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El Catoblepas, número 16, junio 2003
  El Catoblepasnúmero 16 • junio 2003 • página 14
Artículos

Notas sobre Imperio y Democracia

Patricio Peñalver Gómez

Este artículo propone una aproximación a la nueva relevancia del concepto de Imperio, así como del presunto nuevo «poder imperial» de los Estados Unidos, sobre el fondo de una preocupación política por las posibilidades y las aporías de la forma «democracia» en el presente

I. Premisas

Empezaré{1} marcando algunas premisas para situar estas reflexiones algo dispersas, unas reflexiones que sin embargo, y por otro lado, tienen la ambición, o acaso la debilidad o la ingenuidad, si quieren, de querer acercarse a los nuevos dilemas, a las aporías de «lo» político hoy, del nuevo destino de lo político hoy. Hoy: en el momento ciertamente convulso en el que nos encontramos, en especial desde hace unos meses, en medio de un movimiento al parecer imparable de la maquinaria bélica de los Estados Unidos en dirección a los lugares estratégicos de control del Medio Oriente. Maquinaria bélica impresionante ya de entrada la que se aproxima a Irak estas semanas, sí, y este hecho estará presente como contexto inmediato de estas consideraciones, ese contexto asediará nuestra reflexión, le quitará en más de un paso pseudoserenidad académica, y no sólo no le «quitará hierro», pondrá hierro. Pero también hay que analizar especialmente en el contexto, la retórica delirante de una imposible, increíble «justificación» de la guerra anunciada. Una retórica, la de esos discursos que preceden a la guerra y que hacen (en el doble sentido: presentan como y convierten de hecho) a ésta «inevitable», que podría recordar el famoso diálogo de los Melios con los Atenienses en el relato canónico de Tucídides.{2} Pero el paralelismo no llega a resultar verosímil sobre todo en un punto: la sutileza intelectual y el realismo analítico del intercambio entre los generales atenienses y los magistrados de la isla de Melos sonaría a chino, o a alguna «sofisticada» (en sentido anglosajón) filosofía a Bush y sus colaboradores, a esos que preparan los discursos preparatorios de la guerra «inevitable». ¿Me atreveré a incurrir en la apariencia de «antiamericanismo dogmático» si añado que barrunto, poco caritativamente quizá, que no menos sordos a las sutilezas que trasmite Tucídides, serían los más de los ciudadanos hoy de la un día gran nación de la democracia? ¿Y ya de paso, se me permitirá exclamar: ¡si Thomas Jefferson levantara la cabeza!?

Sea, pues, mi primera premisa, la de que debemos asumir con plena conciencia el enorme riesgo de generalizaciones y hasta de vaguedades en que puede incurrir el que se propone analizar estos conceptos, «Imperio» y «Democracia», y sus posibles relaciones, cuando se asume, como aquí asumimos, tener a la vista inmediatamente lo que está pasando en el planeta estos meses convulsos. Aquellos conceptos y aquellas relaciones se resisten por principio a ser captados en categorías formales académicas, ya sea de filosofía política o de las sogenannte «ciencias políticas».{3} Obviamente, otra fuente de dificultad en este sentido de resistencia a los códigos académicos más o menos formalmente vigentes, es que también las aproximaciones historiográficas, por así decirlo puramente historiográficas, quedan por debajo de la cosa. O por decirlo más positivamente: una elaboración crítica de los conceptos de Democracia, de Imperio, y de sus relaciones, no puede no producir una reflexión crítica sobre la propia ciencia histórica.

Ahora bien, y esto sería la segunda premisa de la intervención, se impone reconocer que estos conceptos (así como los procesos histórico-sociales y políticos a los que aquellos refieren claro está), y acaso sobre todo, la difícil relación entre ellos, asedian todo pensamiento político responsable comprometido con el presente. Y decimos pensamiento político pensando no sólo en el de los pensadores más o menos profesionales de la política (de algún «área de conocimiento», filosófica o no), sino el pensamiento político que incumbe a cualquier ciudadano responsable de hoy, y que no puede estar menos interesado en lo que pasa en lejanos continentes, por ejemplo en relación con los problemas de la energía (un tema dificilmente marginable en cualquier explicación de esta guerra anunciada llamada «inevitable»), que en lo que pasa en su barrio, que por lo demás puede tener que ver a su vez con mutaciones mundiales en curso, por ejemplo con las nuevas migraciones. Se ha hablado (Ulrich Beck) de una glocalización, término bizarro pero que apela eficazmente a una irreductible complexión de lo global y de lo local.{4} Asistimos todos a un despertar, quizá, de la conciencia ciudadana: y cómo podría seguir ésta dormida, zarandeada como está ahora por una nueva virulencia del poder imperial, y, consecuentemente, muy naturalmente llevada a la exigencia complementaria de una nueva reflexión de la forma Democracia. Al menos, si es que algunos sujetos corpóreos democráticos deciden perseverar en su ser, en su ser democráticos digo ahora.

Una tercera consideración preliminar, más académica. Se percibe en muchos lugares, en la historiografía y en la filosofía política en especial, una nueva manera de explicar, y de evaluar, el tema del Imperio. Novedad a resaltar más si cabe justo por el contraste con el esquema dominante hasta hace poco en la interpretación del Imperio, a saber, el esquema que entiende el Imperio como sujeto o potencia generadora de imperialismo, de expansión depredatoria de unas naciones más fuertes sobre otras más débiles. En esto, en la inflexión de una novedad en la perspectiva del análisis, ha sido resonante el libro de Antonio Negri y Michael Hardt: Imperio (Paidós, Barcelona 2002). En esta obra, desde luego muy discutible en su ecléctico si es que no confuso aparato categorial (donde se «mezclan», por ejemplo, categorías deleuzianas con el «realismo» de Maquiavelo, y sobre fondo de alma franciscana), y discutibilísima también en sus presuntas «propuestas» delirantemente fratercentristas, «marxistas-franciscanistas», hay al menos algo de interés indiscutible: el planteamiento formal del requerimiento de una encuesta sobre el novum de la forma de soberanía en la época de la globalización, en una fase en que el proceso de desconstrucción de las soberanías nacional-estatales parece irreversible. En este nexo histórico la soberanía estaría ligada a un Imperio mundial, cuya especificidad habría que diferenciar formalmente de los viejos imperialismos. Éstos, a diferencia del Empire de hoy, eran movimientos expansionistas de respectivos Estados-Naciones. La época del imperialismo en el sentido riguroso, «moderno» –por cierto un concepto éste que en el momento de sus primeros usos estaba lejos de tener connotaciones negativas, todo lo contrario– es la que se extiende desde 1870 a 1914. La del 14 habría sido una guerra entre Imperialismos, un litigio generado como consecuencia de desacuerdos graves entre las potencias europeas que se disponían a repartir entre ellas la explotación de las materias primas del resto del mundo. El análisis de Lenin sigue siendo en lo esencial válido desde este punto de vista. El Imperio, en cambio, la forma de soberanía de un poder imperial que se autopresenta como el único efectivamente vigente (Orden) y también como el único revestido con la legitimidad de representar una alta vida moral y política (Justicia), es efectivamente otra cosa que aquellos imperialismos que por lo demás no ocultaban su rostro sombrío depredatorio, o apenas. Se entiende que Negri y Hardt comparen el intento de su propuesta con la que hiciera Polibio en su célebre análisis de la génesis y estructura del Imperio romano.{5}

Pero el novum de un Imperio mundial, se lo analice con las tantas veces confusas categorías de Negri-Hardt, o con otras, es por otra parte a su vez un impulso para reconsiderar con nueva mirada histórica los grandes Imperios que en el mundo han sido. No sería ejemplo, por entendernos, de esa nueva mirada el libro reciente de Henry Kamen, lanzado a la palestra justamente estos días con alguna dosis suplementaria de exceso mediático: Imperio (Aguilar, Madrid 2003). El anglocentrismo descarado de esta versión de la monarquía hispánica en su etapa imperial, y el recurso a un genérico, o vago, concepto de «imperio global», limitan de entrada la capacidad explicativa específica de la singularidad histórica del Imperio hispánico. Kamen propone expresamente un paralelismo entre el imperio español durante los siglos XVI y XVII y el imperio de los Estados Unidos desde el final de la Segunda Guerra Mundial, y se centra en «las muchísimas similitudes entre la formación y el mantenimiento de ambos imperios. Las tareas del imperio eran globales y exigían soluciones globales». Queremos poder creer aquí que de eso nada: que nada tiene que ver, ni en su génesis, ni en su estructura, ni en su «ortograma» (por recurrir al término de Gustavo Bueno{6}) el Imperio de la monarquía hispánica por una parte, con el «ensayo» de los Estados Unidos de articular una política internacional abiertamente unilateralista de relación de la única (supuestamente) superpotencia mundial con el resto del mundo, por otra parte. Ensayo éste, por lo demás, de naturaleza todavía por determinar.{7}

La experiencia hodierna de lo que con escaso concepto y con mucho convencionalismo se llama «nueva realidad imperial» (ya sea ésta una nueva vicisitud del imperialismo de siempre como cree mucho izquierdista corriente, ya sea que se asista a una nueva forma de soberanía, la del Imperio, ya sea que se trate de otra cosa) impulsa muy coherentemente a una revisión histórico-filosófica de las configuraciones epocales en las que se ha realizado, de una manera u otra, la idea de Imperio. Y decimos ahora «idea» con énfasis en su sentido transcategorial, y que habría que construir o reconstruir hoy justo a partir de la novedad histórica del último medio siglo (Segunda Guerra Mundial, Guerra fría, Derrumbamiento de la URSS, y desde luego la en buena parte todavía enigmática capacidad de resistencia del Islam al orden capitalista neoliberal mundial). Con nuevos ojos, vemos, debemos ver, por ejemplo el significado de la oposición entre la polis griega clásica y el Imperio persa de los Aqueménidas, o la oposición, más interna ésta, entre aquella polis, de nuevo, y el Imperio de Alejandro Mago a su vez en lucha con los Persas. Y habría que analizar el contraste entre el helenocentrismo fanático del profesor (otra paradoja, pues) de Alejandro, y la no muy atendida atención cuidadosa del Platón político a otras sabidurías políticas, a saberes políticos no generados en la polis, sino en Egipto, o en Persia incluso. Y está luego Roma: díme qué piensas de Roma y te diré quién eres, me gusta repetir.{8} Y seguiría preguntando: dime qué piensas del litigio de los sucesores de la legitimidad del Imperio romano (el Imperio bizantino, la Iglesia católica romana, el Sacro Imperio Romano Germánico), litigio tan ligado en sus orígenes al pensamiento ciertamente operativo que cristaliza por primera vez de manera sistemática en el De Civitate Dei de San Agustín, pero ya invocado en Eusebio de Cesarea, y te diré... Puede afirmarse con cierta facilidad al respecto: una elaboración del concepto de Imperio a la altura del presente histórico, requeriría un repaso riguroso de la teología política medieval, y del juego irreductible de metaforicidad teológica en la génesis y la estructura de las categorías políticas modernas. Un cierto Carl Schmitt ha abierto en esto un campo de cuestiones que la filosofía política no puede secundarizar –y que por lo demás cabe separar nítidamente de las aberrantes posiciones políticas próximas al nazismo del jurista de Plettenberg, como lo prueba o al menos lo sugiere la virulencia de un pensamiento político de amplia sensibilidad izquierdista y emancipatoria que sin embargo no duda en reconocer el alcance analítico de una parte del pensamiento político schmittiano. Lo hemos sugerido en otro lugar: la riqueza polémica de la filosofía política medieval cristiana podría quizá reconstruirse como una desconstrucción efectiva del agustinismo político.{9} Desconstrucción sería ya el proceso histórico mismo en curso, –y no sólo el análisis, de acuerdo por lo demás con una especie de ley general con la que el pensamiento de Derrida nos ha familiarizado–, un proceso, así, en las antípodas de algo así como una evolución lineal desde, digamos, el autoritarismo sacral de la sociedad teocrática, a la libertad política de las naciones modernas. Proceso a examinar justo precisamente en su combate con mil resistencias, ideológicas e institucionales no menos que sociales. El gesto típico del análisis desconstructivo sería su insistencia en la complexio oppositorum tal como ésta en cada preciso contexto histórico se expone. Todo lo contrario de un internalismo, de un «textualismo», de lo que sin embargo se le ha acusado, vulgarísimamente, en medio de la Academia, a los movimientos de desconstrucción: éstos piden antes por el contrario una hiperbólica atención en la interpretación de cada texto o fragmento de texto a sus múltiples contextos. En ese encuadre propondríamos hoy, sería para otro día, una relectura del inmenso Los dos cuerpos del rey de Kantorowicz (Alianza, 1987) y de Dante «lui même» claro finalmente. Por otro lado, la hipótesis de una historia de la filosofía política medieval católica como historia de la desconstrucción en curso del bloque dogmático legado por el agustinismo político, obligaría a otra evaluación del paso de la Edad Media a la Modernidad: la historiografía habitual y sobre todo la representación ideológica difusa de dicho paso en términos de desplazamiento, de enérgica discontinuidad requiere probablemente una amplia revisión. Quiza no, quizá no hubo tanta ruptura, tanto corte entre la Baja Edad Media y la primera Modernidad, o no tanto como se dice. Justo el tema del Imperio, la permanencia de una referencia y hasta de una obsesión de los soberanos europeos por la dignidad imperial, podría ser un índice de lo que ahora decimos.{10} Ya lo hemos indicado: desde hace unos años la historiografía canónica de la Monarquía hispánica en los siglo XVI y XVII ha replanteado formalmente el tema de la naturaleza de ese imperio, que fue el primero en ser efectivamente global o mundial: en él, un tiempo al menos, no se puso el sol.

El hilo del concepto de imperio, o más bien, y si se me sigue, de las metamorfosis más o menos visibles del susodicho concepto, obligaría luego a una revisión de los imperios programados inicialmente como soportes de magnas redes comerciales mundiales. Imperios de navegantes mayormente, como el holandés y el inglés,{11} y de otra manera, el portugués. La categoría que ha generalizado en algunos ambientes Gustavo Bueno, «imperios depredatorios», aplicada a los imperios inglés y holandés, los cuales serían así entendidos como programados esencialmente a la obtención de materias primas y la exportación de productos manufacturados, en contraste con el «imperio civilizatorio» tipificado en el imperio católico de la monarquía hispánica, ilumina el dicho contraste. Pero ayuda menos inicialmente al menos para un análisis necesario (y tanto en el plano ético, como en el moral, jurídico, político y teológico) del terrible lado de sombra de la llamada no sin razones Conquista de América.{12} La naturaleza del imperialismo en la fase en que éste se configuró como máquina implacable de obtención de materias primas para un capitalismo en expansión incontrolable, se da por cosa generalmente conocida. Pero acaso no lo es tanto. El libro de Hobswahn formaliza un esquema que ya muy potentemente había formulado el Lenín quizá más teórico: el de Imperialismo «fase superior del capitalismo».

Pero no se trataba aquí en suma si no de hacer sensible la necesidad, la carencia, de una «teoría del imperio», que esté a la altura de los problemas de interpretación y de explicación aquí y allá sugeridos en la breve evocación de arriba.

II. Droctulf, y cinco conceptos de Imperio

Sugiero un procedimiento pedagógico, a título ilustrativo, para visualizar la primaria equivocidad en los usos del término «Imperio». Imperio podría ser, por un lado, en un extremo, y como quiso una vez Talleyrand, «el arte de poner a cada hombre en su lugar». En ese sentido el gesto imperial es el gesto del poderoso que jerarquiza los poderes, un poder, una arjé o una potestas, que se reviste de la suficiente autoridad, de la bastante auctoritas como para fijar el lugar de cada uno. En el otro extremo de ese uso está el que emplea la palabra para designar más o menos directamente «la» civilización como tal, en su contraste con la barbarie.

Se recordará el fascinante relato de Borges evocado por Anthony Pagden (in Pueblos e Imperios, Mondadori, 2001), «Historia del guerrero y la cautiva». El guerrero del caso es Droctulf, un bárbaro lombardo que en el asedio de Rávena, la ciudad imperial, quedó fascinado por la superioridad arquitectónica, religiosa, política, «cultural», del orden imperial. Tanto que de atacante pasa a defensor del Imperio: «abandonó a los suyos, y murió defendiendo la ciudad que antes había atacado». Claro que esa identificación del Imperio con «la» Civilización (y acaso en especial tal como ésta aparece, emic, al bárbaro que la diviniza) se complica cuando no hay manera, y por mucho que se quiera explotar el enlace quasi-universal, en los pueblos y en las lenguas, de los palabras «otro», «extraño», «extranjero» «enemigo», «bárbaro» (un enlace éste que ha expuesto mejor que nadie Benveniste), de que el otro del Imperio resulte ser un pobre bárbaro. Así cuando del otro lado se percibe, se teme, y hasta se admira, otra civilización. Así por ejemplo y a través de mil signos, incluidas páginas esenciales del Quijote, cabría entender la relación entre el Imperio católico español y el Imperio turco en los siglos XVI y XVII.{13} Es el momento de sugerir que el libro famoso de Huntington sobre el choque de civilizaciones ha sido demasiado rápidamente denostado en muchos foros de pensamiento políticamente correcto, como manifestación de mera ideología occidentalista (eurocentrismo no sería buen término para este americano), y encima irresponsablemente proferida en este nuestro precarísimo orden internacional. Volveremos a él luego.

Lo hemos dicho ya en otro lugar («Contextos de imperio», in Revista de Occidente, nº 259, diciembre 2002, págs. 63-91), y precisamente ante esa aparente equivocidad del término, expuesta ya más que meramente ilustrada en la demostración del «succes linguistique» que le atribuye con buen fundamento a esa palabra Marguerite Boulet-Sautel (en la voz correspondiente del Diccionario Akal de filosofía política; «¡Ah!, pero ¿hay 'filosofía política' francesa?», se preguntó sarcástico ante estos oídos que se los tragará la tierra un representante de la ideología dominante de la clase dominante de la filosofía política universitaria española, más rawlsiana ésta, más neocontractualista liberal que Rawls mismo): el potente esquema tipológico de Gustavo Bueno propuesto en el capítulo III de España frente a Europa (Alba, Barcelona 1999) y cuyo título reza justamente: «La Idea de Imperio como categoría y como Idea filosófica» (págs. 171-239) debería «tenerse en cuenta», es lo menos, para empezar a salir de aquella equivocidad, (o aparente equivocidad: estaríamos según Bueno precisamente ante un término análogo), y también para eludir el riesgo de la tentación de nominalismo perezoso.

No puedo dar por supuesto que sea generalmente conocido por los oyentes esa propuesta. Me permito resumirla aquí sumariamente. Habría cinco conceptos de imperio.

1. Sería el primero, el concepto subjetual de imperio, la facultad del imperator. De acuerdo con este concepto, «imperio» dice «autoridad, capacidad de mandar, poder, poder militar» (Ibid., pág. 184). El componente etológico sería irreductible en toda esa serie de conceptos en los que se difracta ese concepto subjetual de imperio. Precisión importante: este concepto es de «segundo orden», presupone ya constituida la sociedad política. Y el componente de mando, incluso más precisamente, de mando militar que comporta ese imperio, remite a un proceso histórico previo de constitución de la soberanía en sede propiamente política. Se entiende que para Bueno tenga tanta relevancia para este concepto ya la historia política de Roma: «Según lo que hemos dicho, se comprenderá que el concepto subjetual de 'imperio' habrá de encontrar su valor culminante cuando el imperator comience a ser prácticamente el instrumento o la representación de la soberanía (por respecto del Senado, por ejemplo). Es decir, cuando la condición de imperator sea concebida como suprema dignidad. (...) El célebre verso de la Eneida en el que Virgilio define la misión de Augusto (Eneida, VI, 851) –Tu regere imperio populos, Romane memento– es el mejor testimonio del ejércicio del concepto de 'imperio subjetual' en tanto la facultad del Imperio, emanada de Roma y encarnada por el Príncipe, se define, no como un poder arbitrario, sino como un poder dirigido a regir los pueblos y a mantenerlos en su equilibrio eutáxico»(ibid. pág. 186).{14}

2. El segundo concepto de imperio sería territorial, el imperio como espacio de la acción del imperator. De nuevo invoca Bueno el «ejemplo» romano: «Cuando los historiadores de la Roma antigua hablan de las 'fronteras naturales' del Imperio están utilizando, precisamente este concepto espacial-antropológico de imperio. (...) Y, en realidad, el mismo concepto de limes del Imperio, sobre todo cuando se interpreta en su perspectiva emic (como un 'horizonte'), implica también el ejercicio del concepto II del Imperio, porque el limes, o línea fronteriza (constituida por ríos, fosos, muros, desiertos) que separa a Roma del entorno bárbaro, es un contorno o capa cortical que está tallándose y retallándose continuamente por las legiones (ejército del Rin, ejército del Danubio, ejército de Oriente, ejército de África) bajo el mando supremo del imperator» (ibid. pág. 188).

3. El tercer concepto de Imperio lo designa Bueno como concepto diapolítico. Se impone aquí aplicar las categorías ontológicas esenciales de «partes» y «todos», captar la naturaleza diamérica de este concepto de Imperio: «El Imperio, en su acepción diamérica, es un sistema de Estados mediante el cual un Estado se constituye como centro de control hegemónico (en materia política) sobre los restantes Estados del sistema que, por tanto, sin desaparecer enteramente como tales, se comportarán como vasallos, tributarios o, en general, subordinados al 'Estado imperial', en el sentido diamérico. (...) El Imperio diamérico no es por tanto un 'Estado de Estados', y no lo es porque las totalidades centradas no pueden, a su vez, dar lugar, como hemos dicho, a otras 'totalidades centradas' de tipo holométrico. Ahora bien, el concepto de Imperio en sentido diamérico es un sistema de Estados organizado por la subordinación (no por la destrucción) de un conjunto de Estados al Estado imperial» (ibid. pág. 189-190). Imperio equivale aquí entonces a soberanía del Estado primero (del poder primero, del «principio», pues, de la arjé) sobre otros eslabones del poder. Soberanía absoluta, pues. Y en el caso límite, o en una especie de grado cero, imperial sería también un Estado que, aun no teniendo por debajo o subordinado ningún otro, no tuviese, o hiciese todo por no tener, ningún Estado sobre él. Buena parte de lo que significa este concepto se recoge en el concepto común de imperialismo. Bueno introduce en este punto la distinción entre imperio depredatorio e imperio generador (que traduce a su manera la distinción de Sepúlveda entre Imperios civiles e Imperios heriles). El Imperio depredatorio, o también colonial, ejemplificado característicamente por los imperios coloniales inglés y holandés, está orientado a la mera explotación de los pueblos sometidos, a los que o bien se les destruye o bien se les matiene en estado de salvajismo; mientras que el Imperio generador (Roma, el Imperio hispánico), no desde luego sin hierro y violencias, está determinado esencialmente a lograr un desenvolvimiento de los pueblos sometidos como sociedades políticas de pleno derecho. La independencia de las repúblicas generadas por el Imperio hispánico habría sido culminación coherente del «programa» (digamos etic) de aquel Imperio.{15}

4. El cuarto concepto es el del Imperio trans-político, o meta-político. El término es suficientemente expresivo de que se designa ahora una realidad no estrictamente política, algo exterior a la sociedad política, no quita que sin embargo permaneciendo ésta necesariamente supuesta: el Imperio meta-político supone la sociedad política. El punto decisivo está, creemos, en la determinación de la conexión entre la estructura de la sociedad política y este Imperio meta-político que no puede no tener relevancia política. ¿Cuánto de exterior a lo político, si se nos permite alguna barbarie sintáctica, es el Imperio meta-político? Lo meta-político imperial sería por ejemplo, tal o cual legitimación teológica de una realidad imperial dia-política. Así: «La dificultad característica de nuestro asunto la ponemos en este terreno: ¿dónde situar esta 'exterioridad', este 'fuera' de las sociedades políticas ya presupuestas?» (ibid. pág. 195). Ocasión ésta por cierto para denunciar la frívola persistente tendencia de tantos historiadores a mezclar los niveles emic y etic de los conceptos. Así, y con profusión, en las referencias típicas de una historiografía canónica a los Imperios asiáticos del tercer y segundo milenio a.C. Una reconstrucción de la realidad imperial de por ejemplo Sargón requiere hacer entrar en escena a la divinidad Enlil.{16} El libro bíblico Daniel es otro texto, ya más familiar, que pone en escena a Dios, y en este caso de una forma muy singular: Nabucodonosor acoge en su Imperio al Dios extranjero, al Dios judío, al Dios «vivo y eterno por los siglos».{17} Claro que lo imperial meta-político no se agotaría en la efectividad histórica de la Idea de Dios o al menos de una perspectiva teológica. Es más, en un sistema materialista formalmente a-teo –si es que no, o al menos no exactamente o no simplemente a-teológico–, lo imperial metapolítico tendría que estar representado por realidades contantes y sonantes, por ejemplo por la Iglesia romana.{18} El giro desde «fuera del Imperio» a «hacia el Imperio» –que a oídos desprevenidos puede sonar a lamentable repetición de retóricas políticas de la peor especie, y virulentas en España hace unas décadas– viene de una atención realista y razonable a los «representantes de Dios en la tierra». Y así cabe coherentemente decir: «En una palabra, la Idea metapolítica del Imperio, o mejor, el cuarto concepto de Imperio, no lo consideraremos conformado desde la Idea teológica de Dios, sino (para el caso del Imperio de Occidente) desde la Iglesia romana (en la medida en que representa a clases oprimidas de las ciudades y a muchos esclavos y, muy especialmente, a unos Estados ante otros Estados); ni estará conformado desde la Idea filosófica del 'Género Humano', sino desde los bárbaros o desde los pueblos marginados del Imperio y, muy principalmente, desde el pueblo judío. Las corrientes procedentes de estos lugares tan diversos confluirán, y turbulentamente, al desembocar en el Imperio. Llegarán a intercalarse entre sus grietas: el estoicismo, expresión inicial de una perspectiva propia de gentes orientales helenizadas, se extendía por amplias capas del funcionariado de la República y del Imperio, para llegar hasta el propio círculo del Emperador, Marco Aurelio; el cristianismo, recogiendo ideas no sólo estoicas, sino también judías ('ya no hay griegos ni gentiles'), se infiltrará entre las legiones (reclutadas, cada vez más, entre bárbaros), o entre las clases urbanas bajas, y continuará ascendiendo hasta la familia del Emperador Constantino»(ibid. 200-201).

5. El quinto concepto de esta secuencia –que une, en esto Bueno es formal, conceptos «análogos»– es la Idea filosófica de Imperio. Un momento kantiano –hemos querido ver en otro lugar{19}– en esta construcción prima facie más bien hegeliana, y precisamente ese momento kantiano, «finitista», se hace visible en la conexión entre el nivel propiamente filosófico del tema imperial, y la idea filosófica, hegeliana donde las haya, de «historia universal». Quizá el punto decisivo de este momento del análisis, que al mismo tiempo señala con todas las letras lo que hay de aporético en la cosa analizada y en el análisis mismo, está en la declaración de que, desde una cierta perspectiva, la que incorpora dialécticamente expresamente los conceptos diapolítico y metapolítico de Imperio, «la Idea filosófica de Imperio es un imposible político» (ibid., pág. 207; subrayado mío). Lo que no significa claro está que ese tema, que ese nivel específicamente o irreductiblemente filosófico de la idea de Imperio sea irrelevante. La virulencia, y tanto filosófica como política, de la explicación de ese «imposible político» es indisociable de la implacable denuncia de un idealismo culpablemente despistado que operaría más o menos efectivamente en las ideologías cosmopolitistas, en la bandera tan sublime como engañosa de la invocación del género humano como todo armónico, como el conjunto de los seis mil hermanos de la especie humana.

III. Soberanía nacional, soberanía imperial y democracia

«Precisamente porque es un área decisiva y dominante de todo el planeta, Occidente ya no se puede comprender desde hace siglos tan sólo en virtud de sus propias dinámicas: lo que sucede en Occidente tiene sus raíces en el conjunto de los mundos que Occidente domina, dirige o controla. Desde hace siglos ya no es un área geopolítica como las otras: es el centro en el que maduran y se resuelven en procesos económicos, en acción política, &c., fenómenos que proceden de todos los puntos del planeta. Probablemente tan sólo el estudio del Imperio Romano, en su época de máximo esplendor, puede ayudarnos a comprender por analogía esa dinámica, en virtud de la cual todo cuanto sucede en el centro es el resultado de procesos que se producen en el todo.» (Luciano Canfora, Crítica de la retórica democrática, Crítica, Barcelona 2002, pág. 99.)

Nos aproximamos al punto quemante de estas consideraciones declaradamente hantées por las dificultades de todo tipo para una política democrática, y hasta para que simplemente pueda «entenderse» o pensarse qué sería o tendría que ser una política democrática. Intentemos ser intelectualmente honrados, arriesguemos alguna «incorrección política», abandonemos toda perezosa creencia en la «evidencia» de la democracia: y tanto en la evidencia de que algo así, «la» democracia, esté de hecho realizada en al menos unos cuantos Estados del planeta, los marcados por una cultura constitucional (ya sea ésta de raíz europea continental, o inglesa, o la de los «padres fundadores» de los Estados Unidos); como también la presunta evidencia de que sabemos qué es la democracia. Para algún oído ilustrado esta palabra es ya de por sí un oxímoron: ¿pueden ir juntos «poder» y «pueblo»? Y no debería olvidarse lo que Canfora recuerda, que en todo el pensamiento político griego, en el pensamiento político de la sociedad histórica que con buenos motivos invocamos como cuna de la democracia, ésta es sistemáticamente denostada como uno de los tipos de gobierno estructuralmente corrupto. Con alguna exageración cabría decir que la teorización política de Platón y Aristóteles está impulsada por el motivo de dar algunas razones al pavor de la clase dominante en la Atenas del siglo IV a la democracia. Y en el majestuoso narrador imparcial que quiso ser metódicamente el mismo Tucídides, y que ha trasmitido discursos sublimes, los de Pericles y Nicias mayormente, que forman parte del tesoro aureo de la tradición democrática, más de una vez encontramos aquella honda desconfianza del ateniense ilustrado ante la forma democrática.

Hoy las cosa se complica ante una nueva relevancia del Imperio, del tema imperial al menos, si no ante una renovatio imperii efectiva, que no está claro que la haya. Más allá de observaciones casuales y mnalamente empíricas o intuitivas, no está claro que el tipo de gobierno de los Estados Unidos,{20} y tanto en la relación consigo misma de esta nación de entrada internacional, generada en una serie sucesiva y violentísima de capas de migración tras aquella primera de los puritanos, como tampoco en la relación tan abiertamente unilateralista del poder de los Estados Unidos con el resto del mundo. Pero el espectro del imperio asedia desde hace unos meses la vida política internacional, y le complica la vida a quienes están instalados en una cómoda seguridad de que habitan en la zona democrática del planeta. La guerra infame que se anuncia y se justifica como «inevitable» de la administración Bush contra Irak pone hierro a este debate. Y hace temer a algunos, nos hace temer a algunos que uno de los «problemas» de esta guerra, de la manera en que se está gestionando, es que hará improbable la delimitación nítida entre guerra y postguerra. La ideología basura del «ataque preventivo» está ligado en los discursos oficiales de la Casa Blanca a la idea infantil (y peligrosísima como la que más) de que «el» Enemigo de «la» democracia es el Terrorismo planetario. Se contribuye así a dar realidad efectiva amplísima a un Terror, no digo que inventado por sus víctimas, pero que sin esa declaración podría controlarse desde los sistemas de seguridad de una policía internacional. El infantilismo de los actuales dirigentes de los Estados Unidos, no sólo del Presidente reconocido analfabeto funcional, da alas al enemigo terrorista, le asigna la envergadura de «el» Enemigo (fuera de toda distinción política de amigo y enemigo), y lo convierte claro está en imbatible. ¿Qué postguerra, qué paz, podría concebirse ante un Enemigo al que se construye como indestructible?{21} Se lo puede uno preguntar hoy ante la realidad terrible de estos días, de paso ya para terminar a unas consideraciones más tranquilamente académicas con las que concluyo.

En principio la democracia, y por indeterminado que sea el concepto que se tenga de ésta, parece estructuralmente incompatible con la soberanía imperial. En efecto, el sujeto operatorio de la democracia, el ciudadano en sentido riguroso, ya sea el ciudadano hoplita del mejor momento de la democracia eteniense, ya sea el ciudadano del Estado-Nación constitucional moderno, estaría en las antípodas del sujeto sometido a la soberanía imperial.

La contradicción estructural, y funcional, entre la base social histórica de la democracia, y el poder imperial, podría elaborarse críticamente sobre la base de una historia de la polis antigua (a partir esencialmente de los textos de Tucídides y de Aristóteles) metódicamente atenta a ese problema. Cabe pensar que lo que perdió a la democracia ateniense fue su expansionismo, la arrogancia de su arjé a la salida de sus campañas victoriosas con el Persa, su imperialismo talasocrático, la conversión del hoplita en remero.{22}

Hay que intentar creer que la forma democrática «progresa» a lo largo de los procesos históricos que conforman la cultura constitucional de las naciones burguesas a lo largo del siglo XIX. El tema de la esclavitud, de hasta qué punto en líneas generales sería aquella rasgo estructural de las sociedades antiguas, estaría en el centro de esa evaluación. De la que de momento sólo quiero sugerir que sería cuando menos problemática.{23}

Como se sabe, Hannah Arendt dedica el segundo volumen de su magna obra sobre Los orígenes del totalitarismo a un examen de los imperialismos capitalistas. Suele tenerse en cuenta menos de lo que se debiera.{24} Nos importa aquí su análisis de lo que en los procesos que generaron y constituyeron aquellos imperialismos brutalmente depredatorios contribuyó a demoler, a desconstruir si cabe decirlo así, el orden democrático de la Nación-Estado. Leo un pasaje: «En contraste con la estructura económica, la estructura política no puede ser extendida indefinidamente, porque no está basada en la productividad del hombre, que es, desde luego, ilimitada. De todas las forma de gobierno y organizaciones del pueblo, la Nación-Estado es la menos adecuada para el crecimiento ilimitado, porque el genuino asentimiento que constituye su base no puede ser extendido indefinidamente, y sólo rara vez, y con dificultad, se obtiene de pueblos conquistados. Ninguna Nación-Estado podría con la conciencia tranquila, tratar de conquistar a pueblos extranjeros, dado que semejante conciencia procede sólo de la convicción de la nación conquistadora de que está imponiendo a los bárbaros una ley superior. La nación, sin embargo, concebía su ley como fruto de una singular sustancia nacional que no era válida más allá de su propio pueblo y de las fronteras de su propio territorio».{25}

La perspectiva de Arendt, no sólo ya en el tema del imperialismo, sino más ampliamente en su concepción de «lo» político, sugiere una posición muy cautelosa ante el envite de todas formas ineludible de la relación de Occidente con el resto del mundo, con lo que llamamos sin ingenuidad, no ignorantes de la precisa violencia implícita en la expresión, «el resto del mundo». Ciertamente cuando la Arendt publica su obra más célebre «el» problema de Occidente era la guerra fría y la Unión Soviética misma. Es claro que hoy despuntan otros poderes, el Islam, China, tal vez también los «pobres» de este mundo con acceso a formas críticas de conciencia política y emancipatoria.

Se decantan, cabe resumir, tres posiciones.

Sería la primera la derivada de Occidente autodefensivo, apotropaico. Para los que más o menos concientemente se sitúan ahí, «el» problema político básico sería el de regular las grandes migraciones, una política de fronteras. Ésta es la terapia que propone Huntington al problema del «choque de las civilizaciones», tan jaleado en su libro, y para el conocido scholar por cierto los hispanos por ejemplo no son occidentales. El irrealismo de esta posición llama la atención sobre todo por el contraste ante los aires de Realpolitik que quiere trasmitir este analista.

Un Occidente decididamente expansivo sería otra, una segunda posición. Podría construirse sobre bases más o menos comerciales, sobre las bases de un comercio más o menos «justo». Hoy lo vemos manifestarse, bajo el mando de un analfabeto funcional, y fundamentalista cristiano, en fuerza bruta militar.{26}

¿Podrá no ser necesariamente tachada de «idealista» una tercera posibilidad, la de un intercambio crítico, no irenista, de «nuestra» civilización (tan múltiple ella misma, y tan conformada por un impulso autocrítico irreductible) y otras civilizaciones? Un límite habría para ese intercambio, para ese comercio de ideas y experiencias, dirán algunos: el universalismo de los Derechos Humanos. ¿Es mucho preguntar, mucho sospechar, sospechar de la cómoda conversión de ese universalismo en ideología inane en nuestras sociedades, preguntar cómo fue, a través de qué procesos nada lineales, que la conciencia europea alcanzó ese logro, la declaración en efecto de los Derechos Humanos?

Notas

{1} En lo esencial el texto reproduce el curso de ideas de una conferencia dictada el 6 de marzo de 2003 en Almería. Ruego se tenga en cuenta la fecha, por lo que se refiere a las referencias a la guerra «anunciada». Me he permitido algunas digresiones en las notas, añadidas posteriormente.

{2} Remitimos a una edición disponible: Tucídides, Historia de la guerra del Peloponeso (V, 85-116), trad. esp., Antonio Guzmán, Alianza, Madrid 1989, págs. 446-455. Prescindible el comentario de Michael Walzer al comienzo de su demasiado invocado libro, demasiado dependiente de axiomas idealistas, Guerras justas e injustas (Paidós, Barcelona 2001, págs. 30-41). Una aproximación crítica, y muy ilustrada por la familiaridad con la amplísima investigación tucidídea, al diálogo de los Atenienses y los Melios: Luciano Canfora, Tucidide e l'Impero, Laterza, Bari 1991. Pero Canfora apenas reflexiona sobre la traducción, sobre los límites nada inesenciales de la traducción de la arjé del siglo IV antes de Cristo en Grecia por «imperio» sin más.

{3} Dicho sea de paso, y a propósito de la incredulidad o al menos la duda que quieren trasmitir esas comillas: un índice si se quiere externo pero inequívoco del nivel de cientificidad de una ciencia es el mayor o menor miedo a la filosofía de los cultivadores del «area de conocimiento» en cuestión. A mayor «miedo a la filosofía», obviamente, corresponde siempre un menor rigor científico, «categorial». Y el pavor de los cultivadores académicos medios de las «ciencias políticas» a la filosofía, o a que se les mezcle con «la» filosofía, lo puede constatar cualquiera que frecuente esos parajes.

{4} Cf. J. Willms, «Diálogo con Ulrich Beck», in Claves de la razón práctica, nº 124 (2002).

{5} La reseña del libro de Negri-Hardt por Fernando Vallespín («Manifiesto contra el Imperio. El nuevo comunismo posmoderno», en Claves de la razón práctica, nº 127, 2002, págs. 59-65) intenta argumentar, desde una autoautorizada arrogante superioridad académica, una descalificación que resulta en suma muy sumaria. Tanto menos fiable porque en ese, como en tantos otros discursos abrumadoramente dominantes de los «filósofos políticos» universitarios españoles, son visibles las huellas del cegador síndrome ideológico felipista.

{6} Una primera instancia del concepto de ortograma se encuentra en «El impuesto religioso», in Cuestiones cuodlibetales sobre Dios y la religión, Mondadori, 1989. Me llamó la atención sobre la importancia de este concepto Joaquín Robles.

{7} Se consultará el comentario de Antonio Feros, «Dos siglos de imperio», in Revista de libros, nº 74, febrero 2003, con referencia a algunas últimas importantes publicaciones sobre el tema. De Geoffrey Parker se deberá leer o releer ahora El éxito nunca es definitivo. Imperialismo, fe y guerra en la Europa moderna, Taurus, Madrid 2001. También, el estudio, pero no sé ya sin permiso de los historiadores de ahora, el viejo España y el Imperio, de Bodan Chudoba (Madrid 1957). Por lo que se refiere a la naturaleza del sistema político de los Estados Unidos, va ya dicho que descreemos en que pueda explicarse sin más con la categoría «Imperio». El muy leído libro de Robert Kaplan, Viaje al futuro del imperio. La trasformación de Norteamérica en el siglo XXI, Ediciones B, Barcelona 1999, es una versión concienzudamente «emic» de la «internacionalidad» interna en curso de la nación estadounidense que casa mal con la categoría Imperio. Por lo demás Kaplan da por concluida la «época de los caudillos imperiales como Roosevelt, Truman y Eisenhower», y suigiere que las edades de oro imperiales no se repiten (cit. pág. 393). No quita que, y al margen de Kaplan, no dejan de ser sintomáticas las interpretaciones esencialmente ideológicas que recurren tranquilamente habitualmente a ese término, y ya sea que sea para decir, como regocijantemente tal ideólogo, que el formado por los Estados Unidos es «el imperio más magnánimo que ha existido en el mundo» (cit. in Philip S. Gloub, «La elaboración de una ideología imperial», Le Monde diplomatique, septiembre 2002, pág. 12), ya sea que sea mayormente para condenar el presunto susodicho imperio, en un gesto sumario muy generalizado en el «izquierdismo» convencional. A propósito de las confusiones ideológicas en torno al izquierdismo, debemos remitir ahora a la clarificadora taxonomía propuesta por Gustavo Bueno en El mito de la izquierda, Ediciones B, Barcelona 2003.

{8} Me permito remitir a Patricio Peñalver Gómez, «Versiones de Roma. Acotaciones a la fe Roma de Ortega», in El Basilisco, nº 31, 2001, págs. 3-15.

{9} Cf. «La lectura filosófica de La Ciudad de Dios. (Variaciones sobre un tema, 35 años.)» de Gustavo Bueno, in Cuestiones cuodlibetales sobre Dios y la religión, cit., págs. 285-347. Habría que leer este texto, que deja ver muchas claves de la fase de formación del filósofo de Oviedo, en el marco de una relectura de la monumental Historia de los papas de Ludovico Pastor.

{10} Se consultará el viejo libro, tan todavía válido para mucho, de Eleuterio Elorduy, La idea de Imperio en el pensamiento español y en otros pueblos, Espasa Calpe, Madrid 1944, y en especial el capítulo inicial sobre «El concepto de imperio en las naciones modernas» y que llega incluso a situar los «imperialismos totalitarios» del siglo pasado (págs. 9-163). Cf. también Robert Folz, L'Idée d'Empire en Occident, Aubier, París 1954.

{11} Cf. Manuel García Pelayo, «El Imperio Británico», in Obras Completas, I, Centro de estudios Constitucionales, 1991.

{12} No parece exagerado decir que el importante y comprometido libro de Gustavo Bueno España frente a Europa (Alba, Barcelona 1999), y al que volvemos aquí más adelante, ha resultado hasta cierto punto marginado de la discusión teórica. Me permito remitir a mi reseña del libro en SABER/Leer, nº 147, 2001: ¿Qué será España? En esta filosofía de la historia de España, si cabe decirlo así, un momento decisivo es la explicación del Imperio, y tanto de la Idea de Imperio, como de la realización de esa idea en el Imperio de la monarquía hispánica. Mucho lector, también el que suscribe, se resiste a aceptar sin más la interpretación de la Conquista de América, en la que tanto peso tiene la vindicación de Ginés de Sepúlveda, y el se diría consecuente vilipendio de Las Casas. Puede uno echar de menos una discusión con los estudiosos actuales que reivindican, no necesariamente beatamente, las razones de Las Casas. Por lo que se refiere a literatura moderna comprometida sobre el tema, no hace falta compartir la axiomática destructiva y aproximadamente «anarquista» de ese escéptico de abrumador talento que es Ferlosio, para aprender mucho de él sobre la Conquista de América en «Esas Yndias equivocadas y malditas», in Ensayos y artículos II, 1992. Y en otra línea, el estudio de Fernández Buey sobre el obispo de Chiapas: La gran perturbación, Destino, 1992.

{13} Dos textos muy heterogéneos en sus respectivas metodologías y sobre todo en sus presupuestos: Gustavo Bueno, «La nostalgia de la barbarie, como antiglobalización», incluido como «antílogo» en John Zerzan, Malestar en el tiempo, Ikusager, Vitoria 2001; y Francisco Fernández Buey, La barbarie de ellos y de los nuestros, Paidós, Barcelona 1995. De Zerzan véase ahora el alegato, a partir del enérgico antiprogresismo de Debord, «Why Primitivism?», in Telos, 124, 2002, págs. 166 y ss.

{14} En este paso, se impone recordar el libro clásico de Ronald Syme, La revolución romana (1939), Taurus, Madrid 1988. Cabe aprender mucho ahí en efecto sobre la microfísica de los mecanismos del poder imperial, en esa reconstrucción del complejo proceso de transformación del Estado romano entre el 60 a.C. y el 14 d.C, a través sobre todo de las figuras de Julio César y Octavio; una reconstrucción muy «shakespeariana», a la altura de los agentes operatorios de la revolución que acabó decididamente con el equilibrio entre el Senado, el Pueblo y el Poder consular que preconizaba por ese tiempo un espectador y actor político él mismo de excepción, Cicerón.

{15} A cualquiera se le ocurre que esta propuesta, esa distinción, podrá generar dudas en muchos, y en una parte de quienes, como el que firma, asignan pleno sentido y eficacia explicativa a la misma en principio sin embargo. Pero la «aplicación» a unas y otras realidades imperiales que en el mundo han sido puede, debe incluso como va ya dicho suscitar dudas, y obliga a extremar las cautelas en el uso de aquell división de los imperios en deporedatorios y generadores. Ya por lo pronto la cautela de no considerar como de una pieza una realidad tan compleja, tan diferenciada, tan contradictoria o al menos contraposicional incluso, como el Imperio de la monarquía hispánica, y en especial en las Indias. De esa realidad histórica forma parte, cómo no, la sobre ella misma a su vez reflexión y discusión de los teólogos y juristas que examinaron de entrada como cosa justo de entrada litigiosa el dominio político y hasta religioso de los pueblos que habitaban el llamado Nuevo Mundo. Sea esta nota ocasión para remitir al implacable libro de Bartolomé Clavero, Genocidio y Justicia. La Destrucción de las Indias, ayer y hoy (Marcial Pons, Madrid 2002): un estudio, que consideramos ineludible para toda consideración ulterior del dicho litigio, y que parte de una lectura por cierto que nada beata de la Brevissima destruycion de las Indias (1552) de Bartolomé de las Casas.

{16} Remitimos por nuestra parte a los materiales reunidos por Enrique Quintana, Textos y fuentes para el estudio de Elam, en la serie «Estudios Orientales» dirigida por Antonio González Blanco, Universidad de Murcia 2000.

{17} Al respecto, cf. los clásicos estudios de Arnaldo Momigliano: La historiografía griega, Crítica, Barcelona 1984; y De paganos, judíos y cristianos, FCE, México 1992.

{18} Lo anterior apunta a una vasta cuestión, algo así como «la Idea de Dios en la Ontología materialista», para lo que se recomienda lo primero leer atentamente, de Gustavo Bueno, El animal divino, (1985), Pentalfa, Oviedo 1996, así como las Cuestiones cuodlibetales sobre Dios y la religión, Mondadori, Madrid 1989. Mucho menos atenta lectura requiere el conocido sumario «dictamen» sobre Dios de Marina, quien formula sin más la ideología dominante al respecto, a partir de una versión prekantiana y desde luego precoheniana de la «visión moral del mundo». Sobre los límites teóricos de la obra de Marina, remitimos a los trabajos polémicos de Pedro Insúa y Atilana Guerrero publicados en la revista electrónica El Catoblepas.

{19} Patricio Peñalver Gómez, «Contextos de Imperio», Revista de Occidente, 259, diciembre 2002, ya citado, pág. 74.

{20} Más que nunca está hoy abierta la cuestión de la naturaleza de la sociedad política de los estados Unidos, a la vista de su historia, desde luego, pero también de su estructura actual, desde digamos el derrumbamiento de la U.R.S.S. Una aproximación original al tema en el reciente libro de Jacques Derrida, Voyous, Galilée, París 2002.

{21} Una posición justamente contraria a esa que ahí formulo sobre la guerra de estados Unidos contra Irak, si se quiere trivialmente, más que argumento, la de José Luis Villacañas, «La guerra contra Sadam», in El Noticiero de las ideas, nº 14, abril-junio 2003, págs. 79-88. Intentamos contestar en otro lugar a esa curiosa e inestable mezcla de cosmopolitismo kantiano y espíritu de Realpolitik.

{22} Cf. Domingo Plácido, La sociedad ateniense, Crítica, Barcelona 1997. Y desde luego el clásico G.E. M. de Ste Croix, La lucha de clases en el mundo griego antiguo, Crítica, Barcelona 1988.

{23} Remitimos al artículo de Andrés de Francisco, declaradamente deudor del libro clásico de Rosenberg sobre la democracia antigua, «Democracia, Ley y Virtud. Sobre el significado de demokratia», Claves de la razón práctica, nº 124, 2002. Demasiado dependiente, sin embargo, en De Francisco, el programa de un republicanismo como Dios manda, que por lo demás ahí más bien se añora que que se explica, respecto de una indeterminada metafísica «antropología de la autorrealización». La marca cristiana y liberal del sujeto típico de nuestras sociedades haría imposible, se nos dice, una ética y una política de la libertad. Pero el tema de la fascinación de mucho moderno por la figura fantasiosa del «ciudadano ateniense sublime», o de la antigua «virtud», a lo que no fue ajeno un Marx famosamente entusiasta del niño encantador que habrían sido los griegos, requiere una consideración más amplia.

{24} Cf. Agustín Serrano de Haro, «La concepción del imperialismo en la obra de Hannah Arendt», Revista de Occidente, nº 259, diciembre 2002, págs. 91-113.

{25} H. Arendt, Los orígenes del totalitarismo (1951), volumen 2, Alianza, Madrid 1982, pág. 185.

{26} El coronel Perkins, comandante del primer destacamento de tanques que alcanzó el centro de Bagdad, ha quedado retratado en su esencia de símbolo de este poderío brutal, en memorable artículo del corresponsal de guerra fallecido en su puesto de trabajo, Julio A. Parrado.

 

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