Nódulo materialistaSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org


 

El Catoblepas, número 20, octubre 2003
  El Catoblepasnúmero 20 • octubre 2003 • página 15
polémica

Sobre «guerras preventivas»
y Octubre del 34 indice de la polémica

Antonio Sánchez Martínez

Distinguimos dos sentidos en la expresión «guerra preventiva», uno político y otro humanitarista. La primera acepción es redundante y la segunda impertinente políticamente. Creemos que Gustavo Bueno admite que la revolución del 34 fue parte de una guerra política, a la vez que critica la deriva humanitarista de las izquierdas

En El Catoblepas nº 19 (bajo el título «¿Fue Octubre del 34 una guerra preventiva?») se recogen las impresiones y argumentos de distintos autores acerca de un texto de don Gustavo Bueno perteneciente a su artículo sobre el «SPF (Síndrome de Pacifismo Fundamentalista)» aparecido en El Catoblepas nº 14. En dicho texto Gustavo Bueno hace una comparación entre la «guerra civil preventiva» de 1934 y el ataque defensivo llevado a cabo por EE. UU. contra Irak. Pero, ¿en qué contexto, y con qué sentido establece don Gustavo tal conexión entre ambos acontecimientos? Varios autores accedieron a analizar las palabras de Bueno en las páginas de La Nueva España. Nosotros nos proponemos «criticar» a los comentaristas del filósofo español.

Los siguientes textos (los tres últimos sacados del mismo artículo sobre el SPF) creemos que nos ayudarán a contextualizar el debate:

«Pero así como los géneros (sexuales) no son entidades sustantivables capaces de explicar la dinámica orgánica, puesto que en todo caso estos géneros sólo cobran realidad (causalidad) a través de los organismos individuales (que participan además de ambos géneros en proporciones diferentes, como el propio Weininger admitía) – es a través de los organismos individuales, varones, mujeres, andróginos, como la dialéctica de los géneros y aún la «guerra de los sexos» puede tener lugar– así tampoco las clases sociales, en el sentido marxista tradicional, son entidades sustantivables por encima o a través de los Estados y capaces de explicar la dinámica histórica, puesto que, en todo caso, estas clases sólo cobran realidad (causalidad) a través de los Estados (principalmente en su forma imperialista). Y es a través de ellos como la misma dinámica de las clases internas a cada Estado puede tener lugar. ¿Acaso el capitalismo –que J.B.F.O. trata como si fuese una entidad dotada de entidad propia, en dialéctica con el imperialismo español– actuó al margen del imperialismo inglés, francés o alemán, que son las entidades que se enfrentaron al Imperio español? La «intersección» entre la dialéctica de las clases y la dialéctica de los Estados imperialistas es el supuesto constante de E.f.E.; o, lo que es lo mismo, E.f.E. presupone el Primer ensayo de las categorías de las ciencias políticas (Logroño 1990). ¿Qué alternativas, no sólo teóricas, históricas, sino prácticas (políticas) puede ofrecernos J.B.F.O. en la contrafigura o vaciado puntual de las tesis de E.f.E. que él ha ido tejiendo en su crítica, siguiendo, probablemente contra su voluntad, aquella ley según la cual «decir todo lo contrario que va diciendo un autor es una forma de plagiarle»?
Históricamente, sólo una especie de traducción a terminología marxista-trotskista de la «leyenda negra» (en esto se diferencia su exposición de la obra de Sánchez Ferlosio); una traducción en la que los españoles aparecen vistos como una organización militar sostenida por gentes miserables e incultas, movidas por una voluntad depredadora, que se nutrió de la expoliación de las riquezas de sus nobles enemigos, los musulmanes y después, de los indios, hasta llegar a ser definitivamente aplastada por el capitalismo triunfante, según la ley de la Historia, en ciencia, tecnología, cultura y organización social. Del alegato de J.B.F.O. se desprende en realidad, si no me equivoco, algo así como una glorificación involuntaria del capitalismo, en la medida en que él habría avanzado decididamente por la senda del progreso; se desprende también una especie de equiparación de la Historia de España a la Historia de los mongoles, de Genghis Khan o de Tamerlan, tal y como es vista por los occidentales.
Y prácticamente (en lo que se refieren a planes y proyectos políticos) ¿qué se desprende del alegato de J.B.F.O.? La desolación más absoluta. ¿Qué programas políticos pueden fundarse al margen de toda plataforma política concreta (ya sea la de un imperio realmente existente, hoy desaparecido, como lo fue, a mediados del siglo XX, la Unión Soviética, ya sean los témpanos flotantes y activos de un imperio desaparecido, como lo fue el imperio español)? El sugerir la elección de una plataforma inter-nacional (no nacional ni nacionalista), como pueda serlo la Comunidad hispánica, para apoyar en ella planes y programas políticos, no significa voluntad alguna de restablecer un imperio fenecido. Por de pronto significa sólo voluntad de resistirse a ser engullido por otros Imperios que actualmente sí que están actuando como tales imperios. Para resistir a estos imperios, J.B.F.O. nos propone una plataforma fantasma, a saber, la idea de un proletariado mundial, como contrafigura actual del capitalismo universal; una plataforma que no existe en ninguna parte, y que sólo sirve para llenar la boca de algunos revolucionarios utópicos.» (Gustavo Bueno, Dialéctica de clases y dialéctica de estados [Sevilla, 12 de octubre de 2000], El Basilisco, nº 30)

«La cuestión es si estos planteamientos éticos de la izquierda no representan su disolución como organizaciones políticas. Un político no puede mantenerse encerrado en sus imperativos éticos, los que impulsan a dar acogida a cualquier inmigrante que desembarque en nuestras playas; un político tiene que saber que el imperativo ético de acoger al inmigrante se enfrenta objetivamente a las leyes del funcionamiento de la economía política del Estado. Un político de izquierdas no puede levantar como «seña de identidad política» la bandera ética del ¡No a la Guerra! en general, sin tener en cuenta la distribución cambiante, en cada minuto, de las sociedades políticas que interaccionan en ese equilibrio que llamamos concierto internacional. Debe saber que el orden internacional que en cualquier momento pueda establecerse es un orden que no puede tomarse como canon de la justicia. El orden internacional sólo puede estar garantizado por la acción de las potencias hegemónicas. ¿Con cuantas divisiones cuentan quienes proyectan la «Revolución por la Paz» para el siglo que comienza? ¿No estamos ante simples fórmulas retóricas que se aprovechan del prestigio de la violencia revolucionaria para proclamar como ideal un hierro de madera?»

«En el caso más favorable para el PSOE, Rodríguez Zapatero llegará el año 2004 a la Moncloa, gracias a su demagogia ética, con mayoría absoluta. Pero ni siquiera esa victoria tendría un significado político diferencial. Por mucho que Rodríguez Zapatero hable en nombre de la izquierda, si Rodríguez Zapatero llega a la Moncloa, tendrá que reconciliarse con el Pentágono, y con la OTAN. Porque, sin duda, todo el mundo busca la paz, es decir, su paz. Y nadie debe olvidar que nuestra paz sólo puede alcanzarse mediante la guerra. El cristianismo, que comenzó a ascender como un poderoso movimiento internacional de signo ético religioso y pacífico, ¿hubiera conseguido por sí mismo efectos políticos de importancia si no hubiera pactado con el Imperio de Constantino, de Teodosio, de Justiniano, de Carlomagno o de Carlos I?»

«El 11 de septiembre de 2001 determinó que los Estados Unidos, golpeados gravemente por un terrorismo bien organizado, y ante la debilidad de reacción de otros socios, experimentase la necesidad de poner sobre la mesa (en la ONU y fuera de ella) la cuestión: ¿quién manda en el mundo? Y sobre todo: ¿quién va a mandar en el mundo a lo largo del siglo que comienza, cuando otras grandes potencias (como China, Rusia o Japón) o algunas coaliciones de pequeñas potencias (como Irak, Irán, Libia) puedan poner en peligro ese orden que habrá de mantenerse, desde luego, a la medida de quien tiene capacidad para sostenerlo?
Ese orden será injusto, desde el punto de vista del «derecho natural», pero quien se mantiene en él dirá siempre que prefiere la injusticia al desorden. En todo caso la cuestión no está en elegir entre Orden y Justicia, sino entre un Orden y otro Orden. Y desde esta perspectiva la distinción entre guerras justas e injustas se reduce al terreno de la mera legalidad formal; y la distinción entre guerras defensivas y guerras preventivas comienza a aproximarse a la condición de una distinción oligofrénica. Cuando se invoca la necesidad de guardar el orden internacional y las normas del derecho internacional, se procede como si el orden internacional fuese idéntico a la justicia. Pero lo que llamamos orden internacional o derecho internacional tiene muy poco que ver con la justicia absoluta; tiene que ver con la situación de equilibrio factual alcanzado en las épocas precedentes por las potencias en conflicto. Se trata de un orden que cualquier potencia podría «denunciar» en cualquier momento siempre que tuviera fuerza para ello, es decir, siempre que tuviera seguridad de no meterse en un camino de aventuras condenado, con toda probabilidad, al fracaso. Dentro de la República romana, o del Imperio, la justicia –«dar a cada uno lo suyo»– se orientaba al mantenimiento del orden esclavista, a dar al terrateniente lo que era suyo y al esclavo sus cadenas. Esta misma idea de justicia es la que se utiliza en nuestros días bajo la fórmula del orden internacional.» (Gustavo Bueno, «SPF: Síndrome de Pacifismo Fundamentalista», El Catoblepas, nº 14)

Lo primero que nos sugiere la lectura de lo aparecido en las páginas del diario La Nueva España es que los autores que niegan de forma rotunda la pertinencia de la comparación utilizada por Bueno no comprenden su propósito principal (algunos apoyan o niegan las palabras del profesor de una manera muy sucinta, que no permite un análisis más profundo de sus propias coordenadas y principios). No han tenido en cuenta todos los argumentos desarrollados por el filósofo español, al menos en el citado artículo. Una prueba de ello es que Bueno llega a decir, en el mismo texto sobre el SPF, que la distinción entre «guerras defensivas» y «guerras preventivas» es, desde una perspectiva estrictamente política, confusa y absurda («distinción oligofrénica»), pues, en tal sentido, no sirve de nada atender a las intenciones de los contendientes (o a sus posibles estrategias). Lo pertinente políticamente es tratar de descubrir los ortogramas que dirigen la acción de los enemigos ajustados, que no lo son por desavenencias subjetivas, sino por concepciones objetivamente divergentes respecto al ordenamiento nacional o internacional.

Gustavo Bueno está utilizando argumentos que, además, pretenden poner en evidencia las contradicciones (falsa conciencia, y hasta mala fe) de unas izquierdas que, dejando de lado la realidad histórica, se hacen «pacifistas», cayendo en la indefinición política (como consecuencia de los fracasos de los proyectos de las distintas generaciones de izquierdas definidas). Ya casi nadie pretende hacer política desde la «plataforma fantasma» del «proletariado internacional», pero sí desde la O.N.U., la Humanidad o la Sociedad Civil. (Ver nuestro artículo de El Catoblepas, nº 15, «Las Izquierdas Satisfechas contra la guerra», que parte de parecidos presupuestos).

La comparación de Bueno está propiciada por el contexto político de la guerra de Irak tal como se vio desde España. El apoyo del PP a las posiciones de EEUU ha provocado en nuestro país que multitud de asociaciones ideológicas pretendan ligar, y hasta reducir, las posiciones del PP a las del franquismo (o a las del fascismo). Pero, independientemente de la justeza de tales conexiones, las citadas expresiones (sobre «guerras preventivas») son propias del año 2003. Es decir, en 1934 ningún dirigente utilizaría el concepto de «guerra preventiva» en su sentido político (por redundante), y tampoco lo haría en su sentido «humanitarista» (que veremos más abajo), más aún cuando el imperio de la URRS (cuyos ortogramas eran modélicos para buena parte de los revolucionarios del 34) no había mostrado sus posibilidades de desarrollo, y mucho menos su estrepitoso fracaso.

El problema es que cuanto más oscuro y confuso es un proyecto (por ejemplo respecto al papel de los Estados en el devenir de la Humanidad) más difícil es poner de manifiesto sus fallas para facilitar la rectificación. Los proyectos oscuros son más débiles a la hora de realizarse (por su utopismo), pero también son más reiterativos, pues la «luz de la razón», necesaria para desenmascararlos, es difícil de alcanzar y mantener. Las Izquierdas fracasadas van derivando hacia posturas anarquistas, y las corrientes anarcoides (tan queridas por los «bárbaros antiglobalizadores») resurgen una y mil veces, a pesar de sus contradicciones y fracasos.

Guerras preventivas: sentido político y sentido eticista

No intentamos llevar a cabo un análisis filológico o histórico del concepto de «guerra preventiva». Nos conformaremos con exponer los dos sentidos que creemos que tal expresión puede tener en nuestro presente, y su posible aplicación a la revolución de Octubre del 34.

Según pensamos, cabe distinguir entre una acepción «política» y una acepción «eticista» (humanitarista). Cuando decimos «eticista» nos referimos a la perspectiva de quienes quieren reducir la política a ética, y, además, desde una concepción «formalista» que tiende a eliminar el papel de la «prudencia» en la razón práctica. Esta ideología es muy afín a las izquierdas indefinidas fundamentalistas.

Desde una perspectiva política la expresión «guerra preventiva» es «redundante», y por eso su utilización era innecesaria en tal sentido. Si la guerra es parte de la política, entonces toda guerra es «preventiva» respecto a los enemigos, más o menos señalados y manifiestos. Según el Padre Vitoria «el fin de la guerra es defender y conservar la república» (Relecciones sobre los indios, Espasa Calpe, Madrid 1975, pág. 120; ver también los artículos de Antonio Muñoz Ballesta en El Catoblepas, nº 12 y nº 13). Por eso la primera acepción no tiene predicamento en la tradición «política», a pesar de los cambios acontecidos en la constitución (systasis) de los estados. Las guerras son parte de la política (de las sociedades políticas, eminentemente de las estatales, no de las naturales).

Desde la perspectiva del materialismo filosófico (tal como lo entendemos nosotros) debemos admitir, entre otros, los siguientes presupuestos (ver especialmente la obra de Gustavo Bueno, Primer ensayo sobre las categorías de las 'ciencias políticas', Biblioteca Riojana, Logroño 1991, capítulo 1):

a) Es necesario pensar en alguna parte (facción, partido, grupo) o partes, desprendidas de la sociedad anterior (natural) y capaces de conformar la totalidad de la sociedad política. Dicha parte tendrá proyectos (prolepsis canalizadas por ortogramas) partiendo del pasado (anamnesis) respecto al todo que se está haciendo, y su propia subsistencia se verá condicionada por la subsistencia de dicha totalidad.

b) Se entiende por poder político a la capacidad de esa parte o partes para influir o causar en las demás la ejecución de las operaciones precisas para que se orienten según sus prolepsis (proyectos, planes) que pueden formar parte de distintos «ortogramas».

c) Se entenderá por eutaxia a la unidad global (inestable) que pueda resultar de esa calculada conformación de la convergencia (a partir de divergencias colectivas y objetivas).

d) Entenderemos como núcleo de la sociedad política al mismo proceso por el cual una parte (directora, dominante) pone en marcha y hace girar en tono suyo, como un remolino, a todas las otras partes de las diferentes «capas» del cuerpo de la sociedad que se reorganiza. El núcleo de una sociedad política es el ejercicio del poder que se orienta objetivamente a la eutaxia de una sociedad con «clases» divergentes (por ejemplo en el sentido de la «lucha de clases» de Marx) según la diversidad de sus capas.

e) Esto implica que la política (el ejercicio del «poder político») incluye la utilización de la coacción y la violencia en distintos grados, dentro de la dinámica entre gobernantes y gobernados (y entre los distintos grupos socialmente jerarquizados). Sólo así es posible «dirigir» y «ordenar» dicha sociedad alcanzando un equilibrio inestable. Y gracias a dicho equilibrio el propio estado podrá hacer frente a los estados circundantes con los que está codeterminado.

f) Uno de los fundamentos básicos de la eutaxia es que las partes del todo social consideren que la situación vigente es justa, y la acepten. La rebelión de una o varias partes de la sociedad, frente al poder político, suele estar motivada porque dichos grupos consideran que el status quo vigente es injusto, y, además, se creen con la fuerza suficiente como para mejorar su posición relativa, o incluso para hacerse con el control político. Los pobres de solemnidad no suelen rebelarse, pues les faltan fuerzas para ello (por lo que se hace evidente para ellos mismos su propia impotencia en relación a los demás). Esto indica que la situación de España en la Restauración no era tan dramática como algunos la pintan. De ser así las organizaciones contrarias al gobierno y sus rebeliones habrían brillado por su ausencia.

El que la justicia sea un concepto ambiguo y no todo el mundo entienda lo mismo al hablar de ella, no es determinante «políticamente» si no conduce a la rebelión. De hecho muchos grupos, aún hoy día, entienden la justicia de manera utópica, a través de un igualitarismo democraticista (como igualdad aritmética, con partes alícuotas de poder para todos, para «el pueblo»). Muchos presuponen que sus proyectos serán, sin que la duda les inhiba para actuar, más provechosos no sólo para ellos sino para la totalidad social.

En el Pacto de San Sebastián muchos de los promotores del paso de la Monarquía a la República tenían este convencimiento, y algunos pusieron de manifiesto que utilizaron tal plataforma con la intención de ir mucho más allá: por ejemplo Largo Caballero pensaba utilizar la República «burguesa» como tránsito hacia la República «social», hacia la «dictadura del proletariado»; y ya en 1931 la Esquerra traicionó dicho pacto proclamando la República Catalana dentro de lo que pretendía que fuese una confederación de pueblos ibéricos (al estilo de la desastrosa I República). En abril de 1931 el nuevo régimen supuso un cambio en el mecanismo de elección del representante supremo del poder ejecutivo (el rey), pero mantenía, en principio, muchos de los componentes «democráticos» del estado de la Restauración. La dinámica posterior puso en evidencia que los grupos que tenían el poder político se resistían a ceder la dirección a otros grupos cuyos proyectos veían perjudiciales no sólo para ellos, sino para toda España. Y de hecho buena parte de los grupos «republicanos» (sobre todo los pro-bolcheviques, los anarquistas y los nacionalistas fraccionarios) no sólo fueron en contra del mismo régimen que (en ocasiones) proclaman defender, sino de la misma eutaxia de España. Buscaban una «refundación» de la República muy peculiar (más allá del oscuro proyecto de Ortega), cada uno a su manera (con su propia «revolución»). Entre otras cosas dicho pacto contaba con promover la rebelión militar y una huelga general revolucionaria, lo que suponía un acto de guerra que, al ser rápidamente controlado, fracasó (siendo ajusticiados Galán y Hernández). En el Manifiesto que se preparó para el día del alzamiento (para el 12 de diciembre de 1930) se ve el carácter utópico, demagógico y «salvacionista» de muchos de sus precursores («Hemos llegado por el despeñadero de esta degradación al pantano de la ignorancia presente. Para salvarse y redimirse no le queda al país otro camino que el de la revolución»). Como reconocería el mismo Miguel Maura, uno de los conjurados, el Manifiesto le produjo «una rara sensación cómica. Leído hoy, a distancia histórica y fríamente, produce casi hilaridad» (Ver Pío Moa, Los personajes de la República..., pág. 156).

Sin embargo, otros consideran (con Aristóteles) que la justicia debe entenderse a través de una igualdad geométrica, proporcional, en la que cada sujeto (individual o colectivo) tenga «lo suyo», lo que se merezca. Pero, como no se puede saber con absoluta certeza qué se merece cada cual (pues las «necesidades» y «capacidades» de cada sujeto son múltiples y parten de herencias naturales, culturales e históricas heterogéneas, y hasta incompatibles), y el «lugar» oficial y efectivo de juez suele ocuparlo la parte gobernante, lo determinante políticamente es que las distintas partes sociales «acepten» (acuerden), tácita o explícitamente, su lugar sociopolítico respecto a las demás.

Para explicar la guerra (por ser un concepto borroso y complejo) se suelen utilizar analogías etológicas, físicas, químicas, termodinámicas, &c. (composición de fuerzas, luchas, puntos de apoyo, reactivos, catalizadores, puntos críticos, equilibrios, &c.), y muchas veces entremezcladas. Valiéndonos de algunos de estos conceptos podríamos decir que una sociedad política estatal se encuentra en un permanente estado de «guerra en el horizonte». Es decir, la propia constitución de una sociedad política implica la posibilidad de que el proceso por el que las distintas partes que giran alrededor del «poder político» intenten ocupar su lugar directivo. Y si se han acordado métodos (como el democrático) para acceder al gobierno, no suelen ser respetados si consideran que su situación es inaguantable. Por lo tanto, no se trataría sólo de modificar el rumbo a seguir (la posición relativa respecto a las demás partes, a través de una revuelta para mejorar su situación), sino de ocupar la dirección, porque se considera que la situación vigente conlleva peligros insoportables para los sublevados (o para el todo social del que se consideran parte). Que dichos peligros sean reales o imaginarios es otra cuestión (que en muchas ocasiones sólo se puede apreciar con mayor claridad retrospectivamente, y siempre desde un determinado punto de vista).

Las tensiones creadas por las divergencias objetivas, pueden ser más o menos fuertes, y poner en mayor o menor peligro la misma eutaxia del estado. Esto se suele expresar con términos termodinámicos: Las disputas pueden ser más o menos «frías» o «calientes», tanto respecto a las clases sociales intraestatales como respecto a otros estados. Aunque el concepto de «guerra fría» surgió en pleno siglo XX, cuando el peligro de exterminio para los contendientes (o para toda la humanidad) era manifiesto, creemos que podría generalizarse a cualquier sociedad política en aquellas ocasiones en que se está muy cerca del «punto crítico» que da lugar a la guerra abierta. Toda sociedad política estaría en permanente situación de polémica, más o menos fría, con sucesos que actuarían como catalizadores que pueden acelerar su desarrollo hacia situaciones más «calientes» (hacia guerras abiertas). ¿Qué otra cosa ocurre en el País Vasco, o en Palestina? Los momentos de paz están conjugados con los de guerra, y se habla de «paz» en los periodos más fríos de la dialéctica (con o sin acuerdos explícitos de convivencia, que no tienen por qué ser equitativos). ¿Acaso la época de la «guerra fría» no podía haberse calificado también como de «paz caliente»?

Por tanto, en un sentido político, toda guerra es «preventiva», pues con ella se busca «prevenirse» (finis operantis) del que se considera un enemigo (hostis) que no se quiere soportar. Otra cuestión es que (finis operis) se acierte con el diagnóstico sobre el grupo hostil y con la «solución» pertinente que se busca («más vale prevenir que curar»: la guerra abierta considerada como última y única salida para dominar las amenazas que penden sobre el propio lugar político, o sobre la totalidad social, ante divergencias incompatibles, e irreconciliables por otros medios).

Respecto a la distinción entre «guerra civil» y «guerra interestatal» hay que tener en cuenta que, a pesar de las diferencias entre el interior de la esfera «soberana» y los otros estados, con su correspondientes «fronteras» (capa cortical), en toda guerra civil hay componentes interestatales (en la medida en que no existe un estado «aislado») y en toda guerra interestatal hay componentes relacionados con la «dialéctica de clases». Los marxistas, por lo común, han minusvalorado la «dialéctica de estados» (o la han visto como una falsa dialéctica que ocultaría la única real: la «lucha de clases» respecto a los medios de producción). De hecho el marxismo, en general, ha mantenido la tesis de que el estado (y su brazo armado: el ejército y otras fuerzas regulares) eran instrumentos al servicio exclusivo de la clase capitalista. Pero en la práctica la mayoría de los partidos de izquierda que han accedido al poder (como los socialdemócratas y los bolcheviques) no han sido antiestatalistas, sino más bien todo lo contrario. Incluso los anarquistas accedieron a formar parte del gobierno durante la guerra civil. Otros autores, quizá como reacción al marxismo vulgar, han negado todo valor a la dialéctica de clases, centrándose sólo en la de estados. Pero, pensamos con Bueno que la «dialéctica de estados» es la canalizadora efectiva, causal, de la «dialéctica de clases».

La segunda acepción de «guerra preventiva» (la humanitarista), nos parece de origen muy reciente, propiciada por la ideología de los Derechos Humanos (con raíces ilustradas muy cercanas al formalismo kantiano). De hecho la expresión misma no ha sido utilizada hasta nuestros días porque en el sentido político era innecesaria. La acepción eticista está en la línea de las propuestas de algunos pacifistas actuales (como José María Mendiluce o Bernard Kouchner, fundador de Médicos sin fronteras, y eurodiputado mediador en Kosovo) que, a pesar de su pacifismo, se han visto obligados a reconocer la necesidad de un «derecho de injerencia humanitaria», o un «derecho de intervención militar humanitario» que serviría, según dicen, para evitar «catástrofes humanitarias». Pero el problema es que proponen a la ONU, o a la Sociedad Civil, como plataformas desde las que dirigir tales proyectos de pacificación y ordenación del mundo.

Que el mismo presidente Bush use esta segunda acepción como arma demagógica, para contentar a buena parte del electorado «pacifista» estadounidense, es otra cuestión (más aún después del «desastre humanitario» del 11 de septiembre). Pero, a pesar de dicha estrategia propagandística, los Estados Unidos no quieren permitir que la ONU tome la iniciativa en la «ordenación» del mundo, pues tal plataforma es ineficaz y, al menos de momento, se sienten con fuerzas para imponer sus proyectos frente a otras alternativas.

Quienes, desde esta ideología humanitarista, apelan al diálogo (diplomacia) como único instrumento válido de la política, no sólo están presuponiendo que cabe armonizar intereses dispares, sino que cabe encontrar solución a cualquier problema objetivo (productivo, distributivo, ecológico, demográfico, meteorológico, idiomático, &c.), en los que la «prudencia política» debe tener en cuenta múltiples componentes categoriales, sobre todo de ciencias que son muy poco exactas. Es decir, en el fondo, presuponen la racionalidad y la universalidad que pretenden alcanzar, restando valor a la «prudencia política». Presuponen que se da de hecho una plataforma universal desde la que dialogar, sin caer en la cuenta de los múltiples, y hasta incompatibles, componentes culturales desde los que hablamos, y desde los que nos formamos como personas, y que, por lo tanto, no pueden ser «abstraídos» como secundarios e insignificantes.

Detrás de tanto humanitarismo (soteriológico) a veces se esconde la intransigencia más feroz e inhumana (sobre todo por su idealismo). Esto se comprueba cuando los defensores de la Humanidad se tienen que enfrentar a quienes niegan que las cosas sean tan sencillas y las soluciones tan fáciles. Los críticos serán tachados automáticamente (sin debate objetivo) de dogmáticos, reaccionarios, asesinos, fascistas, &c. Es decir, les juzgan como si se tratase de bichos malignos «por naturaleza» (una especie de «anticristos») que no merecen ningún respeto, y que podrían ser aniquilados, sin dudarlo, porque están predestinados a condenarse (ver, de nuevo, el artículo de Antonio Muñoz Ballesta en El Catoblepas, nº 13). Y lo peor de todo es que muchos de los sujetos que mantienen este tipo de ideología se consideran materialistas.

Después de lo visto podemos decir que la expresión «guerra preventiva» es un pseudoconcepto por ser redundante en su sentido político, y por ser absurda en su acepción «humanitarista», por intentar reducir la guerra a principios éticos.

La guerra civil y la revolución del 34

En el contexto sociopolítico actual, en que algunos tienen tanto interés en recuperar la «memoria histórica común», Gustavo Bueno compara la política (que incluye la guerra) de Bush con la de los «revolucionarios» de 1934. Esta circunstancia ha servido para que salgan a relucir las distintas ideologías y nematologías políticas que sobre la guerra civil, y la historia de España, hay en la actualidad. Y lo más destacable es que la mayoría de los «izquierdistas» definidos (anarquistas, socialdemócratas o bolcheviques) o indefinidos, e incluso algunos «derechistas», coinciden en su odio o desprecio a España y su historia (recaen en distintas versiones de la Leyenda Negra). Por lo que, al final, dejan el campo trillado a los nacionalistas fraccionarios que, más que buscar su predominio dentro de España, quieren su propio estado para quedarse con lo que pertenece a todos los españoles (lo que también conlleva la distaxia de España).

Algunos de los críticos de Bueno llegan a negar que la «revolución del 34» fuese (parte de) una «guerra». Pero eso se debe a los pre-juicios que (al menos en ejercicio) mantienen sobre las «sociedades políticas» y su desenvolvimiento histórico.

Gustavo Bueno no entra en disquisiciones sobre las diferencias que hay entre la guerra civil (de ataque o de defensa, o de «ataque defensivo», &c.catalizada por la revolución de Octubre del 34, y la guerra asumida por Bush. Lo que pretende es destacar su condición de «guerras» en sentido político, que es el único pertinente (frente a las presuntas izquierdas «pacifistas»). El ataque o la defensa son parte de la estrategia de una guerra (según la fuerza e ingenio que tenga cada bando), pero son impertinentes para determinar la esencia de la misma guerra.

Desde nuestros presupuestos la Revolución del 34 actuó como catalizador que aceleró el curso de las divergencias hacia una fase más caliente, pero que no se desarrolló plenamente porque uno de los reactivos (el bando gubernamental entonces) neutralizó al contrario en muy poco tiempo. Algo similar ya ocurrió en 1932 con Sanjurjo, cambiando los papeles. El partido (parte del todo social) de Sanjurjo, que había contribuido al advenimiento de la República, consideraba que la situación política era insoportable para su bando. Por eso se saltó los mecanismos democráticos acordados para acceder a la dirección política. En Octubre de 1934 ocurrió otro tanto, pero con proyectos dispares, y hasta incompatibles, entre sus filas. Mientras los socialistas decían buscar –finis operantis– un proyecto que diera todo el poder al proletariado, incluido el español (pero desde una ideología internacionalista utópica que, en la práctica –finis operis,– conducía a la distaxia de España), sin embargo los nacionalistas de la Esquerra reconocían buscar (finis operantis) la distaxia de España, para conformar un estado independiente. ¿Realmente era insoportable la situación vigente para los socialistas, para los obreros asturianos, o para los nacionalistas secesionistas? ¿Acaso sus proyectos eran mejores que los de sus antagonistas, respecto a la eutaxia de España? Los hechos y consecuencias posteriores (en comparación con otros estados de la órbita soviética) no nos permiten contestar afirmativamente. De hecho Gil Robles no neutralizó definitivamente a sus oponentes, sino que mantuvo los mecanismos democráticos, y las izquierdas volvieron al gobierno. Esto también debería tenerlo en cuenta una auténtica «izquierda española» en la actualidad. Pero parece que las izquierdas de este país son muy poco patriotas, al menos respecto a España (hoy sobre todo se fomenta la patria chica de las Autonomías).

En 1936 volvieron a cambiar las tornas dentro de un panorama similar (con rebelión contra el gobierno vigente por mecanismos no acordados). Los sublevados consideraron que la situación era insoportable para ellos mismos (aspecto secundario políticamente) y para la eutaxia de España (como pudo comprobarse en la guerra civil). Y, además, en esta ocasión se dieron los ingredientes para que la fase caliente de la guerra durase casi tres años. Pero después de casi cuarenta años de dominio del bando «franquista» hoy renacen, por parte de los vencidos y de sus seguidores, antiguos rencores con viejas y nuevas justificaciones, pero que también parecen impotentes para defender la eutaxia de España.

Repasando los análisis

La interpretación del Sr. Taibo II creemos que está en la línea de Paul Preston y otros historiadores progres. Decir que la CEDA era fascista es una simplificación demasiado burda, incluso dentro de las coordenadas de muchos antifranquistas. D. Paco Ignacio también nos dice:

«No se puede comparar, bajo ningún modelo, la actuación de un Gobierno que responde a una lógica imperial, como es el caso de EEUU en la actualidad –que busca el dominio geoestratégico de una área determinada y del mundo y que pretende garantizar su reelección electoral construyendo el voto interno desde la paranoia de que el mal está fuera–, con la resistencia de los obreros en una época de ascenso y auge del fascismo en Europa. Si no se explican los contextos, las metáforas históricas no funcionan. Yo no comparto en absoluto esa afirmación.»

Lo primero que podemos apuntar es que el Sr. Taibo II se contradice al admitir que no son comparables ambos sucesos en absoluto («bajo ningún modelo»), y luego decir que es preciso «explicar los contextos» de las metáforas históricas. Gustavo Bueno no compara, sin más, ambos sucesos, sino que lo hace dentro del contexto de la crítica a la izquierda fundamentalista, para poner en evidencia su falsa conciencia, y hasta mala fe, en su deriva «pacifista». Que haya diferencias entre una guerra civil del siglo XX y otra imperialista del siglo XXI no evita que ambas sean «guerras», en la medida en que se enfrentan proyectos objetivos irreconciliables para el establecimiento de un determinado dominio y orden nacional o mundial, y según modos distintos que precisan de una determinada fuerza para realizarse. Y no hay que olvidar que la revolución de 1934 obedecía a ortogramas con transfondos ideológicos opuestos a los de las «democracias capitalistas», y que posteriormente (otoño de 1936) la URSS acabará interviniendo directamente en la dialéctica intentando llevar el agua a su molino (frente a un «poder político» español, tanto de izquierdas como de derechas).

Pero al menos el Sr. Taibo se mantiene dentro de la perspectiva política de que la guerra siempre es «preventiva», que «previene» del enemigo. Recordemos que en una sociedad política no cabe el «control social» de las divergencias objetivas, no cabe la «convergencia global» que se da en las sociedades naturales. A un cierto nivel de complejidad social y técnico ya no cabe preestablecer las rutas de actuación a todos los grupos sociales, y las direcciones son objetivamente indeterminadas, por lo que es precisa una coacción para elegir el camino, y por eso el «poder político» constituido (frente a otros grupos de poder) busca la eutaxia (permanencia en un equilibrio inestable) a pesar de tales divergencias formales (ver Primer ensayo sobre las categorías de las 'ciencias políticas', Logroño 1991, capítulo 1).

Que algunos, o la mayoría, de los obreros asturianos del 34 vieran en la entrada de ministros de la CEDA en el gobierno la amenaza del «fascismo» no significa que su diagnóstico fuese acertado (no podemos olvidar el papel de la propaganda, como bien sabían algunos dirigentes). Pero de hecho así lo creyó un importante sector que estaba dispuesto a resistir (como dice don Paco Ignacio). Ahora bien, esa «resistencia», que tomó la forma de «huelga general revolucionaria», con la intención de dominar políticamente a los adversarios, ¿acaso no implicaba la posibilidad de desatar una guerra (caliente)? Debemos recordar que en esa misma rebelión algunos nacionalistas catalanes buscaban su propia «revolución» independentista (aunque con idearios federalistas, más o menos como sus sucesores hacen hoy día, incluso desde dentro del PSOE).

El análisis de Juan Ramón Pérez las Clotas creemos que es de los más ajustados. Incluso acierta a ver que Bueno se refiere a la revolución del 34 tal como la percibían buena parte de sus precursores (finis operantis): para prevenir (políticamente) el ascenso del fascismo. Pero tal «diagnóstico» era confuso, e influyó en que la «solución» revolucionaria fuese un tremendo fracaso (finis operis).

De lo dicho por don José María Laso tenemos que resaltar su oscuridad y ambigüedad. Parece asumir el punto de vista de los «insurrectos» del 34 (¿de cuáles en concreto? ¿del «Lenin español», de los anarquistas, de los nacionalistas?), pero no quiere asumir que dicha rebelión era una implícita declaración de guerra para reestructurar España de una manera muy distinta a la vigente entonces, incluso su desaparición como Estado. De hecho el eslogan «Antes Viena que Berlín», al que Laso alude, significaba que los insurrectos se sentían con fuerzas suficientes (otra cuestión es que tal apreciación fuese acertada) para no dejarse dominar por el poder político vigente, o incluso para hacerse ellos mismos con el dominio. Que la parte sublevada no encontrase la suficiente «solidaridad» (eventual) en otros grupos del país, como para ganar la partida, tiene que ver con sus errores de cálculo y estratégicos (frente a los del poder político constituido). Apelar a los «trabajadores» (al proletariado) como clase unitaria (como «plataforma» política) desde la que se proyectaba la citada «insurrección» es pura metafísica. De hecho el mismo Laso reconoce que «en Asturias lo que se produjo fue una insurrección armada por parte de milicias de obreros, fundamentalmente del PSOE, que organizó y asumió la responsabilidad política» (las cursivas son mías). Laso parece asumir que la «insurrección preventiva» (como él prefiere llamarla, en la línea de los que utilizan el eufemismo «intervención militar humanitaria») fue equivocada, al menos en el diagnóstico, y algunos se «arrepintieron» a pesar de que actuaban «de buena fe» (lo que, desde nuestro punto de vista, les hace doblemente culpables, como decía Espinosa).

Decir que Gil Robles (la CEDA) no había aceptado la II República significa que José María Laso se deja llevar en su análisis por alguna declaración aislada (como muchas otras del bando enemigo), no por las obras y hechos que se pusieron de manifiesto durante dicho período, especialmente después del mismo fracaso de la revolución del 34 (¿por qué Gil Robles no actúo como Hitler cuando tenía la ocasión más propicia?).

Creemos que José María Laso acaba cayendo en las redes de la ideología humanitarista, pero coordinada con la oposición entre proletariado y capital. Por eso establece, implícitamente, una disyuntiva entre intervenciones preventivas y guerras pseudopreventivas. Las primeras (como las «insurrecciones preventivas», a las que no quiere llamar «guerras») estarían promovidas por los obreros, por el proletariado (que además sería bienintencionado). Las segundas, las únicas que podríamos llamar «guerras», serían las promovidas por los capitalistas, que además serían pérfidos malintencionados. Dentro de la primera categoría habría que incluir a la Revolución del 34. Dentro de la segunda a la guerra bushista. El asesino Bush (y su cómplice Aznar) pretendería engañarnos haciéndonos creer que sus objetivos son «humanitarios», cuando serían puramente «imperialistas» e inhumanos (por lo que se merecen...).

José María Laso se niega a admitir que la revolución del 34 fuese parte de una guerra (civil); por eso dice que «Sólo cabe hablar de guerra cuando se enfrentan dos estados, salvo que sea una guerra civil. El 34 no fue ni lo uno ni lo otro» (Las cursivas son mías). Para profundizar en el debate el Sr. Laso debería contestar a las siguientes cuestiones: ¿Cuándo podemos hablar de «guerra»? ¿Existe el imperialismo «capitalista» como plataforma política independiente de los estados? ¿Existe el proletariado como plataforma política? ¿Son éticos los criterios que distinguen una «insurrección armada» de una «guerra»? ¿Fue un acto de guerra (un casus belli) el alzamiento de Sanjurjo? ¿Y el de Franco, se consideraría como acto de guerra aunque no hubiera cuajado? ¿Es que sólo se puede hablar de guerra cuando la «insurrección armada» es promovida por un ejército regular? ¿Acaso cuando es promovida por el «capital»? ¿Piensa Laso que el Estado (y el ejército regular) son armas que sólo sirven a los intereses de la clase capitalista, como supuesta clase unitaria?

Y acaba José María Laso, como no podía ser menos, diciendo que la República no pretendía ser vaciada de contenido por los revolucionarios. Pero, aunque así fuera, ¿es ese el criterio para poder hablar de guerra? ¿Acaso no pretendían cambiar el dominio establecido, además por un método «antidemocrático»? En España, como en otras democracias parlamentarias, las divergencias políticas se intentaban canalizar a través de un parlamento pluripartidista con elecciones periódicas (sin entrar en sus componentes idealistas). ¿Acaso no cabe deducir de las declaraciones de los impulsores de la revolución, y de sus obras, que la «huelga general revolucionaria» rompería con dicho procedimiento, para someter de manera definitiva a sus enemigos políticos? Las obras de Ricardo de la Cierva, Burnet Bolloten o Pío Moa son bastante instructivas en este sentido (con testimonios de muchos de sus protagonistas de izquierdas). En el libro El 18 de julio no fue un golpe militar fascista (Editorial Fénix, 2000, capítulo III) Ricardo de la Cierva recoge testimonios y documentos en los que se pone de manifiesto que la Revolución de Octubre era parte de una «guerra civil». Tan es así, que en las elecciones de 1936 muy pocos estaban dispuestos a aceptar los resultados si no les eran favorables (en los dos bandos).

Parece que Laso, al menos en el plano de la «representación», también se está deslizando hacia una «Izquierda ética» (como la llama Peces Barba en su artículo «La dignidad de la Política», publicado en El País del 5 de septiembre de 2003) que desiste de defender la transformación del orden político a través de medios políticos (incluida la guerra). Hasta el mismo Santiago Carrillo (cuyo pasado nos vuelve a recordar César Vidal en la obra Checas en Madrid, Ed. Carroggio Belacqua) no parece enterarse de lo que ha pretendido Gustavo Bueno, con sus últimas obras especialmente: servir de revulsivo para «despertar» a las izquierdas, para que sus proyectos no repitan los errores del pasado (como se pudo ver en el mes de julio de 2003, en el programa Negro sobre Blanco de Sánchez Dragó, en la 2 de TVE).

Creemos que José Ignacio Gracia Noriega se mueve en la misma línea que nosotros defendemos aquí, aunque es muy escueto en su comentario.

La estrategia de Bernardo Díaz Nosty se acerca más a la descalificación personal disfrazada de sarcasmo. Esta estrategia es muy propia de algunos progres actuales que no quieren (o no pueden) profundizar en la materia de lo que se discute, y se contentan (cual niño travieso) con un discurso irónico. Aparentan tenerlo todo muy claro, pero desde la falsa seguridad que proporciona el escepticismo. Así se evita la transcendental molestia de trabajar, de analizar los conceptos para ver sobre la marcha si son posibles o no las comparaciones y analogías (y desde coordenadas más o menos sistemáticas). Su interés sofístico marcará cuándo habrá que defender (aunque sea con sarcasmo) que «todo se puede relacionar con todo» (la «preventiva Santina» con la «guerra preventiva») y cuándo que «nada se puede relacionar con nada» (oponiéndose a lo que considera la estrategia de Bueno, que consistiría en una «recreación caprichosa, que descontextualiza esta o aquella escena de la secuencia cronológica y la coloca, según la conveniencia del momento presente, junto al héroe o al villano».) Y es que, como supo ver Platón, lo complicado es establecer las relaciones (symploké) pertinentes entre las ideas (que cruzan los campos categoriales). Bernardo Díaz Nosty se contenta con ironizar contra Bueno, pero no se molesta lo más mínimo en hacernos ver en qué se equivoca.

Respecto a lo escrito por Pedro de Silva, debemos decir que estamos de acuerdo con su aplicación general de la idea de «prevención» a todas las conductas (propositivas) de nuestra vida. Pero se trata de averiguar la pertinencia política de ese calificativo. En una guerra los enemigos lo son por divergencias objetivas (aspecto en el que quizá coincida don Pedro).

Respecto a la idea de «causalidad» (en el plano de la historia) creemos que Pedro de Silva no hace las matizaciones pertinentes (puede ver tal concepto en el Diccionario filosófico de Pelayo García Sierra). También pensamos que no ve las implicaciones ideológicas de la historiografía actual, ni el estatuto gnoseológico de la Historia, que no es una «ciencia» de evidencias definitivas, y que constantemente precisa revisarse por sus implicaciones respecto al presente (en este sentido me remito a las ideas expuestas en El Catoblepas, nº 17, en el artículo «El cerrojo ideológico de Moradiellos»).

Está claro que la «rebelión» de 1936 es posterior a la revolución del 1934. Pero lo que hay que determinar es cuándo comenzó la «guerra civil» y por qué. Es decir, cómo se fueron formando los ortogramas divergentes e irreconciliables, y cuáles fueron los sucesos que propiciaron que se rompiesen los acuerdos tácitos o explícitos de «convivencia». Pero el Sr. de Silva parece interpretar los acontecimientos históricos como sucesos físicos que pueden «explicarse», no sabemos muy bien «desde dónde», o como si fuera posible «neutralizar» nuestro punto de vista interpretativo (en contra del «dialelo histórico»).

Creemos que Pedro de Silva cae en la misma «tergiversación» que denuncia en algunos intérpretes, que utilizarían argumentos «teleológicos» en los que las causas remotas fijarían irremisiblemente el destino de las más próximas (desde una especie de Ciencia de Visión, que no sabemos qué bando poseería). ¿Quién interpreta así la historia de aquellos años? No sabemos cómo entiende el Sr. de Silva la causalidad «proléptica» (que necesariamente parte de anámnesis anteriores), y los «ortogramas» que guían los proyectos de los protagonistas, pero parece caer en una visión «predeterminista».

Según lo entendemos, Pedro de Silva quita valor a la interpretación de la rebelión de Franco como la de un pelele «programado» (predestinado alfaoperatoriamente) por los sucesos de la revolución del 34, pero lo único que hace (mientras no nos aclare si cree en la predestinación) es retrasar la secuencia histórica hasta 1930, introduciendo los juicios de intención (finis operantis) que achaca a historiadores de otra cuerda (al parecer las «buenas intenciones» estarían del lado de los conjurados en el Pacto de San Sebastián, que al encontrar oposiciones a su intento de «fundar» la República, intentaron «refundarla» sobre bases «más radicales» en el 34). Pedro de Silva rastrea los sucesos de 1930 en los que (como anámnesis) se basarían las prolepsis del 34, pero no parece atender a los contenidos políticos de los «ortogramas» conformadores de tales proyectos y, sobre todo, a sus «consecuencias» (finis operis). Es decir, de poco sirve, políticamente hablando, juzgar ética o moralmente a los protagonistas. Lo que hay que hacer es enjuiciar los contenidos de los ortogramas que entonces se debatieron, y sus consecuencias posteriores respecto a la «eutaxia» de España (al menos en analogía con casos similares). Tampoco sirve de mucho utilizar tipologías genéricas (revolucionario, reaccionario) que, tal cual, oscurecen lo de por sí complejo (como dijimos en el artículo mencionado).

Aunque sea «en tono de juego» Pedro de Silva mantiene una interpretación peculiar de la historia de España, al menos de los últimos años, y por eso se empeña en sobrevalorar el papel que los movimientos «revolucionarios» habrían tenido en el desarrollo del país, a pesar de que con Franco tales movimientos fueron dominados en gran parte. Dicho de otra forma: la mayor parte de los «críticos de los revolucionarios de octubre», como también la mayoría de sus apologetas, han accedido a la educación superior gracias al franquismo, en contra de lo que piensa el Sr. de Silva. ¿Es que la España actual –esa que está anclada en el «confort»– debe más a quienes perdieron la guerra civil que a quienes la ganaron? Si es así que me lo expliquen de otra forma, porque tal como lo hace la progresía actual, y la «derecha de Edipo», yo no me entero. Lo que está claro es que hoy día es políticamente incorrecto no ser antifranquista.

Por último, la visión de Pío Moa nos es más conocida. Creemos que, en esta cuestión, acierta en lo esencial, pero que de poco sirve, «políticamente», distinguir entre guerra de «ataque» y «defensiva» («preventiva»). Tal distinción es más bien estratégica, dentro ya de la dinámica de «guerra», por lo que muchos dicen que «la mejor defensa es un buen ataque». Por poner un ejemplo muy cercano: Quienes nos identificamos con España (y deseamos su eutaxia) ¿debemos permitir que los nacionalistas fraccionarios hagan y deshagan a sus anchas todo lo que quieran, hasta que nos veamos impotentes para contrarrestar su pujanza? Otra cuestión es que se acierte en la estrategia, en las armas adecuadas para vencerles. Cuando dos proyectos se manifiestan como incompatibles lo más probable es que el intento de dialogar «defensivamente» se interprete por el enemigo como un signo de debilidad que conduzca a la propia ruina. En todo caso, la «prudencia política» es insustituible.

Conclusión

De lo dicho creemos poder deducir que Gustavo Bueno contestaría afirmativamente a la pregunta lanzada por La Nueva España («¿Fue Octubre del 34 una guerra preventiva?»), pero teniendo en cuenta su significado político, y criticando, de paso, su acepción «humanitarista» (en este sentido sería una pregunta oligofrénica). Octubre del 34 fue un «casus belli», que no desató una guerra larga por la impotencia de los propios sublevados (que diagnosticaron mal la situación y midieron mal sus propias fuerzas), pero que puso de manifiesto (para casi todos) que las divergencias eran incompatibles, y tarde o temprano volverían a luchar para hacerse con el poder político de España. Desde el presente podemos advertir que el bando que se formó alrededor del Frente Popular era más débil no sólo por los ortogramas que guiaban a algunas de sus corrientes (con muchos componentes utópicos), sino por las propias divergencias entre sus filas (fundamentalmente liberales, socialistas, anarquistas, comunistas y nacionalistas fraccionarios de distintas tendencias). Las revoluciones (anarquistas fundamentalmente) que se desataron en el lado frentepopulista sólo reanudarse abiertamente la contienda el 17 de julio, y las «guerras» por el poder político dentro de dicho bando, ponen de manifiesto lo que acabamos de decir. Y aunque en el 34 no era tan directa la intervención de otros estados en dicha contienda, sin embargo en el 36, cuando cuajó la guerra caliente, dichas influencias «políticas» se manifestaron mucho más a fondo (sobre todo por parte de la URSS). Y hoy podemos saber, gracias a Bolloten, La Cierva o Moa, que la baza jugada por el PCE (y consentida por la mayoría de los partidos en principio) en busca de la «ayuda» de la URSS significaba también, entre otras cosas, la pérdida de la independencia política de España.

 

El Catoblepas
© 2003 nodulo.org