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El Catoblepas, número 16, junio 2003
  El Catoblepasnúmero 16 • junio 2003 • página 13
Artículos

Iglesia, Estado y secularización
en la Argentina (1800-1890)

Daniel Omar De Lucía

Se ofrece un panorama{0} del proceso de constitución del Estado nación argentino
y la consiguiente evolución de las relaciones entre la Iglesia y el Estado

Crisis del orden colonial
y relaciones Iglesia y Estado durante el decenio emancipador

Si tomamos la crisis del orden colonial como el comienzo del ingreso en la modernidad liberal-burguesa de lo que era el Virreinato del Río de La Plata, no nos parece posible plantear la oposición clericalismo/anticlericalismo como una línea de ruptura central en la esfera político ideológica. Los principales trabajos de investigación sobre la vida intelectual del Río de La Plata en el periodo tardo-colonial, recalcan la ausencia de elementos anti-religiosos entre los ilustrados criollos.{1} Por el contrario, sí es posible detectar una cierta tendencia a apoyar el avance del regalismo estatal en la vida de la iglesia. Tendencia esta última que era funcional a las estrategias de modernización colonial planteadas desde la metrópoli en el periodo borbónico. Aparte de las bibliotecas secretas que los pesquisidores de la inquisición descubrían a cada tanto en Buenos Aires y otras ciudades, distintos ámbitos intelectuales eclesiásticos constituyeron canales de difusión indirecta de parte del ideario de la revolución francesa.{2} La Universidad de Charcas, administrada por religiosos, fue un ámbito donde circulaban de manera semi-clandestina las obras de los enciclopedistas franceses.{3} Obviamente, la introducción de las nuevas ideas por estos canales, fue un factor que condicionó la inclusión de elementos de anticlericalismo radical dentro de la crítica de los ilustrados criollos al orden colonial.

Entre los círculos ilustrados del Río de La Plata circulaban ideas referentes a una reformulación del papel que el clero desempeñaba en el estado absolutista. En 1801 el Telégrafo Mercantil, primer diario bonaerense, publicaba un Manifiesto dirigido en 1800 por el Primer Cónsul Napoleón Bonaparte a los párrocos de la República Cisalpina, estado del norte de Italia satélite de Francia. En este manifiesto Bonaparte, que había comenzado la reconciliación entre Iglesia y Estado luego de diez años de conflicto, calificaba a los clérigos de agentes naturales del Estado difundiendo y explicando sus políticas y decisiones entre el pueblo.{4} La tradición del regalismo estatal aparecía aureolada por su aplicación en el país en donde en su momento se había entronizado una república de ateos y regicidas y que por las vueltas del destino ahora estaba aliado a la catolicísima corona de España. Ese regalismo del Consulado era muy distinto que el que hundía sus raíces en la tradición del estado colonial español de la contra reforma e incluso del regalismo remozado por los Borbones. Por eso el eco de estas reformas en la América hispana constituía un elemento innovador. Otro de los exponentes de la ilustración rioplatense, Hipólito Vieytes, redactor del Semanario de industria y comercio, defendió en sus escritos la idea de que el clero era un auxiliar indispensable como agente formador de consenso entre las masas en cualquier proceso de renovación política, económica y social que fuera a encararse. Estas ideas también tuvieron eco en las filas del clero y se proyectaron en las distintas actitudes que tomarían las diferentes facciones eclesiásticas al producirse la crisis del orden colonial.{5}

En ese Buenos Aires de 1800, incorporado a la economía atlántica y a todos los conflictos que agitaban el mundo, la realidad fue obligando a las autoridades coloniales a adoptar una actitud más pragmática frente a las reglas de la ortodoxia religiosa e ideológica elaboradas por el absolutismo. Documentos eclesiásticos de los primeros años del periodo virreinal ya hablaban de la presencia de protestantismo clandestino e incluso de conventículos judaizantes a ambas orillas de El Plata. Pero ese tipo de afirmaciones son para ser tomadas con pinzas, dada la conocida tendencia del estado colonial a fabricar herejes y renegados. Con más seguridad podemos hablar de que en el último decenio del siglo XVIII se estaban produciendo novedades en ese sentido en la capital virreinal. El descubrimiento de una conspiración de esclavos y peones alentada por agentes franceses en 1795 fue el toque de alarma en ese sentido. La discreta presencia de agentes británicos o el asilo concedido a tripulaciones de barcos de la marina inglesa amotinados son las primeras muestras de la nueva atmósfera que se vivía en Buenos Aires hacia 1800.{6} Respecto a la masonería, el historiador Alcibiades Lappas menciona la inclusión de Buenos Aires en la organización de jurisdicciones para el cono sur de los Grandes Orientes europeos desde mediados del siglo XVIII.{7} Pero no parece haberse tratado más que de la acción de agentes aislados. Hacia 1800 se habían creado logias que fueron descubiertas por las autoridades virreinales en 1804 y que sumadas a las que fundaron los ingleses en ambas márgenes del Plata durante las invasiones al Río de La Plata (1806-1807){8} quedan como testimonio de los intentos por formar un pequeño ámbito intelectual secularizador en los últimos años del dominio español.

La Revolución de Mayo retomó, en un contexto político muy diferente, la vieja idea de la adecuación del clero para hacerlo un auxiliar eficaz en un proceso de cambio de las estructuras políticas, económicas y sociales. Esta línea de acción no se tradujo en una política orientada a la reducción sostenida de la influencia del clero en el aparato estatal. En una declaración del 26 de mayo de 1810, la Primera Junta reafirmaba el carácter del catolicismo como religión del estado. La acusación de anticlericalismo y ateísmo hecha a los patriotas por las autoridades del Alto Perú o de Asunción formó parte de la guerra ideológica contra revolucionaria que los realistas impulsaban contra la causa independentista e indujo a los gobiernos patrios a evitar abrir un frente en este terreno. Tal vez el gesto más representativo de la política de la revolución de no agitar la cuestión confesional fue la decisión del jacobino Mariano Moreno, Secretario de Guerra de la Junta, de omitir los párrafos anti religiosos de la edición estatal del Contrato Social de Rousseau.{9}

Los gobiernos patrios procedieron a regimentar el aparato eclesiástico para ponerlo al servicio de la legitimación del nuevo orden revolucionario. Mientras a los altos dignatarios se les exigía continuas muestras de adhesión al poder patriota, el clero bajo pasó a ser considerado una piedra angular del poder revolucionario que surgía. La primera junta ordenó la lectura de la Gaceta del Estado en todas las iglesias y removió a los párrocos desafectos al régimen, al igual que hizo con los alcaldes de barrio. Ambos grupos considerados como terminaciones capilares del Estado y correas de transmisión entre la elite jacobina y la plebe porteña, que comenzaba a ser movilizada políticamente en favor del nuevo orden. Este disciplinamiento fue más intenso en el interior del país donde los ejércitos conducidos por representantes de la Junta depusieron a los obispos desafectos con la causa de la independencia.{10} En el Alto Perú, lugar donde la revolución independentista tuvo ribetes de guerra social, se agigantaron las tensiones en las filas de la iglesia. Mientras los prelados chapetones cerraban filas alrededor del bando realista, aparecía otro personaje social surgido del seno del clero y ligado al campo patriota. El cura criollo o mestizo, de tendencias rusonianas, que se sumó a la revolución como capellán de los ejércitos patrios, como cabecilla de las «Republiquetas» guerrilleras o como agitador desde el púlpito o el panfleto. En aquellas lejanas provincias del norte, Juan José Casteli, auditor de guerra de los ejércitos revolucionarios, procedió con mano dura contra los clérigos que acusaban a los ejércitos criollos de impíos que venían a implantar el ateísmo jacobino.{11} Todas estas eran medidas propias de una guerra revolucionaria y no tenían el carácter anticlerical que les atribuyó José Ingenieros en su resignificación del proceso revolucionario de mayo.{12} Es por otra parte muy representativo que la severidad con que se reprimió la conspiración de realistas de Córdoba, comandada por el ex virrey Santiago de Liniers, encontrara una única excepción en la aplicación de la pena capital en la persona del Obispo Orellana, complicado con la conjura.

La nueva sociabilidad política que nació en la capital del virreinato encontró sus límites en el intento de reconstrucción subjetiva del París revolucionario, en la ausencia de una política de descristianización de la vida social. En la Oración inaugural de la Sociedad Patriótica, el tribuno Bernardo Monteagudo desarrolló un esquema crítico sobre el rol de la iglesia en la historia del mundo moderno y su complicidad con la opresión colonial:

«Entonces se perfeccionó la legislación de los tiranos; entonces la sancionaron a pesar de los clamores de la virtud, y para acabar de oprimirla llamaron en su auxilio el fanatismo de los pueblos, y formaron un sistema exclusivo de moral y religión que autorizaba la violencia y usurpaba a los oprimidos hasta la libertad de quejarse, graduando el sentimiento por un crimen. (...) Una religión cuya santidad es incompatible con el crimen sirvió de pretexto al usurpador. Bastaba ya enarbolar el estandarte de la cruz para asesinar a los hombres impunemente, para introducir entre ellos la discordia, usurparles sus derechos y arrancarles las riquezas que poseían en su patrio suelo. Sólo los climas estériles donde son desconocidos el oro y la plata, quedaban exentos de este celo fanático y desolador. Por desgracia la América tenía en sus entrañas riquezas inmensas, y esto bastó para poner en acción la codicia, quiero decir el celo de Fernando e Isabel, que sin demora resolvieron tomar posesión por la fuerza de las armas, de unas regiones que creían tener derecho en virtud de la donación de Alejandro VI, es decir en virtud de las intrigas y relaciones de las cortes de Roma con la de Madrid. En fin, las armas devastadoras del rey católico inundan en sangre nuestro continente; infunden terror a los indígenas; los obligan a abandonar su domicilio y buscar entre las bestias feroces la seguridad que les rehusaba la barbarie del conquistador.»{13}

La crítica de Monteagudo a la iglesia católica no era de carácter descristianizador. Sino que se dirigía a aquellos aspectos de la relación del clero con el antiguo orden que el nuevo poder patriota le conminaba a repudiar: su complicidad histórica con el colonialismo y el absolutismo. Según Juan Canter, en el café de Marco y en otras tertulias porteñas se despotricaba contra el oscurantismo y la superstición y se comentaban los libros de Volney, Condorcet, Holbach, Helvetius y otros materialistas.{14} Pilar González Bernaldo dice que los jacobinos porteños habían avanzado en la idea que los nuevos clubes y sociedades revolucionarias debían cumplir un rol de formadoras de consenso desplazando a las instituciones que habían asegurado el control hegemónico en el periodo colonial; entre ellas el clero.{15} Pero más allá de esas efímeras aspiraciones de realizar una mini revolución cultural protagonizada por élites, en ningún momento se pensaron estos cambios como una lucha tendiente a la descristianización de las masas. Ni a los más exaltados tribunos de la Sociedad Patriótica, y su sucesora la Logia Lautaro, se les hubiera ocurrido coronar a una actriz de teatro como la Diosa razón en la catedral de Buenos Aires. Por mas que el General Paz cuente en sus memorias que un grupo de oficiales patriotas destruyó las cruces de una iglesia durante su retirada del alto Perú en 1811{16} cuesta mucho imaginarse al jacobino Casteli, remedando a los representantes en misión de 1793 y llamando a los indios del Altiplano a prender fuego las iglesias y profanar los iconos sagrados.

Pero si no existía una política anticlerical manifiesta, de forma gradual se fueron notando cambios de tipo estructural en las relaciones entre iglesia y estado y también entre iglesia y sociedad. La revolución de 1810 acentúo un clima de libertad de cultos de hecho que existía en el Buenos Aires de los últimos años del dominio español. Los primeros intentos de crear el esqueleto jurídico del nuevo estado pusieron sobre el tapete la necesidad de ciertas reformas de tipo secularizador. En 1811 se suprimió el cargo de censor eclesiástico de imprenta para temas no eclesiásticos. El segundo triunvirato creo en junio de 1813 una Comisaría General de regulares, para ejercer un control político sobre las ordenes. En 1816 el Congreso de Tucumán aboliría este organismo.{17}

La influencia de la Constitución liberal de Cádiz en 1812, que llegaría a Buenos Aires junto con los fundadores de la logia Lautaro, se dejó sentir en los primeros ensayos constitucionales del periodo post independentista. La abolición de los requisitos de pureza de sangre y del Tribunal de la Inquisición por la Asamblea del año XIII representan la derogación jurídica de criterios de exclusión e instituciones que en esa parte del Imperio español habían tenido una aplicación bastante relativa. Pero la Asamblea tomó otras medidas más importantes en materia de organización eclesiástica y culto: a) el desconocimiento de la potestad de cualquier autoridad eclesiástica metropolitana sobre la iglesia del ex-virreinato y; b) la afirmación del derecho de los no católicos de profesar cualquier religión en el ámbito privado.{18} La primera de estas reformas respondía a la necesidad de fortalecer la autonomía política del nuevo Estado y tuvo como consecuencia inmediata quebrar la sucesión de la legalidad eclesiástica y con ella las relaciones con el Vaticano, que estarían suspendidas por varias décadas. Luego de la muerte del Obispo Lúe y Riego (1812) la diócesis de Buenos Aires estaría a cargo de Vicarios designados por el cabildo eclesiástico durante veinte años. La segunda de estas medidas reconocía el derecho de los disidentes religiosos en su expresión mas elemental: libertad de conciencia e inmunidad para no ser molestados en su ámbito privado, no así el derecho a la instalación de iglesias no católicas. El número de disidentes religiosos crecía en importancia a medida que llegaban comerciantes británicos o norteamericanos a instalar sus casas en Buenos Aires. Respecto a la élite revolucionaria, el único disidente que tuvo cierta actuación destacada en Buenos Aires en el decenio emancipador fue el periodista Pazos Kanki. Este era un sacerdote católico de origen aymará, que luego de viajar a Inglaterra colgó los hábitos, se caso y se convirtió al anglicanismo, para volver a Buenos Aires a poner sus dotes de panfletista al servicio del partido alvearista.

Esta parece haber sido la cuota de secularización funcional al nuevo orden que surgía. El Reglamento Provisorio dictado por el gobierno Directorial en 1817 y la efímera constitución directorial de 1819 reafirmaron el papel del catolicismo como religión del estado. Por contrapartida es bueno señalar que el movimiento federalista liderado por José Gervasio de Artigas en la Banda Oriental (Uruguay), y con ramificaciones en el litoral argentino, tomó una posición mucho más radical en la materia. Las instrucciones a los diputados orientales a la Asamblea del año XIII, que finalmente no serian aceptados en ese cuerpo legislativo, incluían un punto que rezaba: «...promoverá la libertad civil y religiosa en toda su extensión imaginable.»{19}

Más allá de los términos del debate político o ideológico y de los ordenamientos jurídicos, el proceso abierto en 1810 tuvo consecuencias importantes en lo concerniente al status social del alto clero de la provincias unidas. Los prelados que durante el periodo colonial vivían de los altos sueldos y rentas eclesiásticas sufrieron las consecuencias de las guerras civiles y la disolución del estado central que implicó el colapso de sus ingresos y que en ocasiones los convirtió en rehenes de fuertes represalias políticas. Los miembros eclesiásticos de los clanes capitulares del interior o los administradores de inmuebles y establecimientos pertenecientes a las ordenes sufrieron las consecuencias de la «ruralización de las bases del poder» y luego del ajuste del aparato eclesiástico a las dimensiones de los nuevos estados provinciales.

Iluminismo y secularización en la Buenos Aires rivadaviana

La formación del orden político bonaerense luego de la disolución del estado Directorial en 1820 implicó un proceso de modernización que afectó de manera más seria el equilibrio de poderes entre Estado e Iglesia en la ex capital virreinal. Benardino Rivadavia y varios de sus colaboradores pertenecían a logias masónicas, pero no eran hombres de tendencia antireligiosa. Incluso, podemos decir, que si la provincia de Buenos Aires no regularizó sus relaciones con los Estados Pontificios durante la Misión Muzzi, enviada por el Vaticano en 1823, se debió a que el Papado se negaba a reconocer la independencia de los estados patriotas. Aún más, la silla apostólica dio a conocer en 1824 una bula en que llamaba al clero latinoamericano a trabajar por la vuelta a la obediencia de las colonias insurrectas a la corona de España.{20}

Durante el gobierno de Martín Rodríguez (1821-1824) el grupo rivadaviano se decidió a reformular el rol de la iglesia en el estado provincial. Para este círculo iluminista las órdenes religiosas con sus inmunidades, sus prebendas, su administración de asilos y hospitales y su posesión de bienes inmuebles improductivos eran una rémora del pasado que obstaculizaba la modernización. La reforma rivadaviana fue una adaptación del aparato eclesiástico heredado del gobierno virreinal a las dimensiones de un gobierno que administraba un territorio, desgajado de las grandes unidades administrativas de antaño. La derrotada histórica de la reforma de 1822-1823 fue la rama regular del clero, que vió disminuida su influencia en el conjunto de la Iglesia bonaerense. La batalla contra la reforma la dió el fraile Castañeda, feroz panfletista, que anticipó en sus diarios y folletos los temas comunes del ultramontanismo de los federales Apostólicos. Por su parte, el gobierno depuso al Vicario Capitular Manuel Medrano por su oposición a las medidas en materia eclesiástica. El motín del General Tagle, que en 1823 levantó la bandera de la defensa de la religión, y contó con la participación de muchos clérigos, fue en realidad un movimiento aglutinante de los descontentos de todo tipo con las reformas rivadavianas en el plano político, militar y económico.{21}

Buena parte del clero secular decidió apoyar las líneas generales de la reforma, por más que se resintiera de la parcial perdida de influencia en algunos espacios que le eran propios (administración de cementerios, instituciones caritativas, educación superior y media). Es bueno no perder de vista que el Partido del Orden, expresión política del grupo rivadaviano, contó con la adhesión de clérigos liberales como Valentín Gómez, rector de la recientemente creada Universidad de Buenos Aires.{22} Esta elite de inspiración neo clasicista difundió en la casa de altos estudios doctrinas deístas, sensualistas y materialistas, y confió a personal laico, incluyendo protestantes, parte del aparato educativo adaptado al sistema lancasteriano de origen británico.{23}

Fuera de la elite rivadaviana, la masonería creció en esos años en Buenos Aires al fundarse logias que nucleaban a liberales españoles que huían de la reacción absolutista que siguió a la derrota del levantamiento de Riego en 1820, y otras logias fundadas por ingleses y norteamericanos.{24} Es en esos años cuando en Buenos Aires y en otros puntos de país se empiezan a sentir los efectos de la libertad de cultos de hecho que se vivía desde un decenio atrás. La erección de iglesias protestantes y la apertura de un cementerio de disidentes (1821){25} fueron los indicios de una transformación a la que el acuerdo con Gran Bretaña durante el gobierno de Las Heras daría forma legal.{26} Pero este compromiso que reconocía a los súbditos ingleses el derecho a establecer iglesias para ejercer su culto, tuvo limitaciones que condicionaron su aplicación en distintos aspectos. El tratado de 1825 no hacia extensivo a los pastores de cultos no católicos el derecho de casar parejas. Los matrimonios entre católicos y disidentes debían ser aprobados por un tribunal eclesiástico, que concedía la dispensa a condición de que el cónyuge disidente aceptara la fe católica. No serían pocos los conflictos que se suscitarían por esta cuestión. Por esos años se produjo otra experiencia secularizadora menos conocida, en la provincia de San Juan, gobernada por Salvador María del Carril. Esta administración ilustrada dictó en 1825 una constitución conocida como la Carta de Mayo, que abolía los conventos y proclamaba la tolerancia religiosa, siendo la primera carta provincial argentina que consagró la libertad de cultos. Esta reforma le costó a Carril y al Partido de las Luces su caída, producto de un motín alentado por el clero local.{27} Durante el periodo de las guerras civiles, que siguió a la disolución del estado rivadaviano, la cuestión religiosa pronto se insertó en las estrategias políticas de los bandos en pugna. Los federales de las provincias del noroeste, bajo el liderazgo de Facundo Quiroga, caudillo de La Rioja, levantarían la bandera de la vieja fe y el eslogan «Religión o muerte» como rechazo a la política de libertad de cultos propiciada por los liberales unitarios.{28}

La cuestión religiosa y eclesiástica bajo la Santa Federación

Luego del fracaso de la experiencia rivadaviana, la facción Apostólica del federalismo porteño haría propios los lugares comunes difundidos por los ultramontanos opuestos a la reforma de Rivadavia y los integraría en un discurso xenófobo y tradicionalista. Durante el primer gobierno de Rosas (1829-1832) ya era apreciable el cambio de atmósfera política en ese sentido, aunque el nuevo poder, interesado en mantener las buenas relaciones con los comerciantes extranjeros, aceptó que algunos de los cambios que se habían producido en el decenio anterior eran irreversibles. Pese a que en su entorno íntimo no faltaban los ultramontanos que querían expulsar a los herejes, Rosas mantuvo la libertad religiosa e incluso favoreció la erección de nuevas capillas anglicanas y presbiterianas.{29} Durante el gobierno del federal Lomonegro General Viamonte se produjeron algunas novedades importantes en las relaciones iglesia y estado. Viamonte consiguió que el Papa confirmara como Obispo al vicario capitular Manuel Medrano, el primero en ser reconocido por la silla pontificia desde la muerte del Obispo Lúe y Riego en 1812.{30} En el agitado año político de 1833, el Motín de los Restauradores, movilización de la plebe rosista contra el gobierno del federal Lomonegro Balcarce, fue impulsado por curas de barrios y matarifes que levantaban la bandera de la religión verdadera contra los herejes.{31} La celebración de un matrimonio entre el protestante yanqui Samuel Lafone y la criolla católica María Quevedo por un pastor presbiteriano, sirvió para agitar las aguas en ese sentido.{32} Finalmente un decreto de Viamonte refrendado por el Ministro Manuel García creó un sistema de Registro para los matrimonios no católicos. Ese mismo año se reunió un consejo formado por teólogos liberales que habían apoyado la reforma rivadaviana, expertos en derecho canónico y expertos de derecho común que debían asesorar al gobierno en materia eclesiástica sobre los alcances que debía tener el Patronato del gobierno sobre la iglesia. El dictamen de este Concilio provincial le adjudicaba a los gobiernos provinciales el conjunto de prerrogativas sobre el gobierno de la iglesia que habían gozado los reyes de España y sus representantes en indias, los virreyes.{33} Como se ve, la línea de instrumentalización del clero como un brazo espiritual del estado secular formó parte de un mínimo común denominador en el que se reconocían todos los gobiernos posteriores a la emancipación.

El segundo gobierno de Rosas (1835-1852) significó una importante vuelta de tuerca en las relaciones entre el poder político y el clero. La dictadura utilizó profusamente la demagogia clerical e integró al clero como correa de transmisión en su relación con la plebe. Tampoco en este segundo periodo, signado por la elaboración de un discurso mas xenófobo y tradicionalista, se incurriría en la intolerancia abierta hacia los no católicos. Hacia fines de la década de 1830 se suma a las comunidades anglicanas y presbiterianas una pequeña congregación de metodistas norteamericanos que en 1842 consiguen erigir una iglesia. También por esos años empieza a formarse un grupo de evangélicos alemanes, a lo que se les reconoce el derecho a practicar su culto.{34} El régimen rosista concibió su relación con los disidentes a través de los líderes de sus comunidades. Mientras estos proclamaran su fidelidad a la causa federal, aceptaran la supervisión policial sobre sus escuelas y no hicieran un proselitismo demasiado ostentoso entre los criollos, el gobierno no tenía nada que objetarles.{35}

La consecuencia más importante del ultramontanismo rosista fue el abandono de la política educativa y demás experimentos renovadores del periodo rivadaviano. La caída del proyecto iluminista de la burguesía comercial porteña y la nueva hegemonía de los hacendados, significó el desmantelamiento del incipiente aparato de estado creado una década atrás. La «ruralización» del estado provincial tuvo como consecuencia la reasunción por parte del clero de un montón de funciones que había cumplido en la sociedad colonial. Mientras en la universidad se produjo una contra reforma ideológica, tal vez no tan profunda como la que la historiografía liberal describiría luego,{36} el clero paso a monopolizar las escuelas medias particulares destinadas a la instrucción preparatoria a la universidad.{37} Rosas reintrodujo la orden jesuítica, ausente del Río de La Plata desde su expulsión por Carlos III en 1767. Pero luego entró en conflicto con las autoridades de la Compañía, que no aceptaron subordinarse a la línea política del restaurador. Retomando el viejo paradigma de utilización de los párrocos como terminación capilar del poder del Estado, Rosas instrumento los curas de barrio como propagandistas y como policía política del régimen. Ejecutor de una política tendiente a completar el proceso de proletarización y disciplinamiento de la mano de obra rural, el gobierno rosista extendió la red de curatos de la campaña, ordenó que en las escuelas de campo los niños asistieran obligatoriamente a misa, que las pulperías y tiendas estuvieran cerradas durante la homilía y que no se pudieran hacer reuniones públicas hasta que terminara el oficio.{38} El esquema de reglamentación de la vida privada por el Estado, heredado del periodo colonial pero nunca abandonado del todo, resurgió en toda su plenitud durante el rosismo. El fusilamiento del ex cura Ladislao Gutiérrez y su mujer Camila O'Gorman, en 1848, es un episodio que ha pasado a integrar las páginas de cierta mitología anti despótica romántica argentina. Pero el hecho de que esta pena draconiana haya sido aplicada en base a la legislación heredada del medioevo, frente a la inexistencia de leyes basadas en los principios del derecho liberal burgués, es un indicador importante del esquema de relaciones entre estado y sociedad que renacían con fuerza en la capital de la Santa Federación.

Es interesante destacar que tan declarada vocación por la defensa de la «verdadera fe» no le alcanzó al Restaurador para normalizar de todo las relaciones con el Vaticano, normalizadas a medias con la confirmación del Obispo Medrano en 1832, en calidad de in partibus infidelis. El papado no se decidió a establecer un nuncio en Buenos Aires, ya que los estados pontificios se seguían negando a reconocer la independencia, cuando de la presencia española no quedaba ni el recuerdo. En lo concerniente a reafirmar los derechos de Patronato y los derechos de las autoridades locales sobre las pretensiones pontificias, Rosas fue tanto o más intransigente que los gobiernos iluministas. En 1837 ordenó un proceso de revisión para su posterior aprobación de todos los documentos papales destinados al Río de La Plata desde 1810 en adelante.{39} Dentro de este contexto las relaciones con la silla pontificia se siguieron realizando por medio de la nunciatura de Río de Janeiro. En 1851 el papa mandó un nuncio a Buenos Aires, que llegó cuando había estallado el conflicto con la provincia de Entre Ríos, y Rosas entendió que no era el momento para andar arreglando entuertos con el clero.{40}

Bajo el gobierno de Rosas se persiguió a la masonería y se prohibió la literatura liberal o anticlerical. Sin embargo hasta 1839 siguió existiendo alguna presencia masónica semi encubierta en los salones literarios y tertulias de Buenos Aires. El descubrimiento y represión de la conspiración de Maza en 1839 cambió las cosas. Según los historiadores de filiación masónica, hasta el fin de la dictadura existieron círculos masónicos clandestinos en Buenos Aires. En esos años se formaron logias masónicas en distintos puntos del país. Entre ellas las logias de la Córdoba gobernada por el clan Reinafe, las del Entre Ríos urquicista o las del San Juan unitario. Pero en la mayoría de los casos parece haberse tratado más que nada de círculos políticos que se nutrían de un cierto imaginario masónico. En los ámbitos del exilio antirosista las ideas de secularización conocieron mejor fortuna. Sensibilidad presente en los diarios antirosistas que se publicaban en el Montevideo sitiado por las tropas de Oribe y defendido por milicias de italianos garibaldinos que traían, a la Troya del Sur, el clima de la Europa de las revoluciones liberales. Por su parte los círculos de argentinos instalados en Chile fueron liderados por el General Las Heras, oficial del cuerpo libertador del General San Martín, que había sido iniciado en las logias del decenio emancipador.{41} Muchos de estos exiliados se integraron en la fila de los sectores más anti-clericales del Partido liberal transandino.

Los referentes intelectuales de la generación del romanticismo, en especial los que viajaron a Europa, eran partidarios de avanzar hacia una secularización de la sociedad de forma más profunda o más gradual según los casos. Sarmiento fue un defensor de la secularización para superar la herencia colonial, pero pensada desde una perspectiva pragmática. Por eso, a la vez que sostenía que no se debía retroceder del grado de secularización alcanzado durante el periodo rivadaviano, el avance a partir de ese nivel histórico debía ser gradual. En las paginas de Facundo escribió:

«La cuestión de la libertad de cultos es, en América, una cuestión de política y economía. Quien dice libertad de cultos dice inmigración europea y población. Tal no causó impresión en Buenos Aires, que Rosas no se ha atrevido a tocar nada de lo acordado entonces, y es preciso que sea un absurdo inconcebible aquello que Rosas no intente.»{42}

Ideas semejantes, aunque de formulación más pragmática, son las que sostenía J. B. Alberdi en Las Bases, al proponer los lineamientos generales para la constitución que fuera a darse la Confederación Argentina. Alberdi era partidario de consagrar la libertad de cultos, pero consagrando a la vez al catolicismo como religión de Estado.{43} La visión mas crítica de la religión en la generación romántica se la debemos a Echeverría, que intentó realizar un compendio de las corrientes más avanzadas de la Francia en que se incubaba la revolución de 1848 y dejó severos juicios de la religión como aliada intrínseca del despotismo oscurantista.{44}

La secularización gradual y modernizante

Luego de la batalla de Caseros y la derrota del Régimen rosista (1852) se abrió una nueva etapa. Luego de la ruptura del nuevo gobierno de Buenos Aires con el General Urquiza, el país quedó dividido en dos bloques. En el campo de la Confederación, en la convención constituyente de 1853, se debatió ampliamente el tema de las relaciones de la iglesia con el Estado. Varios convencionales clérigos de la provincias del norte propusieron adoptar al catolicismo como única religión del Estado y proscribir a los cultos disidentes. Otra proposición fue recogida de la obra de Alberdi, que como ya explicamos, proponía mantener al catolicismo como religión de estado, pero con tolerancia a las otras iglesias. Finalmente los convencionales más liberales como Juan M. Gutiérrez o José B. Gorostiaga lograron imponer la formula de religión sostenida por el Estado.{45} El texto aprobado establecía la libertad de cultos y ponía como única limitación a los disidentes el acceso a la presidencia y vice-presidencia de la nación. Por otro lado le concedía al poder ejecutivo la designación de obispos con acuerdo del senado y la aprobación de las bulas papales. Por otro lado le encomendaba al congreso el promover la conversión de los indios al catolicismo. La resistencia que estos principios liberales produjeron en las provincias del norte, motivó el sermón apologético de la constitución que pronunció el obispo de Catamarca, Fray Mamerto Esquiu. Cualquiera hayan sido las ideas que en materia de secularización tuviera el grupo dirigente de la Confederación, en el que había varios masones (M. Derqui, Salvador M. del Carril, Juan F. Seguí, José B. Gorostiaga, Mariano Fragueiro, &c.) el carácter embrionario del aparato estatal de «los trece ranchos», no dio campo para ningún experimento importante en ese sentido. El parlamento de Paraná, del cual formaron parte no pocos clérigos, dicto algunas leyes en materia de culto (creación de diócesis, reformación de jurisdicciones, asignaciones a obispos y catedrales, &c.). La más interesante de estas leyes fue la nº 186 (7 de septiembre de 1858) ordenando la creación de un seminario conciliar destinado a la formación de clérigos para que, presuntamente, fueran una correa de transmisión del Estado confederal entre la población.{46} En 1858, luego de dos misiones diplomáticas encomendadas a J. Bautista Alberdi y Juan Campillo, el gobierno de la confederación reanudaba relaciones diplomáticas con los estados pontificios, cerrando el ciclo iniciado en 1810.{47}

En Buenos Aires durante el periodo cismático no se produjeron importantes conflictos entre la Iglesia y el Estado, pero la relación entre iglesia y sociedad experimentó cambios mas importantes que en la confederación. La liberal y progresista Buenos Aires se mostró más piadosa que la federalista y tradicional Paraná a la hora de darse un ordenamiento constitucional. La Constitución del Estado de Buenos Aires en 1854 reafirmaba el carácter del catolicismo como religión del estado, y afirmaba que aún los disidentes religiosos le debían respeto. Por su parte la iglesia bonaerense tomó rápida distancia de su pasado pro rosista y se integró al nuevo orden. El Estado provincial que debía organizar su control sobre una población rural cuya adhesión al nuevo orden no era muy firme se decidió a no prescindir de la iglesia como brazo espiritual en el medio de la barbarie. Una Ley de 1856 reafirmaba el carácter de auxiliares de los Jueces de Paz que debían cumplir los párrocos de campaña. Por otra parte, los cambios que se estaban produciendo en la estructura productiva del campo bonaerense llevaron a la aprobación, en 1858, de una Ley de redención de capellanías que permitió la movilidad de estas tierras donadas por fieles a las iglesias.{48} Como herencia de la experiencia rivadaviana la élite porteña de 1850-1860 se mostró un tanto reticente a aceptar el arribo de ordenes religiosas extranjeras y conservó algunas reservas para las ordenes con viejo arraigo en la provincia. A los franciscanos, única orden sobreviviente de la reforma de 1822-1823, se les reprochaba su encendido pasado pro rosista.{49}

Si la política estatal no se caracterizó por una línea de reformas profundas de la relación Iglesia y Estado, en la sociedad civil ganaron terreno los ámbitos y expresiones favorables a una secularización de la vida social. Los disidentes religiosos a los que el rosismo no había perseguido, pero a los que había mantenido bajo vigilancia, se decidieron a tener una participación más visible en la nueva ciudad liberal. Los protestantes alemanes, que habían crecido en número durante los últimos años del rosismo, fundaron en 1853 su primer templo en Buenos Aires, a cuya inauguración asistieron las autoridades provinciales.{50} Más importante es, sin duda, la reaparición de la masonería. A partir de 1853 se formaron varias logias de extranjeros residentes en Buenos Aires. La llegada de intelectuales librepensadores, como el chileno Francisco Bilbao, y de liberales franceses que venían escapando del autoritarismo del II Imperio, ayudó a fortalecer esta tendencia. En 1855 Sarmiento, retornado de Chile, comenzó a reorganizar la masonería bonaerense como una extensión del Gran Oriente del país transandino. La masonería se fue convirtiendo en una especie de ámbito de pertenencia del conjunto de los hombres públicos que adherían al nuevo orden político. Salvo los ex rosistas, nucleados en el partido chupandino, unos pocos unitarios devotos, como el gobernador Pastor Obligado, y los escasos políticos ligados a la iglesia, como Félix Frías, Navarro Viola o Vélez Sarfield, el resto de la clase política porteña ingresó a las numerosas logias que actuaban en la ciudad. En 1857 la Logia Unión del Plata, que contaba con la orientación de Domingo F. Sarmiento, presidió un complejo proceso de unión de las siete logias existentes en la ciudad para formar la Gran Logia de la Argentina.{51} Estos hombres de ideas laicistas actuaron en el periodismo, en la filantropía y en el aparato escolar que se empezaba a formar. La primera corporación municipal de Buenos Aires, elegida en 1856, contó en su seno con connotados masones. Entre otras iniciativas el Consejo del Gran Oriente, presidido por José Roque Pérez, promovió la creación de un Asilo de Mendigos.{52}

El terreno que las tendencias secularizadoras ganaban en la sociedad porteña, no era ajeno a las tendencias profundas que se manifestaban en el proceso de formación del aparato del estado bonaerense. La política de aparente statu quo en las relaciones iglesia y estado encubría el hecho que la revitalización de la escuela y otras ramas del estado, luego del retroceso rosista, implicaba la paulatina traslación de funciones desde la órbita del clero a la órbita estatal. Sin duda los cambios en esta área eran más susceptibles de provocar la reacción de los sectores católicos que los de otras esferas. La designación del protestante alemán German Frers como Inspector General de Escuelas, desataron las iras del periodismo católico que no cesaron hasta que el «hereje» presento la renuncia.{53} En 1856 la Dirección General de Escuelas fue confiada al masón Domingo Faustino Sarmiento, quien trató de consolidar el perfil público de la educación elemental, presionando para imponer su «obligatoriedad» e impulsando la arquitectura escolar. Sarmiento no intento suprimir la educación religiosa de las escuelas. Incluso una circular de 1859, instruía a maestros y preceptores para hacer rezar a los niños antes de clase y de llevarlos a la misa el jueves santo. Comentando 24 años después esta medida, el sanjuanino hacía el siguiente comentario:

«Las escuelas de Buenos Aires eran en 1859 católicas, apostólicas y romanas, y Don Domingo Faustino Sarmiento, encargado de ejecutar las leyes y la Constitución de su país contra el abandono por el clero de su función de enseñar, de catequizar, introdujo textos y prácticas católicas en las escuelas a su cargo.»{54}

Lejos de cualquier doctrinarismo, el objetivo de Sarmiento era fortalecer los mecanismos que reforzaban el consenso alrededor del orden social. Y a su juicio esa tarea se debía realizar con las herramientas que se tuvieran en el momento. No obstante es indudable que a fines de su gestión la presencia de la iglesia en las escuelas bonaerenses había disminuido bastante. En esos años no se terminó de poner en pie un sistema escolar completamente integrado a la esfera pública. Pero los actores particulares que tenían injerencia sobre la educación elemental ya no eran exactamente los mismos de antes. Una elite de filántropos liberales pasó a hegemonizar las comisiones parroquiales de educación que sostenían y orientaban las escuelas urbanas.{55}

Luego de la batalla de Cepeda (1859) se puso en marcha un intento de reunificación del país que incluyó la reunión de la convención reformadora de la Constitución de 1853, reunida en Buenos Aires en 1860. En esta convención el católico Felix Frías abogó en soledad para que se incluyera en la Constitución Nacional un artículo semejante al de la Constitución bonaerense de 1854 sobre religión de Estado. La convención, donde estaba presente el más rancio porteñismo, prefirió conservar la redacción más liberal del texto de 1853.{56} Ese mismo año, durante los festejos del 9 de julio en Buenos Aires, la masonería porteña fue el ámbito del agasajo que se le brindó a los líderes de la Confederación Justo J. de Urquiza y el presidente Manuel Derqui, iniciados en las logias del interior, en un fallido intento de acercamiento entre los dos bloques políticos en que estaba dividido el país.{57}

Iglesia y Estado en los años de la «organización nacional»

Luego de la batalla de Pavón (1861) el colapso de la Confederación y el definitivo triunfo de Buenos Aires, los triunfadores pensarían el rol de la iglesia en la vida del país a partir de la necesidad de fortificar un Estado-nación muy distinto del precario acuerdo confederal de Parana. Dentro de ese orden de prioridades se diseñó una política tendiente a transferir gradualmente ciertas funciones desempeñadas por la iglesia a distintas ramas del aparato estatal en formación. Política que se desenvolvió en base a una estrategia destinada a evitar un conflicto abierto con la iglesia. Esta estrategia, mantenida por los distintos gobiernos que se sucedieron hasta 1880, era inseparable del carácter embrionario del aparato del estado. Al igual que los intentos regalistas o secularizadores de décadas anteriores, la elite política de la argentina liberal de las décadas de 1860 y 1870 consideró que el control del poder político sobre la iglesia, en base al sistema de Patronato, era un poder al que no se podía renunciar. Era una política de cambio gradual, pero sostenido. Si se decidió mantener la enseñanza religiosa, no es menos cierto que a medida que el sistema escolar iba ganando en solidez era colocado bajo la autoridad directa del estado, lo cual implicaba una paulatina pérdida de peso del clero es su papel de organizador del consenso hegemónico.

La administración de Bartolomé Mitre (1862-1868) integrada por un presidente y tres ministros masones (Eduardo Costa, Gely y Obes y Guillermo Rawson) produjo una serie de reformas puntuales para agiornar la esfera publica. Eduardo Costa, ministro de Instrucción publica de Don Bartolo, fue el diseñador de esta política laicista contrapesada con concesiones al clero. El principal objetivo de Costa fue la modernización de la escuela media en su rol de formadora de las nuevas elites políticas del país. La reorganización del antiguo Seminario eclesiástico para convertirlo en 1863 en Colegio Nacional, bajo el rectorado del liberal francés Amadeo Jacques, es el ejemplo de una línea de avance secularizadora no conflictiva. El colegio de la calle Bolívar sería tomado como modelo para los colegios nacionales que se instalarían en Tucumán, Mendoza, San Juan (1863), Catamarca, Salta (1865) y los que se irían abriendo en el resto de las capitales provinciales.{58} En ellos se comenzaría a formar la futura elite del país sin la presencia decisiva del clero. Aunque como M. Cane recuerda en sus memorias estudiantiles a los jóvenes liberales del Nacional de Buenos Aires se les leyera la vida de los santos y se les siguiera obligando a comulgar.{59} Debe tenerse en cuenta que el masón Costa, que impulsaba el agiornamiento del futuro elenco gobernante, se manifestó también preocupado por la disminución de los párrocos que se ocupaban del servicio espiritual de la ciudad y la campaña y consecuentemente apoyó la instalación de un nuevo seminario formador de sacerdotes.{60} En 1863 se produjo un incidente un poco más conflictivo ligado al proceso de secularización. Por medio de un Decreto del PE se le quitó al obispado la administración de los cementerios a consecuencia de su negativa de permitir el entierro de masones. El Decreto del Mitre, refrendado por Costa, utilizaba un lenguaje que reflejaba bien el sentido político que para el gobierno tenía esta medida. Por un lado aludía a la obligación que tenía el estado de frenar la injerencia del clero sobre los derechos de los ciudadanos y por otro se le reprochaba a la iglesia el no haber actuado de acuerdo con los generosos principios de su fe.{61} Interesante pirueta discursiva que terminaba afirmando el carácter positivo de los principios religiosos, aunque el decreto en cuestión fuera en respuesta a una actitud intolerante del clero. En 1865 la instalación de una colonia de galeses protestantes en el Chubut, con apoyo económico estatal, suscitó la impugnación en el parlamento de Felix Frías, el hombre de la iglesia en la elite política, quien no obstante militaba en las filas del mitrismo.

La consecuencia política más directa de estas medidas parece haber sido las simpatías que el alsinismo cosechó hacia fines de la década de 1860 en la mayor parte del clero porteño. Esto pese a que el gobierno de Mitre había hecho concesiones a la jerarquía eclesiástica para compensarla de sus perdidas. En uso de las funciones de patronato el gobierno de Don Bartolo presentó un proyecto que se convertiría en la Ley 116, para elevar la diócesis porteña a la categoría del Arquidiócesis a cargo de toda la iglesia argentina.{62} Por su parte el Arzobispado de Buenos Aires apoyó abiertamente la guerra del Paraguay e incluso durante el conflicto se gestionó ante el Vaticano que el obispado de Asunción pasará a la jurisdicción de Buenos Aires.{63} En 1867 al producirse en Santa Fe un levantamiento popular contra la política secularizadora del gobernador Nicasio Oroño el gobierno de Mitre no lo sostuvo en el poder.

El conflicto suscitado entre el gobierno de Santa Fe y el obispado de Paraná merece un análisis un poco más en detalle. El gobernador Nicasio Oroño venía realizando una política de impulso a la colonización agrícola, comenzada en Santa Fe una década atrás con la instalación de inmigrantes suizos en Colonia Esperanza en 1854. La presencia de colonos provenientes de países protestantes (Estados Unidos, Inglaterra, Alemania, &c.){64} obligó al gobierno santafesino a avanzar en la secularización de la administración provincial, con una premura que todavía no se dejaba sentir a nivel nacional. Ya mal enquistado con la iglesia por un intento de expropiación de un convento que terminó en los tribunales,{65} Oroño secularizó los cementerios en 1867 y se decidió ese mismo año a dar un paso mucho más audaz. El gobernador envió a la legislatura un proyecto de ley de matrimonio civil que luego de ser aprobado contó con la virulenta oposición del Obispo Gelabert y Crespo de Paraná, provincia de Entre Ríos. El obispo enterriano dio a conocer una pastoral donde ordenaba a los párrocos que no celebraran la ceremonia religiosa de las parejas que previamente se hubieran casado en el Registro Civil.{66} Luego que el gobernador declarara subversiva la pastoral y pusiera presos a varios curas, estalló la revuelta popular a comienzos de 1868 al grito de ¡Mueran los Masones! So pretexto de la lucha contra la impiedad secularizadora el jefe de los rebeldes, el joven Simón Iriondo, líder de la facción urquicista de Santa Fe, buscaba ganar la provincia para la órbita del caudillo entrerriano en vísperas de las elecciones presidenciales de 1868. Oroño pidió la intervención federal al gobierno de Mitre. Pero cuando la intervención llegó, en vez de reponerlo en el cargo, Oroño buscó una solución negociada. La misión del ministro Eduardo Costa en Santa Fe terminó con un llamado a elecciones en condiciones que implicaban entregar la provincia al urquicismo, aliado electoral de Mitre en ese momento.{67} Aun en sus rocambolescas derivaciones politiqueriles este conflicto es muy representativo del lugar que jugaban las medidas de secularización en esos años. La particular situación de Santa Fe obligó al gobierno de Oroño a ir más allá del límite tras el cual las relaciones entre gobierno e iglesia entraban en colisión. El gobierno nacional no podía avalar a una administración cuya política podía concitar sus simpatías pero que implicaba costos muy altos en un país con un aparato estatal embrionario. Por otra parte la utilización que hizo el General Urquiza del Obispado de Parana como grupo de presión para ganar una provincia es representativa del peso de la iglesia en la política provinciana.

Pero, ¿cómo se reflejaban estas cuestiones en la sociedad civil? En Buenos Aires, en esos años, la presencia de círculos identificados con las ideas de secularización excedía el ámbito político e intelectual. La lucha por la instalación de ideas, discursos o lenguajes políticos es algo que se puede desarrollar de múltiples formas y en distintos espacios de la sociedad. Y la fuerte presencia de los sectores liberales en distintos ámbitos semi públicos y semi privados de Buenos Aires en 1860-1870 es una prueba de ello. Era muy importante la presencia de masones en las comisiones barriales que habían surgido para encarar una serie de problemas derivados del crecimiento urbano que el poder municipal embrionario no llegaba a atender. Pero por sobre todas las cosas fue importantísima la presencia de la masonería durante las grandes epidemias de 1867 y 1871. Tanto a través de los llamados de los diarios anticlericales a organizarse contra el flagelo, como con la presencia de los principales dignatarios masónicos en la Comisión de Higiene Publica de 1871 y con el protagonismo de médicos masones y hombres liberales en las comisiones parroquiales, en las sociedades de ayuda a las víctimas y en las iniciativas nacidas en el seno de las colectividades extranjeras. Ante los cambios que se vivían el aparato religioso caritativo-tradicional ya no podía cumplir el rol que había cumplido en el pasado aldeano y el aparato médico-sanitario estatal todavía no se había puesto en pie.{68} En ese contexto una red formada por distintos actores sociales que se reconocían en el mínimo común denominador de la vocación secularizadora ocupó ese vacío ante una coyuntura clave como las grandes epidemias producto del crecimiento urbano acelerado.

Durante la presidencia de D. F. Sarmiento (1868-1874) el problema de las relaciones entre la iglesia y el estado cobraría mayor importancia. El sanjuanino llego al poder en medio de una guerra internacional y brotes de resistencias regionales en todo el país. Su base política era una coalición inestable de gobiernos provinciales que carecía de una solidez previamente adquirida para gobernar el país. Es en este contexto que Sarmiento decide renunciar a la masonería a poco de asumir la presidencia. El nuevo gobierno intentaba disipar cualquier sospecha de anticlericalismo militante. El Código Civil redactado por Vélez Sarfield, ministro del interior de Sarmiento, y aprobado en 1871, no incluyó la instauración del polémico sistema de matrimonio civil. Más allá de estos juegos de equilibrios estratégicos es indudable que la presidencia de Sarmiento significó un avance en la línea de secularización modernizadora del aparato del Estado. Pese a la presencia de clérigos y políticos cercanos a la iglesia el círculo dirigente del autonomismo compartía la línea de secularización progresiva iniciada después de Pavón.

Así como la iglesia era un aparato lo suficientemente poderoso como para que los gobiernos nacionales no quisieran romper lanzas del todo con ella, ¿cuál era el peso de la masonería en el contexto de un país con un aparato estatal en formación? No puede pasarse por alto la funcionalidad de las logias para organizar redes de poder a lo largo de la geografía nacional y aún atravesando las fronteras todavía magmáticas de las repúblicas latinoamericanas. Queremos llamar la atención sobre un episodio poco conocido ligado a la consolidación de la soberanía del Estado sobre su territorio. Luego de la derrota paraguaya en la guerra de la Triple Alianza, los ejércitos aliados que entraron en Asunción en 1869 fueron acompañados por una delegación encabezada por el Gran Maestre del Oriente argentino Dr. Roque Pérez, por el brasileño Silva Parananho, miembro del Gran Oriente de su país y por un representante del gobierno uruguayo. Esta delegación debía resolver la forma de instalar un gobierno paraguayo provisional. Junto con la delegación viajaban varios masones paraguayos que habían apoyado a los aliados contra el gobierno de Mariscal Solano López. La común identidad masónica que unía a los representantes de los gobiernos aliados y a los exiliados paraguayos liberales servía de ámbito adecuado para negociar la organización de un país arrancado de las garras de una «Tiranía barbara». Una especie de diplomacia con sabor a logias y acuerdos de hermandades. En Asunción el representante argentino organizó la asistencia médica y sanitaria de la población paraguaya devastada cinco años de guerra de exterminio. Roque Pérez utilizó su condición de alto dignatario de la masonería para reclamarle a las logias ayuda pecuniaria y el envío de médicos. El equipo de médicos militares masones que llevaba la delegación argentina trabajó codo a codo con los capellanes aliados y con la iglesia local que buscaba brindar consuelo al desolado pueblo guaraní. Interesante alianza de la masonería y la iglesia unidas en una obra humanitaria para curar a las víctimas de un genocidio en las que ambas estuvieron de acuerdo. La gestión de Roque Pérez incluyó, como era de esperarse, la formación de una logia paraguaya dependiente del Gran Oriente Argentino.{69} Por su parte los brasileños fundaron Logias dependientes del Gran Oriente del Imperio, a través del cual ejercieron influencia sobre los gobiernos paraguayos hasta la evacuación de Asunción por las tropas imperiales en 1876.{70}

La política educativa de Sarmiento es toda una radiografía de la política de secularización no conflictiva. El cuyano eligió como Ministro de Instrucción Publica al joven Nicolás Avellaneda, que había sido ministro del gabinete de Adolfo Alsina en la provincia de Buenos Aires y que era uno de los políticos más allegados a la Iglesia. Entre los funcionarios medios del área de educación en esos años convivirían liberales laicistas como Juana Manso con hombres más pragmáticos como José M. Torres.{71} En un mensaje de 1869 Avellaneda definía la política nacional tendiente a la formación de maestros para hacerse cargo de la educación elemental:

«El maestro debe ser formado, y la Nación prestará el más valioso servicio a la educación primaria en las provincias, fundando y sosteniendo con sus rentas, dos o tres grandes establecimientos, donde aquel reciba la educación especial que ha de habilitarle para desempeñar su elevada misión, como instituto de la mente y de la conciencia del pueblo representado por el niño, que sus lecciones convertirán en hombre libre, inteligente, útil.»{72}

En este mensaje está expresada la voluntad de formar un magisterio diplomado que debería ocuparse de la educación elemental suplantando cualquier otro agente que antes hubiera cumplido esa tarea, incluyendo a los clérigos católicos. La piedra angular de esta política sería la creación de las escuelas normales, comenzando por el Normal de Paraná, inaugurado en 1870, y los normales de Concepción del Uruguay (1873) y Buenos Aires (1874).{73} Como ministro, Avellaneda refrendó el ingreso de maestras protestantes norteamericanas, propiciado por Sarmiento para comenzar la formación de educadores; medida que como se sabe concitó fuertes críticas del clero en varios puntos del país. La creación del magisterio normalista, como un sacerdocio laico que llevaría la civilización hasta los confines de la barbarie e incorporaría a las masas a la democracia política fue la obra más importante del gobierno de Sarmiento. Es interesante ver cómo un ministro identificado con la iglesia fue el ejecutor de la política de fortalecimiento del sistema educativo escolar, que era funcional al proceso de secularización progresiva que venían impulsado los distintos gobiernos nacionales.

El debate sobre la Iglesia y el Estado en la política bonaerense

«Debe el gaucho tener casa
escuela, iglesia y derechos»
José Hernández, Martín Fierro

El proceso de modernización del gobierno de la Provincia de Buenos Aires, llevado adelante por las administraciones autonomistas, también merece ser tenido en cuenta en un balance de los procesos de secularización previos a 1880. En esta materia los gobiernos autonomistas bonaerenses parecen haber seguido la misma política de equilibrio compensatorio con la iglesia y sus aliados que los gobiernos nacionales. La designación del joven católico Nicolás Avellaneda como Director General de Escuelas por Adolfo Alsina en 1866, fue compensada con la designación de hombres laicistas en los niveles medios del área educativa. En 1869 el Gobernador Emilio Castro designó al joven tribuno católico José M. Estrada como Director General de Escuelas, acompañado por un Consejo de Instrucción con mayoría de vocales ligados a la masonería. La designación de Estrada causó malestar en la mayoría de los maestros y directores. La instrumentación de un ciclo de conferencias formativas para maestros fue interpretada como un intento de hacer propaganda clerical y recibió la crítica de varios docentes, recogidas prontamente por la prensa liberal. Estrada intento sancionar a los maestros rebeldes y no contó con el aval de la mayoría de los vocales del Consejo, razón por la cual presentó la renuncia en marzo de 1870.{74} Este incidente es representativo no sólo de los juegos de equilibrios que los gobiernos ensayaban en materia confesional, sino también de otro tipo de equilibrios asimétricos que se estaban forjando en el seno de los aparatos de estado. A medida que se consolidaba el sistema escolar los sectores católicos estaban cada vez más en minoría.

Por ese entonces el gobernador Emilio Castro propuso a la legislatura una reforma de la constitución bonaerense. La estrategia para legitimar ante la opinión publica la convocatoria y crear un consenso mínimo para su realización se hizo a través de la prensa porteña. Los diarios liberales de Buenos Aires, con la sola ausencia del órgano del arzobispado, se sumaron a la campaña en 1870. Este proceso es una muestra típica de los sistemas de acuerdos entre las distintas fracciones políticas de la oligarquía, tanto para superar crisis graves o como sistema de legitimación de reformas sobre las que existía un consenso implícito. En una serie de reuniones realizadas en la casa del General Bartolomé Mitre se negoció un acuerdo entre partidos para elaborar una lista común y un temario unificado para la convención. En las bancas de los constituyentes se sentaron los principales líderes del mitrismo y el alsinismo, pero también hombres jóvenes que tomaban el recambio de la generación de Pavón. Entre ellos varios de los egresados de la Facultad de Derecho en 1869 de donde saldrían algunos dirigentes el grupo reformista del autonomismo en la segunda mitad de la década de 1870-1880.{75} La convención constituyente aprobó varias reformas que modernizaban el sistema político electoral bonaerense (elección popular del gobernador, representación proporcional, acuerdo legislativo para la designación de ministros, &c.) e incluyó en el texto constitucional referencias a la obligatoriedad de la enseñanza a iniciativa del librepensador espiritualista Carlos Encina.{76} Pese a que entre los constituyentes había varios partidarios de la secularización, la propuesta del joven Eugenio Cambaceres para establecer la separación de la iglesia y el estado fue rechazada.

El debate de la propuesta de Cambaceres es sumamente interesante porque trajo a colación los puntos claves de la relación Iglesia y Estado en la Argentina de 1870. Los argumentos de Cambaceres aludían al pluralismo confesional de la población, y como el carácter de religión estatal del catolicismo planteaba limitaciones a los disidentes (juramento religioso obligatorio a los legisladores, obligación de sostener un culto que no profesaban, &c.), salvo los discursos más doctrinarios de los católicos Goyena y Estrada, los demás oradores que rebatieron la propuesta de Cambaceres (Mitre, Tejedor, Montes de Oca) utilizaron argumentos concernientes al ordenamiento jurídico nacional (la obligación de las constituciones provinciales de no contradecir la constitución nacional). También aludieron a las funciones que cumplían los curas como auxiliares de la administración provincial en la campaña. El discurso del joven anticlerical Luis V. Varela, único orador que apoyo la moción de Cambaceres, recogió el guante y defendió la necesidad de laicizar el aparato estatal criticando por regresiva la actuación de los curas entre la población rural:

«Allí señor Presidente, el párroco católico es el que forma el alma y la educación en los gauchos. Ese párroco, costeado por el Estado, con atribuciones indispensables y valiosísimas, en la vida civil, por su intervención en el estado civil de las personas, es considerado por todos los habitantes de su distrito, como funcionario público. Representante á la vez del Dios Divino y del Gobierno humano; disponiendo de poderosos elementos, de prestigio. ¿Quién nos garantiza, señor Presidente, que alguna vez no se constituirá en explotador de la ignorancia de los feligreses, para venir más tarde, en nombre de la religión, a levantar columnas religiosas, como la famosa Chirinada de triste recordación entre nosotros?»{77}

La estrategia de Varela consistía en cuestionar los presupuestos de la política de secularización gradual. Los gradualistas sostenían que no se podía avanzar más rápido en la secularización, para no dejar un vacío en las instancias claves en la que se reforzaba la hegemonía de la oligarquía sobre las clases subalternas. Varela sostenía que el papel del párroco como un juez de paz con sotana le confería un poder que podría ser usado para impugnar al sistema político en la medida que el proceso de modernización gradual terminára afectando su status. Por su parte los oradores católicos aprovecharon el debate sobre la separación de la Iglesia y el Estado para exponer su doctrina de la Iglesia libre en el estado libre que será central en la estrategia de los grupos proclericales en los debates sobre las leyes de secularización de la década siguiente. Los miembros católicos de la elite a la vez que aspiraban a evitar la laicización del estado afirmaban el derecho de la iglesia de gozar de libertad respecto a la tutela que el estado ejercía sobre ella a través del sistema de patronato.{78}

La convención reformadora bonaerense concluyó reafirmando el consenso de las distintas fracciones de la elite sobre la necesidad de no romper todos los puentes con el clero al que el estado gradualmente le quitaba poder de decisión. De hecho la convención dio el marco jurídico para la política de expansión de la educación en la provincia de Buenos Aires que impulsarían hombres liberales y laicistas como Carlos Encina, Jose M. Gutiérrez, &c. Como una nueva muestra de los equilibrios existentes dentro del autonomismo bonaerense la comisión que redactaría el texto de la Ley de Enseñanza común de 1875 estaría formada por dos liberales Jose M. Gutiérrez y Jose M. Moreno y por el católico Goyena. Esta norma provincial, que fue el principal antecedente de la Ley 1420, establecía que en las escuelas provinciales se debía aplicar un mínimo de educación religiosa respetando el derecho de los padres no-católicos a que no se le impartiera enseñanza confesional a sus hijos.{79}

La relación Iglesia y Estado durante la presidencia de Nicolás Avellaneda

La llegada a la presidencia de Nicolás Avellaneda en 1874 significó que por primera vez ocupara la cima del poder político un hombre asociado al catolicismo, aunque fuera en sus expresiones más dialoguistas. La inclusión de algunos políticos filo católicos en el gabinete y la consagración del Arzobispo Aneiros como diputado oficialista marcaron un momento de optimismo para los pequeños círculos políticos ligados a la iglesia católica. Pero la jerarquía eclesiástica pronto expresó su desazón al ver que la administración Avellaneda no estaba dispuesta a volver atrás en la línea de consolidación del aparato estatal iniciada por los anteriores gobiernos. El órgano de la curia El Católico Argentino criticó en duros términos la designación del masón Onésimo Leguizamon en el estratégico Ministerio de Instrucción Pública, en donde el clero hubiera querido ver a Felix Frías que en cambio fue designado Ministro de Relaciones Exteriores.{80} La administración de Taquito Avellaneda que no terminaba de llenar las expectativas del clero despertaba a la vez una fuerte desconfianza en los grupos laicistas. Para comprender esta particular situación debe tenerse en cuenta la frágil estabilidad del nuevo gobierno jaqueado por el fantasma de las conspiraciones mitristas y por la crisis económica que azotó el país entre 1873-1876. En este nuevo escenario surgirían las primeras iniciativas políticas importantes de corte anticlerical más definido y los primeros intentos de articular la acción de los miembros laicistas de la elite para defender el modelo de gestión estatal en formación.

Pero esta agitación anticlerical de la segunda mitad de la década de 1870-1880 sólo puede entenderse pasando revista al proceso de crecimiento de un espacio laicista anticlerical en la sociedad civil desde 1860 en adelante.

Ámbitos laicistas y anticlericales en el Buenos Aires de 1870

Desde los años del cisma, se habían formado en Buenos Aires distintos ámbitos políticos, intelectuales y comunitarios en donde se difundían ideas de tipo liberal, laicista y anticlerical. Ya a fines de los años 50 se publicaban en Buenos Aires publicaciones liberales como La Nueva Generación y La Civilización, a la vez que las ideas liberales tenían su espacio en diario como Los Debates o en La Tribuna, órganos del liberalismo porteñista. En 1863 se funda El Artesano, periódico que se definía como socialista, en donde escribían los exiliados franceses Alejo Peyret, Amadeo Jacques y Victory y Suárez, quien sería un fuerte propagador de la masonería en Buenos Aires. El Artesano publicó en sus páginas colaboraciones del chileno Francisco Bilbao, tal vez la figura intelectual más identificada con un anticlericalismo militante en el Buenos Aires de esos años. Este polemista había escrito en 1860 una fuerte diatriba contra el Arzobispo Escalada, que había despachado una Pastoral censurando su libro La América en Peligro.{81} Bilbao ganó mucho prestigio en el Buenos Aires liberal de la presidencia de Don Bartolo. Hacia fines de la década pasaría e editar en sociedad con el masón alsaciano José Berhein, La República, que se convertiría en el órgano más anticlerical de la prensa porteña.

En el marco de un sistema político electoral ajeno a cualquier forma de representación política amplia, existía una instancia clave de legitimación de las estrategias de las facciones de la élite política: la opinión publica.{82} La falta de una definición programática del liberalismo mitrista en materia de secularización generó críticas moderadas de distintos sectores que hubieran esperado una renovación más profunda en la materia.{83} Sobre esta base crecería en los años de la presidencia de Sarmiento la audiencia del espacio anticlerical porteño, que diversificaría sus canales, su agenda temática y sus vínculos con espacios políticos e intelectuales más amplios. La prensa porteña en su conjunto identificaba a la Iglesia Católica como un obstáculo para el progreso de la civilización. Era una reacción frente al Syllabus (1864) y la condena papal al pensamiento moderno y del estrechamiento de las relaciones entre el Vaticano y la reacción europea. El conjunto de los diarios de la elite recogían buena parte de las proposiciones de los grupos liberales europeos. En su análisis del periodismo de José Hernández, en su etapa al frente de El Río de La Plata (1869-1870), Halperin Donghi habla de un consenso general de la gran prensa porteña alrededor de condenar al catolicismo realmente existente en relación a su actitud con el espíritu del siglo.{84}

Las manifestaciones concretas de esta crítica generalizada podían deslizarse hacia un estilo más virulento frente a situaciones concretas. La aparición en 1869 de un órgano periodístico del arzobispado porteño, Los Intereses Argentinos, concitó comentarios críticos y sarcásticos de todo el ámbito periodístico de la ciudad. En 1870, al entablarse una polémica entre la colectividad italiana y Los intereses, por comentarios de corte xenófobos publicados en sus páginas, el conjunto de la prensa porteña tomó partido por los italianos contra el diario católico.{85} En 1871 la negativa de la iglesia a incluir en un funeral de las víctimas de la fiebre amarilla a los médicos masones, provocó una fortísima campaña encabezada por La República y La Tribuna y personalizada en el Arzobispo Aneiros. Ese movimiento reflejo de destacar en primerísimo plano cualquier iniciativa de corte intolerante del clero fue cultivado por varios diarios de la elite. La Tribuna de Héctor «Orión» Varela escribía en 1871 que el clero cordobés llamaba a los paisanos a no trabajar en la construcción del ferrocarril, porque este serviría para traer masones y herejes.{86} En 1872 al conocerse el levantamiento de los gauchos del Tata Dios en Tandil, que al grito de «Mueran los Masones» procedió a asesinar gringos, la prensa porteña condenó unánimemente el rebrote de intolerancia y lo cargó a la cuenta de la iglesia, aunque el movimiento hubiera sido alentado por un curandero con vocación de santo mesiánico.{87} La República y la menos doctrinaria, pero no menos exaltada, La Tribuna, le dedicaron una amplia cobertura a los episodios de Tandil:

«Allí el clero se ha apoderado de todas las conciencias. Indignos sacerdotes de una religión que cuenta tan augustos mártires, han propagado desde las más groseras supersticiones... El cura de campaña es casi siempre la autoridad absoluta e infalible del distrito. Se sabe ha habido un cura católico que impulsaba a su rebaño a hostilizar de todos modos la a la población protestante... En vista de tales ejemplos no es posible desconocer la influencia de esa propaganda funesta.»{88}

Mientras no se dejaba pasar ninguna acción proveniente del campo católico para denunciar su influencia nefasta, la estrategia de la prensa liberal se volvía mucho más moderada a la hora de definir una posición respecto a las líneas a seguir respecto a la iglesia y su rol en la vida nacional. Buena parte de la crítica a la iglesia por la prensa, apuntaba a reconvenir al clero por su falta de voluntad para emprender el agiornamiento que haría posible su integración a la lucha por el progreso. Halperin Donghi cita como ejemplo de esta estrategia una serie de artículos de El Río de La Plata en donde se expresaba el deseo que el Concilio de 1870 emprendiera esa tarea.{89} Con la excepción de La República, de Bilbao, todos los demás periódicos clamaban por una reforma de la vetusta iglesia aliada al antiguo régimen. Esta estrategia, aun cuando se situaba en una posición más doctrinaria y militante, era en última instancia funcional a la legitimación de la política de secularización gradual y selectiva llevada adelante por los gobiernos de Mitre y Sarmiento.

Mientras tanto el anticlericalismo periodístico se proyectaba en distintos ámbitos particulares de la vida porteña. Entre 1868-1872 surgió en Buenos Aires una prensa bohemia estudiantil (Los Negros, La Africana, La Cartera Misteriosa, El Estudiante) que acogía los lugares comunes del anticlericalismo de la Europa romántica. La crítica anticlerical de estos grupos estaba integrado a la sociabilidad festiva de los jóvenes de la elite. En 1868 el arzobispado protestó porque varias sociedades carnavalescas habían escenificado una sátira de la misa. En 1870 la ceremonia del carnaval en la plaza del Parque tomó la forma de una sátira al Concilio Ecuménico encabezada por tres chiflados disfrazados de cardenales.{90} Esta sátira asociaba el anhelo de una europeización del medio cultural porteño con la extinción de los restos de la atmósfera católica y tradicionalista en la vida de la ciudad. El diario carnavalesco Los Negros, analizaba en estos términos el esplendor de los carnavales de 1870:

«...¡Oh! todo esto dice emocionado al corazón argentino que su patria ya no es la cautiva que lloraba silenciosa a la sombra de una tiranías, ni la que arrastraba las cadenas de una hipocresía monacal, sino que se levanta radiante y majestuosa como es su cielo, sus ríos y sus bosques, con su aliento libre como el viento de su Pampa, para que suspendido en alas del progreso la admire la orgullosa Europa que un día llamó desde las gradas de sus palacios, pueblo salvaje!»{91}

Es también el campo carnavalesco el espacio elegido para otros grupos que incorporaban elementos anticlericales en los mensajes que formaban parte de una estrategia identitaria. Las comparsas de la colectividad italiana cantaban luego de 1870 a la gloria de la patria unificada luego de vencer al poder del papado. En los carnavales de 1876 cantaba la sociedad Stella di Roma:

«Dopo lire de un bieco destino,
dopo el tedio de una era incresciosa
al delubro fatal di Quirino
e tornata la dea liberta.»{92}

La consolidación de las elites comunitarias de las principales colectividades extranjeras implicó un crecimiento del espacio laicista porteño. En la elite italiana predominaba un grupo mazziniano con una fuerte impronta anticlerical. Los diarios italianos que van viendo a la luz a partir de 1868 asumen, con distinto grado de adscripción, la pertenencia al campo anticlerical. Entre ellos La Nazione Italiana (1868), El Operai Italiani (1872), La Patria de gli Italiani (1876) y en particular Le Amico del Popolo (1879), órgano del mazzinismo más radicalizado.{93} Este predominio liberal laicista en la colectividad italiana no se limitaba al periodismo, sino que se extendía a la industria que hacía posible la circulación de las ideas. En momentos en que crecía la presencia de la imprenta en Buenos Aires y se producía la primera huelga de tipógrafos (1877), un sacerdote salesiano comentaba el predominio del elemento masónico entre los obreros gráficos italianos:

«Hay también escuelas y diarios italianos pero alimentados y sostenidos por los pérfidos masones para corromper a los obreros, los cuales, son italianos casi todos. El obrero italiano tiene la imprenta propia, en la cual no acepta nada que no sea de ayuda a la propaganda masónica.»{94}

La orden salesiana establecida en 1877 en el barrio italiano de La Boca, donde el predominio del los anticlericales era notorio, se convertiría en la bestia negra de los comecuras locales. El salesiano Antonio Milanesio, evangelizador de los indígenas patagónicos, fue víctima de un atentado a manos de un taita xeneize, hecho celebrado en los círculos anticlericales de la localidad. En 1880 la iglesia de San Marcos Evangelista fue objeto del ataque nocturno de una logia de carbonarios que destruyó distintos objetos de culto.{95}

La presencia de liberales anticlericales era también importante en el ámbito de la colectividad española que venía recibiendo grupos que escapaban de los vaivenes de la política peninsular. En 1869 llegó a Buenos Aires, proveniente de Montevideo, el masón español Luis Fors, que se incorporó a la redacción de La República de Bilbao y fundó una Escuela Racionalista, que sería censurada por el diario del arzobispado por «atea». Como buen anticlerical Fors no dejo pasar la oportunidad para enzarzarse en una guerra de panfletos con el arzobispado y sus representantes legales. Exponente del anticlericalismo militante de la España de 1860, Fors ha dejado en sus escritos una opinión poco favorable de la política educativa de Sarmiento a la que consideraba una inmoral claudicación ante las fuerzas del oscurantismo y el atraso. Explicando el fracaso de su establecimiento en Buenos Aires dice el masón español:

«Esta escuela atrajo sobre mí y sobre los tres españoles restantes que me ayudaron, toda clase de persecuciones públicas y secretas de los oscurantistas que monopolizan la enseñanza en Buenos Aires, protegidos por el inepto, maquiavélico y democrático Presidente de la República Argentina, que se titula Excmo. Sr Don Domingo Faustino Sarmiento.»{96}

El aporte español fue importante también en otro pequeño ámbito doctrinario que cobra vida en esos años y que se incorpora con perfil propio a la constelación de grupos laicistas y anticlericales. En efecto, son españoles los inspiradores de los primeros grupos espiritistas que se forman en la capital argentina en los años de la presidencia de Sarmiento.{97} Más allá de estos círculos acotados, el perfil de la elite española en Buenos Aires estaba lejos de evidenciar un predominio anticlerical como el que encontramos en los italianos. Señalan Francisco Devoto y Alejandro Fernández en su estudio de las mutuales ibéricas en Buenos Aires que buena parte de las conducciones comunitarias estaban en manos de liberales o republicanos, que adscribían a una identidad laicista diferenciable del anticlericalismo abierto de los círculos italianos.{98} Pero el principal órgano de la colectividad, El Correo Español, tenía un fuerte componente anticlerical que reproducía la agenda temática de los diarios más anticlericales del medio porteño. Este periódico combatió duramente la candidatura del arzobispo Aneiros a Diputado en las listas autonomistas en 1874.{99}

La elite afroargentina de Buenos Aires, que poco a poco abandonaba las asociaciones tribales para formar mutuales y adaptarse a las pautas de la sociedad blanca, también parece haber acusado cierto impacto de la expansión de las ideas liberales. Algunos exponentes del periodismo afroporteño parecen haber sido masones. Periódicos de negros como el efímero El Proletario (1858), publicado por Lucas Fernández, o La Unión (1879), sostenían ideas de corte saint-simoniano. Incluso, un par de sociedades carnavalescas afroporteñas de la década de 1870 adscribían a la identidad liberal: Símbolo republicano y Juventud republicana, &c.{100}

Este consenso liberal anticlerical, o por lo menos laicista, presente en las redes formadas por organizaciones étnico nacionales era un dato insoslayable para las facciones políticas de la elite a la hora de pensar su relación con estos grupos como base de sustento político. Organizado el sistema electoral en forma que no necesitaba la movilización de grandes contingentes de votantes, los extranjeros y las castas jugaron un papel en la vida política porteña como grupos de choque y potenciales grupos de presión a través de distintos canales. De las facciones políticas de la elite era el mitrismo la que se hallaba identificada en el imaginario social con las banderas laicistas y liberales. Identificación que se mantuvo, pese a la desilusión que causó su política gradualista en la relación con el clero. Si esta moderación le había valido críticas de los anticlericales más militantes, era más funcional para conseguir una relación fluida con las elites inmigratorias. La presencia de Don Bartolo en los homenajes a Garibaldi, con el que había compartido la trinchera en el Montevideo sitiado, su afiliación de antigua data a la masonería, su discurso en la muerte de Gambeta, los artículos de La Nación Argentina apoyando la causa liberal en Europa, &c.; le valieron a Don Bartolo y su círculo una fuerte audiencia entre los gringos liberales.{101} Apoyo que fue notorio en la presencia de milicias italianas en Pavón y en los levantamientos armados de 1874 y 1880, donde el masón Mitre contó con el apoyo de italianos y españoles liberales contra el católico Avellaneda. No obstante, desde comienzos de los años 70, también el autonomismo venía intentado hacer pie en estos grupos. Y es interesante señalar que fue el liberal Héctor «Orión» Varela, cultor de la sátira anticlerical de bajo tono y auto divulgador de sus aventuras europeas como luchador liberal, el referente del autonomismo que tuvo una relación más fluida con los gringos en el periodo anterior a 1880.{102}

En base a este cúmulos de espacios y redes laicistas y anticlericales, con distinto grado de convergencia entre sí, se produce durante la presidencia del católico Nicolás Avellaneda un nuevo tipo de articulación entre las iniciativas de los ámbitos anticlericales porteños y las fracciones políticas de la elite. Una de las primeras manifestaciones del crecimiento del peso específico de los medios anticlericales fue el nacimiento de órganos periodísticos más doctrinarios. Estos son la Revista Masónica de Victory Suárez (1874) y luego el diario El Librepensador, fundado en 1878 como órgano del Club Liberal. El pequeño resurgir de los grupos católicos en 1874 provocó la renovada combatividad de los anticlericales, hecho que no estuvo ajeno a la situación de inestabilidad institucional como producto del fracaso de la revolución mitrista de ese año. A las violentas polémicas entre la Revista Masónica y el nuevo órgano eclesiástico ultramontano, El Católico Argentino, pronto se sumaría el anticlericalismo utilitario de los diarios mitristas que criticaban distintas medidas del Arzobispo Aneiros, identificado políticamente con el oficialismo.{103} Pero el protagonismo que fue tomando Aneiros en los meses siguientes haría extensivo el malestar también a sectores ligados al autonomismo.

En 1875 la decisión del obispo de devolver algunas iglesias a la orden jesuítica provoco una agitación anticlerical de proporciones inéditas. Se formo un Club Universitario que llamó a movilizarse para impedir el traspaso de las parroquias y para presentar un petitorio pidiendo la separación de la iglesia y el estado.{104} Este club estaba liderado por los jóvenes Luis V. Varela, autor de una Contra pastoral contra el arzobispo y defensor de la separación de la iglesia y el estado en la convención de 1871; por el futuro historiador Adolfo Saldias y otros jóvenes en su mayoría autonomistas. Pronto se sumaron a la campaña oradores anticlericales, como el pintoresco Emilio Castro Boedo. Este era un personaje inclasificable que, en su tiempo de cura católico, había sido colaborador del montonero Felipe Varela, para luego convertirse en pastor evangélico. La campaña fue acompañada por toda la prensa liberal encabezada por La Tribuna, periódicos de la colectividad italiana, española y francesa; sociedades italianas de La Boca, &c.

Un gran mitin convocado frente al palacio arzobispal derivó en una manifestación violenta que se introdujo en la iglesia de San Ignacio, rompiendo bancos y objetos para luego dirigirse al Colegio de El Salvador e incendiar sus instalaciones. Varios dirigentes y manifestantes fueron detenidos. Grupos afines a la iglesia convocaron a actos de desagravio que convocaron menos gente que la manifestación anticlerical.{105} En el balance de este hecho queda la rápida toma de distancia de la mayor parte de sus protagonistas frente de la violencia desplegada y la paranoia que ganó a buena parte de la prensa que le atribuyó el hecho a agentes de la Internacional comunista que intentaban implantar una Comuna como en París en 1871.{106}

Pese a sus características coyunturales este episodio es un buen indicador de los cambios que se estaban produciendo en Buenos Aires a fines de la década de 1870-1880. Crisis económica, agudización de los conflictos en el seno de la oligarquía y las primeras huelgas obreras van marcando una serie de hechos que si no constituían un amenaza grave a la hegemonía de la elite tradicional, sí ponían a prueba los sistemas de acuerdos desarrollados por el régimen consolidado después de Pavón. Si la política en materia de secularización se había desenvuelto dentro de las líneas de un gradualismo consensuado, en el que coincidían las distintas facciones de la elite, el relajamiento de los sistemas de acuerdo podía reflejarse en un quiebra de la unanimidad alrededor de esta materia, entre otras. O, también, podía favorecer la instrumentalización de un cierto discurso anticlerical militante para encolumnar a sectores susceptibles de actuar como grupos de presión en las pugnas políticas de los partidos tradicionales.

En nuestra opinión, las cuestiones vinculadas a las relaciones Iglesia Estado comenzaban, para esos años, a estar condicionadas por una serie de elementos que no tenían un gran peso específico una década atrás. En los años siguientes se pondría sobre el tapete la necesidad de avanzar hacia una reformulación más profunda del rol del aparato eclesiástico sin poder evitarse un conflicto abierto. Pero ya antes de 1880 la red de aparatos del estado había alcanzado la suficiente expansión como para que en su seno distintas fracciones de funcionarios empezaran a acumular poder en su seno. Es en este contexto que se funda en 1878 el Club Liberal, agrupación que se proponía defender las «instituciones libres» y combatir la influencia clerical que intentaba coparlas para promover una regresión hacia el oscurantismo. Firmaban el manifiesto liminar de esta agrupación José M. Gutiérrez, Carlos Encina, Juan e Ignacio Pirovano, Miguel Cane, Carlos Pelegrini, Adolfo Saldias, Salvador María del Carril, B. Montero, A. Navarro Viola, J. M. Ramos Mejía, Delfín Gallo, Francisco Moreno, Ramón Lista, Nicomedes y Arturo Reynal O'Connor, &c.{107} Un grupo de educadores, médicos, abogados y jóvenes recientemente cooptados en el elenco político de los partidos tradicionales creaban un espacio en donde la relación iglesia y estado pasaba a ser el ordenador principal. Las líneas de los debates sobre las leyes de secularización de los años 80 estaban trazadas.

Las leyes secularizadoras del 80

La derrota del levantamiento localista del gobernador de Buenos Aires, Carlos Tejedor, la llegada al poder del General Julio A. Roca y la ley de capitalización de la ciudad de Buenos Aires, marcan la crisis del Régimen político iniciado en Pavón. El triunfo de Roca fue producto de una alianza entre el autonomismo porteño, la oligarquía cordobesa y los terratenientes tucumanos, apoyada por casi todos los demás gobiernos provinciales. Sobre el eje Buenos Aires-Córdoba-Tucumán se formó un nuevo bloque de poder que terminó por consolidar la estructura del Estado Nación centralizado y la incorporación definitiva del país al mercado mundial como nación exportadora de productos agropecuarios.{108}

Los cambios en la estructura del Estado pondrían sobre el tapete la necesidad de concretar reformas hasta ese momento postergadas. En lo concerniente a las relaciones entre la Iglesia y el Estado los próximos pasos que daría el Estado Nacional no podrían ser aceptados sin resistencia por parte del clero, ni tampoco eran medidas que podían ser compensadas con concesiones de otro tipo. Al carácter cada vez más pluralista de la sociedad, se sumaban otros desafíos de efectos más recientes. La inmigración masiva no sólo complejizaba el perfil confesional de la población, sino que también ponía en primer plano la asimilación del inmigrante en el proceso de la formación de una voluntad de nación. Y aún también la necesidad de integrar a los nativos en una solidaridad básica con el Estado Nación consolidado.{109} Todas estas eran cuestiones en las que el viejo aparato de la iglesia criolla no podía ser un compañero de ruta adecuado para el poder político.

Paradójicamente, los primeros tiempos de la administración Roca parecieron marcar un avance del clero y las facciones políticas afines. Roca nombró como Ministro de Instrucción publica al cordobés Didimo Pizarro, católico bastante intransigente. Pizarro incluso llegó a hacer gestiones en el seno del gobierno en vistas de realizar un concordato con el Vaticano. En 1881 se creó el Consejo Nacional de Educación, que tendrá como primer presidente a D. F. Sarmiento. El ex presidente venía recuperando prestigio en el seno de la masonería de la mano de la nueva generación de políticos laicistas. En su gestión al frente del Consejo fue acompañado por una mayoría de vocales del grupo católico liberal. La estrategia del gobierno de Roca en materia de relaciones con la iglesia parecía prolongar el juego de compensaciones que habían ensayado los anteriores gobiernos. En 1879, el futuro presidente comentaba la política secularizadora de su aliado el gobernador de Córdoba, Antonio del Viso, en carta a su cuñado, el Ministro de gobierno cordobés Juárez Celman, y le aconsejaba a avanzar en ese terreno de manera mas gradual: «Si es necesario haga una Novena en su casa y muéstrese más católico que el Papa.»{110}

Para entender el posterior giro del gobierno y su ofensiva secularizada de 1882-1886 hay que tener en cuenta una serie de conflictos que se estaban produciendo en el interior del país entre autoridades eclesiásticas y gobiernos provinciales. En la provincia de Córdoba, pieza clave en la coalición roquista, las relaciones entre la iglesia y el gobierno provincial venían siendo tensas desde que el gobernador Antonio del Viso había hecho aprobar una ley de redención de capellanías en 1878.{111} Al asumir la gobernación Juárez Celman, en 1880, las relaciones entre la iglesia y el gobierno provincial empeoraron. El nuevo gobernador se decidió a llevar adelante un programa de tipo secularizador que incluyó la creación de un Registro Civil provincial y la abolición de los últimos cementerios parroquiales. A esto se sumó un conflicto con el obispado por el nombramiento de profesores en la recién creada Facultad de Teología de la Universidad de Córdoba.{112} El católico Pizarro, en su carácter de Ministro de Instrucción Publica, debió realizar una difícil mediación entre el obispo y el gobierno de Córdoba. Mientras tanto, en otros puntos del país, se producían conflictos por la oposición del clero a reformas de los gobiernos locales. En 1880 el Obispo de Paraná, Gelabert y Crespo, el mismo del conflicto con Oroño en 1867, sufrió una agresión de parte de estudiantes del Colegio de Concepción del Uruguay al finalizar un sermón.{113} En Buenos Aires el Arzobispo Aneiros cuestionó una medida del Consejo Nacional de Educación de 1881, en donde se disponía que la pequeña cuota de enseñanza religiosa de la enseñanza oficial fuera dictada ya no por los maestros sino por los párrocos.{114} La posición de Pizarro como defensor de los puntos de vista de la iglesia ante el gobierno nacional se volvió difícil, y a eso se sumó el conflicto con los miembros liberales del Consejo. El presidente Roca decidió relevar a Pizarro en vísperas de la reunión en Buenos Aires del Congreso Pedagógico Sudamericano. Luego de estar observando la evolución de los hechos desde hacía dos años, el Zorro Roca se volcó hacia los sectores laicistas que parecían garantizar el apoyo mayoritario para la postergada modernización del aparato del estado.

El Congreso Pedagógico Sudamericano, reunido ese año en Buenos Aires, puso en evidencia el consenso alcanzado por las posiciones laicistas entre la comunidad de educadores, funcionarios del área de la instrucción pública y la mayor parte del establishment político. Los miembros del Club Liberal de 1878 se habían reagrupado en la Logia Docente en 1881, y habían hecho elegir al ex presidente Sarmiento como Gran Maestre, acompañado por Leandro N. Alem como Vice Gran Maestre.{115} El predominio de las posiciones laicistas en el campo intelectual porteño, forjado a lo largo de la década de 1870, adquiría un carácter militante para apuntalar medidas que el poder político se mostraba dispuesto a llevar adelante. En el Congreso Pedagógico participaron junto a los delegados argentinos numerosos educadores uruguayos, bolivianos, paraguayos, chilenos y brasileños. Además de los aspectos técnicos del proceso educativo en el Congreso se discutió el problema que para la elite política era más central en el área: la relación entre sistema educativo y sistema político. Tal es el tema que desarrollo el ex Ministro de Instrucción Pública Onésimo Leguizamon en el discurso inaugural.{116} El viejo axioma sarmientino que afirmaba que la democracia nacía del aula era incorporado en una estrategia que concedía a la escuela publica un rol central en la consolidación del Estado y la creación de una voluntad de nación. El médico liberal Wilde, que ocupó el Ministerio de Instrucción Pública luego de un breve interinato de Victorino de La Plaza, adelantó en sus ponencias las líneas generales de lo que sería el proyecto de Ley de Educación Común que se presentaría en el Congreso en 1883. Ante el claro predominio de los sectores laicistas los católicos liberales se retiraron del Congreso y fundaron el diario La Unión, redactado por José Manuel Estrada y Pedro Goyena. Este diario, junto al más conservador La Voz de la Iglesia, órgano del arzobispado, se abocaron a enfrentar la ofensiva laicizadora que ya era imparable.{117}

El debate parlamentario de la Ley 1420 ha sido objeto de muchos estudios. En estas páginas nos limitaremos a destacar que mientras la estrategia de los parlamentarios católicos como Pedro Goyena y Tristán Achaval Rodríguez se centró en denunciar el carácter ateo que se le quería imprimir al sistema educativo, la estrategia del gobierno consistió en destacar el carácter neutral que la escuela tendría, de ahí en más, en materia confesional. El Ministro Wilde insistió en su discurso frente a las cámaras que en la perspectiva que manejaba el poder político no se desdeñaba el auxilio de la religión como elemento para socializar a las clases subalternas.{118} Pero no había gestos de conciliación que alcanzaran para compensar la derrota. Aparte de haberle quitado toda incidencia en el área educativa el gobierno no pretendía renunciar a ejercer plenamente sus derechos de patronato sobre el clero e invitaba a la iglesia a que comprendiera la necesidad de aceptar estos cambios impuestos por el progreso. Con esta misma filosofía la administración Roca afrontó la reacción de la iglesia en todo el país.

Durante 1883-1884 la iglesia y sus aliados se movilizaron a lo largo del territorio nacional contra la ley de educación común. El epicentro de la resistencia fue Córdoba, donde el Obispo Clara publicó una pastoral contra las reformas laicizantes, llamando a los fieles a retirar a sus hijos de la Escuela Normal de la provincia porque era dirigida por maestras protestantes. La actitud del obispo cordobés fue imitada por los obispos de Salta y Santiago del Estero. Por su lado la facción de laicos católicos había creado la Asociación católica en Capital (1884). José M. Estrada, desde su cargo de rector del Colegio Nacional Buenos Aires, y los profesores católicos de la Universidad de Córdoba, desde sus cátedras, apoyaron esta agitación contra la nueva «escuela sin dios». Incluso el nuncio apostólico Monseñor Mattera viajó a Córdoba a alentar la movilización del aparato eclesiástico y sus aliados. El gobierno de Roca reaccionó removiendo a los obispos levantiscos, quitándoles sus puestos a los profesores rebeldes y rompiendo relaciones diplomáticas con el Vaticano, al expulsar al Nuncio del territorio nacional. Una etapa se cerraba. Y así como la política de secularización gradual había contado durante décadas con el acuerdo tácito de todas las facciones de la oligarquía, la firmeza ante la rebeldía del clero también contó con un grado de apoyo cuasi unánime. El ex presidente Mitre, representante de la oposición testimonial frente al Unicato roquista, publicó una serie de artículos en La Nación en donde sostenía que la actitud de los obispos era un intento de subvertir el orden jurídico que se venía construyendo desde Caseros, y aún desde la emancipación, en adelante.{119}

Los últimos episodios del proceso de secularización del país se produjeron antes de concluir la década. Merece un comentario aparte el proceso de modernización del aparato estatal médico sanitario, que alcanzó un grado de concreción importante al mismo tiempo que se llevaba adelante el tumultuoso proceso de laicización de la enseñanza. Esa fuerte presencia de médicos higienistas en las grandes epidemias se había proyectado durante la década de 1870-1880 con el avance de concepciones médicas modernizadoras en las cátedras de la Universidad de Buenos Aires. El propio Eduardo Wilde había sido uno de los impulsores de los Cursos de Higiene Pública, en donde se difundió un modelo de medicina social que entraba en colisión con la teoría y la practica del viejo aparato médico caritativo. En 1881 la creación del Departamento Nacional de Higiene y la fundación en 1883 de la Asistencia Pública,{120} en el ámbito de la municipalidad de Buenos Aires, ponían las bases de un sistema de salud moderno, con un modelo de gestión laico, aunque en él subsistiera alguna presencia religiosa a través de las ordenes de monjas que actuaban como enfermeras. Si bien en el proceso de modernización del aparato sanitario el tema ideológico no tenía la misma centralidad que en el caso del sistema escolar, su apropiación subjetiva por distintos actores sociales lo hizo un campo de tensiones del debate laicismo/clericalismo. La oposición del clero a la práctica de la cremación promovida por los médicos higienistas es una buena prueba de ello.{121} En 1887, en la provincia de Tucumán, se produjo un levantamiento de la plebe criolla dirigido contra «gringos y masones» identificados con los médicos y enfermeros de la Cruz Roja, que habían llegado a la provincia para combatir a una epidemia de cólera.{122} Mientras tanto Juárez Celman, sucesor de Roca en la presidencia, impulsó la aprobación de la ley de Matrimonio Civil por el Congreso Nacional en 1889.{123} El debate y aprobación de esta ley reprodujo el clima de enfrentamiento de 1883-1884. Aunque esta vez la iglesia y los pequeños grupos católicos que la apoyaban estuvieron mucho más en soledad. El arzobispo Aneiros envió una circular a los párrocos pidiéndoles que le explicaran a los fieles que el matrimonio civil era, para la los católicos, un simple concubinato. Incluso desde el Vaticano se enviaron instrucciones para resistir la ley. El Vicario capitular de Córdoba llamó a desconocerlas y varios clérigos que casaron parejas que no habían pasado por el Registro Civil fueron procesados.{124} Esa fue la última resistencia clerical a las leyes de laicización del Estado.

El proceso de secularización del Estado Nacional había llegado a su culminación a partir de una línea de acción compartida por los distintos gobiernos oligárquicos desde Caseros en adelante. Luego de aplastar los levantamientos localistas, el Estado Nación lograba poner en pie una red de aparatos ideológicos que respondían al poder central sin incidencia de ninguna corporación, ni ningún factor de poder autónomo. Todo esto sin renunciar a su control tradicional sobre la iglesia católica como religión de la mayoría de la población. Este Estado secularizador de los años ochenta sería una de las herramientas con que el bloque en el poder afrontaría el desafío de asimilar al extranjero y socializar al nativo. Como tal se convertiría en un escenario de luchas políticas e ideológicas, que se abrirían luego de la crisis de consenso que afectó a la República conservadora en 1890.

Notas

{0} Este artículo se corresponde con un capítulo del libro El Progreso Desencadenado. El Movimiento librepensador en la Argentina, de próxima publicación.

{1} José Carlos Chiaramonte, La Critica ilustrada de la realidad, Ceal, Buenos Aires 1982, págs. 142-150.

{2} Tulio Halperin Donghi, Tradición política española e ideología revolucionaria de mayo, Ceal, Buenos Aires 1985, págs. 61-76.

{3} Eduardo O. Durnhofer, «Trascendencia de la filosofía de la revolución francesa en la revolución de mayo» en Varios, Imagen y recepción de la revolución francesa en la Argentina, págs. 73-74.

{4} El Telégrafo Mercantil, 6 de junio de 1801.

{5} James Peire, «De la dominación suave a la traición. La iglesia en la transición 1808-1815» en Enrique Normando Cruz (comp.), Anuario del CEIC/1. Iglesia, Misiones y Religiosidad, UNJU, San Salvador de Jujuy 2000, págs. 205-267.

{6} Boleslao Lewin, «La conspiración de los franceses en Buenos Aires» en Anuario del Instituto de Investigaciones Históricas, UNL, Rosario 1960, págs. 9-37.

{7} Alcibiades Lappas, La masonería argentina a través de sus hombres, págs. 70-72.

{8} Tulio Halperin Donghi, Revolución y guerra, Siglo XXI, Buenos Aires 1979, págs. 134-135.

{9} Ricardo Caillet Bois, «Las corrientes ideológicas europeas del siglo XVIII y el virreinato del Río de La Plata», en Academia Nacional de la Historia de la Nación Argentina, Historia de la Nación Argentina, Imprenta de la Universidad, Buenos Aires 1939, tomo V, sección I, págs. 71-72.

{10} Tulio Halperin Donghi, Revolución..., págs. 190-191.

{11} Julio Cesar Chávez, Casteli, el adalid de mayo, págs. 227-240.

{12} José Ingenieros, La Evolución de las ideas en la Argentina, Elmer, Buenos Aires 1959, tomo I, págs. 177-192.

{13} Bernardo Monteagudo, Oración inaugural pronunciada en la apertura de la Sociedad Patriótica la tarde del 13 de enero de 1812 por... Reproducido en Noemi Goldman, Historia y lenguaje, Ceal, Buenos Aires 1991, págs. 56-57.

{14} Juan Canter, Las Sociedades secretas, políticas y literarias (1810-1815), Imprenta de la Universidad, Buenos Aires 1942, pág. 125.

{15} Pilar González Bernaldo, «Producción de una nueva legitimidad: ejercicio y sociedades patrióticas en Buenos Aires entre 1810 y 1813», en Varios, Imagen y recepción..., págs. 48-49.

{16} José M. Paz, Memorias, t. I, 12 nota (citado en José Ingenieros, La evolución..., t. I, pág. 126).

{17} Heloisa Jochins Reichel, «A religiosidade na sociedade platina (fins do sec XVIII e Inicios do XIX)», en Estudos Leopoldenses, Sao Leopoldo (Brasil), volume 2, nº 2, julho/dezembro 1998, págs. 59-60.

{18} Guillermo Gallardo, La política religiosa de Rivadavia, Ediciones Theoria, Buenos Aires 1962, págs. 41-67.

{19} Washington Reyes Abadie, Artigas y el federalismo en el Río de La Plata, Hyspamerica, Buenos Aires 1986, págs. 320.

{20} Americo A. Tonda, La iglesia Argentina incomunicada con Roma (1810-1858) Problemas, conflictos, soluciones, Universidad Católica de Santa Fe, Santa Fe 1965, págs. 15-16.

{21} Adolfo Saldias, Buenos Aires en el centenario, Talleres Gráficos, La Plata 1910, págs. 136-143.

{22} Guillermo Gallardo, op. cit., págs. 173-206.

{23} Luis Alberto Romero, La Felix experiencia (1820-1824), Ediciones Bastilla, Buenos Aires 1983, págs. 225-226.

{24} Alcibiades Lappas, op. cit., págs. 67-68.

{25} Un inglés, Cinco años en Buenos Aires, 1820-1825, Hyspamerica, Buenos Aires 1986, págs. 134-135

{26} Milciades Peña, El paraíso terrateniente, Fichas, Buenos Aires 1975, págs. 32-33.

{27} Luis Alberto Romero, op. cit., págs. 94-96.

{28} Domingo F. Sarmiento, Facundo, Kapeluz, Buenos Aires 1971, págs. 182-184.

{29} John Lynch, Juan Manuel de Rosas, Hyspamerica, Buenos Aires 1986, pág. 237.

{30} José Ingenieros, Evolución..., t. IV, págs. 113-115.

{31} John Lynch, op. cit., págs. 156-157.

{32} H. S. Ferns, Gran Bretaña y Argentina en el siglo XIX, Solar-Hachette, Buenos Aires 1968, págs. 241-242.

{33} Fernando Carlos Urquiza, «Una imagen de las ideas políticas en el Buenos Aires de 1832. Pacto social, soberanía y sociedad civil en los eclesiásticos que intervienen en el 'Memorial Ajustado'», en N. Enrique Cruz (comp.), op. cit., págs. 268-295.

{34} Willians Mac Gan, Viaje a caballo por las provincias argentinas, Hyspamerica, Buenos Aires 1986, págs. 280-285.

{35} John Lynch, Juan..., págs. 237-238.

{36} Tulio Halperin Donghi, Historia de la Universidad de Buenos Aires, Eudeba, Buenos Aires 1962, págs. 48-56.

{37} Ernesto Quesada Vicente, Memorias de un viejo, Buenos Aires 1942, pág. 246.

{38} Milciades Peña, op. cit., págs. 70-71.

{39} José Ingenieros, Evolución..., t. IV; págs. 124-133.

{40} Americo A. Tonda, op. cit., págs. 249-252.

{41} Jorge M. Mayer (edición crítica y estudio preliminar), Las «Bases» de Alberdi, Editorial Sudamericana, Buenos Aires 1969, págs. 64-66 (Noticia preliminar).

{42} Domingo F. Sarmiento, op. cit., pág. 182.

{43} Juan B. Alberdi, Las Bases, en Jorge M. Mayer, op. cit., págs. 258-260.

{44} Esteban Echeverría, Obras completas, Claridad, Buenos Aires 1972, pág. 137.

{45} Carlos Conforti, «¿La religión católica es religión de estado en nuestro país?», en Humanidad Nueva, noviembre de 1910, págs. 498-500.

{46} Anales de legislación Argentina, La Ley, Buenos Aires, 1954, tomo: 1852-1880, pág. 178.

{47} Americo A. Tonda, op. cit., págs. 254-257.

{48} Abelardo Levaggi, Dalmacio Vélez Sarfield y el derecho eclesiástico, Editorial Perrot, Buenos Aires 1969, págs. 144-145.

{49} María Saenz Quesada, El Estado rebelde. Buenos Aires entre 1850-1860, EB, Buenos Aires 1982, pág. 367.

{50} Ibídem, 357.

{51} Felix A. Chaparro, José Roque Pérez, Multicarta editores, Rosario 1951, págs. 119-129.

{52} Alcibiades Lappas, op. cit., pág. 82.

{53} María Saenz Quesada, op. cit., pág. 393.

{54} Citado en José S. Campobassi, Sarmiento. Sus ideas sobre religión, educación y laicismo. Respuestas a un libro anti sarmientista, Ediciones de la Liga Argentina de Cultura Laica, Buenos Aires 1961, págs. 13-14.

{55} Daniel Omar De Lucia, «Buenos Aires. Las formas del poder parroquial (1856-1880)», en Boletín del IHCBA, nº 14, págs. 15-18.

{56} José S. Campobassi, op. cit., pág. 16.

{57} María Saenz Quemada, op. cit., pág. 321.

{58} Juan Carlos Tedesco, Educación y sociedad en la Argentina (1880-1900), Ceal, Buenos Aires 1982, págs. 66-67.

{59} Miguel Cane, Juvenilia, Ceal, Buenos Aires 1967, págs. 62-63.

{60} Cayetano Bruno, Historia de la iglesia en la Argentina, Editorial Don Bosco, Buenos Aires 1976, t. XI, págs. 49-50.

{61} El texto del Decreto reproducido en Hector Recalde, «Higiene pública y secularización» en Conflictos y Procesos de la Historia Argentina Contemporánea, Ceal, Buenos Aires 1989, nº 30, págs. 22-25.

{62} Anales de..., pág. 436.

{63} Rodolfo Ortega Peña y Eduardo L. Duhalde, Felipe Várela contra el imperio británico, Editorial Sudestada, Buenos Aires 1966, págs. 141-143.

{64} Elías Díaz Molano, Nicasio Oroño, colonizador, Plus Ultra, Buenos Aires 1977, págs. 41-73.

{65} Hector Recalde, Matrimonio civil y Divorcio, Ceal, Buenos Aires 1986, págs. 113-114.

{66} Miguel De Marco, «Nicasio Oroño, el luchador santafesino», en Todo es Historia, nº 99, julio de 1975, págs. 22-26.

{67} José María Rosa, Historia Argentina, Oriente, Buenos Aires 1974, págs. 227-229.

{68} Daniel Omar De Lucia, op. cit., págs. 18-26.

{69} Felix Chaparro, op. cit., págs. 166-168.

{70} «Masonería en Paraguay. Antecedentes Históricos» en www.galeon.hispavista.com/masoneriapya/historia.html

{71} Adriana Puiggros, «José M. Torres y los fundamentos de la pedagogía argentina», en Hugo Biagini (comp.), Redescubriendo un continente. La inteligencia española en el París americano en las postrimerías del siglo XIX, Diputación Provincial, Sevilla 1993, págs. 239-253.

{72} Citado en: Adriana Puiggros, Sujetos, disciplina y curriculum en los orígenes del sistema educativo argentino, Galerna, Buenos Aires 1990; pág. 73.

{73} Juan Carlos Tedesco, op. cit., págs. 145-157.

{74} José E. Martinelli, La acción educacional de José M. Estrada, Edición del Autor, Buenos Aires 1941, págs. 40-46.

{75} José C. Chiaramonte, Nacionalismo y liberalismo económicos en Argentina, Hyspamerica, Buenos Aires 1986, pág. 168.

{76} Hugo Biagini, La generación del ochenta, Editorial Sudamericana, Buenos Aires 1995, págs. 106-110.

{77} Diario de sesiones de la convención constituyente de la provincia de Buenos Aires, 28 de julio de 1871, págs. 568-669 (subrayado en el original).

{78} José Manuel Estrada, Sus mejores discursos, Editorial Difusión, Buenos Aires 1942, págs. 65-94 (Libertad de enseñanza).

{79} Fernando Barba, Los autonomistas del 70, Ceal, Buenos Aires 1982, págs. 112-120.

{80} El Católico Argentino, 18 de diciembre de 1875.

{81} Francisco Bilbao, Contra-Pastoral, Buenos Aires 1860.

{82} Alberto Adolfo Lettieri, «Hacia una historia de la opinión publica en la Argentina», en Boletín de Historia del Fundación del Pensamiento Iberoamericano, nº 19, primer semestre de 1992, págs. 3-21.

{83} Tulio Halperin Donghi, Una nación para el desierto argentino, Ceal, Buenos Aires 1982, pág. 98.

{84} Tulio Halperin Donghi, José Hernández y sus mundos, Sudamericana, Buenos Aires 1985, pág. 174.

{85} Hilda Sabato y Emma Cibotti, «Hacer política en Buenos Aires: los italianos en la escena política porteña 1860-1880», en Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana «Dr. Emilio Ravigñani», nº 2, primer semestre de 1990, págs. 37-41.

{86} La Tribuna, 4 de diciembre de 1871.

{87} Hugo Nario, Los crímenes de Tandil, Ceal, Buenos Aires 1983, págs. 56-63.

{88} La Tribuna, pág. 284.

{89} Tulio Halperin Donghi, op. cit., págs. 175-183.

{90} Daniel Omar De Lucia, «El carnaval porteño. El proceso de su constitución como campo simbólico (1868-1880)», en Desmemoria, nº 23-24, julio-diciembre de 1999, pág. 132.

{91} Los Negros, 6 de marzo de 1870 (subrayado mío).

{92} El Carnaval de Buenos Aires, 27, 28 y 29 de febrero de 1876.

{93} Hilda Sabato y Emma Cibotti, op. cit., nº 2, primer semestre de 1990, pág. 27.

{94} Citada en: Cayetano Bruno, op. cit., pág. 421.

{95} Jorge N. Gualco, La epopeya de los italianos en la Argentina, Plus Ultra, Buenos Aires 1997, págs. 93-94.

{96} Luis Fors, Miscelánea Americana, Imprenta de Diego Valero, Madrid 1871, pág. 330.

{97} Mariño Cosme, El espiritismo en la Argentina, Sociedad Constancia, Buenos Aires 1960.

{98} Fernando Devoto y Alejandro Fernández, «Mutualismo étnico, liderazgo y participación política. Algunas hipótesis de trabajo», en Diego Armus (comp.), Mundo urbano y cultura popular. Estudios de Historia Social Argentina, Sudamericana, Buenos Aires 1990, págs. 129-158.

{99} Alejandro Herrero y Fabián Herrero, «La prensa española. Surgimiento y consolidación», en Hugo Biagini (comp.), Redescubriendo..., págs. 126-127.

{100} Daniel Omar De Lucia, El Carnaval.., págs. 135-138.

{101} Daniel Omar De Lucia, Mitre, la inmigración y su rol en la formación del Estado Nacional (1853-1880) (ponencia presentada en las XIV Jornadas de Historia del IHCBA, 1997)

{102} Hector Varela, Almanaque de Orion, Imprenta de La Tribuna, Buenos Aires 1871 (folleto en que su autor resalta sus andanzas europeas).

{103} José M. Rosa, op. cit., pág. 133.

{104} Hilda Sabato, La política en las calles. Entre el voto y la movilización. Buenos Aires, 1862-1880, Editorial Sudamericana, Buenos Aires 1998, págs. 223-224.

{105} Pablo Ibarra, «¡Hay que incendiar El Salvador!», en Todo es Historia, nº 3, julio de 1967, pág. 84.

{106} Trinidad Delia Chianeli, Raúl H. Galmarini, «Una conspiración comunista en 1875?», en Todo es Historia, nº 102, noviembre de 1975, págs. 52-69.

{107} El Librepensador, 9 de agosto de 1878.

{108} Waldo Ansaldi, «Notas sobre la formación de la Burguesía Argentina 1780-1880», en Enrique Florescano (coord.), Orígenes y desarrollo de la Burguesía en América Latina, 1700-1955, Nueva Imagen, Caracas 1979, pág. 552.

{109} María Inés Barbero y Darío Roldán, «Inmigración y educación (1880-1910) ¿La escuela como agente de integración?», en Cuadernos de Historia Regional de la UNLU, págs. 75-76.

{110} Agustín Rivero Astengo, Juárez Celman, Editorial Kraft, Buenos Aires 1944, pág. 117.

{111} Efraín U. Bischoff, Historia de Córdoba, Plus Ultra, Buenos Aires 1979, pág. 283.

{112} Silvia N. Roitenburd, «Educación y control social. El nacionalismo católico cordobés (1862-1944)», en Adriana Puiggros (dir.), La educación en las provincias y territorios nacionales (1885-1945), Galerna, Buenos Aires 1993, págs. 81-82.

{113} Cayetano Bruno, op. cit., t. XI, págs. 344-346.

{114} Andrés R. Allende, «Las reformas liberales de Roca y Juárez Celman», en Julio Godio (selección y prologo), El Noventa, Granica, Buenos Aires 1974.

{115} Ataulfo Pérez Aznar, «Esquema de las fuerzas políticas actuantes hasta 1890», en Julio Godio (selección y prologo), op. cit, págs. 68-72.

{116} Discurso inaugural del Presidente del Congreso Pedagógico Internacional Sr. D. O. Leguizamon, el 10 de abril de 1882..., reproducido en Hugo E. Biagini, Educación y Progreso. Primer Congreso Pedagógico Interamericano, págs. 77-83 (apéndice documental) .

{117} Norberto Rodríguez Bustamante, «Las ideas pedagógicas y filosóficas de la generación del 80», en Julio Godio (selección y prólogo), op. cit., págs. 153-154.

{118} Diario de Sesiones de la HCDDLN, reproducido en Instrucción Publica, Ministerio de Instrucción Publica, Buenos Aires s.f., t. II, págs. 600-601.

{119} La Nación, 3 de mayo de 1884, 10 de junio de 1884 y 15 de junio de 1884. Reproducidos en Atilio E. Torrasa, Mitre, paladín del laicismo, Ediciones Sarmiento, Buenos Aires 1957, págs. 93-121.

{120} Hector Recalde, La salud de los trabajadores en Buenos Aires (1870-1910). A través de las fuentes medicas, Grupo Editor Universitario, Buenos Aires 1997, pág. 30.

{121} Hector Recalde, Higiene..., págs. 25-31.

{122} Noemi Goldman, «El levantamiento de montoneras contra 'gringos' y 'masones'» en Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana «Dr. Emilio Ravigñani»; nº 2, primer semestre de 1990, págs. 47-73.

{123} Andrés R. Allende, «Las reformas liberales de Roca y Juárez Celman», en Julio Godio (selección y prologo), op. cit., Granica, Buenos Aires 1974, págs. 46-47.

{124} Cayetano Bruno, op. cit., t. II, págs. 153-158.

 

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