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El Catoblepas, número 20, octubre 2003
  El Catoblepasnúmero 20 • octubre 2003 • página 14
polémica

Las culturas como defensa
de grupos, clases, naciones indice de la polémica

José María Rodríguez Vega

Las culturas enfrentadas a otras culturas;
crítica al artículo de Jesús Guanche Pérez en El Catoblepas, nº 20

La cultura es un medio de someter a otras culturas, y un medio, bastante preeminente, de someter el «ambiente», el ecosistema biológico mismo.

1. El artículo de Jesús Guanche Pérez, aparecido en el nº 20 de El Catoblepas, me recuerda, gran parte de él, aquella época ya pasada del ecologismo gaiano a lo «protesta y sobrevive» de los E. P. Thompson y de los Jost Herbig.

No he de ser yo quién dude de los riesgos y de los peligros que acompañan a las sociedades industriales modernas y con ellas a «toda la humanidad». Doy por asumidos los problemas del cambio climático y ecológicos en general y la plausibilidad de una paulatina o abrupta hecatombe de la llamada civilización occidental, o sea, de todo el planeta, aunque, dicho sea de paso, esta visión catastrofista, si es real, no es posible mirarla «desde una posición extraterrestre», como afirma Jesús Guanche, sino que por necesidad habríamos de mirarla desde nuestra posición terrestre, desde nuestra «posición cultural» (etic), terrenalmente cultural. A mi modo de ver, la visión cultural y terrícola que sobre las culturas tiene Jesús Guanche, no se sale de lo políticamente correcto, y es en este sentido, su discurso, un discurso nítidamente hijo de la «cultura de occidente», esto es: responde, acaso inconscientemente, a las directrices ideológicas del Imperio en su afán de cercenar la individualidad de las pluralidades culturales en un multiculturalismo amorfo. Estoy pues, por decirlo así, por la «pluralidad cultural», que es el fatum, lo real, lo que existe, y no por ese «multiculturalismo» ni con «el diálogo respetuoso de civilizaciones» que, junto con «la multiculturalidad planetaria» (¡menuda amalgama!){1} hace del fatum de las diferentes culturas y de su normal enfrentamiento una ficción puramente ideal.

Al fin y al cabo, no sería la primera vez que una civilización se hunde o desaparece, baste pensar en el Imperio Romano{2} o las civilizaciones más antiguas de Grecia, Mesopotamia, Egipto, Asia, &c.

En ellas, los individuos o grupos dominantes no trataron nunca de salvar a «toda la especie humana»; antes bien, buscaron siempre su perseverar frente a otros. La tesis central de Walbank en la obra citada, recoge, si no recuerdo mal, el hundimiento del Imperio Romano por motivos puramente egoístas e individuales como fue la huida del patriciado al campo para no pagar impuestos a la metrópoli, a Roma.

La crítica que aquí trataré de llevar a cabo irá dirigida al resto del discurso de Jesús Guanche, esto es, a su «multiculturalismo», o mejor: al multiculturalismo que yo creo ver en él. Aunque la crítica al multiculturalismo ya ha sido hecha muy concienzudamente, claro es, por otros.{3}

Es evidente que una ética «calificada de universal» forma parte de la ideología de «occidente» para enfrentarse así mejor a otras culturas, y que el mero hecho de aseverar que nuestra cultura es universal no es más que una defensa y ofensa de nuestra particular cultura. Una simple afirmación ideológica y agresiva de su pretendida hegemonía (cosa que a mi modo de ver, es muy cierto).

Lo que espanta a los partidarios del Paraíso perdido es la constatación del hecho que consiste en saber que toda cultura o civilización superior, esto es, más dominante, tiende normalmente (¡naturalmente!) a integrar o a eliminar a toda cultura o civilización no dominante.

2. Para empezar, no podemos admitir como un acierto es esta aseveración de Jesús Guanche:

«Hay que fomentar la necesidad de conocer el legado ético a partir de la multiculturalidad planetaria e incluyente de pueblos portadores de culturas muy diversas, tanto escritas como orales, con una amplísima variedad lingüística, clave para la construcción y transmisión de las ideas, aunque no siempre esas lenguas sean traducibles en el sentido que el emisor quiso darle respecto del contexto en que el receptor tuvo la ocasión de interpretar. Desde este punto de vista, el diálogo respetuoso de civilizaciones resulta imprescindible.»

Este «legado ético a partir de la multiculturalidad planetaria» es lo idéntico a la «cultura de universal patrimonio» magistralmente criticada por Gustavo Bueno en El Mito de la Cultura, que, como bien dice él, parece «la elevación del disco botocudo a la condición de contenido cultural universal.»{4} La ética, como una cuestión individual, sería aquí confundida con la moral, cuyos contenidos son sociales. No hay ni una moral, ni menos aún una «ética multicultural planetaria». Eso es únicamente una forma ideológica y particular de la pretendida hegemonía de una cultura en su afán (cuya legitimidad es corroborada si acaso por su mismo fatum) de ser católica, universal.

Si las culturas son «muy diversas», mal podrá darse un proceso «incluyente» de todas ellas en una cultura de «universal patrimonio», inclusive, valga la redundancia, de la imposibilidad real de una traducción «en el sentido que el emisor quiso darle respecto del contexto en que el receptor tuvo la ocasión de interpretar». Sencillamente, la cultura, o la civilización, o como queramos llamarla ahora, no se reduce a una traducción lingüística, sino a muchos otros contenidos entre los cuales el más importante sea acaso la tecnología... y quiero presumir que una «traducción» del corpus mínimo científico para entender cualquier técnica moderna de nuestra «civilización occidental» por parte del chiapateca o del botocudo ha de pasar por su integración plena en alguna universidad de la «cultura occidental» nuestra, con lo que dejará de ser chiapateca o botocudo transformándose en un ciudadano nacional. A partir de ahí, sí que es plausible un «diálogo respetuoso de civilizaciones» porque en realidad ese es el único diálogo posible entre culturas diferentes. Si luego esos supuestos sujetos quisieran seguir mostrando «su cultura» (el disco botocudo) a los turistas, podrán hacerlo con entera libertad... pero esa muestra, aparte de ser un anacronismo, no pasa de ser ella en si misma un rasgo de «occidentalización» y de supeditación de su cultura en crisis y en trance de muerte a la cultura dominante que es la que, violentando sus ancestros culturales, les posibilita una verdadera traducción plena a la técnica por medio de su completa integración... «occidental».

Claro es que la técnica o «la civilización técnica» no es tampoco ella un universal que nos haga a todos iguales. Usando la misma técnica, más o menos, no somos los mismos ni tenemos la misma cultura los españoles que los franceses o que los italianos o que los cubanos. Las diferencias esenciales vendrían determinadas y delimitadas por la política, por el Estado. Y se pueden usar técnicas idénticas con fines muy diversos como diversos son los intereses de los diferentes Estados. Si he sacado a colación a la técnica, es porque ella, como rasgo notable de la «cultura dominante», es la que mejor muestra que el hombre «se ha desprendido de los vínculos de la naturaleza...alzando la mano contra su propia madre»{5} En este sentido es muy cierto que, como bien dice Spengler, «todas las culturas son otras tantas derrotas».

¿Como habríamos de casar la igualdad de derechos sociales y políticos sin que el botocudo mande su disco al garete y se ponga a entender la física nuclear si pretende con ello llegar a ser un buen «físico nuclear»?, o sea, un buen ciudadano de su Estado-Nación. Jesús Guanche nos dice que: «el diálogo respetuoso de civilizaciones resulta imprescindible.» ¿Respetuoso con el disco botocudo? ¡Sería una pura irrisión el ver a un físico nuclear con un disco botocudo en la boca!

Lo bueno de Jesús Guanche es que cree que es posible un juicio de las otras culturas desde alguna otra misteriosa posición diferente a la visión de nuestra cultura. Dice:

«No es posible seguir evaluando las culturas de los otros sólo desde los juicios éticos del occidente judeo-cristiano, que no ha sido ejemplo de adecuadas relaciones interactivas y equilibradas con el ecosistema, ni contemplar inertes que otros juzguen nuestras culturas sólo desde sus respectivos contextos culturales.»

No sé cómo Jesús Guanche se lo hace, ni qué cultura es la suya, pero a mi me es por completo imposible como español que soy tener una visión botocuda ni comprender la visión que un botocudo pueda tener de nosotros los españoles. Por otra parte, suponer que unas «adecuadas relaciones interactivas y equilibradas con el ecosistema» de esa pretendida cultura universal o «multiculturalidad planetaria» nos llevaría al absurdo de una cultura erewoniana en cuyos «procesos productivos» no existirían los «procesos destructivos» aparejados con ella, por parafrasear a Marx, como así ocurre cuando la cultura corresponde a pueblos en la edad de la piedra, ahora ya inexistentes o irrelevantes. Todo esto hace de esta visión armoniosa un mero deseo pío, suponiendo a la pietas como el amor a la humanidad entera, y no como verdaderamente hay que entenderla, como la entendía Cicerón, como amor a la Patria y para cualquier otro con quienes nos unan vínculos de familiaridad,{6} los dioses lares y las particularidades de la propia cultura; dioses y particularidades que no pueden soportar a dioses extraños ni a particularidades lejanas.

Sería entrar a repetir cansinamente lo que ya está más que escrito y a disposición de quién quiera informarse. Así, podemos sólo recordar, que la tolerancia predicada por el multiculturalismo como «cultura universal», como «adecuadas relaciones interactivas y equilibradas... con el ecosistema», esto es: y de las culturas entre sí, entra de lleno en la crítica que hace Bueno al constatar el fatum de las culturas de los pueblos des-graciados por oposición a la «cultura universal» agraciada enfrentada a ellos.{7}

Ya he subrayado que tengo por asumidos los problemas ecológicos que conlleva nuestra «cultura industrial». Pero lo que me interesa remachar es el confusionismo de Jesús Guanche. Nos dice:

«Tampoco es absolutamente aceptable considerar que «La humanidad se embarcó sin saberlo en el peligroso experimento de alterar el clima del planeta». Nuevamente puede observarse una implicación ética en este juicio. ¿Cómo es posible achacarle a la humanidad el experimento, con sus milenios de existencia histórica, cuando este es un proceso tecnológico que se acelera en los últimos dos siglos?, ¿Es acaso la cultura humana responsable de estos fenómenos o sólo esa parte de la cultura capitalista y el despertar de la sed insaciable de ganancias hasta crear las condiciones tecnológicas capaces de hacernos desaparecer como especie?»

Lo perfecto es el ser que hay. No el ser que se imagina Jesús Guanche. La «cultura humana» es algo tan místico y difuso, tan irreal por su falta de codeterminación, qué poco podemos hacer con esa pseudocategoría. Pero adaptándonos a su terminología, se nos ocurre pensar que la «parte de la cultura capitalista» y su «sed insaciable de ganancias» no es desde luego «parte» de la cultura de los primates inferiores o de cualesquiera otra especie, sino que es la «parte» más dominante de la actual «cultura humana nuestra», la cultura que emerge con el Homo Sapiens Sapiens y de ninguna otra, es el alzar la mano contra nuestra propia madre, (la Naturaleza) de Spengler, sin que por ello tengamos que caer en mistificar a la Naturaleza (como si nosotros en tanto humanos modernos no fuésemos «naturales», como si fuésemos un aborto, un engendro «antinatural», como si fuésemos el puro pecado de haber nacido de Calderón).

«¿Cómo es posible achacarle a la humanidad el experimento, con sus milenios de existencia histórica, cuando este es un proceso tecnológico que se acelera en los últimos dos siglos?», se pregunta Jesús Guanche. Y es que lo genuino y lo lleno de pureza es el estado primigenio que subyace en esos «milenios de existencia histórica». Este romanticismo es tan pueril que olvida incluso no sólo el hecho de la falta de historia (escrita cuando menos) de esos milenios, sino que da por supuesto que la creación o la conservación del fuego al frotar dos palos en la edad de la piedra no es causa concatenada (aunque por supuesto inocente) de las bombas sobre Hiroshima y Nagasaky. La transmisión cultural es buenísima mientras no alza su mano contra su propia madre... Cuando esa transmisión nos conduce a callejones sin salida evolutiva (cosa plausible), ya no es ni buenísima ni es por completo «humana»... entonces se transforma en «sólo esa parte de la cultura capitalista», como si la llamada cultura capitalista (sic!) no fuese tan humana como la «cultura socialista» o cualquiera otra (idea confusa) como actividad (operatoria) propia del homo sapiens.

«El respeto al otro desde la diversidad cultural» no es otra cosa que la aceptación de «que somos parte de esta gran cultura latinoamericana y caribeña, la que obviamente incluye a todas las culturas nacionales y a sus particularidades locales.»

Pues aunque la cultura –como sabía Cicerón– es sobre todo el culto y la cultivación de las propias costumbres ciertamente particulares del grupo (en este caso sería el grupo latinoamericano)... no se comprende cómo puede ser conciliable en una amalgama tan grande la diversidad cultural, la pluralidad de culturas, con el multiculturalismo, con aquella «multiculturalidad planetaria», que es sólo la homogeneización cultural, su amorfismo, su «ética multicultural planetaria» (Guanche), que, como bien ve Giovanni Sartori, es únicamente «una teoría de la sociedad multigrupo entendida para negar la primacía del Estado»,{8} y por tanto, digámoslo de paso, una teoría del Imperio... capitalista y neoliberal.

Como las culturas no son sujetos corpóreos ni sujetos de derechos políticos, no tienen por que respetarse ni tienen por que ofenderse. El «otro» ha de ser respetado en su cultura, en sus costumbres, esto es, en su Estado (esto es lo deseable en realidad solamente cuando conviene). Es inadmisible desde el pluralismo cultural el respeto de la práctica del «vudú caribeño» a la vez que se han de respetar los derechos políticos y sociales de hispanoamérica, perdón, de latinoamérica, con su catolicismo, sus toros y sus peleas de gallos (¡iberoaméricanas!). Unas culturas –o vestigios de ellas– no pueden ser integrados en la cultura dominante por muy «afrocaribeñas» que las queramos llamar. Y es que no existe esa pretendida «diversidad cultural»... como lo que «constituye esa parte esencial de la unidad de la especie humana», sencillamente porque la «especie humana» no es homogénea culturalmente, o dicho de otro modo: su homogeneidad como especie biológica no le viene de su pluralidad cultural. Dice Jesús Guanche:

«La cultura, como cualidad esencial de lo humano, si está desgajada de los procesos de desarrollo evolutivo (incluida obviamente la aceleración revolucionaria), regresa e involuciona históricamente y por lo tanto se deshumaniza...»

No veo cómo podría estar la cultura «desgajada de los procesos de desarrollo evolutivo» por mucha imaginación que queramos meter en el asunto. El proceso que nos ha llevado a alzar la mano contra nuestra propia madre la Naturaleza es un proceso evolutivo único, es el que tenemos y en el que estamos. No hay otro. O por lo menos no ha habido otro para el Homo Sapiens. Nuestra cultura se desprende de las potencialidades de ese desarrollo evolutivo, no al revés.

Tampoco veo como es posible esa «involución» histórica, ni como, tal cosa, si fuera real y posible, nos «deshumaniza». Uno es humano haga lo que haga... y si el planeta entero se va al garete (¡que los dioses nuestros no lo quieran!) ello sería una obra eminentemente humana. Ninguno de los primates o póngidos sería capaz de tal horror o cosa.

«... El desarrollo, entendido como necesidad humana de avanzar de las formas más

simples de organización socioeconómica hacia otras más complejas, es –por encima de cualquier concepción– un desarrollo cultural. Sin embargo, la poderosa acción del desarrollo identificado con el crecimiento económico y subordinado a las decisiones políticas, ha convertido a la economía en uno de sus principales enemigos, pues esta se ha impuesto como fin en sí misma y no como medio al servicio de los seres humanos y sus culturas, lo que también ha conducido a la más aberrante deshumanización.»

Jesús Guanche se contradice constantemente y nos lía sobremanera. Si el desarrollo es «avanzar de las formas más simples de organización socioeconómica hacia otras más complejas, y es «por encima de cualquier concepción un desarrollo cultural», lo que es muy cierto, ello es lo mismo que «identificar el crecimiento económico y su subordinación a las decisiones políticas», incluso como «fin en si mismas», con la cultura; esto es, es también eso un «desarrollo cultural»... Pero eso de «el fin en sí misma y no como medio al servicio de los seres humanos...» es una gratuidad que Jesús Guanche entromete. Esto es innecesario, pues la economía o el «crecimiento económico» es ciertamente una actividad puesta al servicio de los seres humanos... y sus culturas (lo gracioso es que tal actividad se la supusiera puesta al servicio de seres no humanos, ángeles o demonios o cosa similar!). De esto cuando menos no tendrá ninguna duda ningún acaudalado capitalista, que no por ser capitalista deja por ello de ser humano. Él, el capitalista, no llamaría a la mercantilización de la cultura la más aberrante deshumanización. La cultura dominante (la manida «cultura burguesa») es la dominante porque domina y así debe ser hasta que no sea relevada como grupo por otro grupo o clase que a su vez domine.

La subordinación de la cultura a las decisiones políticas ha sido un hecho fáctico siempre y debe seguir siéndolo. El acto cultural por antonomasia es la decisión política, el Estado. El Estado o el Orden social. Nuestros manes y dioses lares, la pietas de Cicerón, nada tienen de tolerantes respecto a los Baal y los Moloc de Cartago.

Y es desde el Estado y en el Orden social, desde el que la cultura se desparrama distributivamente para afianzarse como particularidad frente a otros, frente a los otros Estados aún y sabiendo de sus relaciones, influencias recíprocas, anulaciones, &c. El reconocimiento de la particularidad cultural es la otra cara del reconocimiento de los otros Estados. El multiculturalismo viene a ser el desvaimiento o la evaporación del Estado: el multiestatalismo o gobierno mundial utópico de un mundo sustancializado e idílico.

La crisis del Estado Nacional moderno es la crisis de la cultura, de su cultura, de nuestra cultura. Su resolución histórica o evolutiva es el Imperio... y una de sus principales manifestaciones culturales –en tanto ideología– es la tolerancia y la amalgama cultural en unidades «supraculturales», en las cuales el pluralismo existente (pues que hay diversidad de culturas es perogrullesco) tiende a desdibujarse en el multiculturalismo, en una «cultura de universal patrimonio» y en un relativismo que, junto con la aceptación de dos espadas en la misma vaina o de dos Daríos en el mundo hacen de la cultura un «deber ser» de aquello que no es... pero debió serlo. Puro espiritualismo.

Ni la cultura ni nada humano es un Alfa y un Omega, un destino bello: «El desarrollo de la cultura es multilineal, como ocurre con el desarrollo de las estructuras zoológicas. No cabe hablar de una 'línea ascendente y continua de evolución (o de progreso)' sino de líneas diferentes, aunque, eso sí, llamadas tarde o temprano a confrontarse mutuamente. Y esta confrontación es la que obliga a poner en duda el relativismo cultural, basado en la 'identidad megárica'.» dice Bueno.{9}

Pues megárica me parece a mi la «visión intercultural del planeta» de Jesús Guanche, «que tiene que asumir el pluralismo como parte de su esencia cotidiana y como perspectiva habitual de subsistencia en el futuro

Esa visión intercultural del planeta se acerca más al multiculturalismo megárico por cuanto no establece entre ellas su rasgo mas notable, a saber: la mutua confrontación cultural que se da en el fatum de la realidad plural material.

La mano con la que Jesús Guanche acaba su artículo, es, como todo lo humano, ciertamente una mano ambivalente, «esa mano mediante la que somos capaces de manifestar ternura y violencia, precisión y torpeza», sí, muy cierto es. Pero eso no debe hacernos olvidar que toda relación cultural es en el fondo una relación política: esto es, una clara distinción del amigo/enemigo de Carl Schmitt. No hemos de confundir el pluralismo realmente existente con una amalgamación multicultural ni con un respeto o tolerancia sin límites{10} hacia las culturas mas o menos lejanas a la nuestra. Sartori no cree en la contraposición schmittiana del amigo/enemigo aunque «tampoco logra creer en el otro extremo, en la difusa apertura cosmopolita auspiciada por el último Dahrendorf». «La alteridad –dice Sartori– es el complemento necesario de la identidad: nosotros somos quienes somos, y como somos, en función de quienes o como no somos. Toda comunidad implica clausura, un juntarse que es también un cerrarse hacia afuera, un excluir. Un 'nosotros' que no está circunscrito por un 'ellos' ni siquiera llega a existir.»{11} Esta es la correcta «visión intercultural del planeta»... a mi modo de ver.

No es necesario, sin embargo, ser un fanático excluyente al estilo de un León Bloy para creer que «la unidad en la diversidad» no es lo más racional o conveniente de la pluralidad cultural. No es posible (casi nunca) unir el disco botocudo con los intentos de la fusión nuclear, ni es posible el mirar con tolerancia el burka afgano o el taparrabos del nómada de la selva venezolana junto con los derechos sociales y políticos surgidos de la Ilustración y de la Revolución francesa. Podremos comprenderlos étnica y etológicamente, pero no podremos desde nuestra «cultura occidental» convivir con ellos. Y encima, nuestra visión, la comprensión nuestra, nuestra etnología y nuestra etología, no podrá jamas ser la visión de ellos...a menos que no dejen de usar el burka y el disco botocudo y se hagan ciudadanos normalizados de sus respectivas Naciones, (lo que comporta que sus Naciones normalicen sus mores respecto a la cultura dominante). La visión nuestra, esta que expresamos ahora en español, podrá com-prenderlos... esto es: limitarlos, delimitarlos, integrarlos... lo que no hará nunca esta nuestra visión es amalgamarlos en nosotros a través de nuestra amalgamación en ellos. Eso no es visión, sino ceguera o Comunión de todos los Santos. Vale.

Nota

{1} Jesús Guanche Pérez, «Hacia una ética de la identidad y la convivencia», El Catoblepas, nº 20, página 11.

{2} F. W. Walbank, La pavorosa revolución. La decadencia del Imperio Romano en Occidente, Alianza Universidad, Madrid 1978.

{3} Bástenos para nuestros propósitos la obra de Giovanni Sartori, La Sociedad multiétnica. Pluralismo, multiculturalismo y extranjeros, Taurus, Madrid 2001.

{4} Gustavo Bueno, El Mito de la Cultura, Prensa Ibérica, Barcelona 1996, págs. 13, 14 y 17. Es innecesario repetir aquí las conocidas tesis de Bueno sobre el concepto oscuro de cultura y como un «mito oscurantista» la idea misma de cultura. Ver sobre la idea confusa de cultura el artículo de Gustavo Bueno en Diario 16, Madrid, sábado 8 de febrero de 1992. Y además veo de utilidad la lectura del artículo «La idea de Cultura: el tema de nuestro tiempo», de Encarnación Olias Galbarro, El Basilisco, nº 32, en el que analiza las tesis de Ortega y Gasset contrastándolas con las de Gustavo Bueno.

{5} Oswald Spengler, El Hombre y la Técnica y otros ensayos, Austral, Madrid 1967, pág. 33.

{6} Cicerón, De inuen, II, 22. Citado por Manuel Segura Moreno en la pág. 168 de la Vida de Agesilao, de Cornelio Nepote (Gredos, Madrid 1985). Que toda cultura dominante es integradora de las otras más débiles con las cuales tropieza, es un hecho real al cual hay que mirar de frente sin tener que caer forzosamente en un apologismo irracional. La cultura militar, por ejemplo, común a todas las civilizaciones como una parte nada desdeñable de la cultura general de un Pueblo, de una Nación, demuestra su capacidad integradora más al completo que cualquier otra parte de la cultura porque ella fue diseñada para el caso extremo del «roce» entre Naciones y Culturas. En ella el «el diálogo respetuoso de civilizaciones» sólo puede ser aquél consenso temporal qué sólo vale mientras conviene. El viejo dicho de Epaminondas: «Quienes quieran disfrutar de una paz duradera, deben estar preparados para la guerra» tiene su pleno sentido como capacidad integradora frente a los pacifistas que tratarían cual un Meneclides de ir preparando la esclavitud futura y el sometimiento a otros a través de la paz y la desintegración. (Cornelio Nepote, Op. cit., pág. 150.) Sobre el papel integrador de la cultura militar: Kenneth E. Boulding, Las tres caras del Poder, Paidós Ibérica, Barcelona 1993, pág. 180 y ss.

{7} Gustavo Bueno, «El reino de la Cultura y el reino de la Gracia», El Basilisco, nº 7 (segunda época), pág. 56.

{8} Sartori, Op. cit., pág. 27. El capítulo se titula muy a las perlas: El empobrecimiento del concepto. Allí dice Sartori: «Pluralismo no es ser plurales... La homogeneización cultural del multiculturalismo... no es más que una operación que yo llamo de evaporización de los conceptos, o sea, de destrucción de las ideas claras y distintas.» (pág. 29). Para Sartori –y para nosotros– todo multiculturalismo que «reivindica la secesión cultural, y que se resuelve en una tribalización de la cultura, es antipluralista» ...ya que la tribalización es lo opuesto a la integración cultural, económica, política, &c. propia del roce intercultural.

{9} Gustavo Bueno, El mito de la Cultura, Prensa Ibérica, Barcelona 1996, pág. 195. Sobre las «identidades megáricas»: «Identidad cultural como megarismo: Relativismo cultural. La idea de identidad cultural de una esfera concreta ha de ir referida a un sustrato definido. La concepción de la multiplicidad de culturas o identidades culturales equivalentes en dignidad y valor pone entre paréntesis los contenidos de las culturas equiparadas, ateniéndose sólo a la forma supuesta de la identidad cultural. El «relativismo cultural», en tanto se opone al postulado de una cultura única, hegemónica, universal, no es sino una forma de megarismo cultural (los megáricos imaginaron un reino de esencias inmutables, inconmensurables e incomunicables entre sí), como se ve en las exposiciones de Sapir o Whorf, cuando niegan la posibilidad de traducir los lenguajes de unas culturas a las de otras. El relativismo cultural constituye una absolutización de las culturas, distributivamente consideradas: las esferas culturales se declararán inconmensurables según sus identidades propias (aunque puedan aceptarse interacciones y «préstamos», si van seguidos de asimilación interna); también se declararán incomparables, por ser igualmente valiosas, aunque sean todas desiguales en sus contenidos. El hecho diferencial será interpretado como prueba de una identidad sustancial profunda, pero de índole megárica, incluso en los casos en los cuales ese hecho diferencial sea tan neutro, culturalmente hablando, como pueda serlo, entre los vascos, la mayor frecuencia del Rh negativo o la gran inclinación del orificio occipital (queda fuera de toda posibilidad de sospecha la de si estos hechos diferenciales pudieran ser indicios de «malformaciones genéticas» desde el punto de vista del sistema nervioso o de sus «áreas de inteligencia»). Pero esta interpretación de los hechos diferenciales se explica ideológicamente en función de los presupuestos políticos de independencia, es decir, en función de la voluntad (megárica) de «separación esencial» (que, sin embargo, se propondrá como compatible con la cooperación, solidaridad y buena vecindad). La realidad es que el cambio de los contenidos de cada esfera de cultura es incesante, porque esas esferas no son megáricas: ¿cómo podría explicarse el arte de Goya a partir de un «Genio nacional», español o aragonés, actuando al margen de Tiepolo, de Mengs o de Rembrandt? ¿Cómo podría explicarse el arte de Bach, a partir del «Genio nacional» alemán o turingio, actuando al margen de Couperin, Vivaldi o Albinoni?»

{10} «Somos nosotros, no los griegos de la época de Pericles, los que hemos inventado un sistema político de concordia discors, de consenso enriquecido y alimentado por el disenso, por la discrepancia.» Sartori, Op. cit., pág. 17 y ss.

{11} Sartori, Op. cit., pág. 48.

 

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