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El Catoblepas, número 18, agosto 2003
  El Catoblepasnúmero 18 • agosto 2003 • página 2
Rasguños

Campoamor y Ortega

Gustavo Bueno

Prólogo a la edición de las Obras filosóficas de Ramón de Campoamor publicada por la Biblioteca Filosofía en español (Oviedo 2003, 2 tomos, 494+488 páginas)

José Ortega y Gasset (1883-1955)Obras filosóficas de Ramón de Campoamor en dos tomos, Oviedo 2003Ramón de Campoamor (1817-1901)

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Me ha parecido que podría tener interés bosquejar, en el pórtico de esta publicación-recuperación de las obras filosóficas de don Ramón de Campoamor (1817-1901), un paralelo entre su figura como ideólogo-filósofo muy distinguido de la segunda mitad del siglo XIX, y la figura del ideólogo-filósofo, central en la primera mitad del siglo XX, don José Ortega y Gasset (1883-1955). Un paralelo entre figuras semejantes, aunque se considere bien fundado, no implica obviamente identidad, aunque sí, cuando el paralelo no sea meramente analógico, semejanza. Pero sólo desde el supuesto de unas líneas de semejanzas bien establecidas entre figuras tales como la de Campoamor y la de Ortega es posible determinar las diferencias más reales entre tales figuras. No existen dos cosas entre las cuales no podamos establecer diferencias; por ello las diferencias sólo comenzarán a cobrar significado cuando dispongamos de unas líneas de semejanza explícitas o implícitas en función de las cuales puedan establecerse esas diferencias.

Nos proponemos esbozar la naturaleza de las diferencias, a nuestro juicio más significativas, que cabe establecer hoy, a una distancia suficientemente amplia, entre dos ideólogos filósofos españoles de los siglos XIX y XX cuyas obras han llegado plenamente hasta nosotros. Pero, según nuestro supuesto, sólo será posible establecer diferencias que no sean obvias o disparatadas, en todo caso no pertinentes, cuando previamente hayamos fijado las semejanzas utilizables como criterios de pertinencia.

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La primera semejanza entre Campoamor y Ortega la pondremos en la condición, que ambos compartieron ampliamente, de ideólogos-filósofos. Suponemos que toda filosofía es una ideología, si tomamos este término en el sentido ordinario, procedente de Marx, de conjunto de ideas socialmente arraigadas en un grupo social en cuanto se opone a otros grupos. Pero, suponemos también, que no toda ideología es una filosofía. La filosofía, al menos la de tradición académica, en su sentido público, envuelve también un modo peculiar de tratamiento de las ideas que haríamos consistir, fundamentalmente, en el reconocimiento y discusión dialéctica con las ideas opuestas, para lo cual será preciso disponer de un repertorio suficientemente rico, que se nos ofrece precisamente en la historia de las ideas. Se supone que un filósofo público ha de «estar al tanto» de las ideas de su presente, y de la genealogía histórica de tales ideas, por lo menos en sus líneas más generales; tal fue al menos la tradición propia de la filosofía académica, la tradición platónica, que, de un modo más o menos degenerado, subsiste en la filosofía universitaria, llamada a veces «académica» por discutible antonomasia.

Pero tanto Campoamor como Ortega fueron filósofos de tradición académica; incluso ocuparon ambos, aunque de distinto modo, la cátedra de Metafísica de Madrid. Campoamor fue también académico de la Real Española de la Lengua, y en su discurso de ingreso, en 1862, desarrolló el tema: «La Metafísica limpia, fija y da esplendor al lenguaje.» Más aún: ambos pretendieron haber construido un «sistema filosófico»; y, desde luego, defendieron la necesidad de que la filosofía se expresase en forma sistemática. Ortega, en su discusión con Maeztu, llegó a decir que un pensamiento no sistemático es, simplemente, una indecencia.

Más aún. El «sistema filosófico» de Campoamor, como el «sistema filosófico» de Ortega, estuvieron muy influidos por el idealismo clásico alemán; pero mientras que a Ortega habría que relacionarlo principalmente con Hegel, a Campoamor habría que relacionarlo con Schelling, como lo relacionaron ya los editores, en 1901, de sus Obras completas (don Urbano González Serrano, V. Colorado y M. Ordóñez). En el Prólogo que antepusieron a El Personalismo, dicen los editores: «Premeditadamente hemos subrayado "sujeto y objeto de sí misma" (la inteligencia) porque en afirmación tan escueta se descubre el parentesco innegable del pensamiento filosófico de Campoamor con la filosofía de la identidad de Schelling.»

Ahora bien, en el inevitable contexto de la confrontación entre el idealismo y el realismo, las posiciones de Campoamor y las de Ortega son también equiparables, en términos de proporcionalidad. La posición de Campoamor no es en modo alguno la del idealismo trascendental de las formas a priori kantianas (las formas de la sensibilidad, o las formas del entendimiento, difícilmente «localizables» en un sujeto corpóreo); Campoamor está más cerca de esa «positivización» (o psicologización) de las formas a priori kantianas desarrollada por J. F. Fries, no muy lejos de la doctrina de J. Müller sobre la «energía específica de los sentidos». No conviene olvidar que a Campoamor debemos, en esta línea, una célebre «sentencia » que ha sido utilizada centenares de veces por los profesores de filosofía que han querido ofrecer «didácticamente» a sus alumnos de enseñanza media la clave del «giro copernicano» de Kant: «En este mundo... nada es verdad ni es mentira, todo se ve del color del cristal con que se mira.» Y Ortega no estaba muy lejos, con su perspectivismo (que no quiere ser ni idealista ni realista) de este «kantismo positivizado» que prefiere referir las formas a priori no ya aun sujeto metafísico o metahistórico, sino a un sujeto etológico, psicológico, social o histórico, capaz de seleccionar (o cribar) los estímulos procedentes de la realidad mediante las cambiantes conformaciones de su propia subjetividad vital.

Cabe señalar otra semejanza, tan profunda como pertinente, relativa a la «estilística» de las respectivas escrituras sobre asuntos filosóficos «graves»; una semejanza estilística que estaría relacionada, sin duda alguna (y sin perjuicio de particulares factores temperamentales), con la muy análoga implantación social y política que ambos ideólogos filósofos tuvieron en sus respectivas sociedades (en rigor, en la misma sociedad española, vista desde Madrid –Campoamor había nacido en Asturias, pero salió de ella en su adolescencia y jamás volvió a visitarla– en dos épocas históricas consecutivas pero con coordenadas sociales y políticas aún comunes). Una implantación que les movía, o les obligaba, a comportarse dentro de un estilo próximo al «discurso mundano», periodístico y parlamentario. Ambos fueron periodistas a escala nacional (Campoamor dirigió o controló, entre otras publicaciones, El Estado; Ortega controló o dirigió El Sol), ambos gozaron de una gran fama o popularidad (la de Campoamor, según los historiadores de la literatura, sobrepasó incluso a la de Zorrilla) y ambos fueron oradores parlamentarios: Ortega durante las Constituyentes de 1931, Campoamor durante casi todas las legislaturas del reinado de Isabel II y de la Restauración.

La condición de «filósofos mundanos» de Campoamor y de Ortega se advierte, a primer golpe de vista, en la escritura fluida, trasparente –nada escolástica– y sembrada de anécdotas o de citas interesantes, en el momento de tratar de cuestiones de indiscutible relevancia filosófica. Hablando de las dificultades que ofrece la interpretación de los bisontes de Altamira, Ortega cree conveniente recordar a los paleontólogos hermeneutas, enzarzados en las disputas sobre la «magia de fecundación », la reacción que un vaquero serrano de Ávila tuvo al llegar a Madrid y contemplar una exposición en la que se reproducían bisontes de Altamira: «¡Ajo, qué propia está esta vaca pariendo!». Campoamor, en un momento en el que está comprometido con los problemas de la inducción, recuerda la reacción de un viajero francés que, visitando la provincia de Burgos, y tras presenciar después del almuerzo la escena real de un perro que mordía a un labrador, anotó en su cuaderno de notas: «En España los perros muerden a los labradores de tres a cuatro de la tarde.»

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No basta hablar simplemente de la «implantación política» de Campoamor y de Ortega, puesto que también Balmes o Donoso Cortés, o Ramiro de Maeztu o Vázquez de Mella, fueron pensadores que estaban «políticamente implantados». Hay que añadir que las implantaciones políticas y sociales de Campoamor y de Ortega tuvieron coordenadas muy similares. Pertenecientes ambos a familias mesocráticas, pero con cierta conciencia de élite (Campoamor había nacido en una villa asturiana, pero de madre hidalga, y con la potestad de nombrar alcaldes; Ortega perteneció a una distinguida familia burguesa de empresarios, publicistas, &c.); y de hecho mantuvieron durante su vida contacto con las primeras figuras políticas o literarias de su época (María Cristina, la Reina Regente y ex Regente, O'Donnell, Valera, Castelar...; Menéndez Pidal, Azaña, Don Juan de Borbón...). ¿Cómo dudar de la correlación entre esta implantación social y política con la ideología «aristocrática» de Campoamor («si soy un aristócrata –dice Campoamor– algo intolerante en teoría, el público ha hecho justicia a la tolerancia de mi democratismo práctico») y de Ortega (su teoría de las minorías selectas y de las masas)? Ambos militaron, o por lo menos estuvieron próximos, a formaciones políticas muy parecidas, de signo liberal: la Unión Liberal de O'Donnell y después, es cierto, el Partido Conservador de Romero Robledo; pero también Ortega rectificó, tras su experiencia republicana, y se inhibió en la época de la Guerra civil, es decir, se distanció de la II República, a la manera como Campoamor se inhibió y se distanció durante la época del «sexenio revolucionario» (1868-1874) y, en particular, de la I República. Y así como Campoamor, pasada la Primera República, mantuvo su fidelidad a la Restauración, también Ortega, tras la Segunda República, volvió hacia la monarquía encarnada a la sazón en la figura de Don Juan de Borbón, e incluso se acogió a los años más plenos del franquismo, en los que fundó el Instituto de Humanidades y tuvo en sus conferencias a lo más granado de la intelectualidad franquista o falangista: Laín, Tovar, Conde...

Las coordenadas ideológico políticas de Campoamor y las de Ortega son homólogas. Por de pronto, ambos mantuvieron decididamente sus distancias ante cualquier forma de derecha católica integrista. Campoamor, tal como lo vio Alejandro Pidal, era un «pagano rezagado, que no tenía de cristiano más que a su mujer» (una dama irlandesa, católica sincera, hija del cónsul de Irlanda en Valencia –la conoció siendo Gobernador Civil de la provincia– a la que Campoamor acompañaba regularmente a misa –«gasto menos tiempo oyendo misa que oyendo luego en casa los reproches de mi mujer cuando no la oigo»–, incluso en su ancianidad llevándole a la iglesia la silla de tijera). También Ortega, según declaraciones propias, intentó raer de todos los actos de su vida las huellas del catolicismo («Yo, señores, no soy católico, y desde mi mocedad he procurado que hasta los más humildes detalles de mi vida privada queden formalizados acatólicamente»); también estuvo casado con una dama católica no española y también transigió con su deseo de casarse por la Iglesia, suscribiendo, eso sí (sin duda para «formalizar acatólicamente» el detalle privado de su casamiento católico), un documento en el que hacía constar de algún modo que su matrimonio sacramental era debido, no a propia convicción, sino a una «cortesía» para con su esposa. Pero ambos «racionalistas», o «raciovitalistas», tanto Campoamor como Ortega, se mantuvieron tan lejos de la derecha integrista como de las nuevas izquierdas revolucionarias, anarquistas o comunistas. Campoamor y Ortega eran liberales; y los liberales españoles solían ocupar una posición no bien definida, la posición de un «centro », capaz de oscilar unas veces hacia la izquierda y otras veces hacia la derecha. Campoamor, una vez acabado el sexenio revolucionario, se hace del Partido Conservador, y desempeña el oficio de Consejero de Estado; pero, ¿cuántas veces no ha sido visto Ortega, una vez acabada la Guerra Civil, como un burgués reaccionario que, entre otras cosas, saluda con alegría (carta a Marañón) la victoria de Franco en 1939?

El paralelismo entre las actitudes de Campoamor y de Ortega frente a las ideologías igualitarias, en materia de clases sociales o de razas, es evidente; pero aquí no nos proponemos desarrollar en detalle este paralelismo ni otros muchos, no menos interesantes, por ejemplo, los que tienen que ver con la concepción política de España, de su historia y de su futuro.

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Desde la constatación de las profundas analogías ideológicas entre estos dos personajes sobresalientes, en sus siglos respectivos, Campoamor y Ortega, es desde donde podemos intentar definir la raíz de sus iferencias en el terreno filosófico.

Y estas diferencias, a nuestro juicio, no habría que ponerlas, como alguien podría sospechar, tanto en el terreno filosófico doctrinal (por ejemplo, como diferencias entre materialismo o espiritualismo, o entre idealismo o realismo, o entre teísmo y ateísmo...) cuanto en el terreno filosófico-técnico, es decir, en la «maquinaria» o incluso en la «orquestación de efectos especiales» de sus respectivas «Concepciones del Mundo». No porque Campoamor fuese ante todo un poeta, sin formación científica alguna, frente a un Ortega más atento a las novedades de la física o de la biología coetáneas. También Campoamor estaba «al tanto» de las novedades científicas de su época; incluso, como Ortega, que en su juventud se asomó a algún laboratorio histológico de Leipzig, también practicó la Anatomía, y con nota distinguida, como estudiante de la Facultad de Medicina de Madrid.

La diferencia principal entre la filosofía de Campoamor y la de Ortega la pondríamos, en reslución, no tanto en el plano de las diferencias doctrinales entre sus «sistemas respectivos», cuando en la maquinaria o carpintería de construcción de esos sistemas. Sin duda, la «maquinaria» de Ortega es mucho más potente que la de Campoamor; pero, lo que queremos subrayar, es que la diferencia entre las maquinarias respectivas de las que hablamos se dibuja antes en el terreno social o cultural que en el terreno de la filosofía estricta. Ortega fue desplegando su sistema a la par que fortalecía sus «músculos dialécticos» en la dirección que el público le exigía (Husserl, Mommsen, Von Uexkull, Leibniz, Cassirer, Einstein...) –descuidando también aquello que su público no le requería (y de aquí deriva en parte su antidarwinismo y su antimarxismo). Campoamor, desde un liberalismo mucho más escéptico, y con una celebridad ya colmada como escritor, no sintió tanto esa necesidad de fortalecer sus músculos dialécticos.

De hecho las obras filosóficas de Campoamor no alcanzaron, ni con mucho, la resonancia pública que alcanzaron las obras de Ortega, y menos aún la resonancia que siguen teniendo en nuestros días. Pero estas diferencias evidentes dan pie para intentar ponderar hasta qué punto el incomparable mayor alcance que una filosofía como la de Ortega tiene sobre otra filosofía homóloga, como pudo ser la de Campoamor, puede ser debido, no a una mayor profundidad u originalidad en el pensamiento, sino más bien a una mayor preparación en los mecanismos coyunturales de «engranaje» con la temática social y cultural coetáneas. Engranaje que no garantiza, en todo caso, una profundidad de pensamiento mayor, pero sí una más grande capacidad de presencia coyuntural que sólo el curso de los años podrá decidir si es, a cierta escala, efímera o, en todo caso, superficial.

 

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