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El Catoblepas, número 20, octubre 2003
  El Catoblepasnúmero 20 • octubre 2003 • página 23
Documentos

Información y desinformación acerca de Centroamérica en la Prensa de América Latina

Gregorio Selser

Aunque en quince años han cambiado muchas cosas, mantiene interés este texto clásico de Gregorio Selser (Buenos Aires 1922-México 1991) defendido ante el II Foro Internacional de Comunicación, y publicado por El Día Libros, México 1988

I

En un estudio presentado en la reunión del presidium de la Organización Internacional de Periodistas (OIP) celebrada en Quito, Ecuador, a comienzos de julio de 1985, la Federación Latinoamericana de Periodistas (Felap) resaltó que «un altísimo porcentaje de la población latinoamericana es víctima de la desinformación por omisión» y que esto ocurría, entre otras razones, porque por causas culturales o económicas grandes sectores no tenían posibilidad de acceder a la información.

En el caso de la prensa escrita –añadía el documento de la Felap– había que tomar en cuenta el alto grado de analfabetismo en la región, el alto porcentaje que no habla ni lee castellano sino lenguas aborígenes y la circunstancia de que la distribución de periódicos es eminentemente citadina, un detalle significativo en una masa geográfica donde unos 300 millones de personas viven en sectores rurales. También la televisión es un medio de comunicación urbano y su alto costo impide que pueda llegar a grandes masas de escasos recursos. La radiodifusión atenúa los inconvenientes del analfabetismo y la pobreza y dispone de la ventaja de llegar a los sectores rurales más remotos. La radio ha sido considerada como el recurso de mayor disponibilidad y alcance en el hemisferio –anotaba el documento.

En cuanto a las agencias internacionales de noticias, el estudio reseñaba que las cuatro mayores –Associated Press, United Press lnternational, Agence France Press y Reuter–, pertenecientes a países industrializados occidentales, ofrecen al público «un retrato deformado de nuestra sociedad... el punto de vista del dominante hacia el dominado». El 70 u 80% de la información internacional que circula en América Latina procede de esas cuatro agencias, que poseen en conjunto unos dos mil corresponsales y personal de redacción en todo el mundo y emiten 32 millones de palabras diarias a veinte mil suscriptores abonados. Como contraste, el pool de agencias internacionales que representan a los Países No Alineados emite apenas unas 40 mil palabras por día, lo que provee una idea del grado de desinformación imperante en la región.

A dos años de distancia de ese estudio, se podrían añadir otros elementos concurrentes en la desinformación por omisión. Entre ellos figura el de que ni siquiera en países donde hay mayor índice de población urbana –Uruguay, Argentina, Chile, por ejemplo– o donde la tendencia hacia la concentración humana en las ciudades continúa acrecentándose –Perú, México, Colombia, Venezuela– se percibe un crecimiento paralelo porcentual de adictos a la letra impresa. Por el contrario, la crisis económica ha reducido notablemente las posibilidades de adquisición de los periódicos y revistas, cuyo precio generalmente continúa elevándose en razón del incesante incremento del precio del papel, tinta y otros insumos. Junto con esa contracción en la compra decrece la tirada de las publicaciones y se achica el mercado de empleo de los trabajadores de prensa. En los tres países citados meridionales de América Latina, es común ahora lo que podríamos llamar «socialización» o «cooperativización» en la compra y lectura de diarios y revistas. Si una década atrás esos medios de comunicación eran parte de los presupuestos de cada familia, ahora son compartidos por varias familias vecinas o por amigos que se asocian para su adquisición y consumo.

Pero además otro registro importante es el de la desaparición de periódicos tradicionales u otros de relativamente reciente aparición. En Argentina, por ejemplo, ese proceso que condenó a la extinción a diarios tan influyentes como La Opinión, por conocidas razones políticas, clausuró a Tiempo Argentino y en los actuales momentos ha puesto en la cuerda floja al vespertino La Razón. El otrora mundialmente famoso La Prensa se arrastra penosamente al precarísimo nivel de su sobrevivencia, al tiempo que Clarín ha pasado al frente en cifras de circulación, por su característica esencial de ser un catálogo de publicidad para la oferta y la demanda de empleo, en forma de anuncios clasificados. Se le atribuye una tirada diaria de 300 mil ejemplares y el triple de esa cifra en la edición dominical.

En el caso de Chile, el virtual exterminio de la prensa no conservadora a partir del asalto al poder por las fuerzas armadas en 1973, dejó el camino libre a El Mercurio y sus órganos subsidiarios y sólo en los años recientes comenzó a registrarse una recuperación –por otra parte permanentemente interferida por cierres o suspensiones, además del aprisionamiento de periodistas o su asesinato o amenazas contra sus vidas–, cuya más reciente expresión la constituye el diario La Epoca. Pero tal como sucede en Argentina y Uruguay, sólo una parcela de la sociedad, aquella que dispone de recursos económicos, puede permitirse la adquisición de periódicos y revistas de un modo regular, de manera que ese rubro casi ha pasado a equivaler a un artículo de lujo. Otro de los fenómenos registrables y que data igualmente del periodo de vigencia de los regímenes militares surgidos en los 70, es la sobreabundancia de las secciones o páginas dedicadas a la información que englobaríamos como «diversionista», la de la trivialización, distracción, policiaco-delincuencial, de escándalos sexuales y fundamentalmente de deportes y espectáculos. Una corriente no inocentemente inducida postula que los lectores están hartos de conflictos sociales, de guerras y revoluciones, de los conflictos políticos de países latinoamericanos, cansados de las guerrillas en Colombia y Centroamérica y que, por lo tanto, fuera de atender a las necesidades y exigencias económicas de la vida cotidiana, en las horas libres sólo desearían distracción y entretenimiento. Además, preferirían centrarse en la temática nacional y sólo tangencialmente en la internacional. Esta tónica explica en parte la cada vez más notoria reducción del espacio destinado a los asuntos de países extranjeros y sobre todo a los que tienen que ver con la actualidad de Centroamérica. Un ejemplo notorio de este desequilibrio lo provee el semanario El Periodista, de Buenos Aires, quizás de lo más respetable de la prensa impresa en Argentina, que de un promedio de 40 páginas destina apenas cuatro a la sección internacional, incluyendo en ese reducido espacio noticias y comentarios de cuanto ocurre fuera de Argentina, es decir, tanto en América Latina como en Estados Unidos, Europa, Asia y Africa.

Este reduccionismo es igualmente notable en los programas de noticias de la televisión. Con independencia de que por regla general son de mediocre calidad, marginan la temática internacional o, cuando atienden a ella, lo hacen con materiales que reproducen los sesgos y puntos de vista ideológicos y políticos de las fuentes de suministro de los países occidentales dominantes. Y en lo atinente a Hispanoamérica, reiteran los productos propios de la propaganda abierta o subliminal en el contexto de la guerra de baja intensidad que libra Estados Unidos en ciertas áreas de la región, en Africa y en Asia.

«Ganar las mentes y los corazones»

En algunos casos, en ciertos periódicos y determinadas radioemisoras o noticiarios televisivos, pueden anotarse excepciones en el seguimiento de la información internacional. Pero en tales ejemplos anómalos, la perseverancia y la cantidad no excluyen el sesgo ni la orientación predeterminada favorable a la ideología de los centros de decisión de los países industrializados occidentales.

Así, no podía mencionarse solamente la desinformación por omisión, sino su opuesto, la desinformación por comisión. En este nivel son las agencias informativas transnacionales las que cumplen el papel fundamental de la difusión y la reproducción con alcance global. Resultaría redundante insistir en esta ocasión en el papel que cumplen estas empresas. Sin embargo, correspondería mencionar, siquiera sea de paso, el caso de la agencia española EFE, como «repetidora» menor de la política informativa, ideologizada y sesgada de las grandes corporaciones tradicionales. Su tráfico mayor lo mantiene con Hispanoamérica y al parecer muestra indicios de crecimiento. Empero, en lo que toca a nuestra América, su conducta informativa sigue respondiendo, en general, a los antiguos modos y defectos que tienen como reserva añejos condicionamientos de arrogancia y paternalismo que ya resultaban obsoletos en 1975, el último año de vida de Francisco Franco.

No obstante, aun en los cercanos tiempos de gobierno socialista, hubo un director que continuaba sabiendo más de Estados Unidos –donde se había desempeñado profesionalmente años atrás– que de América Latina, cuyos países –y no todos o la mayor parte de ellos– sólo visitó ocasionalmente. Ligada como está hoy España a intereses estratégicos y comerciales atlantistas y europeos, la percepción de los problemas del orbe guarda relación con esa preferencia pero al propio tiempo explica la falta de audacia, independencia y autonomía del flujo informativo de su agencia oficial, que los hispanoamericanos teníamos el derecho de esperar, habida cuenta de sus discursos y promesas filoamericanistas. El ingreso a la OTAN y a la Comunidad Económica Europea (CEE), además, despertó en los españoles un inesperado orgullo «europeísta», que habría motivado la perplejidad o la ironía de don Miguel de Unamuno, aquel para quien Africa terminaba en los Pirineos. Una consecuencia de ese paso a la fase «europea» produjo el fenómeno anexo de que, por extraña mutación colectiva, psíquica y mental, el Tercer Mundo y el «tercermundismo» (incluido todo lo referente a Hispanoamérica) asumieron connotaciones peyorativas y despreciables, y se está tornando en hábito coloquial y por lo tanto periodístico, como hasta no hace mucho lo fue la locución «sudacas» referida a los sudamericanos.

Esto que en todo caso sería una moda que eventualmente podría desaparecer, tiene su correlato en el tipo de información, comentario o tratamiento noticioso que la agencia EFE acordaba, al menos durante la dirección de Ricardo Utrilla, a los asuntos y problemas de nuestra América. Para el caso que nos ocupa, el de América Central, los mensajes informativos estaban teñidos de prejuicios ideológicos que contaminaban la imparcialidad profesional y reproducían en mayor o menor grado las orientaciones gratas a los lineamientos de la política exterior de Estados Unidos. No mencionamos las excepciones, que siempre las hay, sino la norma noticiosa preponderante. En algunos casos hasta se denunció la comisión del peor de los ejercicios de las cuatro agencias más antiguas, el de la manipulación en la central madrileña y su rebote a la red general, de textos que podrían ser favorables a gobiernos o movimientos insurgentes no gratos a Washington. Por demasiado obvios, no mencionamos los casos de flagrante suspensión de otros textos de análoga connotación. Y puesto que para tales circunstancias tanto daba que el mensajero fuese la AP, la UPI, la AFP o Reuter, en presencia de tales escarceos y dadas las esperanzas que más allá de Franco había despertado la supuesta alternativa de EFE, correspondía preguntarse: ¿Con «amigos» así, quién quiere enemigos?

Convertido el istmo centroamericano en conejillo de Indias para las teorías y prácticas de la llamada «guerra de baja intensidad» –que no es sino una especie de nuevo nombre para la antigua «contrainsurgencia»–, como experiencia de la guerra contrarrevolucionaria permanente de Estados Unidos contra naciones y pueblos del Tercer Mundo, por omisión o por comisión la guerra de los télex, de las cajas de televisión y del éter se ha convertido en un elemento sustancial de la agresión de la administración Reagan a Nicaragua y de la intervención política y bélica en El Salvador. No son sin embargo éstos los únicos países víctimas de los avatares hegemonistas e interventores que encuentran en los medios de comunicación masivos sus vías de expresión, como lo demuestran ciertas recientes campañas emprendidas contra México y Panamá y, claro está y desde hace 27 años, contra Cuba.

Como si aún no resultara suficiente ese bombardeo cotidiano que se descarga sobre nuestros pueblos, con utilización de los elementos humanos y tecnológicos propios de cada país latinoamericano, Estados Unidos ha emprendido un programa acelerado de aumento de instalaciones de la VOA (Voice of America, Voz de los Estados Unidos de América) que al parecer culminará en 1990. Con un criterio nada coyuntural ni inmediatista, el USIS (United States Information Service), organismo del Departamento de Estado que supervisa y administra a la VOA, tiene en vista establecer una estación en Punta Gorda, República de Belice; otra en San Lorenzo, República de Honduras y una tercera, la de mayor poder y alcance, en Cabo Rojo, isla de Puerto Rico.

En pos de ese programa y tras la fachada de Radio Costa Rica que comenzó a transmitir el 30 de enero de 1985, la VOA financió y continúa contribuyendo a su mantenimiento, una estación repetidora cerca de la frontera con Nicaragua, en Altamira, de Aguas Zarcas, cantón de San Carlos, provincia de Alajuela, próxima a Ciudad Quesada. Para ello, el gobierno de Luis Alberto Monge violentó preceptos constitucionales que prohiben a los extranjeros el manejo y/o propiedad de medios de comunicación costarricenses. Con una potencia de 100 mil vatios y cuatro antenas direccionales de 70 metros de altura, la emisora cubre cómodamente el espacio etéreo de Nicaragua, principal destinatario de la instalación. Además, para compatibilizar su funcionamiento con las leyes locales, la VOA –que gastó originalmente 3,2 millones de dólares y apoya ahora con 168 mil dólares anuales su funcionamiento y mantenimiento– solamente utiliza el 60 por ciento del tiempo de transmisión.

En Honduras el tema cobró vigencia en mayo de 1987, cuando se denunció que la estación transmisora AM/FM de 50 mil vatios se emplazaría en el aeródromo de San Lorenzo construido por Estados Unidos, a pocos kilómetros del Golfo de Fonseca. En Puerto Rico, el 24 de mayo de 1987 se realizó una marcha de protesta de la población de Cabo Rojo, opuesta desde dos años antes al establecimiento de la transmisora de ondas corta y media, que a un costo estimado de 150 millones de dólares se propone cubrir los ámbitos del Caribe, Centroamérica y Sudamérica.

En 1986 el presupuesto de la VOA ascendió a 161,3 millones de dólares, invertidos en el mantenimiento de 31 emisoras domésticas y 77 en el extranjero, que transmite mil 138 horas semanales en 42 idiomas para una audiencia estimada de 120 millones de personas. Los 37 estudios de las 10 radioemisoras, con un total de 21,5 millones de vatios de potencia, resultan aparentemente insuficientes para los fines de propaganda, guerra psicológica y contrainformación, porque durante 1987 continúa el programa de implantación de nuevos y potentes transmisores a lo largo y ancho del orbe y además está prevista una inversión de mil millones de dólares para obras, instalaciones y equipos que al término de 1990 incluirán la habilitación de unos cien transmisores de 50 mil vatios de potencia.

La artillería de las ondas

De un modo paralelo a las estaciones y/o repetidoras de la VOA, la Agencia Central de Inteligencia (CIA) ha financiado la instalación y funcionamiento de otras radioemisoras en el istmo centroamericano. El 15 de enero de 1987 salió al aire Radio Liberación, con sede en una controlada base militar de El Salvador. Anunciada como «la voz de los que no tienen voz» según el slogan de la jerarquía eclesiástica nicaragüense, la nueva emisora, de 50 mil vatios de potencia, se agregó a la ya existente Radio 15 de Septiembre, que desde 1981 se instaló en Honduras.

Una tercera radioemisora empleada por la CIA es la costarricense Radio Impacto, pero por lo general todo el sistema de prensa escrita y electrónica está uniformado detrás del modelo o instructiva de Washington. Un fenómeno similar se reproduce en Guatemala y El Salvador, pero en Honduras, a pesar de su aplastadora dependencia respecto de Estados Unidos, se destaca de sus similares El Heraldo, La Prensa y La Tribuna el muy independiente Tiempo, cuya línea editorial es crítica de la política exterior del régimen de José Azcona Hoyo, a pesar de que uno de sus principales propietarios, Jaime Rosenthal Oliva, es vicepresidente primero de la nación. Durante una exposición de su director Manuel Gamero en España,{1} este probo periodista hizo un prolijo análisis de las características fundamentales del flujo informativo en el istmo. De su ponencia extraemos las siguientes puntualizaciones:

«Al menos en Honduras, oficialmente se ha partido de una supuesta guerra ideológica, sin fronteras ni nacionalidades, en que el enemigo no es la pobreza ni la falta de oportunidades, sino el contrincante por el poder mundial. Un marco establecido en escala global, con dinámica propia y ajeno a la verdad última de la realidad centroamericana.
Cada día que pasan se perfeccionan los mecanismos para influir los medios. Por ejemplo, se elaboran encuestas a cargo de subsidiarias de firmas acreditadas en los Estados Unidos que, con sesgamientos sutiles, arrojan conclusiones que prontamente la realidad desmiente. Los datos divulgados profusamente son para modular la opinión pública norteamericana y la regional.
De igual manera entran en la vida cotidiana noticieros televisivos de Estados Unidos, manejados con habilidad para dejar un mensaje a propósito. Lo mismo ocurre con la radio, que sigue siendo el medio por excelencia en cuanto a masificación noticiosa.
Se advierte una proliferación de programas en TV y radios locales de sectas protestantes, cuyo mensaje político llega a ser descarado, con un abuso de sofisma –sin ningún control– que sume a una masa de por sí ignorante en tinieblas todavía más espesas de superstición, angustia existencial, obnubilación política y renuncia –en tanto ciudadanía– a la solidaridad nacional. Una exaltación del ego para la propia salvación, relacionándola con la lucha fanática contra un presunto enemigo ideológico.
El modelo desinformativo adquiere mayor ímpetu en la medida que se complica el panorama del apoyo a la política norteamericana en Centroamérica, que vuelve paulatinamente más difícil su legitimación [...] En Honduras los medios y los periodistas, con escasas excepciones, entran en este juego, yo diría que a veces inconscientemente pero también por una limitada preparación, tanto profesional como psicológica y cívica, para asumir una actitud crítica basada en el conocimiento y en una clara percepción de nuestro interés nacional [...]»

Desde el momento que los instrumentos del colonialismo cultural en América Latina continúan siendo los que proveen mayoritariamente el indudable centro de poder imperial o, si resulta chocante esta locución que otrora era suficientemente ilustrativa, el centro de poder neocolonial o centro de poder hegemónico en la región, la guerra de las ondas sigue desempeñando un papel de primer orden en la agresión a Nicaragua. Decir guerra de las ondas supone la idea de la guerra de la información propagandística y psicológica, la desinformación y la contrainformación.

En otro excelente estudio que formará parte de un libro en proceso de edición para este año, el investigador norteamericano Howard Frederick destacó que esa clase de guerras, tiene, contra Nicaragua, tres orientaciones principales:

«Quizás la penetración más persuasiva de valores extranjeros procede de las estaciones comerciales extranjeras. Sus mensajes comerciales no sólo están frecuentemente reñidos con los objetivos del gobierno nicaragüense, sino que su línea ideológica total es marcadamente antisandinista y pro contra. La segunda orientación incluye varias estaciones clandestinas insurgentes, con lenguaje y contenido tan diferentes a los programas de radio normales, que cualquiera, menos el más comprometido radioescucha, las habría apagado. Similarmente, el tercer grupo, el de las estaciones religiosas extranjeras, son generalmente de la variedad evangélica proselitista, con las que muchos devotos católicos nicaragüenses deberían estar a disgusto.»{2}

Frederick destacaba en su estudio que, en 1985, 75 estaciones de radio en AM y FM extranjeras estaban penetrando en Nicaragua; un tercio de las cuales transmitían desde Costa Rica y un quinto desde Honduras. Cinco de tales estaciones en AM eran entonces «claramente los superpoderes radiofónicos en Nicaragua, con cobertura muy superior a cualquier estación nicaragüense. De ellas, cuatro eran costarricenses (TIHB Reloj, TILX Columbia, TIRI Radio Impacto y TITN Monumental) además de la VOA. Otras tres estaciones, TISCL Santa Clara, de Costa Rica, YSSS Radio El Salvador y HRN La Voz de Honduras, podían ser ampliamente escuchadas en todo el país». En cuanto a televisión, «en 1986 nueve canales extranjeros penetraban en territorio nicaragüense, siete de ellos de Costa Rica». Por si fuera poco el embate del bloqueo económico y de los ataques militares procedentes de Honduras, El Salvador y Costa Rica, todo el andamiaje de las técnicas de los medios de comunicación se sigue volcando sobre Nicaragua con el fin de provocar la ruina económica del país, el derrocamiento de su gobierno y la liquidación total de su experiencia revolucionaria.

Entre otros puntos dignos de ser señalados figura también el de la asidua presencia de periodistas no centroamericanos, científicos sociales, politólogos, religiosos y defensores de los derechos humanos en la región. Nicaragua y El Salvador son, por razones obvias, el centro de su interés y estadía. Pero, como dato interesante, figura el de que su base de operaciones o de residencia profesional es la capital de México. Cifras que nos fueron proporcionadas por la Asociación de Corresponsales Extranjeros indican que entre activos, asociados y afiliados sus miembros son aproximadamente 240, la más alta membresía en cualquier país de Hispanoamérica, y posiblemente, la tercera o cuarta en el mundo a continuación de las acreditadas en Washington, Moscú y París. No sólo porque desde México es más fácil trasladarse en el día a cualquier capital centroamericana –y también a algunos países del Caribe– sino porque la propia actualidad nacional lo ha convertido en eje noticiable. Otro elemento digno de ser considerado es el de la riqueza informativa de sus secciones internacionales, que por su diversidad y abundancia en algunos periódicos y noticiarios radiofónicos, facilitan la absorción profesional por los corresponsales para su ulterior reelaboración y transmisión.

En un reciente escrito, el ya citado Manuel Gamero, de Tiempo, de San Pedro Sula, Honduras, se congratula de que «los periodistas extranjeros son ahora asiduos visitantes e informantes del acontecer centroamericano» y que esa presencia «ha servido a un mejor conocimiento del entramado comunicativo internacional y ha dado, también, más amplias dimensiones a nuestra propia actuación en el trabajo comunicativo». También resaltó que este fenómeno «ha puesto en mayor relieve algunos puntos que antes eran un tanto confusos, como el de si los medios de comunicación de un país subdesarrollado o de la periferia pueden actuar con independencia y en función del interés nacional». Para Gamero «la respuesta es, ciertamente, afirmativa», a condición de que «la estructura del sistema comunicativo nacional mantenga, con plena conciencia, una visión clara de los objetivos nacionales y no mezcle esto con las 'alianzas' con intereses foráneos de tipo comercial e ideológicos globalistas».{3} Desafortunadamente, en Hispanoamérica y a tenor de cuanto se refleja en los recientes años en los medios de información masivos, la realidad se impone al esperanzado ideal del digno periodista hondureño. En su propia patria, Tiempo es algo así como una mosca blanca tanto como absolutamente impensable en Guatemala, El Salvador y Costa Rica. En gran parte del resto de Hispanoamérica y el Caribe, la norma comercialista de que es muestra cabal el sistema de prensa de Costa Rica, impregna y tiñe de parcialidad, unilateralismo, falta de probidad informativa y, en síntesis, desnaturaliza la misión informativa y veda a nuestros pueblos y naciones el conocimiento libre, equilibrado y apropiado de la realidad propia, circundante y mundial.

Del seguimiento sistemático de la principal prensa impresa en Centroamérica y Sudamérica, puede deducirse sin dificultad que su línea invariable continúa siendo la reproducción mecánica y acrítica del flujo informativo procedente de las agencias transnacionales, cuando no la manipulación de las noticias de modo que se acomoden a la línea político-ideológica de los propietarios de los periódicos y semanarios o mensuarios. Por comisión o por omisión, en el periodismo siguen imperando los instrumentos y mecanismos del colonialismo cultural que son parte del legado histórico que aherroja a nuestros pueblos.

Hoy, bastante menos que en décadas anteriores, la prensa latinoamericana, en promedio, ya no refleja las virtudes del nacionalismo y el patriotismo bien entendidos y funciona cada vez más como apéndice de los intereses de las corporaciones transnacionales de los que es vocero vergonzante o franco. Se ha convertido en polea de transmisión activa o pasiva, según los casos, de la ideología y los puntos de vista gratos al poder imperial neocolonialista.

Y para el caso de Centroamérica y su drama actual, la reflexión más amarga que podemos hacer es la de que en los propios Estados Unidos hay una mayor integridad informativa hasta en poderosos gigantes como el New York Times, el Washington Post y el Miami Herald –como lo demostró su cobertura del caso Irán-contra-- que la que muestran sus equivalentes y repetidores subgigantes de la prensa en Brasil y en Argentina, por ejemplo.

Y este diagnóstico no tiene miras de ser modificado.

II

Hasta no hace muchos años, quienes nos dedicábamos al análisis y seguimiento de los temas de la comunicación masiva y sus concomitantes, teníamos presente el importante papel que cumplían en las agencias noticiosas transnacionales los llamados gate-keepers o «porteros». Ubicados a modo de cancerberos en un lugar clave de cada empresa cablegráfica, su función era –lo sigue siendo– la de conocer, escoger, filtrar y resolver la circulación –o la cancelación– del material noticioso procedente de los distintos centros de emisión.

Hombres de primerísima confianza profesional y político-ideológica en las empresas, son los que deciden en lo atinente a qué despachos de los corresponsales y las subagencias de cada país deben proseguir sus itinerarios hacia las terminales de cada capital. No es indispensable ni tampoco posible que lean todo. Será suficiente con que controlen lo que importa a la agencia en función de su política informativa. Aunque la confiabilidad en el personal es una actitud que requiere la intermitente prueba del ejercicio profesional, el «portero» se constituye en el garante de que el mecanismo no sea víctima de sorpresas inesperadas y, sobre todo, desagradables. También es el «portero» el que goza de autoridad suficiente como para alterar textos, modificarlos y transformarlos hasta hacer de ellos algo totalmente distinto de los originales, como se comprobó con la célebre historia protagonizada por un «portero» de la United Press International (UPI) en Nueva York, que mereció en su tiempo los honores de un estudio especial de una publicación prestigiosa dedicada a los temas del periodismo.{4}

Se trata de un cable despachado por la oficina de la UPI en Roma, relacionado con el secuestro del premier italiano Aldo Moro, posteriormente asesinado por una organización terrorista local y por motivos estrictamente vinculados con las necesidades político-ideológicas domésticas de los raptores. Al llegar el despacho a la central neoyorquina, el «portero» Enrique Durand a cargo del turno respectivo en la red latinoamericana, perpetró un agregado mediante el cual ligó arbitraria y maliciosamente el plagio ocurrido en Italia, con la situación imperante entonces en la República Argentina. Pero además alteró la redacción del párrafo en cuestión.

El cable de Roma decía:

«El partido en el poder dijo que el servicio secreto de una potencia no identificada pudo haber llevado a cabo el secuestro para destruir la libertad en Italia.»

Al ser redespachado desde el «desk Chester» (oficina latinoamericana de la UPI en Nueva York), el texto se había modificado de un modo notable:

«El servicio secreto de una potencia extranjera propició el secuestro con el fin de lograr la destrucción de la democracia en Italia, en la misma forma en que Argentina se vio envuelta en una ola de violencia terrorista.»

Si se cotejan los párrafos, se observará que en el cable original la versión es atribuida al «partido en el poder», es decir, a la Democracia Cristiana, con una segunda cláusula que advierte que alguna potencia no especificada «pudo» haber realizado la acción terrorista para «destruir la libertad en Italia» o sea en el país escenario del secuestro. En la versión neoyorquina quedó suprimido el dato de que la versión, como tal, procedía del «partido en el poder», omitiendo de paso la identidad del político democristiano que la formuló. El segundo paso, mucho más grave desde el punto de vista del código ético profesional, implicaba redondamente una mentira, puesto que afirmaba que «el servicio secreto de una potencia extranjera propició» el secuestro. Así, al mismo tiempo que mantenía la no definición de cuál era la «potencia extranjera», asignaba gramaticalmente tiempo presente a una expresión originalmente transmitida en tiempo potencial, mediante el hipotético y siempre escurridizo y salvador «pudo haber». El paso siguiente implicaba una articulación entre la hipótesis ambigua respecto de la autoría de un hecho ocurrido en Italia, con la afirmación rotunda que subrayamos en el texto: «... en la misma forma en que Argentina se vio envuelta en una ola de violencia terrorista».

Como bien lo observó el «comunicólogo» Michael Massing, «una historia sobre Europa Occidental, en las manos de la oficina de (la UPI) Nueva York, se convirtió allí en una parábola política latinoamericana. Los periodistas que están familiarizados con las oficinas de español tanto de la AP como de la UPI, atestiguan que la redacción de notas como esa es muy común». Corresponde preguntamos por qué la UPI alteró el texto original y además añadió afirmaciones de su cosecha. Massing consideró que el malabarista Enrique Durand, capolavoro de la «mafia argentina de la UPI», obviamente también él argentino, deseó hacer un favor a la junta militar dedicada en tiempo completo a la cacería y exterminio a la que iba a denominar «guerra sucia», en circunstancias en que el régimen castrense se sentía acosado por las denuncias que acerca de sus crímenes difundían organizaciones como Amnesty International y America's Watch y/o publicaciones influyentes como The New York Times y The Washington Post.

La contrapropaganda de los mílites argentinos consistió en una permanente desmentida de las denuncias y en atribuirlas a una orquestada campaña de desprestigio alimentada por terroristas que tenían sus sedes en Roma, París, Madrid y Nueva York y que no sólo tenían acceso a la prensa de Europa y Estados Unidos sino que en algunos casos estaban empleados en empresas periodísticas a ambos lados del Atlántico. También el «desk Chester» de la UPI se prestó servicialmente a fortalecer ese argumento, al producir un despacho en el que mencionaba a una agencia informativa con sede en Roma como empleadora de gatilleros y tirabombas originarios del Plata. Con lo cual, de paso, propinó un poco elegante golpe bajo competitivo a una empresa del mismo ramo.

El secuestro de Aldo Moro contó en Argentina con una amplia cobertura de prensa, favorecida por los militares, para quienes el episodio servía de ratificación marginal de su sistema represivo. La «contribución» del «portero» Durand y la oficina de la UPI en Nueva York a la contrainformación del régimen de Videla y Viola, debe ser percibida en el marco de aquella «guerra sucia», que la justicia del periodo constitucional de Raúl Alfonsín sancionó disponiendo penas de prisión para los principales comandantes de las tres fuerzas que se responsabilizaron por su cometido. Al ser revelado en la Columbia Journalism Review el aporte del «desk Chester», Durand fue relevado de su cargo en Nueva York y transferido a otra función.

El desempeño como gate-keeper, ya lo mencionamos, requiere la identificación y confianza mutua con el empleador, puesto que éste le confiere la potestad de «abrir» o de «cerrar» la puerta que consiente el paso normal del cable, y de su eventual utilización por los suscriptores. Esa omnipotencia involucra la facultad de escrutar el mensaje y a partir de su examen decidir si prosigue su circulación por la red respectiva o va a dar al cesto de desperdicios. Conlleva disponer si se le da seguimiento y continuidad, si se le acuerda importancia relevante o secundaria y, entre otros aditamentos derivados del ejemplo que hemos citado, si requieren su adulteración por la vía de agregados o supresiones.

Se trata de una especie de censura editorial equivalente a una dictadura que los empresarios subdelegan casi sin apelación posible. En el caso del tratamiento que el «desk Chester» dio alevosamente del atroz asesinato de Aldo Moro, se sabría más tarde que ningún servicio secreto ni ninguna potencia no identificada participó en el secuestro inicial; a la UPI no le dijo nada más el democristiano «partido en el poder» y, por el contrario, se difundieron cartas del propio secuestrado en las que hacía amargos reproches a sus correligionarios por haberle dejado librado a su suerte. La democracia italiana continuó sus ciclos de gobierno sin que su estabilidad se viera comprometida por el crimen de Moro, ni siquiera en virtud de que ese asesinato fue apenas uno entre muchos que se sucedieron en la escalada terrorista que asoló a Italia en esos años, sin que participara en ella un solo «terrorista argentino» como sí le hubiera gustado a la junta militar de Buenos Aires y al gate-keeper Durand. Los italianos se bastaban solos y no tenían por qué recurrir a mano de obra foránea.

Aumenta el número de «porteros», pero ahora son propios

Si hemos dedicado tanto espacio al episodio, es porque desde entonces se han producido novedades en materia de control y manipulación de la información tradicional, particularmente en los países receptores o terminales de la información cablegráfica.

Los gate-keepers continúan en funciones en las centrales o puntos de redistribución de las agencias noticiosas. Pero la novedad consiste ahora en que se les han sumado para análoga función de filtro y autocensura los jefes o encargados de las llamadas secciones «internacionales» o de «cable» de la prensa escrita o electrónica de los países latinoamericanos.

El proceso ya se había iniciado con la captura y mantenimiento del poder por regímenes militares en América del Sur, comenzando con Brasil a partir de la aplicación de las llamadas Actas Institucionales. Grandes mastodontes como Jornal do Brasil y O Estado de Sao Paulo debieron aceptar, al comienzo, la censura abierta de las oficinas respectivas militares. La norma fue impuesta para la información y el comentario editorial de carácter nacional, pero paulatinamente se fue trasladando a las páginas de «internacionales», a partir del detalle de que los censores creían percibir en la inserción de ciertas informaciones y colaboraciones firmadas, alusiones francas o encubiertas a la situación doméstica. Desapareció prácticamente toda la prensa política. Decenas de periodistas fueron encarcelados y algunos asesinados y/o «desaparecidos». Paulatinamente se fue generando una prensa alternativa a la tradicional y comercialista, que por sus características fue denominada «nañica» o «enana» a la que los militares finalmente optaron por tolerar con el correr del tiempo. Para entonces, estaban delegando la función censora en las propias direcciones de los periódicos, las que debieron dar instrucciones muy precisas a los jefes de las secciones más problemáticas –incluida, naturalmente, la de cables– a fin de que no se deslizaran materiales considerados críticos, urticantes o provocadores de la ira y la reacción de los militares. La autocensura se volvió rígida con su institucionalización.

En la República Argentina, con toda su tradición liberal decimonónica, los primeros atisbos de lo que iría a ocurrir se registraron durante el inclasificable régimen de José María Guido (1962-1963), se acrecentaron durante las dictaduras militares de Juan Carlos Onganía, Roberto M. Levingston y Alejandro A. Lanusse (1966-1973), para institucionalizarse a partir del 24 de marzo de 1976, cuando una vez más en la historia de los asaltos militares que se inician en septiembre de 1930, las fuerzas armadas se instalan en los controles de la Casa Rosada para resignarlos en manos civiles el 10 diciembre de 1983.

Al comienzo sólo hubo instrucciones verbales a los empresarios de la prensa escrita y electrónica. Cortés y persuasivamente, un oficial de la Armada consultó con aquéllos cuál sería el mejor modo de impedir que se difundieran noticias y comentarios que pudieran afectar el curso del llamado «Proceso de Reconstrucción Nacional» que se iniciaba. Se quería –explicó– evitar la instauración de la censura para no lesionar la imagen de libertad de prensa que se deseaba preservar hacia el exterior. Había tópicos urticantes que, empero, debían ser totalmente excluidos, entre ellos cualquier anuncio de arrestos, secuestros o desaparición de personas. Tampoco se consentiría la inserción de campos pagados o la información de tipo corriente relacionada con las organizaciones que recurrían a la violencia armada, fundamentalmente las de Montoneros y el ERP. Todo lo demás quedaría a criterio de los directores de periódicos y jefes de informativos de radio y televisión. Para casos de dudas, el servicial capitán de navío quedaba a disposición para resolverlas.

Como de todas maneras periódicos como Clarín, La Nación y La Prensa habían estado adecuándose en los recientes años de dictaduras militares a las pautas orientadas a no encabritarse con los gobernantes de turno, la transición a la autocensura formalmente aceptada no resultó un trance arduo, sobre todo a partir del secuestro y desaparición –incluidas sus muertes– de varias decenas de periodistas acusados de colaboración o identificación con las organizaciones puestas fuera de la ley. Hubo dos notorias excepciones, representadas por el periódico La Opinión de Buenos Aires todavía en manos de Jacobo Timerman –a quien después el ejército le haría pagar su temeridad– y el centenario Buenos Aires Herald en idioma inglés, que insistieron en publicar la más sensible de las informaciones, las referentes a secuestros y asesinatos de presuntos subversivos. En este último caso, el jefe de redacción Andrew Graham-Yooll debió emigrar meses más tarde a Escocia, siguiéndole más tarde el propio director, Robert Cox, después de que sus hijos, menores de edad, recibieron amenazas de muerte telefónicas y sin que en una plática personal con el dictador Videla lograran obtener de éste una garantía de salvaguarda.

La autocensura se extendió a todo el país y se amplió a otros campos de la cultura. Hubo autos de fe con quema masiva de libros al estilo de la Inquisición española y del fascismo italiano y nazismo alemán. Una ley no tardó en completar el círculo del terror a la letra escrita. Disponía que la tenencia de libros considerados subversivos era por sí sola delito grave susceptible de prisión y quizá algo peor. Uno de los detalles más siniestros de esta disposición consistía en que no se especificaba cuáles eran los libros que entraban en la condenable categoría, de modo que, por las duda, todo poseedor de libros se deshizo de ellos incinerándolos o vendiéndolos por pocos centavos como papel viejo. Desaparecieron de las librerías los textos «comprometedores», en las universidades se suprimieron carreras tales como las de psicología y sociología y comenzó una vez más el reinado de los beocios y los brutos.

El daño causado a la educación y la cultura nacionales está más allá de cualquier posible evaluación, pero sí puede establecerse el efecto de vacío que ese demoledor «librocidio» –valga como neologismo– produjo en la sociedad argentina, históricamente de las más cultas de este hemisferio. Importan esta clase de referencias porque la atroz innovación de los militares, en este caso, consistió en aplicar al ciudadano corriente el mecanismo de la autocensura por el terror ya conocido en la prensa. Ocasionaron el mismo efecto de parálisis y castración sobre los poseedores de bibliotecas que sobre los amos de la prensa y el gremio de periodistas.

Los efectos pueden comprobarse aún hoy, a más de tres años de vigencia de gobierno constitucional y civilista. La prensa escrita continúa autocensurándose a despecho de que no esté sobre ella la ominosa presencia castrense. El lenguaje de la ambigüedad y la anfibología, el derroche de palabras orientadas a disfrazar lo que en verdad quiere comunicarse al lector, sobre todo si se aborda el aún sensitivo tema de la «guerra sucia»; el despilfarro de páginas y secciones dedicadas a naderías, «entretenimiento», deportes y crónica del crimen; el sobredimensionamiento de titulares y subtítulos en desmedro del texto de los que son exponentes periódicos como Clarín de Buenos Aires, convertido hoy en un voluminoso catálogo de anuncios clasificados, son apenas algunas de las peculiaridades negativas heredadas de la dictadura.

A la vera de esa creciente desertificación de la prensa a la que contribuyó la desaparición de un gran número de periódicos, por efectos de la crisis económica, se registra un nada casual desinterés –de los publicistas, no así de los lectores– por publicar la información referente a la situación imperante en América Central así como al papel que en ella desempeña Estados Unidos. A diferencia de lo que fue habitual durante la década de 1960, en que la temática de la Cuba revolucionaria estaba cotidianamente presente en la prensa escrita aun en periódicos que la combatían ardorosamente, o durante la invasión de Estados Unidos a la República Dominicana, o con ocasión de otros sucesos no menos explosivos para el orden imperante en el hemisferio, lo noticiable acerca de Centroamérica y el Caribe ocupa poco espacio, insume escasos párrafos y con harta frecuencia ni siquiera está presente como letra escrita.

De la lectura y seguimiento atento de ese nuevo enfoque, así como de encuestas individuales entre antiguos colegas de prensa, extraemos la conclusión de que desde mediados de la década de 1970, dueños o directores de periódicos instruyeron a sus jefes de «internacionales» y de las secciones cablegráficas, para minimizar cuando no suprimir las noticias y comentarios relacionados con los países del istmo centroamericano. Eran los años en que comenzaban a repetirse alzamientos y rebeliones populares contra los regímenes autoritarios militares de la subregión. Guatemala, El Salvador, Honduras y Nicaragua padecían sus sempiternas dictaduras, como de costumbre respaldadas y aupadas por Washington. Se extendían por la mayor parte de América del Sur –Uruguay, Argentina, Chile, Bolivia, Perú y Paraguay– cuando no las «guerras sucias» sí las manchas de uniformes, sables y tanques a nombre de la pseudodoctrina de la seguridad nacional. Esa uniformización militarizada como nunca antes había ocurrido en el continente, respondía a un proyecto transnacionalizador y neocolonialista que hacía indispensable la complicidad y anuencia de la prensa.

Hacia fines de esa década y comienzos de la actual, el fenómeno cobró mayores proporciones, a raíz del triunfo de los sandinistas en Nicaragua, de la implantación del gobierno de Maurice Bishop en Granada, del estallido de la guerra civil en El Salvador y de las políticas que para afrontarlas emprendieron las administraciones de James Carter y Ronald Reagan. Entre las muchas pruebas demostrativas de que en las terminales de los principales periódicos de América Latina –exceptuado el caso de México– operan los gate-keepers propios de las salas de télex, que superan en celo y autocensura a los gate-keepers de los centros emisores, podría proveerse la de la diferencia registrable entre lo que se edita a partir de un similar cable de la misma agencia en México y en Buenos Aires.

El recurso ya totalmente difundido a lo largo y ancho del continente, de agrupar los nombres de las agencias proveedoras de una determinada información, facilita el mecanismo del escamoteo identificatorio de la empresa cablegráfica responsable de la presunta adulteración de la noticia, por comisión o por omisión. En gran parte de los casos comprobados, tal adulteración no es producto del material transmitido por tales agencias, sino obra de los gate-keepers de las terminales; es decir, no causada en las centrales emisoras de Estados Unidos, sino resultado de una decisión político-ideológica informativa cuya racionalidad responde a las necesidades u objetivos de los empresarios de prensa de cada capital.

En otros casos hemos podido comprobar que un mismo despacho de una agencia determinada, tuvo un texto determinado cuando se publicó en un periódico de México, y otro distinto y hasta diametralmente distinto al publicado el mismo día en un periódico de Buenos Aires. Continuamos hablando, claro está, de la temática de América Central, tan cara, por razones obvias, al lector mexicano y tan alejada de los actuales ejes de interés del lector promedio porteño. Una faceta digna de atención es el desbalance registrable entre la información local, superabundante, y la de orden internacional, magra, sesgada y reproducción invariable de los mensajes que interesan a las necesidades de información de los centros emisores.

Pongamos un ejemplo ilustrador, el de la cobertura que la prensa de Buenos Aires dedicó al derribamiento –septiembre de 1983– de un avión sudcoreano que había violado el espacio aéreo soviético. El grave episodio interesaba fundamentalmente a los países concernidos y además a Estados Unidos por el importante número de pasajeros de esa nacionalidad que perdieron la vida en el siniestro. Sin embargo, a juzgar por el espacio y la permanencia informativa dedicados por la prensa de Buenos Aires, podría suponerse que el avión caído era argentino. Dicho de otra manera, lo que los periódicos porteños reproducían era lo que interesaba por razones muy comprensibles a aquellos otros tres países. Al propio tiempo, semejante sobredimensionamiento informativo para un suceso totalmente ajeno a las preocupaciones e interés del lector porteño, permitía sustraer del espectro noticiable otros temas y problemas igualmente susceptibles de tratamiento, como los de Centroamérica y otras regiones del hemisferio.

Al mes siguiente –octubre de 1983– se repitieron las características del tratamiento informativo ya señalado, en relación con tres sucesos extraordinarios en la noche del 10 al 11, en una operación que hoy ya se reconoce –escándalo Irán-contragate mediante– que fue perpetrada por la Agencia Central de Inteligencia (CIA), fueron incendiados los tanques de combustible de Puerto Corinto, Nicaragua, quedando dañadas las tuberías del muelle, cargamentos de alimentos donados por las Naciones Unidas, miles de quintales de café y otras mercancías destinadas a la exportación y parte de las bodegas de puerto. Ante el riesgo de que el fuego se propagara por la ciudad, debieron ser evacuadas 25 mil personas y ubicadas en instalaciones de emergencia. Misiones técnicas de México, Colombia y Cuba acudieron para sofocar el fuego que continuó durante 72 horas y provocó cuantiosas pérdidas al país. Una fuerza mercenaria se autoadjudicó el acto terrorista, realizado con empleo de una lancha rápida de las denominadas «Piraña» cuyo barco-madre, también de la CIA, la aguardaba a algo más de 20 millas de la costa, mientras un avión con base en el aeropuerto militar de Llopango, El Salvador, realizaba simultáneamente evoluciones de distracción.

La noticia solamente mereció, en periódicos como Clarín de Buenos Aires, 50 líneas y una fotografía alusiva del incendio, dos días después. Eso fue todo y ya no hubo más.

El 23 de octubre, dos vehículos con explosivos se lanzaron en Beirut, Líbano, contra los cuarteles generales de la Marina de Estados Unidos y contra un puesto francés de las fuerzas pacificadoras de ese país. Como consecuencia, murieron más de 250 efectivos militares. Simultáneamente, en la pequeñita isla de Granada se registraba un cruento golpe de Estado, de cuyas resultas fueron asesinados una treintena de ciudadanos –entre ellos el premier Maurice Bishop y varios de sus ministros y colaboradores– y más de un centenar resultaron heridos. En tales circunstancias una fuerza aeronaval integrada por unos 15 mil efectivos marchaba a toda máquina hacia el lugar con el objetivo de ocupar el territorio.

Del cotejo del tratamiento informativo de los tres sucesos en la prensa escrita de América del Sur, es comprobable que el episodio de Puerto Corinto fue publicado una vez o a lo sumo dos veces y en páginas interiores, en contadas líneas. Lo de Beirut, en cambio, que había sacudido a toda la prensa estadounidense y recordado a la opinión pública los efectos del llamado «síndrome de Vietnam», ocupó a la prensa argentina durante no menos de una semana, con tratamiento excepcional de primera página que repetía en todo caso los diseños de comunicación vigentes en la prensa estadounidense, que sí tenía sobradas razones para concederle la mayor cobertura posible. Entre el 16 y el 25 de octubre en Granada seguían ocurriendo episodios de gravedad, respecto de los cuales Clarín apenas tomaba nota escueta dedicándola, cuando lo hacía, unas breves líneas, en tanto La Prensa daba continuidad a la cobertura. Clarín retumbó en primera página el 26 de octubre, ya producida el día anterior la invasión y ocupación de Granada por Estados Unidos. En los días siguientes continuó informando a sus lectores, aunque reduciendo paulatina y notablemente el espacio dedicado al tema.

Debe recordarse, en todo caso, que el Pentágono impidió específicamente que los medios de prensa acompañaran a las fuerzas expedicionarias en la invasión y, mucho más grave aún, prohibió que helicópteros y aviones fletados por su propia cuenta por empresas periodísticas de Estados Unidos y países de Europa, pudieran descender en la isla y proveer al mundo información acerca de lo que estaba ocurriendo allí. Este veto equivalente a una total censura se mantuvo durante una semana, el tiempo necesario para que las tropas invasoras pudieran cumplir sus objetivos políticos y militares sin testigos molestos y sin que las cámaras de televisión pudiesen registrar directamente lo que se hacía en el territorio ocupado, incluidas las acciones bélicas contra el contingente de trabajadores civiles cubanos ocupados en la construcción de un aeropuerto. Los ejemplos mencionados son apenas una muestra de una serie mucho más extensa de casos que demuestran las nuevas orientaciones informativas para la región. La preponderancia de las noticias que interesan por razones propias a los centros de poder no puede llamarse casual. Se exportan a nuestros pueblos los problemas políticos, estratégicos y diplomáticos de la potencia mayor del orbe en forma de mercancía periodística destinada a ser absorbida por los lectores como si tales tópicos o temas fuesen asunto de nuestra competencia o interés fundamental, al tiempo que se sustraen de nuestra atención los que constituyen elementos de información referidos a nuestros pueblos y naciones hermanas del continente.

Esto es particularmente notorio en relación con la información acerca de la agresión a Nicaragua y a la intervención en El Salvador. No se trata de un reduccionismo o minimización informativa inocentes. El objetivo es desmovilizar políticamente a la masa de lectores interesados en la problemática latinoamericana, por la vía de la ignorancia o desconocimiento de lo que ocurre en el foco de tensión y crisis más notable del hemisferio en los años recientes. Lo que se publica –cuando se publica– es escaso, sesgado, mucho menos imparcial aún que en los tiempos en que los enemigos de Estados Unidos y de su hegemonía eran los procesos de cambio que se producían en Guatemala a principios de los 50, en Cuba y la República Dominicana en los 60, y en Chile en los 70.

Y lo más grave de esta nueva táctica informativa que nos impide el conocimiento y la libre discusión de los problemas que nos son propios, es que por la senda de la ignorancia y el desconocimiento se desarticula toda posibilidad de participación en la solución fraterna y conjunta de nuestros asuntos. Se nos hace expertos en temas del Cercano Oriente o de Filipinas y Corea del Sur, en tanto se nos hace absolutamente ignorantes en lo que se refiere a nuestros hermanos de nuestra América.

Notas

{1} Manuel Gamero, «Papel de la prensa hondureña en la actual problemática nacional y centroamericana». Ponencia ante el Segundo Encuentro Europeo-Latinoamericano de Periodistas, Cáceres, Extremadura, España, 13 de noviembre de 1986.

{2} Howard H. Frederick, «Electronic Penetration in Low Intensity Warfare: The Case of Nicaragua», ponencia presentada en el panel «Reagan vs. the Sandinistas», en la Conferencia de la Latin American Studies Association (LASA), Boston, 25 de octubre de 1986, Mimeo, 28 págs.

{3} Manuel Gamero, «Papel de la prensa en la actual problemática nacional y centroamericana», Tiempo, San Pedro Sula, Honduras, 26 de mayo de 1987, pág. 6.

{4} Michael Massing, «Inside the wires 'banana republics'», Columbia Journalism Review, noviembre-diciembre 1979.

 

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