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El Catoblepas, número 19, septiembre 2003
  El Catoblepasnúmero 19 • septiembre 2003 • página 1
polémica

¿Democracia contra independencia?
¿Tres o cuatro Españas? indice de la polémica

Pío Moa Rodríguez

Segunda parte de la respuesta a Enrique Moradiellos

Como hemos visto, y al igual que Viñas, Tusell y tantos otros, Moradiellos ni siquiera se percata del efecto principal de la intervención exterior en la guerra de España, consistente en la satelización del Frente Popular por Stalin, comparado con el cual el problema de cómo empezó la intervención, o cuántos aviones llegaron, &c., sin dejar de tener interés, tiene consistencia menor. Tan sorprendente «despiste» sólo puede explicarse por un básico desinterés de dichos autores por la independencia de España, la cual tienen por un valor negligible, o al menos secundario, según todo indica.

En apariencia, lo que motiva a estos autores, lo que les permite desdeñar la cuestión de la independencia, y constituye la base de sus enfoques de la guerra, son los valores de la democracia y la legalidad, representados, creen ellos, en la república. En una versión popularizada muy ampliamente, «la cosa es muy sencilla: en julio de 1936, una parte del ejército se sublevó contra un gobierno legal y democrático, salido de las urnas y lo aplastó después de tres años de guerra. Todo lo demás son cuentos o justificaciones reaccionarias». Sin embargo el apego de quienes así hablan a los valores que dicen defender resulta un tanto dudoso, por decirlo suavemente. Basta comprobar cómo pasan alegremente por alto la enorme cantidad de ilegalidades y de ataques a la democracia realizados por las izquierdas desde el principio mismo de la república.

Resumiré brevemente. En 1930, pudiendo acudir a elecciones, los republicanos intentaron alcanzar el poder por un método tan legal, pacífico y democrático como un golpe militar. Fracasado éste, transformaron unas elecciones municipales perdidas por ellos en un seudoplebiscito, y tomaron el poder... que les fue entregado por los propios monárquicos, esto también es cierto. La república se inauguró con una magna y muy simbólica quema de iglesias, bibliotecas, centros de enseñanza y obras de arte. Lo más significativo fue la reacción de las izquierdas. En un primer momento, el gobierno, en lugar de hacer cumplir la ley y perseguir a los delincuentes, los amparó. Y si bien terminó por declarar el estado de alarma, la izquierda mantuvo que los incendios reflejaban el sentir del «pueblo», igualando a éste con unas turbas de facinerosos... izquierdistas, eso sí. No hace Moradiellos ninguna consideración sobre estos hechos tan reveladores, lástima.

Poco después fue impuesta por rodillo, sin consenso en cuestiones básicas, una Constitución que vulneraba las libertades de asociación, conciencia y expresión para los clérigos, reduciéndolos a ciudadanos de segunda, y despreciaba los sentimientos religiosos mayoritarios en la población. La misma Constitución quedó en gran medida invalidada por la Ley de Defensa de la República, que reducía a muy poca cosa los derechos retóricamente asumidos, permitiendo cerrar periódicos, detener sin acusación, deportar, &c. Ley ampliamente aplicada por el gobierno de Azaña, por ejemplo cuando aprovechó la marginal rebelión de Sanjurjo para una persecución generalizada contra la derecha. Tampoco estos datos cruciales merecen la atención de estos historiadores, aparentemente tan identificados con la democracia.

Nuevos y más graves ataques de las izquierdas: en verano de 1933, el PSOE optó por la revolución, rompiendo con la república y tratando de implantar un régimen de tipo soviético. Y en noviembre, la amplia victoria electoral del centro derecha fue rechazada por las izquierdas, empezando por Azaña, el cual planeó dos golpes de estado, no materializados por razones ajenas a su voluntad; y siguiendo por los nacionalistas catalanes de izquierda, con maniobras de desestabilización del régimen y preparativos para una insurrección armada, explotando a ese fin, fraudulentamente, el poder legal que tenían en Cataluña.

Estas agresiones a la democracia culminaron en el alzamiento de octubre de 1934, comienzo real de la guerra civil, con intervención de casi toda la izquierda, sea directamente o apoyándolo política y moralmente. Entonces el partido de Azaña anunció estar dispuesto a emplear «todos los medios» para derrocar al gobierno legítimo, aunque permaneciera luego pasivo al ver la mala marcha de la insurrección. Tal hecho, decisivo y definitorio, suele ser disimulado por los supuestos adalides de la democracia y la legalidad, o calificado de «error».

En febrero de 1936 las elecciones dieron empate en votos, aunque ganara en diputados el Frente Popular, formado por una coalición, casualmente de los mismos partidos que habían organizado o apoyado la guerra civil de octubre del 34. La coalición, aunque dirigida en apariencia por el sector menos extremista, llegaba con un programa revanchista de su fracaso en octubre, y antidemocrático, planeado para impedir la vuelta de la derecha al poder. Ello, repito, los menos extremistas, como Azaña y Prieto, porque los revolucionarios abiertos veían el gobierno del Frente Popular como un expediente transitorio, con vistas a la pronta instalación de un régimen totalitario «obrero».

Fruto de esas políticas, surgió de inmediato un doble poder, el gubernamental y el impuesto por los revolucionarios en la calle, reflejado en innumerables quemas de iglesias, asaltos a sedes, periódicos y domicilios particulares derechistas, en torno a 300 asesinatos en cinco meses, huelgas salvajes y a menudo sangrientas, intensa agitación de milicias, &c. La derecha, angustiada, pidió reiteradamente al gobierno que hiciese cumplir la ley. El gobierno se negó, y las peticiones fueron recibidas en el Parlamento con insultos y amenazas de muerte. De hecho la ley había dejado de funcionar, y el gobierno se deslegitimaba profundamente al no cumplir su más elemental deber de aplicarla. Pero Moradiellos, Juliá y compañía parecen considerar estos hechos tan desdeñables como la independencia de España, y no quieren ver en ellos más que simples alteraciones episódicas. ¿Así entienden la democracia?

Ellos presentan, en cambio, a unas derechas en permanente conspiración contra la república, hasta encontrar la ocasión oportuna en julio del 36. Sin embargo podemos contrastar la actitud de las derechas con la de sus contrarios. Hasta julio de 1936, las derechas mantuvieron una actitud muy mayoritariamente legalista y democrática. No replicaron con la violencia a las brutales agresiones e incendios de mayo del 31, ni intentaron derrocar el gobierno azañista, pese al hostil comportamiento de éste hacia ellas. La excepción a esta conducta fue la rebelión de Sanjurjo, siempre invocada y enormemente magnificada por algunos historiadores, pero no se trató de una rebelión de la derecha, sino de un sector mínimo de ella. Compáresela con la insurrección de los principales partidos izquierdistas en octubre del 34. Durante el primer bienio murieron cerca de 300 personas por atentados o choques políticos, la inmensa mayoría de ellas por acciones de, o en choques entre, las propias izquierdas.

Otro tanto cabe decir del segundo bienio, llamado «negro» por la propaganda izquierdista. Ante el lanzamiento de la guerra civil por el PSOE y la Esquerra catalana, en 1934, la derecha en el gobierno, radicalmente antidemocrática según esos autores, defendió precisamente la democracia y la legalidad republicana, pese a disgustarle la Constitución por su carácter sectario. También vale la pena constatar que cuando la derecha se sublevó a su vez, en julio del 36, el gobierno izquierdista no defendió la Constitución, pues acabó de destruirla al armar a las masas y desatar una revolución que ya llevaba meses desbordando a la sociedad. Estos hechos indiscutibles nada cuentan, sin embargo, para quienes dicen analizar la historia desde la democracia. Pero prueban que, en fin, las derechas no se alzaron en julio de 1936 contra un gobierno legítimo, sino contra un gobierno y unas fuerzas que habían asaltado la legalidad republicana en 1934, luego habían vuelto al gobierno mediante las urnas, pero en circunstancias anormales y con un programa destinado a impedir la alternancia en el poder, y a continuación habían sumido al país en el caos y la violencia.

Digamos de pasada que los autores en la línea de Moradiellos suelen presentar como «errores» –cuando no pueden ocultarlos– los continuos y gravísimos ataques de las izquierdas a las reglas democráticas, incluso las establecidas por ellas mismas, mientras consideran crímenes las transgresiones, incluso insignificantes, si proceden de las derechas. Perversión del lenguaje de corte muy staliniano, por lo demás. Como se recordará, Stalin amaba tanto la democracia que incluso la quería «popular».

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Y a esta perversión intelectual llegan los Moradiellos y compañía precisamente porque su concepción de base no es democrática. Con mayor o menor claridad, sostienen la vieja teoría de que las izquierdas representaban automáticamente al «pueblo», o a «la clase obrera», y aspiraban a realizar transformaciones fundamentales a favor de sus representados, mientras que las derechas representarían los intereses del «dinero», el poder de una oligarquía empeñada en mantener sus privilegios a toda costa. Ahí está el denominador común de las versiones de Preston, de Moradiellos, de Jackson, de Tuñón y de tantos más. Y, por supuesto, de la propaganda soviética.

En ese planteamiento la democracia sólo vale cuando efectivamente sirve al «pueblo». Pero, ¿y si sirve a la despiadada «oligarquía»? Pues, asombrosamente, puede ocurrir tal cosa. Así, una buena mayoría votó al centro derecha en 1933. Este hecho no hay modo de explicarlo desde tales enfoques, máxime cuando ocurrió tras la experiencia reformista del primer bienio que, según ellos, debía haber llenado de satisfacción al pueblo. En todo caso, para esos historiadores lo que cuenta es la supuesta evidencia de que unos representan los intereses populares y otros los reaccionarios, pensaran lo que pensaren los votantes reales, y por encima de consideraciones democráticas «formales»: ¿qué importan los «formalismos» si los intereses del «pueblo» resultan dañados? A quien no ha superado ese modo de pensar, es inútil confrontarlo con los datos de la realidad: los despreciará sistemáticamente.

Entenderemos mejor el alcance de este planteamiento si nos percatamos de que fue, precisamente, el que llevó a la guerra civil, pues así pensaban no sólo Largo Caballero o la Pasionaria, sino también Azaña o Prieto, convencidos los primeros de que la democracia «burguesa» debía desembocar, por las buenas o por las malas, en la «dictadura del proletariado», y los últimos de que la república sólo valía si la gobernaban «los republicanos», es decir, ellos mismos. Si la gente se empeñaba en votar a «los enemigos del pueblo», peor para ella. Fue ese modo de pensar el que sustentó las violencias del primer bienio, la rebelión contra el dictamen de las urnas en 1933, la insurrección del 34, o el caos revolucionario de febrero a julio de 1936 (y son, ahora mismo, los planteamientos que amenazan a nuestra democracia, desde los ataques a la independencia judicial por parte del PSOE hasta el terrorismo etarra, los nacionalismos balcanizantes o las violencias callejeras de las campañas demagógicas sobre la guerra de Iraq o el «chapapote»).

La pretensión de que algunos partidos son «obreros» queda desmentida por el hecho de que cuando han llegado al poder, han privado de derechos a obreros y a burgueses. Ahora mismo, bajo el «reaccionario» y «oligárquico» PP, el desempleo de trabajadores dejado por la administración socialista ha disminuido mucho. En una democracia, los partidos presentan sus programas y soluciones a los problemas sociales, y son sus resultados y no un apriorístico carácter de «clase» el que puede orientarnos sobre su significación.

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Esa concepción ha tenido una cierta remodelación teórica desde hace años en la fórmula de las «tres erres» (reformistas, revolucionarios y reaccionarios) o la «tres Españas», que intenta explicar la evolución española en el primer tercio del siglo XX. La idea arranca, en cierto modo, de Madariaga, cuando supuso la historia de la república como el desgarramiento del centro por las extremas derecha e izquierda, concepción desmentida por él mismo en su exposición de hechos, y que luego desarrolló a su modo Jackson, para terminar consolidándose con Preston y otros.

Para Moradiellos, el elemento general que define la evolución española desde 1919 a 1939 (¿por qué no desde el más significativo 1917, con su huelga insurreccional de las izquierdas?) no es «una mera lucha dual o binaria («una España contra otra») [él me acusa de dualista], sino una pugna triangular que reproducía en pequeña escala la existente en toda Europa (...) Las «tres erres» de esa lucha triangular eran las fuerzas reformistas, reaccionarias y revolucionarias (...) La transcendental peculiaridad del caso español respecto del europeo residiría en que, a diferencia de otros países continentales, en España ninguno de esos proyectos de estabilización en pugna lograría la fuerza suficiente para imponerse a los otros dos de modo definitivo e incontestado». De este guión se ha escamoteado el crucial problema de la democracia, y todo se reduce a una relación de fuerza, al parecer sin reglas. Algo no muy lejano de la lucha de clases a la staliniana, según la cual la verdadera explicación de una guerra civil, por ejemplo, reside en una cuestión de fuerza, siendo secundarios los problemas «formales» de legalidad. Estas visiones globales suelen tener éxito porque parecen ofrecer una cómoda visión de conjunto, pero esa comodidad intelectual choca enseguida con los incómodos hechos.

Así, nos explica Moradiellos: «Durante el quinquenio democrático de la Segunda República (1931-1936) fue alcanzándose un equilibrio inestable, un empate virtual de apoyos y capacidades (y de resistencias e incapacidades), entre las fuerzas dispares de la alternativa reformista (en el poder durante el primer bienio de 1931-1933) y su contrafigura borrosamente reaccionaria (en el poder durante el segundo bienio de 1934-1935). Un empate y equilibrio inestable que hizo así imposible la estabilización del país tanto por la similar potencia respectiva de ambos contrarios (y su compartida incapacidad para reclutar otros apoyos fuera de los propios), como por la presencia de ese tercio excluso revolucionario, enfrentado a los dos por igual y volcado en su propia estrategia insurreccional».

Pero lo importante es que los partidos «borrosamente reaccionarios» (no todos, pero sí el grueso de ellos) procuraron aplicar su «potencia» dentro de los cauces constitucionales, mientras que «los dispares reformistas», con pocas excepciones, los vulneraron gravísima y reiteradamente. Al igual que cuando hablaba de la intervención extranjera, aquí vuelve Moradiellos a «olvidar» el punto esencial. Y sólo puede hacerlo, nuevamente, porque para él y sus afines la democracia no es un valor tan importante como fingen.

El falseamiento de la historia es más burdo cuando identifica a las tres fuerzas «que se habían ido configurando mucho tiempo antes y que habían llegado a cristalizar en organizaciones y corrientes durante la dictadura militar de Primo de Rivera: un monarquismo católico y cada vez más autoritario y ultranacionalista que sostendría la propia dictadura militar entre 1923 y 1930; una corriente democrática que se articularía durante esa etapa sobre la colaboración entre el republicanismo burgués y el movimiento obrero socialista con el refuerzo de los nacionalismos periféricos (sobre todo el catalanista) ; y una tendencia revolucionaria y proclamadamente internacionalista que se aglutinaría mucho más en torno al anarcosindicalismo que al minoritario comunismo de inspiración soviética».

Nuevamente los incómodos hechos destrozan la confortable teoría. Bajo la dictadura de Primo de Rivera no se articuló ninguna colaboración democrática entre el republicanismo burgués y el movimiento obrero socialista, pues este último, como casi nadie ignora, colaboró con la dictadura y de hecho fue un puntal de ella, al renunciar en la práctica a su tradicional revolucionarismo, que le había llevado a la huelga insurreccional del 17 o a la explotación demagógica del desastre de Anual. En cuanto al republicanismo burgués, bajo la dictadura fue insignificante a todos los efectos. Esa alianza se compuso, muy improvisadamente, tras la dictadura; e inmediatamente cometió el «error» de organizar un pronunciamiento militar para imponerse.

Algo parecido ocurrió con la derecha. Hay poca relación entre los partidos derechistas formados durante la república (CEDA, Agrarios, Renovación Española y Falange) y las fuerzas que sostuvieron a Primo de Rivera (entre las que debe incluirse a los socialistas, no se olvide). ¿O pretende Moradiellos que toda la derecha en la república se identifica con lo que él denomina «monarquismo autoritario y ultranacionalista»? No habría mejor modo de no entender nada de la derecha durante la república.

Aún peor queda el sector «revolucionario e internacionalista» que, según él, consistiría en el movimiento anarcosindicalista y en el comunista. En primer lugar, el anarcosindicalismo venía de bastante atrás, había sido una de las causas principales de la ruina de la Restauración, y bajo la dictadura, precisamente, cesó casi por completo en su terrorismo, aunque por entonces naciera la FAI. En segundo lugar, Moradiellos escamotea bonitamente al PSOE entre las fuerzas «revolucionarias e internacionalistas». Dicho partido sólo abandonó su revolucionarismo bajo la dictadura –como la CNT– y después de ella se unió, de mala gana, a los republicanos. Precisamente fue entonces cuando ese partido volvió a mostrarse revolucionario, pues una gran parte de sus dirigentes concebían la república sólo como un paso intermedio hacia un régimen «socialista». Moradiellos sabe –pero calla– que esa postura predominaría bien pronto en el partido, marginando al sector democrático y reformista de Besteiro, para organizar deliberadamente la guerra civil.

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Con estos mimbres ya se puede imaginar el cesto, y no continuaré desmintiendo las distorsiones de Moradiellos porque se haría interminable. Señalaré, no obstante, una falacia clave en la teoría de las «tres erres» o «las tres Españas», como dice Preston, y su acusación de que yo sólo estimo un enfrentamiento entre «dos Españas», estando ahí una clave de mi supuesta mala interpretación de la historia.

La teoría en que tanto confía Moradiellos contiene una falsificación de principio, pues si divide a las izquierdas entre reformistas y revolucionarias, debería hacer lo mismo, por coherencia intelectual, con las derechas, en lugar de aplicar a éstas, en bloque, el término por lo demás confuso y peyorativo, de «reaccionarias». ¿O acaso era lo mismo la CEDA que la Falange, o Renovación Española, o los carlistas? Pues ésta es precisamente la impresión que quieren crear. Ahora bien, los tres últimos partidos aspiraban a derrocar el régimen, al menos después de la quema de conventos, bibliotecas y demás, mientras que la CEDA aceptó, aunque sin entusiasmo, la república, y defendió la Constitución en trance tan apurado y decisivo como la insurrección de octubre del 34 (Desde ese punto de vista, a la CEDA se le podría asimilar, en algunos aspectos, al partido Radical de Lerroux, con el cual terminaría por entrar en coalición). La diferencia es crucial, y olvidarla equivale a falsificar de raíz la historia.

Además, ¿qué significa reaccionario? Se trata de un término propagandístico denigratorio, cuyo único sentido general es el de «contrario a la revolución». Su manipulación lo ha convertido en un término aplicable a casi cualquier cosa, como ha llegado a serlo el de fascista. Un amigo me contaba este chiste referido a las penúltimas elecciones en Vascongadas: «salga quien salga, ganarán inevitablemente los fascistas. Batasuna, ya se sabe, es fascista, según los socialistas, y el PSOE también lo es, según Batasuna. ¿Y el PP? ¡Por supuesto, también fascista, para todos ellos!, y no menos el PNV según para quién. No hay solución». Con «reaccionarios» pasa lo mismo, y basta ver cómo grupos revolucionarios rivales se han aplicado el término entre sí.

Por lo tanto, las derechas en la república deben dividirse, como las izquierdas, en moderadas y radicales, o bien legalistas y golpistas, o algo así. No queda tan ingenioso o publicitario como las «tres erres», pero se ajusta mucho más a la realidad y permite explicarla mejor. Contra la crítica de Moradiellos, yo he distinguido siempre entre las izquierdas revolucionarias y las jacobinas, equiparables a las «reformistas». Por consiguiente, y por usar esa terminología, yo distingo no tres, sino cuatro Españas.

Establecidos estos elementos, obvios para quien me haya leído, debemos precisar la fuerza relativa de esas tendencias. Y lo que vemos no es una equivalencia aproximada entre ellas. Para empezar, en la izquierda el sector revolucionario superaba por completo, en organización e influencia de masas, al el reformista. Al principio no lo parecía, porque el PSOE aceptó coligarse con los republicanos de izquierda bajo la dirección de Azaña; pero, como he indicado, muy pronto adoptó posiciones revolucionarias. Así, al lado de las grandes organizaciones de masas socialistas, anarquistas, y las menores, pero aguerridas, comunistas, los llamados reformistas por Moradiellos, y por mí jacobinos, no pasaban de grupos pequeños, indisciplinados y vocingleros, muy peleados entre ellos, además. Por consiguiente, en la izquierda pesó mucho más la revolución que la reforma, al menos desde el verano de 1933.

Ocurrió justamente lo contrario en la derecha. El sector moderado, que terminaría organizado en la CEDA, tenía un peso incomparablemente superior al de los sectores radicales o golpistas, y así ocurrió hasta bien entrado 1936. Aunque la CEDA tenía componentes autoritarios, se comportó casi siempre como un partido conservador, mucho más respetuoso con la legalidad, en la práctica, que cualquiera de izquierdas, incluidos los más reformistas.

Este contraste entre los componentes de la derecha y los de la izquierda explica, con coherencia y sin los retorcimientos habituales en la historiografía izquierdista, la evolución del régimen. Azaña llegó al poder con el plan, que se mostraría descabellado, de estimular los movimientos revolucionarios pensando en encauzarlas a favor de sus reformas. Terminó siendo arrastrado por ellos. Algunos lamentan que Azaña no se aliara con Lerroux para formar un centro sólido, pero tal alianza era imposible, como creo haber mostrado en Los personajes de la república vistos por ellos mismos. De hecho, la enemistad entre lerrouxistas y azañistas no hizo sino crecer. Por lo demás, Moradiellos olvida que las reformas planteadas por Azaña estaban en su mayoría mal concebidas, fracasaron, y no por culpa de la derecha, y dieron lugar a que su promotor perdiera catastróficamente las elecciones en noviembre de 1933. Luego, tozudo en su estímulo a la revolución con la esperanza de encauzarla, formó en 1936 el que sería llamado Frente Popular, el cual le arrolló y le impidió gobernar. Y fue él, a través de Giral, quien dio el tiro de gracia a la república, con el armamento de los sindicatos.

Esta dinámica terminó por reducir las «cuatro Españas» iniciales a dos: unas izquierdas fundamentalmente revolucionarias y totalitarias (con los reformistas a remolque), y unas derechas antes moderadas y legalistas, pero empujadas por las izquierdas, finalmente, a la rebelión y al autoritarismo. Para julio del 36, la mayor parte de la derecha había dejado de creer en la democracia, o en que ella pudiera funcionar en España. La causa principal fue que quienes más había invocado tal régimen habían sido quienes más sistemática y brutalmente habían vulnerado sus normas, desacreditándolas radicalmente. Lo mismo llegó a pensar una parte de la población muy mayoritaria, a mi juicio, sin lo cual se hace difícil explicar la larga duración del franquismo.

En suma, la república no pereció porque la extrema derecha y la extrema izquierda (reaccionarios y revolucionarios) actuaran en tenaza contra los moderados o reformistas, como tantas veces se dice, sino porque se produjo desde la izquierda, no sólo la revolucionaria, una constante agresión contra las derechas, una constante y violenta rotura del acuerdo de legalidad.

 

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