

A partir de la publicación del trabajo de Antonio Sánchez Martínez, «Pío Moa, sus censores y la historia de España» en el número 14 de El Catoblepas, se ha venido desenvolviendo en las páginas de esta publicación una interesante controversia acerca del derrumbamiento de la II República española y la Guerra Civil, centrada de algún modo, en las tesis presentadas en la obra historiográfica de Pío Moa Rodríguez. En una tal polémica (o presunta polémica tal y como la tipifica José Manuel Rodríguez Pardo{1}) han podido tomar posiciones además del propio Moa y Antonio Sánchez Martínez, el historiador Enrique Moradiellos. Por otro lado y también en El Catoblepas, contábamos ya desde el número 10, con una detallada recensión de la trilogía{2} del historiador vigués, por parte de José Manuel Rodríguez Pardo en su magnífica reseña «El papel de la Segunda República y la Guerra Civil en la Historia de España». También a Rodríguez Pardo, debemos una valoración de conjunto de la polémica, bajo el título «La historiografía universitaria y El mito de la Izquierda», aparecida en el número 18 de nuestra revista digital.

Sin embargo, los materiales que sobre el particular, ha venido ofreciendo El Catoblepas a sus lectores, tampoco se agotan en los trabajos mencionados. En este contexto, podemos señalar por lo demás, la publicación de una interesantísima colección de documentos relativos a la controvertida muerte del líder poumista Andrés Nin; una colección complementada en el número 21 por el artículo «El asesinato de Andrés Nin» de Luis David Bernaldo de Quirós. Además, bajo el rótulo «¿Fue Octubre del 34 una guerra preventiva?», el número 19 nos ofrece las opiniones de diversos autores{3} sobre la comparación entre la «revolución de Asturias» y el ataque imperial a Irak de 2003, establecida por Gustavo Bueno en su texto «SPF (Síndrome de Pacifismo Fundamentalista)». Ulteriormente, era el mismo Antonio Sánchez Martínez, quien se hacía cargo de analizar críticamente las diferentes respuestas, en su excelente trabajo titulado «Sobre 'guerras preventivas' y Octubre del 34» (El Catoblepas, nº 20).

Pues bien, en estas condiciones, ante una masa tan profusa de materiales, estudios y referencias como las presentadas, ¿cabe acaso aportar algo nuevo sobre unas tales temáticas? Sin duda que muy poco en lo tocante a los contenidos históricos discutidos, que pueden suponerse perfectamente cubiertos al hilo de la controversia entre Moradiellos, Moa, Sánchez Martínez y Rodríguez Pardo. Iniciamos, empero nuestro trabajo, entroncando con los acertados comentarios que cierran el artículo de José Manuel Rodríguez Pardo «La historiografía universitaria y El mito de la Izquierda». Señala Rodríguez Pardo en ese lugar:

«Mi conclusión final sobre esta polémica y sobre el revuelo que ha despertado la obra de Pío Moa es sin duda muy positiva, sobre todo en lo referente a convertir la memoria histórica en verdadera historia. Aunque no se compartan plenamente sus tesis, y yo personalmente tengo críticas, como he mostrado, ello no es un motivo para desdeñar su obra, sino todo lo contrario. El que una obra de Historia pueda obtener significado desde posiciones filosóficas, como las que Antonio Sánchez o yo mismo manejamos, implica que dicha obra ha desbordado el ámbito puramente historiográfico. Por ello, concluyo que la obra de Pío Moa, al margen de la mayor o menor concordancia con el total de sus resultados, constituye una interpretación tremendamente meritoria sobre la II República y la Guerra Civil Española, mérito que sólo desde posiciones abiertamente sectarias, como las que manejan Moradiellos, Preston, Juliá y otros muchos que la descalifican, podría minimizarse un ápice.»

En este sentido, lo que pretendemos en esta ocasión es, precisamente, contribuir en la medida de nuestras fuerzas, a calibrar este significado filosófico atribuible a la obra historiográfica de Moa, justamente desde esas mismas coordenadas sistemáticas que tanto Antonio Sánchez Martínez como José Manuel Rodríguez han podido manejar in actu exercitu al acometer la tarea de organizar los contenidos históricos arrojados por la misma obra de nuestro polémico historiador.

2. Los mitos de la Guerra Civil y El mito de la Izquierda

A fin de emprender este escudriñaje del significado filosófico de la obra de Moa, nos parece que vale la pena recurrir a algunos de los contenidos doctrinales del último libro de Gustavo Bueno, El mito de la Izquierda. En las páginas 260-267, Bueno ofrece un implacable tratamiento crítico de dos cuestiones centrales para nuestros intereses, a saber: la justificación de la sublevación de Octubre del 34 y la construcción por parte de la izquierda del concepto de memoria histórica común.

Pues bien, en un caso{4} el análisis de Bueno pone de relieve las «dificultades insuperables» que encuentran las ecualizadas izquierdas de nuestros días, a la hora de arrostrar la tentativa de reconstruir racionalmente los sucesos de 1934 desde las premisas de la democracia liberal de mercado. Y ello, por la sencilla razón de que desde esas tales premisas, aquellos sucesos resultan simplemente injustificables aunque se interpreten como un ataque preventivo por parte de las izquierdas frente al carácter fascista de la CEDA{5}); en el otro{6} la trituración por parte de nuestro autor de un concepto tan inconsistente como espuriamente compuesto, como pueda serlo el de memoria histórica común, nos permite detectar la voluntad de las fuerzas de izquierda (PSOE e IU) de «sacar tajada» del pretérito en provecho de unos planes y programas dibujados desde el presente –y es que, ya se sabe... el PP representa a los «hijos del franquismo»–, a través de las reivindicaciones partidistas (propias por lo demás de una memoria selectiva, que necesita olvidar al menos tantas cosas como las que recuerda) de diversas plataformas de la «sociedad civil» (ante todo la ARMH, Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica). Pero semejante concepto de memoria histórica común es ridículo y gratuito en la medida al menos, en que sólo de un modo metafísico, cabe identificar la Historia con la memoria, y además meramente ideológico cuando se pretende fundamentar interesadamente en él, programas políticos (partidistas) efectivos que acaso tengan que ver no tanto con la pretérita II República cuanto con la «partitocracia coronada» de nuestros días:

«La memoria histórica, en cuanto memoria personal, subjetiva, o de grupo que es, tiene siempre un componente reivindicativo. Y no digo que la reivindicación no deba hacerse, digo que no debe hacerse en nombre de una «memoria histórica universal», común y objetiva puesto que la memoria histórica es siempre memoria individual, biográfica, familiar o de grupo. Y esto explica por qué la llamada «memoria histórica» se oculta: porque no es memoria sino selección partidista. La memoria histórica es a la vez damnatio memoriae. Por ejemplo, la memoria histórica que, contradictoriamente, propone borrar un retrato de Girón, ministro de Franco, de la Universidad Laboral de Gijón. Que propone borrar del callejero de una ciudad los nombres de los «golpistas» que se alzaron contra la República; una memoria histórica que por otra parte no pide retirar los nombres de otros golpistas contra la República, los de octubre de 1934, como lo fueron Ramón González Peña o Belarmino Tomás.»{7}

Ahora bien, nos parece evidente que mal pueden leerse estas páginas sin presuponer a su vez, una concepción sobre la destrucción de la II República y los inicios de la Guerra Civil coordinable con la planteada por Moa en su reconstrucción historiográfica{8}. En esta dirección se diría que los «mitos de la Guerra Civil» que Moa pretende despejar en muchas de sus obras,{9} aparecen envueltos por el mito de la Izquierda del que Gustavo Bueno ha dado cuenta en su último libro. De otro lado –recíprocamente– puede mostrarse que los abundantes materiales históricos que el autor de Los personajes... aporta en sus trabajos, representa un inmejorable campo de pruebas sobre el que ejercitar en el progressus, los fecundos delineamientos filosóficos trazados por Bueno en El mito de la Izquierda (por ejemplo en relación al conflicto entre los diferentes ortogramas políticos enfrentados en el seno mismo del «Frente Popular», a las inconmensurabilidades abiertas entre las posiciones azañistas, las caballeristas, las cenetistas, las prietistas, &c.). Precisamente en este punto reside, a nuestro juicio, la importancia principal del artículo de Rodríguez Pardo «La historiografía universitaria y El mito de la Izquierda», muy ilustrativo de suyo, de los rendimientos que ofrece la lectura de la obra de Moa a la luz del ejercicio de los planteamientos de Gustavo Bueno; es más, sostenemos en este sentido, que la manera más provechosa de hacer justicia al significado filosófico de la labor categorial que se abre paso en los argumentos de Pío Moa no es otra que hacerse cargo de los mismos desde la conceptualización crítico-clasificatoria presente en las doctrinas políticas de Gustavo Bueno (en El mito de la Izquierda desde luego; pero no sólo en él, tendría también el mayor interés traer aquí a colación textos tales como España frente a Europa o el Primer ensayo sobre las categorías de las 'ciencias políticas'), tal la fertilidad del entreveramiento entre ambas perspectivas. Esta circunstancia, creemos, explica la medida de la «superioridad dialéctica» que los argumentos de Antonio Sánchez han podido mostrar, en el curso del debate con Moradiellos, ante el trámite de proceder a la reducción de las posturas contrarias. Y decimos esto, dando justamente por supuesto, la necesidad de inscribir el despliegue del debate mismo antes en el terreno de las «interpretaciones» que en de los «datos» (y menos si concebimos los mismos desde un punto de vista descripcionista como parece ser el caso de Moradiellos) tal y como ya lo advertía sagazmente el propio Sánchez Martínez; sin embargo, esto es tanto como situar los puntos focales de la querella en un plano filosófico (que presupone sin duda el historiográfico) y no tanto en la inmanencia del cerco categorial de la historia (aunque a su vez esta inmanencia conceptual no puede considerarse en modo alguno exenta en relación a las ideas filosóficas que permanecen atravesándola trascendentalmente). En esta dirección, entendemos que Antonio Sánchez ha llevado pulcramente a efecto la exigencia de todo buen diálogo «socrático-platónico» al proceder a acorralar los razonamientos de Moradiellos dentro de sus malla sistemáticas de partida (y no a la inversa: precisamente cabe decir que el historiador extremeño ni siquiera ha sido capaz de representarse más que de un modo muy borroso las premisas filosóficas –lo mismo ontológicas que gnoseológicas– en las que se apoya de hecho en el ejercicio), incluso cabe decir, como apunta José Manuel Rodríguez Pardo en su aportación a la disputa, que el autor de Neutralidad Benévola, aparece –y ello aunque estemos ante un confeso «admirador» de Gustavo Bueno– como una clara víctima del mito de la Izquierda (del mito de la unidad de la izquierda o de la izquierda unida) lo que determinaría su incapacidad para dar razón de las contradicciones efectivas entre los diferentes ortogramas «izquierdistas» confrontados durante la II República (republicanos de izquierda, prietistas, caballeristas, anarquistas, nacionalistas fraccionarios, &c.) y en el bando populista durante la propia Guerra Civil. Frente a tales incompatibilidades, resulta estéril esgrimir un esquema tan indefinido como el que –de la mano de Preston– distingue entre «reformistas, revolucionarios y reaccionarios» sin suministrar en cambio, los parámetros que serían pertinentes para precisar unos tales conceptos funcionales. Pero insistimos: todo esto ha quedado bien a las claras al hilo de la polémica misma como podrá comprobar fácilmente el lector, acercándose a los textos involucrados.

Tampoco hace falta aclarar, en relación a uno de los «puntos calientes» de la controversia como lo ha sido la «intervención extranjera» en la guerra y la satelización del bando populista por parte de la Unión Soviética, que de tales sucesos sólo puede dar razón (ad integrum) una concepción filosófico política como la sostenida por Bueno en la teoría de los Imperios que aparece en España frente a Europa. A esta luz, puede hacerse verdaderamente claro que para conformar políticamente a la «España republicana» (más en rigor frente-populista{10}) según la norma del imperialismo generador, la Unión Soviética necesitaba antes operar sobre las tres capas del Cuerpo Político de referencia. En el caso que nos ocupa, un tal control sobre las capas de la sociedad política frente-populista pudo llevarse a efecto tanto por mediación –cortical– de ayuda militar directa (así los asesores soviéticos en el frente, las «armas rusas», las brigadas internacionales, &c.{11}) como (según la capa conjuntiva) en virtud de la paulatina prominencia de los planes y programas del PCE (incluyendo –y casi par excellence– al «bolchevizado» socialista Negrín) en los sucesivos gobiernos republicanos y ello, frente a otras generaciones de la izquierda definida (liberales, socialdemócratas, anarquistas, &c.) –algo de lo que por cierto, se fueron dando cuenta «a destiempo», diversos líderes republicanos: al principio sobre todo Besteiro, más tarde Prieto, Azaña, Largo Caballero, &c.– Sobre la «rusificación» de la propaganda populista y la penetración de la NKVD podrían mencionarse también acontecimientos bastante conocidos.{12}

Ahora bien, para que la acción conformadora del Imperio URSS sobre la España Roja terminase de consumarse, era obviamente menester, que la Unión Soviética pudiera ejercer también su dominio según la capa basal de los cuerpos políticos, y en este sentido cabe explicar (entender queremos decir, ni justificar ni tampoco condenar{13}) justamente que el gobierno presidido por Largo Caballero, decidiera entregar el oro del Banco de España a la URSS, comprometiendo sin duda con ello, la propia soberanía de la sociedad política{14}. Como lo subraya Pío Moa citando el testimonio del «Lenin español», el gobierno republicano:

«(...), trasladó al Kremlin el control de las reservas españolas, y por tanto del aporte de armas, y con ello el destino del Frente Popular. Éste perdía así su independencia, convirtiéndose en un satélite o protectorado soviético. Desde su posición privilegiada, Stalin pasó a dictar de hecho la política populista, utilizando también otros dos poderosos resortes: un partido comunista cada vez más poderoso, y un cuerpo de consejeros policiales y militares. Como lamentará Largo Caballero, algo a deshora, «Tenía que hacer esfuerzos titánicos para tolerar a los asesores (soviéticos), por la siguiente reflexión: ¿y si no nos facilitan material de guerra?». Los asesores advertían ante los signos de incomodidad de sus protegidos su disposición a marcharse: «Con estas amenazas, ¿qué hacer? (...) El gobierno soviético se erigía en definidor de cómo debíamos hacer la política en nuestro país. Cuando esto lo hacían con nosotros, ¿qué consignas no darían a los comunistas? Prieto, ministro del Aire, también señalará cómo los «amigos soviéticos», verdaderos dueños del arma aérea y de los tanques, hacían caso omiso de las órdenes ministeriales. Y así otros muchos testimonios. El suministro de armas pagadas muy generosamente con el tesoro español, permitía a Stalin orientar la política izquierdista española.»{15}

Con todo, si por un lado, no se trata obviamente de proceder a condenar retrospectivamente a Negrín{16} o a la URSS igual que hacen otros con Franco (al contrario, seguramente al margen de la misma URSS la victoria de los nacionales hubiera llegado mucho antes{17}, y ello sin contar con que los ortogramas rivales del de Negrín muy probablemente, habrían arribado de tener éxito a frutos todavía peores, más distáxicos{18}), se hace, de otro lado, preciso remitir tales fenómenos históricos al contexto político de la dialéctica entre estados que, ella misma, codetermina el momento de la «lucha de clases». Como afirma Gustavo Bueno en su réplica a JBFO:

«La dialéctica holótica en el sentido dicho, suprime todo sentido a la fórmula «origen y estructura del Estado a raíz del conflicto entre las clases sociales», si es que el «Estado» no puede entenderse en sus relaciones dialécticas con las clases sociales al margen de su dialéctica con otros Estados (o sociedades políticas en función de las cuales se constituyen como Estados y que son además las que suministran en principio los recursos energéticos o, incluso, la mano de obra esclava) Pero la doctrina de referencia procede como si tuviese pleno sentido tratar a cada Estado (tomado como un elemento de una totalidad o clase distributiva, «de la clase distributiva de los Estados») como el espacio sustancializado en el cual puede tener lugar el enfrentamiento de las clases antagónicas. Antagonismo que se concebirá como un antagonismo entre clases sustancializadas en el espacio global de la humanidad, y que se manifestaría distributivamente a partir de la alineación o fractura de la «comunidad primitiva» en cada una de las sociedades políticas o Estados realmente existentes. Ahora bien, desde las coordenadas del materialismo filosófico, la disyuntiva entre unas clases antagónicas que fracturan a un «Género Humano» presentado como distribuido en Estados (en Estados imperialistas, principalmente) precisamente a consecuencia de esta fractura o alie-nación, y unos Estados previamente establecidos en cuyo ámbito había que diferenciar las clases sociales, es una disyuntiva mal planteada. No hay una disyuntiva entre la lucha de clases (y subordinada a ella la de los Estados) y la lucha de Estados (y subordinada a ella la de clases): lo que hay es una codeterminación de ambos momentos, en una dialéctica única.»{19}

Más adelante –y creemos que aquí radica el problema principal–, prosigue Gustavo Bueno:

«Y en la medida en que cada Estado sólo se constituye como tal y desarrolla sus fuerzas de producción en el proceso mismo de codeterminación (incluyendo los intercambios comerciales) con los otros Estados competidores, y en la medida en que la apropiación de los medios de producción, definidos dentro de los límites de cada Estado, sólo puede considerarse consumada tras la constitución del mismo Estado (cuya eutaxia sería meramente nominal si no contase con el consenso, espontáneo, obligado o aceptado de los mismo expropiados, que prefieren o necesitan mantenerse en el Estado a emigrar a otros Estados) habrá que concluir que la división de la sociedad en clases no es anterior al Estado sino, al menos lógicamente, posterior a él.»{20}

3. El concepto de «basura historiográfica»

En el número 33 de El Basilisco, el lector tiene a su disposición un magnífico trabajo «Sobre el concepto de basura historiográfica»{21}, en el que Pedro Insua Rodríguez expone unos desarrollos del análisis gnoseológico del campo de la historia fenoménica{22} que importa tener en cuenta en el presente contexto. Comprobemos de qué se trata:

Desde la perspectiva del Materialismo Filosófico, el campo categorial de las ciencias históricas no puede – como a veces se dice– aparecer como constituido tanto por los hechos del pasado (y es que ciertamente tales hechos no existen, stricto sensu, como tales{23}), cuanto por ciertos contenidos del propio presente en marcha que por su propia estructura ontológica exijan al sujeto gnoseológico emprender un trayecto progresivo hacia formas (estructuras) pretéritas que permitan dar razón de los mismos contenidos considerados en el inicio: tales contenidos, los conoce el Materialismo Filosófico, bajo la rúbrica de «reliquias». En efecto, las reliquias aparecen insertas en el corazón mismo del campo gnoseológico de la historia fenoménica a la manera –en el eje sintáctico– de términos suyos que el historiador habrá de operar (interconectando unas reliquias con otras, &c) al través de un relato (el relato histórico) con la potencia suficiente para dar cuenta de las propias reliquias; este relato haría volver –ahora en regressus– al sujeto gnoseológico a las reliquias que, justamente por virtud del relato mismo, podrán ya ser identificadas como tales fenómenos históricos. Desde el punto de vista del eje sintáctico, las reliquias (que en principio comparecen como corpóreas) harían las veces de elementos referenciales que, a su vez, operarían como los significantes cuyos significados resultarían ser los propios fenómenos históricos. Lo central en este punto es hacer notar que las mismas reliquias remiten en progressus a aquellas formas pretéritas desde las cuales cabe regresar; todo ello por mediación de la tecnología característica de la historia, a saber: el relato escrito. Entre las propias reliquias con las que el historiador opera, algunas también figuran a título de relatos, a título de reliquias-relatos por así decir, a la manera de reliquias documento (como contradistintas a las reliquias-monumento). ¿Y cómo tematizar gnoseológicamente las formas pretéritas reflejadas (en las reliquias) en el presente y que piden el regreso al propio presente?, la Teoría del Cierre hace consistir tales formas o estructuras, tales esencias en las identidades sintéticas que se generan en la historia fenoménica; ahora bien como resume Pedro Insua:

«Así, el campo histórico está constituido, en tanto que forma suya, por el conjunto de relatos que reconstruyen, como materia relatada, estos fenómenos históricos (reliquias). Gnoseológicamente pues, es decir para la ciencia histórica, el pasado es pasado es reflejo del presente, de partes suyas y no, e presente del pasado. No es posible volver al pasado, pero si reconstruir partes del presente que ontológicamente son reflejo de ese pasado. Gnoseológicamente pues, el pasado, esto es, las formas pretéritas, la esencias del campo histórico, no se nos dan in recto, sino que se nos «revelan» oblicuamente a través del relato que reconstruye las reliquias presentes. Y es oblicua por que las «esencias» que los fenómenos revelan, son las formas pretéritas reconstruidas en tanto que estructuras fenoménicas, es decir las formas pretéritas son determinada organización (relato) de la materia fenoménica siempre presente (reliquia). Dicho en términos de la Teoría del Cierre Categorial (TCC), en el campo de la Historia fenoménica las «esencias» son definidas gnoseológicamente como identidaes sintéticas esquemáticas (estructuras fenoménicas), no como identidades sintéticas sistemáticas.»{24}

¿Y cómo exactamente, procede el sujeto gnoseológico en su reconstrucción relatada de las reliquias presentes, a través de aquellas formas pretéritas que hacen las veces de identidades sintéticas esquemáticas? A tal fin, se hace menester contar formalmente en el campo gnoseológico con la presencia formal de sujetos operatorios distintos del propio investigador (i. e., sujetos temáticos diferentes del propio sujeto gnoseológico) que soporten los cursos de operaciones que aparecen como inexcusables para conformar las estructuras que den razón de las mismas reliquias operadas (y que desde luego no están «ahí» desde siempre, ni se han creado ex nihilo tampoco, como veremos). La circunstancia que resulta peculiar del campo de la historia fenoménica empero, reside en el hecho de que tales sujetos temáticos que operaron en el pretérito no pueden operar en el presente (y si operan, nos situaríamos eo ipso fuera del campo propio de la historia, estaríamos haciendo periodismo, &c.), de manera que el historiador ha de convocarlos, pero a la manera de «fantasmas» cuya intercalación resulta necesaria si se quiere recubrir (operatoriamente) las operaciones que dieron lugar a los términos del campo (es decir que estamos, como por otro lado sabemos de sobra, ante una situación beta-operatoria y ante una metodología I-Beta1). Ahora bien, según sigue exponiendo Insua, es claro que si tal reconstrucción es si quiera posible, ello se deberá, entre otras cosas, a la requisitoria siguiente: no puede subsistir un hiato insalvable entre los cursos operatorios emprendidos por el «fantasma» (por el demiurgo, por el sujeto temático) y los acometidos por el sujeto gnoseológico (por el historiador). De otro modo: la racionalidad que rige las operaciones de uno debe ser análoga a la de otro (y para más señas, una racionalidad de cuño beta operatoria) En efecto, a resultas de cualquier otro caso el proceso regresivo-progresivo quedaría sintácticamente bloqueado por razón de la heterogeneidad entre los tipos de racionalidad, la del demiurgo y la del historiador. Quedaría bloqueado por ejemplo, si suponemos como demiurgo un mecanismo que actúe según los principios de la racionalidad alfa-operatoria (un terremoto por ejemplo, que no admite desde luego, tratamientos dentro del campo de la historia fenoménica, sino de la geología o de la sismología), pero también si admitimos como demiurgo al dios terciario, capaz de generar reliquias ex nihilo sui et subjecti (en cuyo caso, ya no habría propiamente reliquias, si no «milagros» lo que, por otro lado, consideramos de suyo como algo imposible, pero en fin). De un modo similar, quedaría varado el proceso regresivo-progresivo, si atribuimos al demiurgo habilidades «paranormales» que resultaran supra-racionales o praeter-racionales respecto a la racionalidad beta-operatoria. Tampoco cabría construir históricamente (es decir, reconstruir las operaciones del sujeto temático cuyo resultado son las reliquias) si asignamos al demiurgo –al modo «maniqueo»– la voluntad de «obrar el mal a sabiendas» (cosa que sin duda, rebasa el ámbito de la racionalidad beta operatoria en que suponemos inscrito al historiador).{25}

Ahora bien, como vemos el historiador qua tale, se atiene al tratamiento operatorio de contenidos del presente que son ellos mismos, basura histórica, al menos en la medida en que cabe tipificarlos como residuos, gangas, escoria, restos relativos a las formas pretéritas construidas en el relato. Sólo que una tal basura- las reliquias- lejos de poder ser retirada, conforma, en la medida que se entrelaza con otros restos, el anómalo campo de la historia fenoménica del que se segregan las identidades sintéticas que sea hacedero componer. Entre tales basuras diremos, se configuran los relatos históricos entendidos gnoseológicamente, como verdades categoriales; como sigue advirtiendo Pedro Insua:

«En este sentido el relato histórico es relato verdadero por ser histórico, no histórico por se verdadero, pues hay relatos verdaderos que no son históricos (que no versan sobre reliquias), y ser histórico aquí quiere decir atenerse al campo de las reliquias, de los fenómenos históricos, en cuanto que el relato reconstruye los procesos de composición y mantenimiento, y en su caso, transformación y destrucción de tales reliquias. Aquí se puede decir con Vico, que en historia «la norma de lo verdadero es haberlo hecho»: la verdad es el hecho, y el hecho es la verdad (verum est factum convertuntur). Un relato, por tanto, cuando es histórico, es siempre verdadero, de modo que decir «relato histórico verdadero» es decir un pleonasmo, y decir «relato histórico falso» una contradicción.»{26}

Pero bien, esta presentación del asunto, por abrupta que pueda ser, nos da ya pie para perfilar una tesitura gnoseológicamente muy fecunda que es además propia del campo de la historia fenoménica (y no, pongo por caso, del de la prehistoria, o de la arqueología), veámoslo: ya sabemos, que entre las reliquias que articulan el terreno, algunas pueden también aparecer como relatos (es decir, como documentos); la cuestión principal en este contexto reside en que por otro lado, algunos de tales documentos pueden a su vez, presentarse como relatos históricos (en la medida al menos en que versen sobre reliquias) aunque no pueda tampoco decirse que sea éste justamente el caso de todos ellos: Pedro Insua pone el ejemplo de un relato de Jámbico concerniente a ciertas narraciones que atribuyen a Pitágoras capacidades paranormales –bilocación–; y ello puesto que, sin perjuicio de que tal narración de Jámbico pueda calificarse de histórica, ya no lo serán las reliquias sobre las que opera (las narraciones sobre Pitágoras) y que por su lado, no versan ellas mismas, sobre reliquia alguna (dado que no lo son los portentosos hechos atribuidos a Pitágoras mismo).Con esto, arribamos al núcleo del trabajo de Pedro Insua:

«Si hay relatos que como fenómenos del campo histórico, esto es, como reliquias, pueden referirse a su vez a reliquias (cosa que no ocurre con los relatos legendarios o teológicos...) y ser por tanto relatos históricos, también hay relatos que, siendo reliquias, sus referentes no son reliquias si no entidades fabricadas por el propio relato, o por otros relatos que el relato produce. De manera que si las referencias del relato no son reliquias sino entes de ficción, tampoco el relato es histórico, pero esta vez no por motivos sintácticos, es decir, porque el demiurgo que se supone en el relato no siga una actividad beta-operatoria –pues en estos relatos no hay porque suponer que la actividad desplegada por el sujeto temático sea irracional o supra-racional–, sino por motivos semánticos: los fenómenos a que hacen referencia son fenómenos pero no históricos, sino ficticios. Esto no quiere decir que estos relatos se apoyen en el vacío: se apoyan en entidades fabricadas ad hoc a través del relato. Fabricadas además tampoco a partir de la nada sino que, muchas veces, estas entidades son fabricadas «inspirándose» en las propias reliquias. En este caso, por tanto, no podemos hablar de leyendas para referirnos a estos relatos sino de, en el mejor de los casos novelas, en el peor de supercherías, en cualquier caso de ficción: a) si las verdaderas reliquias no son intervenidas, modificadas, por el «fabricador de ficciones» hablaríamos de novela; b) si las verdaderas reliquias son intervenidas en función de los intereses del «fabricador de ficciones» hablaríamos de superchería.»{27}

Evidentemente pueden existir los motivos más heterogéneos para fabricar relatos ficticios (entre otros: encubrir los fenómenos históricos). Lo crucial es poner de manifiesto que tales reliquias representan sin duda reliquias falsas (en cuanto que no son relatos –históricos– verdaderos ni, por ende, verdaderos relatos –históricos–) sin necesidad de negar por ello, que sean en cambio verdaderas reliquias-documento; es decir, podríamos clasificar tales relatos como fenómenos falsos por cuanto no son fenómenos históricos (son ficticios) aunque sean verdaderos fenómenos (que lo son). Estamos por todo ello –como afirma Pedro Insua– ante auténticas modulaciones del «no-ser histórico» que, además, «se dice de muchas maneras»{28}. Pero la cuestión estriba en que este «no-ser» aunque pueda ser «identificado» como tal por el sujeto gnoseológico, no podrá en todo caso –y aquí está la cosa–, ser desplazado fuera del propio campo categorial –sin «resto» diríamos– sin que pueda revertir dialécticamente (apagógicamente) al fondo del mismo. Las reliquias falsas aparecen en efecto, como basura fabricada (y precisamente por mediación del mismo proceso operatorio de «barrido» que las identifica como falsas pueden ser calificadas también como «basura»{29}, como barredura), sólo que ello no empece para que deban de ser recicladas categorialmente a la luz del mismo relato que las barrió, y que tendrá que contar necesariamente con las mismas (por ejemplo- prima facie- para explicarlas) como verdaderas reliquias ya que no como reliquias verdaderas. Esto es tanto como reconocer que sólo interpretando de modo metafísico la operación «barrer» cabe pensar que la basura pueda ser eliminada absolutamente.{30} Además y desde una perspectiva gnoseológica subsisten muy poderosas razones para negar en general que ningún componente pueda ser desplazado al entorno del entorno de la historia fenoménica:

«Es decir, en cierto modo es imposible sacar del campo histórico, de su dintorno ningún tipo de construcción, y arrojarla fuera de su contorno, es decir, al entorno, pues la categoría histórica absorbe todo tipo de construcción (factum est verum), incluyendo la ficción.»{31}

La misma operación crítica (en tanto clasificatoria) del barrido historiográfico –la «selección historiográfica», ella misma conjugada con el relato histórico– consta de un momento lítico, positivo consistente en reunir los residuos constituidos por la basura histórica (las reliquias) así como de un momento tético,{32} negativo tendente a reunir las texturas que componen la basura historiográfica (los relatos ficticios) que, si vuelven a revertir ad intra{33} –al campo categorial–, lo harán en un sentido distinto, en tanto que verdaderas reliquias (verdaderas reliquias falsas si se nos permite formularlo así). Todo ello, dado que, como lo dice Pedro Insua con total precisión:

«Reunir esta basura mediante la operación del barrido historiográfico es una labor necesaria dialécticamente para la reconstrucción de los fenómenos históricos: primero porque se revelan los fenómenos históricos, al apartar el velo ficticio que los cubría; segundo porque este velo pasa a tomar un nuevo sentido: una vez revelados los fenómenos históricos también se revelan los relatos ficción en tanto que reliquias falsas, toda vez que se han revelado como falsos relatos históricos. En este momento el relato ficticio pasa a componerse en calidad de reliquia, con el resto de términos del campo histórico, pero, sin embargo, no se puede componer con la selección historiográfica. Es un tipo de basura pues, que es necesario reciclar históricamente, pero que historiográficamente sólo se puede desechar.»{34}

4. Pío Moa y el «basurero de la historiografía»

Hasta aquí un resumen re-expositivo de las líneas maestras perfiladas magistralmente por Pedro Insua en su trabajo (por cierto, que Insua ilustró tales desarrollos mediante dos ejemplos extraídos de las arcas de la historia fenoménica: el libro de Jean Dumont, Lepanto: la historia oculta{35} y la investigación de Luciano Canfora, El misterio Tucídides). Recientemente José Manuel Rodríguez Pardo ha tenido el acierto de hacer uso de tales direcciones en el análisis del libro Imperio, de Enrique Kameno{36}. Pues bien, nos parece que aprovechar este caudal teórico ofrecido por Pedro Insua, en su aplicación a la obra de Pío Moa puede ofrecernos un preciso índice de la extraordinaria fecundidad del concepto mismo de «basura historiográfica».{37}

Es más, creemos que desde las presentes coordenadas cabe ratificar del modo más contundente algo de lo que ya nos advertía José Manuel Rodríguez en «La historiografía universitaria y El mito de la Izquierda». Al proceder de Pío Moa en relación al tratamiento de sus fuentes no podrá achacársele en todo caso carácter dogmático alguno dado que tal modo de proceder supone la misma puesta en ejercicio del «cubo de basura de la historiografía» (si se nos permite jugar un poco con la célebre fórmula de Carlos Marx), en efecto:

«Para decirlo en términos filosóficos, Moa escribe la historia (hace historiografía) de forma dialéctica, aunque a él posiblemente no le guste utilizar dicha palabra. En términos del materialismo filosófico, el razonamiento de Pío Moa es apagógico. Es decir, busca, por demostración de la falsedad de las tesis opuestas, afirmar la verdad de sus propias tesis. Proceder nada dogmático, pues supone presentar las alternativas existentes y juzgar sobre ellas. De hecho, este proceder resulta para el lector neófito, como era mi caso no hace mucho tiempo, de gran provecho, ya que permite corroborar de primera mano si lo que dice Moa es cierto o es una deformación. Permite tener noticia de obras de las que a veces se ignora su existencia, así como poder comprobar la veracidad de las versiones de Pío Moa sobre ellas, cosa que me he molestado en indagar, por supuesto. Al menos, este ha sido uno de los puntos de interés que me han llevado a seguir estudiando el tema de la Segunda República y la Guerra Civil española»

Y en este sentido, ¿cuáles serán estas fuentes bibliográficas sobre las que Moa se apoya apagógicamente, aunque sea para desecharlas de la selección historiográfica como reliquias falsas (falsos relatos históricos), sin que quepa tampoco por ello, en su calidad de (verdaderas) reliquias ex-pulsarlas del dintorno de la categoría histórica? Se trataría ante todo, en este punto, de los resultados alcanzados por la «historiografía universitaria»{38} a la que alude el mismo José Manuel Rodríguez. Una colección muy abundante de relatos sobre la guerra civil que, si bien pueden des-calificarse como relatos históricos, será inexcusable tener en cuenta en todo momento. Una tal «historiografía» ha contribuido a propalar una versión del derrumbe de la segunda República, la guerra civil y el franquismo según la cual, la república habría terminado por sucumbir al asedio procedente de los sectores más conservadores e incluso reaccionarios de la sociedad (las oligarquías latifundistas, el clero, el ejército levantisco) quienes, viendo comprometidos sus privilegios (la propiedad privada y la «libertad de cultos»{39} por ejemplo) y ansiosos como estaban por liquidar la democracia y el estado de derecho, habrían terminado por iniciar un levantamiento fascista a cuyo éxito coadyuvó decisivamente el apoyo militar y económico del nazi-fascismo internacional y la omisión (la «neutralidad benévola») de las potencias democráticas europeas. De esta guisa, la república asediada (para decirlo con el título de un libro coordinado por Preston), tuvo que capitular, y el pueblo español se vio condenado a cuarenta años de oscurantismo y dictadura que la mayoría de los ciudadanos rechazaba enteramente (claro que debía ser en el fuero interno{40}). Este odioso «interregno» concluyó por fin –en 1978– cuando fueron reconquistadas «las libertades», nos hicimos «europeos» y pudimos comenzar a recuperar nuestra «memoria histórica» sobre la verdad del pretérito reciente de España (suponemos que en gracia a Pablo Preston y la teleserie Cuéntame). Esta dichosa democracia coronada se ve, con todo, amenazada, recurrentemente, por los «tics» totalitarios de la «derechona», heredera del franquismo, que se niega a condenar en el parlamento, el golpe militar fascista de 1936. El problema es que el «demos», confundido ahora como lo estuvo en 1934, ha «decidido» –inconsciente él– otorgar a dichos neofranquistas la mayoría absoluta.

Ramón Salas Larrazábal sintetiza admirablemente esta versión de nuestra historia que tiene, bien puede notarse, mucho menos que ver con la historiografía que con la propaganda y los idola theatri:

«Primera: el 18 de julio se produjo una agresión del fascismo internacional contra el pueblo español del que fue agente el Ejército. El pueblo, lleno de entusiasmo y sin más medios que su heroísmo y su coraje, se opuso con éxito a los militares, monopolizadores de armas, organización, profesionalidad, y técnica.
Segunda: el «aparato estatal» pasó al lado de los rebeldes, y tuvo que ser suplido en la zona leal por órganos espontáneos surgidos del seno de la sociedad.
Tercera: a pesar de estas manifiestas inferioridades, el pueblo, carente de medios, armas, oficiales, estados mayores y organización, puso en tal aprieto a los sublevados con su decidida voluntad de oponerse a la agresión, que éstos se vieron forzados a solicitar la ayuda a las potencias fascista de Alemania e Italia, con la que contaban de antemano. Esta se produjo de forma masiva, continuada y persistente, aumentando aún más la inicial desproporción de medios.
Cuarta: frente a la creciente intervención de italianos y alemanes, el Gobierno abandonado por las potencias democráticas, a causa de la no-intervención, a la que siempre se califica de ominosa o de farsa, se vio obligado a echarse en manos de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, buscando el apoyo que no encontraba en franceses y británicos. Sin embargo, la ayuda recibida, discontinua y parsimoniosa, jamás compensó y mucho menos en los momentos cruciales de la guerra, a la recibida por sus contrarios.
Quinta: aún así la falta de arraigo de los sublevados en el país y el carácter patriótico y de independencia que adquirió la lucha agigantaron de tal forma la resistencia del pueblo español, que esta sólo cedió cuando el debilitamiento interno, ocasionado por las discordias intestinas y el abandono extranjero, se hizo total, lo que ocurrió a partir de la Conferencia de Munich, que hizo imposible continuar la defensa.
Sexta: los rebeldes, sin asistencia popular, sólo pudieron afirmarse en la zona que dominaban imponiéndose por el terror, terror continuado después de su victoria con una represión de alcances insospechados. También en la zona republicana se cometieron excesos, pero en un grado mucho menor y sin que la responsabilidad de los hechos alcanzara a los gobernantes.
Séptima: huyendo de la represión, el terror y la tiranía, todo lo más valioso de la sociedad española se exilió al extranjero.»{41}

Semejante reconstrucción perfilada irónicamente por Salas, es ciertamente falsa (como relato histórico) e incluso grotesca en algunas de sus partes, sin perjuicio de lo cual ha venido a ser reproducida –a veces de modo asombrosamente puntual– por las obras de los historiadores «gremiales», «académicos», «universitarios»; y está claro que habrá que preguntarse, en estas condiciones, «¿por qué?». Ahora bien, interesa poner de relieve, que en la medida en que tenga sentido aplicar a semejantes diseños narrativos el rótulo de «basura historiográfica» explorado anteriormente, cabrá concluir que tales reliquias son relatos históricos falsos. Sólo que en lo tocante al campo de la historia como hemos visto, todo relato falso es un falso relato con lo que, por ende, sus autores se nos aparecerán en este contexto (y al menos en muchos tramos de sus recorridos categoriales, no diremos que en todos) como falsos historiadores, como apariencias de historiadores. En este sentido, vale traer a colación aquí, un diagnóstico muy penetrante llevado a efecto por José Manuel Rodríguez Pardo en una de sus aportaciones al tema que nos ocupa:

«A lo que se ve, el Sr. Moradiellos no tuvo problema en citar obras de De la Cierva muy anteriores, ignorando esta última de 1997. No me extraña, la verdad, pues De la Cierva le denomina como «presunto historiador», y eso no debe de gustarle nada. Sin embargo, creo que va siendo hora de desposeer al Sr. Moradiellos del generoso epíteto de «presunto historiador», pues no creo que, tras lo que ha mostrado, pueda decirse que sea siquiera un historiador.»{42}

Esta apreciación puede sin duda, ser «leída» interesadamente como una grosera descalificación y sin embargo, a la luz de lo expuesto, aparece más bien como lo contrario: como una «calificación» crítica, clasificatoria, tendente a poner las cosas en claro y a separar el grano de la paja, a cribar, en la categoría histórica, las verdaderas reliquias (falsas) y las reliquias verdaderas.

Al hilo de lo señalado, podemos entender la obra de Moa como una poderosa tentativa de desactivación dialéctica de tales relatos históricos falsos, un inmenso ejercicio de barrido sobre los mismos contenidos de los «mitos» (oscurantistas y confusionarios) de la guerra civil, ya traten estos mitos de la Revolución de Asturias y sus preparativos o sobre la feroz propaganda de las izquierdas en torno a la represión gubernamental de la propia sedición{43}; ya versen acerca de los «crímenes de la guerra civil»{44} o en torno al «holocausto de Guernica»{45}, incluyendo también asuntos como la supuesta incompetencia militar de Franco{46} o todos los cuentos más o menos terroríficos que se nos han ido contando sobre los Alzados de 1936.{47}

No queremos dar por finalizado nuestro trabajo sin hacer nuestras las palabras con las que Pío Moa principia su libro Los mitos de la Guerra Civil, unas palabras capaces de suyo, de hacer justicia a toda la labor del historiador vigués:

«En una conferencia que di sobre las causas de la guerra un oyente me criticó indignado: «Usted no es imparcial. Si hubo una guerra, las culpas deben repartirse más o menos al cincuenta por ciento entre los dos bandos». Pretensión absurda en nombre de una supuesta imparcialidad o espíritu reconciliador. Tal vez a una guerra hayan contribuido ambos contendientes por igual, o tal vez no. Muchos estudiosos, incluso de derecha, cargan toda la responsabilidad en el lado de Franco, por haberse «alzado contra un gobierno legítimo y democrático».El argumento es fuerte, si es verdadero, pero su veracidad sólo destilará de un examen cuidadoso. Más interés que esta obviedad tiene la «culpa» misma. Sesenta años después, los sentimientos de culpa y acusación siguen vivos y usados como factores de legitimación política. Persiste un auténtico fanatismo en torno al asunto, y sigue válida la queja del historiador R. Salas Larrazábal sobre ciertas mentalidades blindadas contra los datos y la lógica. Un amigo me habló de un conocido suyo, incapaz de terminar Los orígenes de la guerra civil española, porque le deprimía ver puestas en tela de juicio ideas que él había tenido por firmes. Por mi parte, intento soslayar esa pesada disputa en torno a culpas por hechos tan antañones, y procuro más bien entender el pasado a través de las intenciones y valoraciones de sus protagonistas reales, de la lógica de sus actos, y de sus objetivos y medios.»{48}

Notas

{1} «Desde el número 14 de la revista El Catoblepas se viene manteniendo «a tres bandas» entre Antonio Sánchez y Pío Moa, por un lado, y Enrique Moradiellos, por otro, una presunta polémica sobre la segunda república española y la guerra civil. Y digo presunta polémica porque el Sr. Moradiellos, lejos de debatir, como sería natural, no lo hace, sino que se refugia en el argumento de autoridad y la pontificación para negar legitimidad a los argumentos de sus dos oponentes. Curioso resulta también que el Sr. Moradiellos rechace las implicaciones políticas del presente que sugiere Antonio Sánchez a propósito del debate, al tiempo que se declara prorrepublicano. El Sr. Moradiellos se limita, a todos los efectos, a darnos lecciones desde su republicanismo no bien definido (¿es militante de alguna organización republicana?), y a pontificar sin argumentar respecto a las obras de Pío Moa», José Manuel Rodríguez Pardo, «La historiografía universitaria y El mito de la Izquierda», El Catoblepas, nº 18, pág. 10.

{2} Nos referimos, claro está, a las siguientes obras: Los orígenes de la Guerra Civil Española (Encuentro, Madrid 1999), Los personajes de la República vistos por ellos mismos (Encuentro, Madrid 2000) y El derrumbe de la segunda República y la guerra civil (Encuentro, Madrid 2001).

{3} Concretamente los siguientes: Paco Ignacio Taibo II, Juan Ramón Pérez las Clotas, José María Laso, José Ignacio Gracia Noriega, Bernardo Díaz Nosty, Pedro de Silva y Pío Moa. En esta misma dirección, consideramos oportuno convocar aquí (aunque sea «retrospectivamente» respecto al «sondeo de opinión» llevado a cabo por El Catoblepas) la respuesta de un octavo analista. Nos referimos al historiador Stanley G. Payne quien, en el siguiente párrafo concerniente al Alzamiento (un texto proveniente por cierto, de un estupendo libro publicado hace ya seis años) viene a confirmar el diagnóstico de Gustavo Bueno; veamos cómo y hasta qué punto:
«Al igual que la insurrección de las izquierdas de 1934, la rebelión derechista de 1936 fue un golpe preventivo, destinado a ocupar el poder antes de que el principal enemigo pudiera hacerse con el gobierno. En este caso, el principal enemigo era la izquierda revolucionaria y la revuelta por derecho de prioridad tuvo la consecuencia paradójica de precipitar la conquista revolucionaria que estaba destinada a evitar. En un aspecto, sin embargo, el estallido de la revolución en lo que a partir de entonces sería llamada zona republicana significó –en una segunda paradoja– una gran ventaja para los rebeldes. Por dos razones: en primer lugar, el estallido de la revolución en la zona republicana eliminó temporalmente la mayor parte de la autoridad que aún conservaba el gobierno republicano y, también toda forma de organización central; en segundo lugar, la revolución, con sus desórdenes, requisa de la propiedad, y asesinatos en masa, tuvo los efectos político y psicológico de llevar a millones de moderados al campo político de los rebeldes.» Stanley G. Payne, Franco y José Antonio. Historia de la Falange y del Movimiento Nacional (1923-1977), Planeta, Madrid 1997, pág. 335, subrayado nuestro.
Comparemos ahora este texto de Payne con las siguientes palabras de Gustavo Bueno en El mito de la Izquierda: «Sin duda el Comité Revolucionario interpretaba esta entrada [la de los ministros cedistas en el gobierno republicano] como indicio de que el gobierno preparaba un golpe de Estado al estilo de Dollfus en Austria. Y así es como retrospectivamente «la Izquierda» suele justificar la ruptura por parte de las izquierdas de entonces, reunidas en el Frente Popular, del orden democrático republicano. ¿Pero por qué no interpretan también del mismo modo el Alzamiento del 18 de julio? ¿acaso no podrían alegar los conjurados indicios de que tras la victoria izquierdista de 1936, se preparaba una reedición en serio de la Revolución de 1934?» Gustavo Bueno, El mito de la Izquierda, Ediciones B, Barcelona 2003, pág. 161.

{4} Véase El mito de la Izquierda, Ediciones B, Barcelona 2003, págs. 160-162.

{5} Un «fascismo» por cierto que habría que «poner en cuarentena» desde un punto de vista etic, sin perjuicio de que pueda admitirse como muy evidente desde la perspectiva emic (y de modo muy interesado) de los alzados antirrepublicanos de 1934 (la perspectiva del prietista González Peña por ejemplo, pero también la de Santiago Carrillo, Largo Caballero, &c., aunque todo esto habría que matizarlo al amor de las conclusiones a las que llega Moa en el capítulo 6 de la segunda parte de Los Orígenes..., titulado precisamente «¿Creía el PSOE en el fascismo de la CEDA?»). En esta dirección resulta muy recomendable detenerse sobre el apéndice de Los personajes de la República vistos por ellos mismos, titulado justamente «la actitud de la CEDA y sus críticos». Por lo demás que cabe poner esta sublevación en paralelo al Alzamiento de 1936 es cosa ratificada por el atestiguamiento de muy diferentes historiadores (y no sólo Moa) que han tendido a ver en la Revolución de octubre una suerte de pródromo o «precalentamiento» del inicio de la guerra, e incluso –yendo más lejos– «la primera batalla de la guerra civil» (Moa). Y ello no resulta en absoluto descabellado, al menos en la medida en que no aparece como algo ni mucho menos claro que tras el 34 haya podido subsistir intacta la «legalidad republicana» (herida eo ipso, de muerte por las izquierdas). Como lo expresa Ricardo de la Cierva en su libro El 18 de julio no fue un golpe militar fascista. No existía la legalidad republicana:
«El alzamiento de 1934 fue imperdonable. La decisión presidencial de llamar al Poder a la CEDA era inatacable, inevitable y hasta debida hacía ya tiempo. El argumento de que el señor Gil Robles intentaba destruir la Constitución para instaurar el fascismo era a la vez hipócrita y falso. Hipócrita por que todo el mundo sabía que los socialistas del señor Largo Caballero estaban arrastrando a los demás a una rebelión contra la Constitución de 1931, sin consideración alguna para lo que se proponía o no el señor Gil Robles y por otra, a la vista está que el señor Companys y la Generalitat entera violaron también la Constitución. ¿Con qué fe vamos a aceptar como heroicos defensores de la República de 1931 contra sus enemigos, más o menos ilusorios, de la derecha, a aquellos mismos que al defenderla la destruían. Pero el argumento es además falso, porque si el señor Gil Robles hubiera tenido la intención de destruir la Constitución de 1931 por la violencia, ¿qué ocasión mejor que la que le proporcionaron sus adversarios alzándose contra la misma Constitución en octubre de 1934, precisamente cuando él, desde el Poder, pudo como reacción, haberse declarado en dictadura?», Ricardo de la Cierva, El 18 de julio no fue un golpe militar fascista, Fénix, Madrid 1999, págs. 337-338.
Sea como sea, si la propia legalidad de la República de 1931 (otra cosa es, como nos lo muestra Moa, el Frente Popular) pudo mantenerse dos años más, fue en rigor por obra de la derecha (la CEDA y los radicales) al atajar con firmeza el golpe de Estado, puesto que luego ya se ocuparían las izquierdas de rematar la eutaxia del régimen (por ejemplo destituyendo ilegalmente a Alcalá Zamora o asesinando –en concreto los «motorizados» de Indalecio Prieto– al combativo líder de Renovación Española, el alfonsino Calvo Sotelo). Sobre todas estas cuestiones conviene no perder de vista el libro de Ricardo de la Cierva antes citado.

{6} Gustavo Bueno, ibídem, págs. 162 y ss.

{7} Gustavo Bueno, op. cit., pág. 267.

{8} Por cierto que, precisamente al problema de la Revolución de octubre del 34 preparada por el PSOE y a la que inmediatamente se unió Esquerra, poniéndose a «hacer la guerra –y nunca mejor dicho– por su cuenta», declarando Companys el Estado Catalán dentro (¿Estado libre asociado?) de la República Federal Española (¿federalismo de libre adhesión?), &c., ha dedicado Moa uno de sus trabajos, nos referimos a Los Orígenes..., fruto de una labor histórica impecable en lo relativo al tratamiento operatorio de las reliquias y los relatos del campo (los papeles de la Fundación Pablo Iglesias, las construcciones de otros «historiadores», &c.) por obra del autor Vigués. Una labor por cierto, que sólo dogmáticamente puede desconsiderarse al igual que sólo ideológicamente (i. e., por sectarismo o por razón de la influencia de «cerrojos ideológicos» de diversa índole) puede alguien echar por la borda los importantes trazamientos de otros historiadores malditos (pongo por caso: los datos decisivos aportados por Ricardo de la Cierva en su gran libro 1939, Agonía y Victoria (el protocolo 277), Planeta, Barcelona 1989).

{9} Fundamentalmente en la trilogía a la que antes nos referíamos, pero también en Los mitos de la Guerra Civil, La Esfera de los Libros, Madrid 2003.

{10} En virtud de la propuesta terminológica de Pío Moa. No consideramos por nuestra parte, que pueda considerarse enteramente infundado un tal reajuste en los nombres; y ello dado, entre otras cosas, que ni todos los miembros del ejército populista eran «republicanos» –al menos en el sentido de la Constitución de 1931– (y en efecto: ¿qué puede querer decir que fueran republicanos en este sentido gentes como Dolores Ibárruri, Enrique Líster o Buenaventura Durruti?, ¿necesitaba muchos enemigos la República con amigos como éstos?), ni tampoco eran «antirrepublicanos» todos los alzados del 36, es más: en el mismo bando nacional contendieron figuras que eran republicanas de hecho (Mola y Queipo, pero también Cabanellas –quien de otro lado era Masón, para más INRI) junto con otras que sin serlo propiamente (Franco o los Cedistas– si hemos de juzgar del famoso «accidentalismo» defendido por Acción Popular) tampoco puede decirse que fueran precisamente encarnizados enemigos de la Constitución del 31 (no lo eran por supuesto ni Franco ni Gil Robles, quienes contribuyeron a mantener tal régimen en 1934, contra las tentativas de destruirlo provenientes de los «republicanos» del 36). Ciertamente que: «(...) el Alzamiento del 18 de julio no se hizo contra la República, sino contra el gobierno del Frente Popular que desgobernaba a la República, iba cayendo inexorablemente por el plano inclinado de la Revolución y acosaba con auténtica actitud terrorista a lo que Gil Robles definió como «media España que no se resigna a morir» (...) El gobierno del Frente Popular, instalado ilegalmente en el poder cuando aún no se habían consumado las elecciones de febrero de 1936, era desde entonces, en su mismo origen, un «gobierno ilegal y faccioso» cuando empezó a ejercer el poder a raíz de unas elecciones falsificadas y coactivas.», Ricardo de la Cierva, El Alzamiento del 18 de julio no fue un golpe militar fascista, Fénix, Madrid 1999.

{11} Para toda esta temática conocemos una enjundiosa revisión de cifras debida a un historiador como Ramón Salas Larrazábal que, seguramente, será también poco recomendable para muchos: cfr. Los datos exactos de la Guerra Civil, Fundación Vives de Estudios Sociales, Madrid 1980. Sobre la conexión soviética en la formación de las brigadas estimamos que pocas dudas pueden quedar al respecto. Merece la pena, sin duda alguna, acercarse al libro de Ricardo de la Cierva, Brigadas Internacionales 1936-1996, la verdadera historia, Fénix, Toledo 1997.

{12} Comprobemos cómo resume Hugh Thomas todo esto para los primeros compases de la guerra: «Se formó la junta propuesta compuesta en su casi totalidad por hombres jóvenes. Aunque el número de sus miembros era proporcional, según lo estipulado, a los partidos gubernamentales, igual que en los pueblos en los primeros días de la guerra, el poder quedó en manos del más fuerte: en aquellas circunstancias, las juventudes socialistas-comunistas y el Partido Comunista. El corresponsal de Pravda, Kolstov, se ocupó de todo él mismo, organizando y escogiendo comisarios, animando el ministerio de la Guerra y asistiendo a reuniones del Comité Central del Partido Comunista. El general Goriev y los demás asesores rusos también consolidaron su posición, mientras que el jefe de su misión, general Berzin, salía para Valencia. La propaganda republicana adoptó un tono ruso: por ejemplo, Mundo Obrero animaría a sus lectores a 'emular a Petrogrado'», Hugh Thomas, La Guerra Civil Española, Grijalbo, Barcelona 1976, pág. 522.

{13} A la manera de Espinosa: ni reír, ni llorar... Los ortogramas imperiales (generadores) de la Unión Soviética eran seguramente necesarios para el Imperio URSS, sólo que los españoles del 36 (incluidos los comunistas españoles) no eran soviéticos, ni tiene tampoco demasiado sentido argüir aquí (en nombre de una exenta dialéctica de clases) que los «proletarios no tienen patria»; y menos si con ello se pretende justificar los esfuerzos realizados por muchos comunistas (sobre lo de proletarios es preciso hacer sonar, por muchas razones, un prudente silencio) en vistas a subsumir España a la «Patria» (imperial) del proletariado.

{14} Y esto lo reconocen incluso autores que no son «fachas» como Moa, de la Cierva o Salas Larrazábal. Es el caso verbigratia, de Pablo Marín Aceña quien, además de señalar otras alternativas posibles por las que pudo haberse inclinado el gobierno republicano, advierte: «Y para garantizarse el armamento prometido por Stalin, Largo Caballero y Negrín tomaron la decisión, tan sorprendente como insólita, de mandar 510 toneladas de oro a Moscú ¡en octubre de 1936! Fue una decisión grave, pues supuso poner en manos del dictador soviético las finanzas de la República», Pablo Martín Aceña, El Oro de Moscú y el Oro de Berín, Taurus, Madrid 2001, pág. 158.

{15} Pío Moa, Los mitos de la Guerra Civil, La Esfera, Madrid 2003, pág. 303

{16} Para notar que Moa no lo hace así basta con haber leído sus libros, lo que sin duda representa un esfuerzo excesivo para demasiados profesores universitarios (no damos nombres... ni falta que hace). Veamos como concluye el capítulo titulado «El enigma Negrín» de Los Mitos...: «En esa función [la de hombre de Stalin en España] procuró conscientemente llevar hasta el final su política sin el menor reparo en los sufrimientos de la población o en el empleo del terror contra sus aliados. Pero dentro de ello no es posible negarle la grandeza de la consecuencia y la firmeza frente a quienes, habiendo contribuido también a crear tal situación, se rebelaban patéticamente contra las consecuencias de sus actos, pretendiendo descargar en él unas responsabilidades compartidas», pág. 446.

{17} Lo que, sin embargo, también significa reconocer que en tal caso la guerra hubiera durado mucho menos (con todo lo que ello lleva acarreado, sobre todo –suponemos– para afectos al SPF como Preston o Tussell). En todo caso, volvamos a citar un pasaje de Los mitos realmente muy esclarecedor: «A mi juicio no es probable que Stalin defraudara masivamente a sus protegidos. El volumen del armamento suministrado iguala, y en algunos casos rebasa, el recibido de Alemania e Italia por sus contrarios, y el precio total no le es muy superior. Además, una política defraudatoria chocaría con las consignas de Stalin a sus protegidos, de poner en pie un ejército bien organizado, de férrea disciplina e intensa ideologización. Esto tenía aún más relevancia que las armas, las cuales poco valdrían en manos ineptas o desorganizadas; y está claro que después de sus esfuerzos- hechos a través del PCE y sus asesores por levantar un ejército tal, no iba a dejarlo desarmado. De hecho, si la capacidad bélica populista, y con ella la guerra, no se agotó en pocos meses, se debió ante todo a la «ayuda» soviética en todos los terrenos», Pío Moa, op. cit., pág. 306. Juzgamos muy significativa la circunstancia de que don Pío haya entrecomillado la palabra «ayuda» dado que sin perjuicio de que no haya habido estafa (y vemos que al decir del autor de la trilogía no la hubo de hecho, al menos masiva como en ocasiones se pretende), es claro que las relaciones morales y políticas no dan acomodo a la virtud (ética) de la generosidad. Carece desde luego de sentido alguno, pedir a la URSS que se hubiese comportado como una congregación franciscana de amigos de los pobres.

{18} Nos referimos por ejemplo a los manejos anglófilos o francófilos de Prieto (que en algún momento acarició la idea de rendir Mahón o Vigo a Albión), Companys, Aguirre (el «en Europa nos encontraremos» de los secesionistas), Martínez Barrio o Azaña. Por cierto que, sobre el afrancesamiento leyendanegrista, del líder de Acción Republicana, contamos con algunas perlas verdaderamente sublimes en las obras de Moa (como nos lo señalaba José Manuel Rodríguez en su estupenda recensión), pasajes ciertamente esclarecedores en lo concerniente a la voluntad del alcalaíno de «olvidarse de la historia de España»: «Su generación 'ha visto los males de la patria y ha sentido al verlos tanta vergüenza como indignación'. Le indignaba hasta la historia nacional entera, caricaturizada con talento en El jardón: 'España era la monarquía católica del siglo XVI. Obra decretada desde la eternidad, halló entonces los robustos brazos capaces de levantarla (...). Ganar batallas, y con las batallas el cielo, echar una argolla al mundo y traer contento a Dios, desahogar en pro de las miras celestiales las pasiones todas ¡ qué forja de hombres enterizos!' Y clama el adusto Azaña '¿Habrá de subyugarme un prototipo español férreo apenas con carne sensible sobre los huesos, el intelecto ergotista y el alma fanática de un vate hebreo, e ignora la sonrisa, la sencillez y la gracia?' Tan triste pasado nacía de una fundamental desviación, la derrota de los comuneros en Villalar en el siglo XVI, a partir de la cual 'el devenir constitucional tomó tal rumbo que (...) no se ha rectificado todavía'. Idea tópica en la educación histórica dispensada por republicanos y masones durante el siglo XIX, sostenida también por Joaquín Costa, el profeta regeneracionista. (...) Nación sin formar, a formarla llegaba la generación de Azaña, a 'abstraer en la entidad de España sus facciones históricas para mirarlas convencionalmente, como una asociación de hombres libres'», cfr. Los personajes de la república..., págs. 74-75. Y justamente son estas cosas las que escribe semejante «Masson redimuerto» (para decirlo, con montañesa reciadumbre, en palabras de don Marcelino), al que Aznar ha declarado en alguna ocasión pretender reivindicar... Casi estaríamos tentados de añadir ante esta reivindicación, por así decir, que «con su pan se lo coma»... si no estuvieran enfrente Zapatero y Llamazares claro está.

{19} Gustavo Bueno, «Dialéctica de clases y dialéctica de Estados», El Basilisco, nº 30, pág. 88.

{20} Ibídem, pág. 89.

{21} Cfr. Pedro Insua, «Sobre el concepto de basura historiográfica», El Basilisco, nº 33, págs. 31-40.

{22} Efectuado desde el punto de vista de la Teoría del Cierre Categorial, por Gustavo Bueno en «Reliquias y relatos. Construcción del concepto de 'Historia fenoménica'», El Basilisco, nº 1 [1ª época], 1978.

{23} Esto es: ya no existen, salvo en lo que de ellos, pueda subsistir en el presente. Evidentemente sólo desde el presente puede hablarse del pretérito.

{24} Cfr. Pedro Insua, Ibídem, pág. 32, cursiva del autor. Para todo ello, vid también, Gustavo Bueno, «Reliquias y relatos. Construcción del concepto de 'Historia fenoménica'».

{25} Así, dice muy sagazmente Insua: «(...) es imposible reconstruir la actividad de un sujeto cuyas operaciones vayan dirigidas a «realizar el mal a sabiendas»: un sujeto al que se le suponga un mal como motivo de su acción, es imposible operatoriamente. Si hiciéramos un barrido por la historiografía aplicando este principio de modo riguroso, reduciríamos buena parte de relatos que pasan por ser históricos a pura leyenda», Pedro Insua, ibídem, pág. 34.

{26} Pedro Insua, op. cit., pág. 35, cursiva del autor.

{27} Pedro Insua, op. cit., pág. 37, cursiva del autor.

{28} Pedro Insua, op. cit., pág. 31.

{29} Puesto que: «No queremos perder la conexión originaria entre la basura (entre la telebasura en particular y la basura en general) y la «operación barrer» de la que hemos hablado Y no sólo porque la etimología así nos lo recuerde: basura equivale a barredura. Mantener la conexión de referencia es tanto como subrayar la condición práctica (pragmática) de la denominación del concepto de basura, en tanto que resultado de una operación que designamos como «operación barrer». Y sin que con esto pretendamos reducir la basura a esa condición señalada (resultado de la «operación barrer»), puesto que, en general, los resultados de las operaciones «desbordan» de algún modo las operaciones mismas que los 'arrojan'», Gustavo Bueno, Telebasura y democracia, Ediciones B, Barcelona 2002, pág. 25.

{30} Cfr. Gustavo Bueno, op. cit., pág. 28.

{31} Pedro Insua, op. cit., pág. 37.

{32} Para todo ello, véase Gustavo Bueno, op. cit., págs. 26 y ss.

{33} Y vuelven quede esto muy claro: siempre vuelven, necesariamente.

{34} Pedro Insua, op. cit., pág. 38.

{35} Editado –lo qué son las cosas– por la misma casa que ha venido sacando a la luz muchos de los libros de don Pío Moa Rodríguez: Editorial Encuentro.

{36} Vid. «El Imperio no unificado de Henry Kamen, mito, absurdo y manipulación», El Catoblepas, nº 22, pág. 24.

{37} Así lo apuntamos en su momento en los Foros de Nódulo (tema: España, sección: «Pío Moa y la guerra civil española», mensaje del jueves 16 de octubre de 2003), también José Manuel Rodríguez Pardo puso por su parte, de relieve la posibilidad de aprovechar el análisis de Insua en estas direcciones (mensaje del lunes 27 de octubre de 2003).

{38} Es decir: las obras de Pablo Preston, de Tusell, de Santos Juliá, &c., que sin duda no puede en rigor decirse que no conozca Pío Moa, como si éste –mero divulgador neofranquista– se limitase a reproducir las esclerotizadas doctrinas de Salas Larrazábal o de Ricardo de la Cierva. Sólo que aunque tal fuera el caso (no lo es), habría que comenzar a derrumbar los datos y resultados arrojados por tan «malditos» historiadores. Y en tal tarea por cierto, en nada ayuda al parecer, ser académico.

{39} Lo que no se entiende bien es cómo puedan considerarse, desde los principios de la democracia de mercado, como «privilegios», estos «derechos fundamentales» y «libertades públicas».

{40} Lo digo porque de otro modo, no se ve muy bien como es que el propio régimen, tan odiado, duró cuarenta años.

{41} Ramón Salas Larrazábal, Los datos exactos de la guerra civil, Fundación Vives de Estudios Sociales, Madrid 1980, págs. 13-14.

{42} Cfr. José Manuel Rodríguez Pardo, «la historiografía universitaria y El mito de la Izquierda», El Catoblepas, nº 18, pág. 10. De la Cierva asigna este epíteto a Moradiellos en su libro, Brigadas Internacionales, 1936-1996. Fénix, Madrid 1997. Concretamente en su página 455, en la que refiriéndose a un artículo de José Antonio Cepeda, publicado en La Nueva España el 23 de diciembre de 1996, De la Cierva: «Destruye las falsedades de un presunto profesor de Historia, don Enrique Moradiellos, a quien descalifica por su ignorancia vastísima sobre las Brigadas Internacionales.»

{43} La Revolución de octubre aparece tratada en todos los libros que Moa dedica al tema de la República y la guerra civil. Con todo, el lugar donde el autor de la trilogía, termina de desmantelar las versiones al uso, es justamente Los Orígenes... (libro cuyo valor historiográfico ya hemos subrayado en este mismo trabajo), incluyendo su importante apéndice sobre las «Instrucciones socialistas para la insurrección», en El derrumbe..., Pío Moa se detiene morosamente en la propaganda sobre la represión en Asturias, dejando simplemente en ridículo las versiones convencionales. Véase para ello, los capítulos II y III de la primera parte de El derrumbe...

{44} Véase otro apéndice, el que concluye El derrumbe..., titulado justamente «Los crímenes de la guerra civil»; así mismo tiene el mayor interés, reparar en el capítulo 17 («Las matanzas de Badajoz y de la cárcel Modelo madrileña») de Los mitos de la Guerra Civil, La Esfera de los Libros, Madrid 2003, págs. 274-292.

{45} Las cifras del bombardeo habían sido ya re-examinadas por autores tales como puedan serlo los hermanos Salas Larrazábal o César Vidal, Moa se ocupa del problema en Los mitos, págs. 369-390 (capítulo 23: «Gernica»).

{46} Y es que si los que vencieron eran incompetentes, entonces huelga hablar de la incompetencia de los perdedores... ni que decir tiene. Para esta impostura vid el capítulo 28 («El enigma Franco») de Los mitos... págs. 473-492.

{47} O sobre la dictadura de Primo de Rivera, o sobre la Restauración (véase Los Personajes...), o sobre el siglo XIX, o sobre Felipe II, o sobre la Historia de España...

{48} Pío Moa, Los mitos de la Guerra Civil, La Esfera de los Libros, Madrid 2003, págs. 21-22. Dice también nuestro autor en otro lugar; después de citar a Juan Sales: «(...) empezaron el PSOE y la Esquerra, en octubre de 1934. Enfocando el asunto de otro modo, la pregunta sería: ¿llegó la guerra por una amenaza fascista a la que se vio obligada a resistir la izquierda, o por un peligro revolucionario que la derecha hubo de repeler? Esta podría ser la traducción de la pregunta de Sales en términos historiográficos, y es el tema fundamental de este libro. Las tesis aquí desarrolladas enlazan con las expuestas en Los orígenes de la Guerra Civil española, y tratan de explicar cómo la experiencia de octubre del 34, en vez de vacunar contra un ulterior enfrentamiento, lo acicateó. Si aquella insurrección inició el conflicto civil, se debió a que sus causas no desaparecieron sino que cobraron después fuerza multiplicada. Y lo hicieron hasta el punto de que el clima social, tenso pero no belicoso en 1934, se cargó de odio irreconciliable. La historiografía de izquierdas y buena parte de la de tinte derechista, achaca este cambio a una salvaje represión contra los revolucionarios de Asturias, y a la política «reaccionaria» de la CEDA. Sin embargo, el examen detenido de los hechos no abona tal versión. No hubo «represión brutal» en Asturias, sino una virulenta campaña sobre ella, abiertamente falsa en unos casos, y muy exagerada en otros Fue esta campaña la que formó el ambiente bélico del país, además de anudar el pacto conocido por Frente Popular. Por su decisiva trascendencia, rara vez valorada en todo su alcance, le dedico la primera parte del libro.», Pío Moa, El derrumbe de la segunda República y la guerra civil, Encuentro, Madrid 2001, págs. 9-10. Cursivas del autor.

 

El Catoblepas
© 2003 nodulo.org