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El Catoblepas, número 19, septiembre 2003
  El Catoblepasnúmero 19 • septiembre 2003 • página 2
Rasguños

Peña 21

Gustavo Bueno

Prólogo al libro Peña 21, 25 años de taurinismo,
Grupo Editorial 7, Logroño 2003

Se celebran los 25 años (1978-2003) de la Peña 21 de Logroño. La Peña 21 es una peña taurina, una peña taurina eminente. Y es obligado que en Logroño exista una peña taurina, como la Peña 21, porque Logroño –o Varea, si se prefiere– es acaso el primero entre los lugares de España en el que se celebraron corridas de toros. Es probable que ya se hubieran corrido toros en Oviedo, en la época de su fundador, Alfonso II; no es seguro que el Cid Campeador alancease toros, si nos atenemos al dictamen de don Ramón Menéndez Pidal, que interpreta esta «noticia» como una invención de Moratín. Se sabe que el día de San Juan del año 1144 hubo toros en León, con ocasión de la boda de Doña Urraca, «la asturiana», la hija de Alfonso VII el Emperador. Pero parece seguro que en mayo de 1135, y en presencia del mismo Alfonso VII, con ocasión de su coronación, tuvo lugar en Varea la que muchos consideran como primera corrida de toros de España.

Habría que explicar o justificar, por tanto, la inexistencia de peñas taurinas en Logroño, en el caso de que no existieran, pero no hay que explicar o justificar la existencia de una peña taurina como la Peña 21.

Pero, ¿por qué, supuesto que exista ya la institución de los toros en una ciudad, existen, o conviene que existan las peñas taurinas? Y, muy especialmente, una peña taurina como la Peña 21.

No es fácil responder a esta pregunta. Sabemos que una peña taurina es, por de pronto, una peña, o «tertulia o reunión regular de amigos», se dice. Pero no todas las tertulias o reuniones regulares de amigos son «peñas». ¿Por qué se llaman peñas a algunas tertulias o reuniones de amigos y no a todas? Tampoco es fácil responder. El término «peña» tiene en español antiguo, además del significado geológico de «piedra grande», el significado de «fortaleza» o el de «castillo» (como generalización, acaso, del latín penna, «almena»); pero también la palabra latina penna (que significa «pluma», de donde piel, abrigo, amparo) acabó desembocando en el término castellano «peña». Una confluencia similar se dio en la palabra «real», del español, en la que terminaron desembocando las palabras rex-regis, y res-rei, lo que dio lugar a la ridícula intervención de aquel diputado republicano que pedía suprimir, en un debate parlamentario sobre tributos, los «derechos reales», creyendo que ellos habían sido instituidos por la monarquía, por el rey, e ignorando que los derechos reales son una institución ya romana que tiene que ver con las cosas (res) y no con el rey (rex).

Y todavía se complica más el asunto si admitimos la posibilidad de que «peña» tenga alguna influencia o «contaminación semántica» de «piña» (en latín pinea); en cuyo caso la «peña de amigos» tendría la connotación de «piña» formada por un grupo de personas reunidas para defender algo, acaso desde una fortaleza o desde un abrigo.

En cualquier caso, a estas connotaciones nos atenemos, y no sólo por razones etimológicas, sino teniendo en cuenta la regla según la cual «entender algo es entender contra quien ese algo se ha constituido o sigue constituyéndose». El antagonista, en nuestro caso, no es difícil de identificar: es el «movimiento antitaurino» que viene de muy atrás (por ejemplo, de los Decretos Pontificios, desde Pío V hasta Pío IX) y que en nuestros días se alimenta de fuentes nuevas que muy poco tienen que ver con los Papas de Roma. Pues mientras que los Papas de Roma condenaban las corridas de toros en función de los toreros (los toros, bestias irracionales, casi máquinas, no constituían para ellos especial motivo de preocupación; sus escrúpulos venían del peligro de que un torero, como animal racional, se expusiera a la muerte por simple juego, vanidad o espectáculo), en nuestros días se pretende condenar a las corridas en función del toro.

Y así muchos parlamentarios europeos invocan la Declaración universal de los derechos del animal, adoptada por la Liga Internacional de los Derechos del Animal en 1977, proclamada en 1978 y aprobada luego por la UNESCO y posteriormente por la ONU, que es una declaración cuya redacción parece una parodia de la Declaración universal de los derechos humanos, proclamada también por la ONU en 1948; pero otros lo hacen en nombre de «la Cultura». El día 20 de septiembre del año 2001, al comenzar la corrida en la recién inaugurada nueva y flamante Plaza de Toros de Logroño (el día anterior me había correspondido el honor de pronunciar una conferencia en el Ayuntamiento, en la que tuve ocasión de exponer mi Teoría de la Plaza de Toros), unos jóvenes, provistos de pancartas y de altavoces vociferantes, alborotaban, ante el público que se disponía a entrar en la Plaza, diciendo: «¡Las corridas de toros no son cultura!»

Pero las corridas de toros son cultura, y cultura muy desarrollada y refinada. Podrá irse contra los toros, como podrá irse contra la guerra nuclear o contra la silla eléctrica, pero no en nombre de «la Cultura», es decir, incurriendo en la estupidez más indocta propia de quienes, desconociendo los rudimentos de la antropología cultural, creen decir algo afirmando que los toros, la guerra nuclear o la silla eléctrica, «no son cultura». Serán formas de cultura opuestas a otras formas de cultura, pero en ningún caso son «Naturaleza». Y esto sin perjuicio de que quienes buscan acabar con las corridas de toros, tengan razones, dentro de nuestra «cultura», para pretenderlo.

En cualquier caso, las peñas, que también son, desde luego, instituciones culturales, se definen por sus contenidos, por tanto, por sus contenidos culturales. No es lo mismo una peña de mus que una peña de fútbol. El contenido (cultural) de las peñas taurinas son los toros de lidia y los toreros. Toros y toreros son inseparables en la corrida; pero son disociables: se disociaron hace ya cuarenta años cuando el doctor Delgado «toreó a distancia», con un telemando, a un toro al que previamente le había implantado unos electrodos en el cerebro.

Ahora bien, el toro es más efímero en la corrida que el torero. El toro propiamente sólo dura el día (por eso puede llamársele efímero) de la corrida; el torero permanece muchos días, pero también desaparece al cabo de los años, y sin necesidad de morir en la plaza. Esto quiere decir que una peña taurina, como la Peña 21, que tiene ya veinticinco años de vida, y que sigue viva, no pueda asumir como contenido propio un toro o un torero determinado; estos, a lo sumo, desempeñarán el papel de símbolos de los toros de lidia o de los toreros, en general. Podría decirse, mutatis mutandis, a propósito de una peña taurina, lo que decían aquellos agricultores de un departamento francés cuando fueron a visitar a su Prefecto: «Venimos a visitar al señor Prefecto para agradecerle las atenciones y servicios que viene prestándonos, aunque ya le hayan cambiado varias veces en los últimos años.»

¿Cuál es el contenido (cultural, desde luego) de una peña taurina? El toro de lidia y el torero, es decir, la relación y la interacción entre ambos. La dificultad estriba en cómo interpretar esta relación, esta interacción. Unos la verán como un caso de caza estilizada, otros como un simple juego y algunos incluso como un deporte. En cualquier caso las relaciones entre el toro y el torero se establecen a través del público que llena la plaza.

Yo soy de los que entienden la relación o la interacción entre el toro, el torero y el público como una relación e interacción que tiene mucho de relación o interacción religiosa. Pero quien puede inspirar este significado religioso, en el proceso, es el toro y no el torero.

Y esto no es ninguna novedad. La «mosjolatría» está reconocida por los antropólogos culturales desde hace muchos años, y en función de datos incontestables. En Ugarit, unas tablas ofrecen una inscripción al Dios Baal que dicen:

«Oh, Toro Él, Padre Mío
Oh Tú, que haces las criaturas.»

En la Biblia (no en sus traducciones manipuladas) Yahve recibe en varias ocasiones el nombre de «Toro» (Gen 49,24; Is 1,24; 49,26; 60,16; Sal 132,2.5), aunque los intérpretes sugieren que se trata de una sinécdoque para resaltar el poder o la fuerza de Dios. Pero lo que ya no fue sinécdoque fue el Becerro de oro, con el que Moisés se encontró al bajar del Sinaí, con el Becerro que quemó (lo que para algunos exégetas es indicio de que en realidad ese becerro era de madera, aunque estuviera chapado en oro) y cuyas cenizas obligó a tragar a los israelitas idólatras.

El toro es un animal numinoso, si no divino. Alfonso Tresguerres ha publicado un libro en el que defiende brillantemente esta tesis, para interpretar desde ella a las corridas de toros (Los dioses olvidados, Pentalfa, Oviedo 1993).

Y si esto fuera así, a las peñas taurinas, en general, y en particular a la Peña 21 de Logroño, podría asignársele una función aún más precisa que la que es propia de las funciones defensivas de las peñas o piñas constituidas para mantener viva alguna empresa cultural de importancia amenazada. Las peñas taurinas, y la Peña 21 de Logroño en particular, podrían asumir las funciones propias de una hetería «consagrada» a la promoción y profundización de una institución cultural tan refinada y única como lo es la corrida de toros de lidia. Una institución al margen de la cual, no sólo los toreros, sino también los toros de lidia, dejarían de existir.

Porque es gracias a la muerte, en la Plaza, de los toros, como los toros numinosos resucitan en cada corrida, como resucitaba el toro celeste que envió Anu, a instancias de la enfurecida diosa Isthar, a Gilgames, que logró darle muerte ayudado por Enkidu.

 

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