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El Catoblepas, número 16, junio 2003
  El Catoblepasnúmero 16 • junio 2003 • página 12
polémica

Visiones de la guerra civil española:
acotaciones sobre una polémica a tres bandas indice de la polémica

Enrique Moradiellos García

Respuesta{*} a los artículos publicados en este mismo número
de El Catoblepas por Pío Moa y Antonio Sánchez

Como era de esperar y resultaba casi obligado, D. Antonio Sánchez Martínez ha decidido replicar a nuestra reciente respuesta a su inicial crítica en las páginas de esta misma revista. Y como no era de esperar, pero es muy de agradecer, D. Pío Moa Rodríguez ha considerado conveniente terciar en la polémica y ofrecer sus propias y directas impresiones sobre las cuestiones debatidas. Por nuestra parte, asumimos gustosamente el doble desafío de contestar a ambos en razón de la importancia de los temas en liza y por respeto a los lectores potenciales de la revista. Y no añadiremos en esta ocasión que lo hacemos con la esperanza de «convencer» a ninguno de los involucrados en el debate. Porque, si se nos excusa esta pequeña y bienintencionada broma, es evidente que D. Antonio Sánchez Martínez prefiere la condenación antes que la conversión y que D. Pío Moa Rodríguez hace tiempo que abjuró de su fe primitiva y no cree en milagros camino de Damasco.

Las acotaciones que siguen pretenden abordar algunos de los múltiples, diversos y complejos, cuando no embrollados, temas suscitados por uno u otro de nuestros oponentes dialécticos con relación a la historia de la Guerra Civil Española de 1936-1939. Y no se trata de una tarea nada fácil porque las críticas de cada uno de ellos no son similares ni análogas ni sencillamente armonizables o compatibles. Baste recordar que para el señor Moa Rodríguez nuestras posiciones responden a las propias de un «stalinista o neostalinista», eso sí: «pedantuelo y mayestático» además de «materialista histórico»; en tanto que para el señor Sánchez Martínez estamos «identificados» con el presidente Azaña y como él somos reos de «un idealismo espiritualista» y un «europeísmo francófilo». Se comprenderá, por consiguiente, que tratemos por separado a ambos polemistas para no mezclar, como dicen en mi tierra de adopción, «a las churras con las merinas». Sin perjuicio de que las respuestas dadas a uno en alguna cuestión pudieran servir igualmente para responder a otro en ese mismo tema o materia.

Y se nos permitirá una última observación general antes de empezar a desplegar estas acotaciones. A diferencia de nuestro texto anterior, procuraremos ser breves (en la medida de lo posible: en tres páginas no se argumenta; a lo sumo se afirma y no se demuestra) y también procuraremos no centrarnos exclusivamente en una faceta del asunto a debatir (aunque fuera una de tanta transcendencia como la intervención extranjera en la guerra civil). En su momento adoptamos la «estrategia discursiva» de ser prolijos en ese tema específico bajo la premisa de que la mejor demostración de lo infundado de las tesis de un oponente era utilizar la lupa microhistórica sobre un aspecto definido para subrayar sus disonancias, fallas y carencias a la luz de la investigación historiográfica especializada (tanto por lo que respecta a apoyatura documental primaria como por lo que hace a interpretaciones convalidadas). Seguimos creyendo que ése es el mejor modo modus operandi para estos asuntos y el que ofrece mayores garantías contra el escapismo generalizante o la huida por los cerros de Úbeda. Pero como parece que ni el señor Sánchez Martínez ni el señor Moa Rodríguez comparten esa premisa y su corolario, aceptamos el envite de hablar de lo más general y menos particular.

No en vano, para nuestra sorpresa, D. Pío Moa Rodríguez sostiene en su nuevo texto que a nuestra intervención anterior le sobran «bastantes páginas de farragosas y a ratos confusas disquisiciones». En tanto que D. Antonio Sánchez Martínez afirma que nuestra opción arquitectónica y extensión «desvía toda la atención» y supone una «estrategia 'abstracta' y engañosa 'globalmente' por recortar y seleccionar unos hechos y datos que deben ser relacionados con otros». Bien es verdad que éste último tiene la deferencia mínima de consignar que «se agradece el esfuerzo llevado a cabo por D. Enrique para aclarar los datos sobre la 'ayuda extranjera' a los bandos contendientes en la guerra civil». Mientras que aquél llega a conceder magnánimamente que «mi crítico pueda tener razón en algunos de los datos parciales que maneja», aunque «se pierde en cuestiones interesantes, sin duda, pero accesorias». Al menos parece que nuestro texto, pese a su extensión y «detallismo», cuenta con alguna virtud reconocida en medio de tantos fallos, vicios y defectos. Y no es poca cosa dada la rigurosidad crítica (que no autocrítica) de ambos contrincantes dialécticos.

Hemos de confesar que el texto del señor Sánchez Martínez es el que menos satisfacción y agrado nos ha producido y generado, tanto en el plano subjetivo «personal» (con ser irrelevante para el interesado este punto, según parece) como en la dimensión objetiva «intelectual» (la única pertinente para el caso desde el punto de vista de los lectores). No sólo por el carácter bronco, desabrido e inquisitorial (o comisarial, si se prefiere) que trasluce y denota. Lo que ya no es poca cosa porque las formas son parte del fondo, en nuestra opinión y la de otros muchos, afortunadamente. Si no por su propio contenido desconsiderado (en cuanto que no atiende al razonamiento), impertinentemente presentista (por tratar de vincular directamente y sin pudor fenómenos pretéritos y situaciones actuales) y repleto de estrategias de ocultación, deformación y falseamiento de los textos y declaraciones del adversario (intencionadamente o no, resulta imposible determinarlo).

Respecto a lo primero, nos limitaremos a impugnar esa suerte de estrategia retórica torticera que consiste en «agradecer» al oponente «que se digne bajar de las atalayas académicas» para etiquetarle con el membrete de representante del «academicismo historiográfico». Según nuestras noticias (derivadas del propio texto del interesado), tan miembro de la Academia (en sentido lato, pues en sentido estricto no habría lugar a la denuncia) es D. Antonio Sánchez Martínez (en su calidad de profesor de Enseñanza Secundaria) como quien esto suscribe (en su condición de profesor titular de una Universidad «periférica»). Y si esa denuncia ocultara o abrigara alguna tentación populista de presentarse como más «mundano», menos «elitista» y más en contacto con la realidad «a ras de suelo», excusaremos decir palabra alguna sobre tal falacia interesada y mezquina. En todo caso, ambos estaríamos obligados a reconocer que somos parte de tal mundo académico por razón ineludible de profesión burocrática, como no podría ser menos dado que la disciplina de la Historia, en su vertiente pragmática (de elaboración y de transmisión), ha requerido y sigue requiriendo de la existencia de una corporación gremial para asentarse y desenvolverse históricamente. Y pretender ir de Robinson Crusoe de la historia a estas alturas de los tiempos no deja de ser una impostura tan rechazable como afirmar la posibilidad de existencia de un Sócrates que sea al mismo tiempo funcionario del Estado (en cuerpos docentes de enseñanza secundaria o superiores, tanto da).

En cuanto al fondo de la réplica del señor Sánchez Martínez, se vertebra sobre la premisa de que ocultamos «la idea de España» implícita en nuestra interpretación de la guerra, evitamos «definirnos políticamente» sobre candentes temas de actualidad (desde la política del gobierno del PP hasta la guerra contra Iraq) y preferimos «nadar y guardar la ropa» en «muchos otros aspectos» generales y globales de la guerra civil (como pudiera ser la concepción del octubre de 1934, la cuestión del «oro de Moscú» o la inepcia y corrupción que salpicaron las gestiones de compras de armamento por parte de los agentes republicanos, entre otros asuntos). Aparte de todo esto, recorre el texto una condena inapelable contra otros defectos metodológicos supuestamente todavía más perversos y denunciables :«la búsqueda (especialista) de un dato 'neutral' y 'atemporal'» y la creencia de «que se puede hacer Historia de una manera neutral, 'científica' (tendencia 'gnóstica'), sin salirse del propio recinto del especialista». Es una combinación de reproches insólitos para un crítico que afirma y sostiene haber leído varios de nuestros libros, en los que abordamos directamente bastantes de esos asuntos y otros muchos no mencionados (por ejemplo, en El reñidero de Europa, La perfidia de Albión y La España de Franco por lo que hace temas históricos stricto sensu; o en Las caras de Clío y El oficio de historiador, por lo que hace a materias «metodológicas»).

En todo caso, el propio crítico se contradice puesto que la falta de definición y la ocultación de todas esas premisas, ideas y juicios se produciría sólo en el plano de la representación, en ningún caso en el plano del ejercicio por ser tal cosa una tarea imposible y estar penetrado todo texto escrito de esas premisas, ideas y juicios. Así que habría que concluir que lo que impugna el señor Sánchez Martínez es el carácter de esa interpretación global y sus aspectos parciales y específicos, no su hipotética ausencia o tenaz ocultamiento. Y no quisiéramos dejar de subrayar la incoherencia de nuestro crítico al denunciar esa búsqueda de «datos neutrales» e incontrovertibles que se nos achaca: fechas exactas de decisiones y actuaciones; volumen y calidad de aviones enviados o de préstamos concedidos; declaraciones (tipo «emic») de protagonistas y testigos sobre motivos y razones; &c. Hubiéramos supuesto que un conocedor tan experto de la producción filosófica del profesor Bueno (materia en la que confesamos sin remedio nuestra inferioridad intelectual respecto al crítico) entendería la diferencia entre la búsqueda de una base material firme y potencialmente «neutra» (los datos mencionados, de archivo u otra procedencia) y la construcción interpretativa levantada sobre ellos para dar cuenta y razón de un fenómeno histórico. Eso que en los textos canónicos de metodología histórica llamaban labor heurística y labor hermenéutica: búsqueda de las «fuentes» y construción del sentido. Y por eso no podemos por menos que dejar constancia de nuestro desacuerdo profundo con la opinión del señor Sánchez Martínez de que «este dato sobre 'quién fue el primero en mandar armas' (fuesen recibidas antes o después) es totalmente accesorio y secundario para la polémica tratada».

Antes al contrario, esos detalles «anecdóticos» y primarios son y tienen que ser el fundamento de toda construcción generalista de carácter histórico. Porque si los datos están mal o son falsos y equivocados, la construcción que en ellos se soporta será con casi total seguridad defectuosa o potencialmente incorrecta. Nos permitiremos contradecir aquí un argumento falaz del señor Moa: los «errores de detalle» pueden ser tan graves o más que los «errores de enfoque». Entre otras cosas porque el enfoque que distorsiona los detalles es sencillamente un mal enfoque y habría que ajustarlo dialécticamente para que los contemple de mejor forma y con el menor desajuste posible. Y si somos incapaces de ponernos de acuerdo en estas mínimas premisas metodológicas, mejor sería interrumpir el debate. Porque sin atar corto este extremo, nada se interpone entre el supuesto discurso historiográfico y el propagandístico, mitológico y presentista. Por nuestra parte, desde luego, por mero imperativo ético y profesional, seguiremos insistiendo en que toda interpretación global debe descansar sobre bases firmes, sólidas y solventes, aunque sean de esa naturaleza humilde y prosaica que obliga a respetar ese mínimo del cuándo, dónde y quién hizo o dejó de hacer algo (a tenor de las pruebas disponibles y a sabiendas que construimos así un fenómeno histórico, no un reflejo del pasado perfecto y «tal y como realmente sucedió»).

Dicho todo lo anterior, reconocemos ante el señor Sánchez Martínez que nuestras simpatías personales en la guerra civil son más bien pro-republicanas que pro-franquistas. Y confesamos igualmente, a petición perentoria ajena y aunque se aprecia sobradamente en nuestros textos, que tenemos mayor proximidad ideológica (o doctrinaria) con las fuerzas reformistas democráticas republicanas que con las fuerzas reaccionarias y las fuerzas revolucionarias que integraban el triángulo de alternativas potenciales presentes en la España de los años treinta. En consecuencia, también reconocemos que abrigamos esa consideración ponderativa por el presidente Azaña que subraya denunciatoriamente nuestro crítico en varios momentos de su texto. Aunque puestos en la tesitura de «identificarnos» con un personaje histórico de aquel período, confesaríamos que nuestras preferencias se inclinarían por el doctor Juan Negrín, un personaje muy distinto al hombre «sumiso ante la URSS» que deja traslucir D. Antonio Sánchez Martínez al hablar del «oro de Moscú». Y aquí no quisiéramos dejar de mencionar un aspecto de la obra del señor Moa Rodríguez digna de aprecio: a pesar de seguir repitiendo la cantinela de la sumisión, pondera con bastante ecuanimidad la figura y línea política del médico socialista. Como en otra ocasión ya hemos aludido a los propósitos y motivos que servían de base a la política negrinistra durante la guerra (y a su convergencia de estrategias, que no identificación, con la política del PCE y la Comintern), no reiteraremos aquí el argumento. Baste mencionar que el análisis de Negrín era tan imbatible («La única realidad, por mucho que nos duela, es aceptar la ayuda de la URSS, o rendirse sin condiciones»), que su propio antagonista durante la guerra en las filas republicanas, el presidente Azaña, tuvo que resignarse ante la conclusión de que «Negrín es insustituible ahora» en las postreras fechas de septiembre de 1938. Por cierto que al respecto ofrece novedosos «datos» el libro de documentos del servicio secreto soviético editado por Ronald Radosh y su equipo: en clara contradicción con la afirmación de que Negrín se había convertido en «instrumento» del PCE, los textos recopilados informan de que «con frecuencia cedía a la presión de otros y no llevaba a cabo los planes que había prometido» (España traicionada, Planeta, Barcelona 2002, pág. 264). Una revelación interesante sobre la que volveremos a la hora de replicar a algunas afirmaciones del señor Moa Rodríguez.

Hay un último extremo del texto del señor Sánchez Martínez que no quisiéramos de ninguna manera omitir. Se refiere no sólo a esa brusquedad inquisitorial que da forma y estilo a su réplica. Como cuando nos conmina a declarar «en qué fuentes se basan los autores alemanes e italianos, mencionados por Moradiellos, para formar sus interpretaciones?»: como si no nos hubiéramos extendido sobradamente en su relación nominal en el texto («Ufficio Spagna» del Ministerio de Asuntos Exteriores de Italia, &c.). O como cuando inquiere: «¿está seguro D. Enrique de que no hubo 'materialización' de ayuda francesa antes del 7 u 8 de agosto»? Como si no se dedicara una buena parte del texto acusado de «prolijo» precisamente en demostrar esa afirmación sobre la base de la documentación interna francesa y de alguna de procedencia española. Con la particularidad de que, respecto a la quizá excesiva glosa que hacemos de un documento interno franquista, la curiosidad natural de nuestro crítico se revela insaciable y le lleva a declarar, contradictoriamente, que «Es una pena que D. Enrique no se extienda más sobre un documento tan genérico para aclararnos lo que pretende».

La cuestión que no quisiéramos omitir bajo ningún concepto tiene mayor enjundia que todas esas trampas retóricas y se refiere a este juicio del interesado, tan atrevido y descortés como infundado y falaz:

La línea argumental seguida por Moradiellos es similar a la utilizada con anterioridad: coger las citas por los pelos para interpretarlas como conviene, retorcer los conceptos para que expresen lo que uno quiere, atribuir al contrario la interpretación que a uno le interesa para rebatirlo (aunque pretenda decir lo contrario), &c.

Se trata de una requisitoria en toda regla que, de ser cierta y probada, nos invalidaría totalmente y para siempre como historiador, como persona y como legítimo y honesto adversario en cualquier discusión racional y sensata. Porque con falsarios mendaces de esa calaña, ¿a qué perder el tiempo con una discusión inútil donde haya que desplegar argumentos, razones y explicaciones? Lo propio y digno sería la denuncia rotunda de esa persona como falsaria y la consecuente declaración de incompatibilidad radical con la misma. Afortunadamente, es una imputación falsa, como puede comprobar el que se tome la molestia de leer con detenimiento y serenidad nuestro texto y las fuentes escritas en las que se apoya. Por eso el señor Sánchez Martínez no saca las conclusiones pertinentes de sus gravísimas acusaciones y se permite la licencia de dar por concluida su intervención «de momento». Pero lo más grave no es esa denuncia ni esa inconsecuencia. Lo más grave, a la par que triste, es que dichas imputaciones son rigurosamente aplicables a la forma de actuar y debatir de D. Antonio Sánchez Martínez. Lo afirmamos con todas sus consecuencias. Y para muestra de que no mentimos ni distorsionamos, baste el siguiente botón de prueba. Dice nuestro crítico en las páginas finales de su trabajo:

«... el Sr. Moradiellos suele interpretar a la izquierda como izquierda unida [una de tantas «gracias» presentistas que jalonan el texto], unívoca, sin desarrollos internos, y hasta incompatibles. Don Enrique contesta que:
«desde la crisis del Antiguo Régimen y hasta casi la actualidad, la dinámica sociopolítica europea, y por ende la española, no responde a un combate frontal dualista de «conservadores frente a revolucionarios», sino a una tensión triangular de «tres erres» genéricas: reaccionarios, reformistas y revolucionarios. Y así sucedió también en la España de la Segunda República como había sucedido en la España decimonónica, pese a la insistencia del Sr. Moa en percibir bajo el prisma dualista los conflictos entre moderados y progresistas (siendo ambos liberales mal que bien avenidos y enfrentados por igual a los revolucionarios carlistas y a los revolucionarios colectivistas» (Revista de Libros, nº 66).
Pero, lo primero es que el Sr. Moa no se atiene a tal esquema dualista, como él mismo explica en el anterior número de la revista. Y lo segundo, que el que tiende al dualismo (oscuro y confuso), a pesar de hablar de tendencias «genéricas», es D. Enrique. No se puede decir del carlismo que es un movimiento «revolucionario». ¿De qué? ¿Del sistema de propiedad? Por el hecho de defender una línea dinástica distinta no cabe hablar en esos términos. Además, según D. Enrique ¿es de izquierdas o de derechas? No establece distinción, básica en política. De hecho parece equipararlos con los «colectivistas» por ser, según él, comúnmente «revolucionarios».»

Así está escrito y así puede leerse. Y, sin duda, si nosotros hubiéramos escrito esos párrafos sobre el carlismo seríamos reos de ignorancia supina y merecedores de que nos expulsaran de la «Academia» en toda su intensión (lo que afortunadamente no somos, aunque sólo sea porque hemos podido leer en el número 15 de El Catoblepas el espléndido trabajo de Iñigo Ongay de Felipe titulado «De Vergara a Montejurra. En torno al libro de Jordi Canal, El Carlismo. Dos siglos de contrarrevolución en España).» Sin embargo, esa cita es una clara manipulación (como algunas otras efectuadas anteriormente, ya por «selección» ya por «confusión») de nuestras propias palabras. Porque en la fuente originaria de esa cita falseada (la madrileña Revista de Libros, nº 66, de junio de 2002, en la sección «Cartas al Director») puede leerse taxativamente que el párrafo central de nuestro texto reza así:

Y así sucedió también en la España decimonónica, pese a la insistencia del Sr. Moa en percibir bajo el prisma dualista los conflictos entre moderados y progresistas (siendo ambos liberales mal que bien avenidos y enfrentados por igual a los reaccionarios carlistas y a los revolucionarios colectivas).

La diferencia es sustancial, de orden, grado y calidad. Y puesto que el pequeño «detalle» de que digo lo que digo y no lo que el señor Sánchez Martínez señala, todo el resto de su argumentación (y sólo citamos parte) cae por su propio peso. Del mismo modo que algunos pequeños «detalles» pueden desbaratar un supuesto «buen enfoque». Reconocemos con tristeza que no salimos de nuestro asombro. Y que no sabemos a qué atribuir estos deslices reiterados de nuestro crítico : ¿Es que su apresuramiento e indignación moral contra nosotros y nuestras tesis le han jugado una mala pasada y le han impelido a leer lo que le hubiera gustado y no lo que efectivamente se dice? En ese caso, el consejo tendría que ser: cálmese, tranquilícese, sosiéguese y lea con detenimiento y serenidad a sus contrincantes, sin «pecar de testarudez», sin pensar que hay que triturar a «progres» trasnochados y sin falsas proclamas de «generosidad». ¿O forman parte estos deslices de esa tendencia a «coger las citas por los pelos» para «retorcer los conceptos» y «atribuir al contrario la interpretación que a uno le interesa para rebatirlo»? En cualquiera de esos casos, nos sentimos autorizamos para exigir a D. Antonio Sánchez Martínez una rectificación pública y cumplida sobre el particular. Porque es sumamente grave esta forma de proceder y nunca habíamos experimentado nada igual en el ámbito académico. Estamos más que dispuestos a debatir leal y honestamente con cualquiera sobre los temas mencionados, incluyendo el señor Sánchez Martínez no obstante su «tosquedad» y desaliño argumental. Pero de ninguna manera estamos dispuestos a mantener ningún debate con quien obra manifiestamente de mala fe y con trapacerías mendaces de esta naturaleza.

La réplica del señor Moa Rodríguez presenta un estilo y carácter muy diferente al anterior, aunque nos resulte sorprendente dados los antecedentes del interesado y su conocida vehementia cordis. Sin que por ello pueda desprenderse de ciertos latiguillos retóricos quizá inevitables en un bregado polemista muy consciente de la diferencia (leninista) que hay entre vencer en una discusión y tener razón en la misma. No de otro modo cabe explicar la impertinencia de empezar por atribuirnos con superior desdén pseudopaternal los «defectillos menores» de mostrar «un tono algo pedantuelo y mayestático». Negamos tajantemente lo primero tanto como lo segundo. Y recordamos a nuestro crítico, por si lo hubiera olvidado, que las viejas buenas «formas» de educación y de respeto mutuo en la relación escrita no son «franquistas» ni «antifranquistas» (ni «estalinistas» o «antistalinistas», para el caso), sino fruto de una tradición intelectual muy depurada y más que centenaria (y basta leer algunas de las polémicas más interesantes de las recientes centurias para darse cuenta de esto: actuaban como debe ser, suaviter in modo, fortiter in re). Si esto suena petulante, lo lamentamos profundamente pero no nos arrepentimos. En todo caso, preferimos un toque de petulancia a cualquier rastro de chabacanismo. Sin mencionar que, en español, el plural «mayestático», aparte de ser recomendado en discusiones intelectuales (al menos por algunos de mis beneméritos maestros de «Lengua y Literatura» en el Instituto cuando era un bachiller), es una forma de superar el «Espíritu Subjetivo» para instalarse en el «Espíritu Objetivo» del tema debatido, recordando de paso que la conciencia individual no es un tribunal autónomo e inapelable sino un episodio transitivo de una red de conciencias que nos obliga a reconocer que «Pienso luego Somos». De todos modos, con mucho gusto, si el señor Moa Rodríguez lo prefiriera en un futuro, apearíamos el tratamiento para proceder a «tutearnos» con la debida moderación y sin mayores confianzas porque tampoco somos «coleguillas».

Hay otro asunto proemial que no quisiéramos dejar de lado porque D. Pío Moa lo menciona con trazos gruesos al final de su texto. Insistimos en subrayar nuestra muy humilde perplejidad ante sus airadas denuncias de censura y velada persecución por parte de grandes «cadenas» mediáticas. Y no admitimos que en esta afirmación haya más «hipocresía» de la que pueda haber en sus argumentaciones para desmentirla. Ni un mínimo grado de más. Usted sabe muy bien que el supuesto derecho de réplica no tiene existencia jurídica alguna y por eso mismo no ha recurrido a la justicia para enmedar un derecho conculcado. Puede considerarse una costumbre de buen gusto y hasta un ideal de pureza democrática. Pero nada más. Y, desde luego, su inexistencia no supone «censura» alguna, como prueba el hecho de que muchos de los debates intelectuales en otras épocas (como ahora) se hicieran en diálogo a través de tribunas periodísticas distintas y cruzadas (Ortega escribía en El Imparcial, mientras que Herrera Oria lo hacía en El Debate, por ejemplo y sin que ninguno de ellos demandara al otro diario por no dejarle escribir en su seno). Por tanto, reiterar por tierra, mar y aire que se le ha negado tal derecho en un medio de comunicación (aunque sea el olímpico diario El País) y que se le ha «censurado» por ese motivo, no es más que un ejercicio de dramatización victimista improcedente y retóricamente interesado. Sobre todo habida cuenta del impresionante y eficaz apoyo mediático que sostiene su propia obra y su divulgación en todo tipo de soporte escrito y hablado. ¿O vamos a negar ahora que éste es el caso?

Pero dejemos los preámbulos y entremos en materia y de modo «global». Y se nos permitirá que escojamos el orden de exposición de nuestra respuesta sin imposiciones y como mejor nos plazca o nos convenga. No rehuímos con ello la tarea de abordar las tres cuestiones principales aludidas en la réplica del señor Moa Rodríguez. Simplemente optaremos por el método más conveniente para la exposición de nuestras ideas, razones y argumentos. Concedamos, al menos, este grado de libertad intelectual en esta discusión.

Nos permitimos empezar por la cansina cuestión del supuesto «equilibrio» básico en los términos de la intervención extranjera. Es evidente que la pretendida concesión de que pudiera haber algunos «detalles» de nuestro texto anterior convincentes resulta aminorada por lo que D. Pío Moa dice en el apartado correspondiente: «Sostengo que, en términos militares, la intervención se equilibró más o menos». No tendría sentido reiterar aquí lo ya dicho por nuestra parte y previamente. Pero sostenemos lo escrito al respecto: el señor Moa Rodríguez infravalora sistemáticamente la ayuda prestada al bando franquista y sobredimensiona abusivamente el apoyo prestado al bando republicano.

El argumento apuntado de que aquéllos importaron menos que éstos porque Franco sólo pudo endeudarse por «unos 550 millones de dólares» frente a «los 900 millones de dólares» de los republicanos, está viciado ab initio. No sólo porque las cifras son más que cuestionables, sino porque el volumen de gasto no implica necesariamente un valor semejante en el material entregado. Y nos permitimos recordar que la recurrente denuncia que el señor Moa Rodríguez hace de que hubo gastos desorbitados, despilfarro, considerables sobornos y mal manejo de los fondos financieros tiene aquí su gran parte de razón. Y este fenómeno ha sido bien demostrado por varios autores entre los cuales nos permitimos subrayar de nuevo al denostado Gerald Howson, del cual procede esta cita del intermediario polaco para la compra de armas a favor de la República: «vendiendo chatarra a los republicanos españoles a precios astronómicos conseguimos restablecer la solvencia de la banca polaca (Armas para España, pág. 164). Por si fuera poco, confesamos que la cifra de millones respectivos mencionados nos resulta desconocida. Según las fuentes consultadas por nuestra parte, las autoridades republicanas fueron capaces de generar un volumen total de unos 744 millones de dólares (incluyendo las ventas de oro a la URSS y a Francia, 518 y 195 millones, amén de ventas de plata y réditos de comercio exterior). Por su parte, según esas mismas fuentes, el general Franco dispuso de una corriente de préstamos y créditos de Italia (entre 413 y 456 millones de dólares) y de Alemania (entre 225 y 245) que sostuvieron el coste financiero total de la guerra: entre 697 y 716 millones de dólares. En este plano sí que parece haber habido un empate de gastos cuantitativo, a pesar de la diferencia naturaleza de sus componentes. (Angel Viñas, Julio Viñuelas, Fernando Eguidazu, Carlos Fernández Pulgar y Senén Florensa, Política Comercial Exterior de España, 1931-1975, Banco Exterior de España, Madrid 1979, vol. 1, págs. 239-240. Angel Viñas, «La financiación exterior de la guerra civil», en su libro Guerra, dinero y dictadura, Crítica, Barcelona 1984, cap. 7).

También consideramos equivocada la afirmación de que la ayuda italo-germana a fines de julio y principios de agosto de 1936 no tuvo un carácter decisivo y vital, del mismo modo que el apoyo soviético en octubre y noviembre del mismo año fue decisivo para la resistencia republicana en Madrid. A este respecto, recurriremos nuevamente a los estudios del general Ramón Salas Larrazábal, apreciado por nuestro crítico y nada subvalorado por nuestra parte (ni por la de Howson, debe decirse). Como ya hemos subrayado en nuestro texto anterior, en el primer volumen (pág. 170) de su Historia del Ejército Popular de la República (Editora Nacional, Madrid 1973), dicho autor sostiene varias tesis importantes, por activa tanto como por pasiva. La primera de ellas no deja de ser importante: la guerra civil fue el producto de un golpe militar faccional parcialmente fracasado en la mitad del país. Con su corolario: si el golpe no hubiera sido faccional, secundado sólo por una parte de la corporación militar, hubiera sido una repetición mutatis mutandis y más o menos cruenta, del pronunciamiento de septiembre de 1923 encabezado por el general Miguel Primo de Rivera. Ya lo había apuntado Guillermo Cabanellas, hijo del general Miguel Cabanellas (el más antiguo y superior de los jefes militares sublevados), al subrayar que la guerra civil fue «el resultado de la división interna del país; pero, al mismo tiempo, de la del Ejército. Desunido, quebrantado en su disciplina, tiene en él origen la 'guerra de España'» (La guerra de los mil días, Grijalbo, Barcelona 1973, pág. 18). Me permito reiterar las palabras exactas de Salas Larrazábal por su importancia :

«Concluiremos por tanto que la preparación del movimiento fue francamente floja a escala local y que de no haber sido por la acción de Mola [en Pamplona] y la audacia de Queipo [Queipo de Llano, en Sevilla] y Aranda [Antonio Aranda Mata, en Oviedo], el fracaso hubiera sido total a pesar de la acción coherente y perfectamente dirigida de las fuerzas africanas y de la presencia, siempre alentadora, de Franco en Canarias y más tarde en Tetuán. En general los conspiradores pecaron de superficialidad y optimismo ; subestimaron al adversario y supervaloraron su propia influencia en las filas militares (...). De todas maneras, reconocidos estos fallos y otros muchos, si las fuerzas armadas se hubieran levantado en su totalidad o simplemente en la proporción que comúnmente aceptan los historiadores y publicistas, la rebelión hubiera triunfado con sorprendente facilidad.
En Madrid, en Barcelona, en Valencia, en Cartagena, en Bilbao, en Santander, en Málaga o en Almería, ciudades todas ellas en las que triunfó el Gobierno y que en su conjunto decidieron la suerte del golpe de Estado, fueron las fuerzas armadas que permanecieron fieles al Gobierno –Ejército, Guardia Civil, Carabineros o Asalto– quienes resolvieron la situación reduciendo a los rebeldes. Como hemos dicho repetidas veces, el ambiente local influía notablemente en la moral de unos y otros y favorecía el triunfo de quienes contaran con él ; las excepciones de Oviedo y Santander, de Sevilla o Albacete, no hacen sino confirmar la verdad del aserto. Las milicias, escasamente instruidas, organizadas y armadas, pocas en número y sin cohesión ni encuadramiento, no pasaron de ser la máxima expresión de un ambiente hostil o favorable a la rebelión ; un coro activo con todo el valor ambiental que siempre prestó éste a la tragedia.»

Habida cuenta de esa situación de partida, ¿cómo negar el efecto vital y salvador que tuvo el inicio del apoyo italo-germano, tanto por su importancia material como por lo que suponía de estímulo moral y diplomático? Al margen de los juicios a posteriori de autores como Gabriel Cardona o Michael Alpert (y omitimos sus obras sobre operaciones militares porque el señor Moa Rodríguez las conoce, le gusten o no), el propio general Franco fue consciente de que el mayor problema planteado a los insurgentes en aquella coyuntura residía en las dificultades de transporte del «Ejército de Africa» a la Península (habida cuenta de la falta de flota y aviones propios para llevarla a cabo y dados los problemas de abastecimiento bélico que aquejaban a las fuerzas sublevadas). Por ese motivo emprendió el 19 de julio desde Tetuán sus infatigables gestiones para hacer posible la empresa mediante el apoyo aéreo italiano y alemán. Por ejemplo, el día 25 de julio solicitaba nuevamente al cónsul italiano en Tánger ese apoyo y daba cuenta interesada de la favorable situación militar presente en los siguientes términos :

«General Franco declara que de 8 divisiones (militares) regionales españolas, 5 están en su poder, esto es : Galicia, Burgos, Valladolid, Zaragoza, Sevilla. Están además en su poder cuarteles Baleares, Canarias y toda zona protectorado Marruecos, así como el cuartel Primera División Badajoz. Ha ocupado también bases navales Cádiz y Ferrol. General Mola ha ocupado sólidamente vertiente Guadarrama (en Madrid) y está momentáneamente posición espera para organizar fuerzas militares voluntariamente allí afluyentes antes de reemprender marcha hacia Madrid. Me asegura poder resistir por tiempo ilimitado tales posiciones.
Sus necesidades máximas de material son las siguientes : doce aviones de transporte, diez aviones caza y diez aviones reconocimiento. (...)
General Franco me asegura que con tal material y con fuerzas armadas y armas de que dispone es seguro éxito aunque franceses continúen suministrando armas a sus adversarios con el ritmo actual.Impresión mía y Agregado Militar es que, dada sinceridad con la cual Franco me ha expuesto siempre la situación, se debe prestar fe a sus indicadas declaraciones.» (Ismael Saz, Mussolini contra la Segunda República. Hostilidad, conspiraciones, intervención, Institució Valenciana d'Estudis e Investigació, Valencia 1986, pág. 184).

Aparte de esta diferencia de consideración sobre la importancia inicial de la ayuda italo-germana, apreciamos también un desacuerdo aún más notable con el juicio del señor Moa Rodríguez de que «una guerra la gana, salvo en caso de desproporción abrumadora de fuerzas, el ejército mejor mandado y organizado». Nada que objetar salvo que, aparte de la desproporción de fuerzas, cabe mencionar otros factores conducentes a la victoria o, si faltan, a la derrota. Así, por ejemplo, como hemos escrito en otra ocasión, nos parece evidente que, a juzgar por el curso y desenlace de la guerra civil, el bando franquista fue superior al bando republicano en la imperiosa necesidad de configurar un Ejército combatiente bien abastecido, construir un Estado eficaz para regir la economía de guerra y sostener una Retaguardia civil unificada y comprometida con la causa bélica. Pero, al contrario de lo que afirma el señor Moa Rodríguez, también sostenemos que el contexto internacional en el que se libró la contienda española impuso unas condiciones favorables y unos obstáculos insuperables a cada uno de los contendientes. Y ello por varias razones que a él le parecen una «perogrullada» y que quizá lo sean en su sentido de verdad manifiesta para quien quiera verla. No en vano, reiteramos que sin la constante y sistemática ayuda militar, diplomática y financiera prestada por la Alemania de Hitler y la Italia de Mussolini, es harto difícil creer que el bando liderado por el general Franco hubiera podido obtener su rotunda victoria absoluta e incondicional. Y el corolario lógico completo de esa tesis no sería sólo que sin la ayuda de la URSS no hubiera habido resistencia (como el interesado subraya) sino que sin el asfixiante embargo de armas impuesto por la política europea de No Intervención y la consecuente inhibición de las grandes potencias democráticas occidentales, con su gravoso efecto en la capacidad militar, situación material y fortaleza moral, es altamente improbable que la República hubiera sufrido un desplome interno y una derrota militar tan total, completa y sin paliativos.

Me temo que a este respecto no cabe sino reiterar el juicio contenido en el informe confidencial ya citado en ocasión anterior y elaborado por el agregado militar británico en España. Parecería «inventado» por nosotros para sintetizar el asunto, pero no es así obviamente y para eso está la convención gremial que obliga a dar la referencia exacta de un documento con el fin de que otros puedan cotejarlo y estudiarlo :

«Es casi superfluo recapitular las razones (de la victoria del general Franco). Estas son, en primer lugar, la persistente superioridad material durante toda la guerra de las fuerzas nacionalistas en tierra y en el aire, y, en segundo lugar, la superior calidad de todos sus cuadros hasta hace nueve meses o posiblemente un año. (...)
Esta inferioridad material (de las tropas republicanas) no sólo es cuantitativa sino también cualitativa, como resultado de la multiplicidad de tipos (de armas). Fuera cual fuera el propósito imparcial y benévolo del Acuerdo de No Intervención, sus repercusiones en el problema de abastecimiento de armas de las fuerzas republicanas han sido, para decir lo mínimo, funestas y sin duda muy distintas de lo que se pretendía.
La ayuda material de Rusia, México y Checoslovaquia (a la República) nunca se ha equiparado en cantidad o calidad con la de Italia y Alemania (al general Franco). Otros países, con independencia de sus simpatías, se vieron refrenados por la actitud de Gran Bretaña. En esa situación, las armas que la República pudo comprar en otras partes han sido pocas, por vías dudosas y generalmente bajo cuerda. El material bélico así adquirido tuvo que ser pagado a precios altísimos y utilizado sin la ayuda de instructores cualificados en su funcionamiento. Tales medios de adquisición han dañado severamente los recursos financieros de los republicanos.»

Todo lo anteriormente expuesto no quiere decir, ni mucho menos, que sostengamos que la política de No Intervención (la «traición de las democracias» que tanto denunciarían los líderes republicanos) fuera la razón única y exclusiva de la victoria de Franco y de la derrota de la República. De ningún modo parece posible o razonable suscribir este tipo de sencillas explicaciones unicausales y unilaterales, como hace el comunista italiano Palmiro Togliatti (delegado de la Comintern en la dirección del PCE desde el verano de 1937) en su informe final para las autoridades soviéticas:

Si bien la ulterior resistencia y la victoria no fueron posibles, las causas fundamentales de ello deben buscarse en la desfavorable situación internacional, en el apoyo que prestaron los gobiernos francés e inglés con la política de «no intervención» y sus nefastas consecuencias, a los invasores italo-alemanes, en la traición de los grandes países «democráticos» de Europa occidental (Francia e Inglaterra) y de la socialdemocracia internacional al pueblo español, en el insuficiente apoyo político del proletariado de los países capitalistas, que, aun simpatizando con la República y prestándole una gran ayuda material (actividad, sobre todo, de los partidos comunistas; Brigadas Internacionales...) no logró poner fin a la intervención italo-alemana ni a la política de no intervención (Escritos sobre la guerra de España, Crítica, Barcelona 1980, pág. 298).

A nuestro juicio, lo que sí resulta innegable es otra dimensión más compleja y transcendental de esta faceta del asunto. A saber : el hecho de que el contexto internacional conformado por la realidad práctica de la política europea de No Intervención incidió de manera directa y con resultados diferenciales sobre el esfuerzo de guerra de ambos bandos contendientes y sobre sus ineludibles tareas para hacer frente a la Guerra Total. Dicho en otras palabras : los condicionamientos del marco internacional plantearon ventajas notorias e impusieron servidumbres sustanciales que cada uno de los bandos utilizó, sorteó o sobrellevó a fin de engrosar su capacidad de acción militar, fortalecer la moral de combate de su población civil de retaguardia, y acrecentar la eficacia de su aparato estatal y el aprovechamiento de sus recursos económicos. Y en este engarce y conexión dialéctica entre contexto internacional y circunstancias internas se fueron labrando las razones de una victoria total y los motivos de una derrota sin paliativos.

La justa ponderación de todos estos factores concurrentes a la hora de explicar el modo y manera de terminación de la guerra civil española cuenta con un precedente tentativo muy notable y distinguido. Se trata de la estimación realizada, apenas unos meses después de terminada la contienda, por el general Vicente Rojo Lluch (1894-1966), Jefe del Estado Mayor Central del Ejército Popular de la República y auténtico estratega supremo del bando derrotado. Su balance, por eso mismo, tiene especial valor testimonial al proceder de quien fuera el antagonista fundamental que tuvo Franco en el plano militar durante la contienda. A juicio del general Rojo, «las causas del triunfo de Franco» se debían a un conjunto de razones correlacionadas que atendían a varios frentes distintos:

«En el terreno militar, Franco ha triunfado:
1º. Porque lo exigía la ciencia militar, el arte de la guerra. (...)
2º. Porque hemos carecido de los medios materiales indispensables para el sostenimiento de la lucha. (...)
3º. Porque nuestra dirección técnica de la guerra era defectuosa en todo el escalonamiento del mando. (...)
En el terreno político, Franco ha triunfado:
1º. Porque la República no se había fijado un fin político, propio de un pueblo dueño de sus destinos o que aspiraba a serlo. (...)
2º. Porque nuestro gobierno ha sido impotente por las influencias sobre él ejercidas para desarrollar una acción verdaderamente rectora de las actividades del país. (...)
3º. Porque nuestros errores diplomáticos le han dado el triunfo al adversario mucho antes de que pudiera producirse la derrota militar. (...)
En el orden social y humano, Franco ha triunfado:
1º. Porque ha logrado la superioridad moral en el exterior y en el interior. (...)
2º. Porque ha sabido asegurar una cooperación internacional permanente y pródiga. (...)
Podemos sintetizar todo lo hasta aquí expuesto diciendo que Franco ha vencido por su superioridad; una superioridad lograda, tanto o más por su acción directa, por nuestros errores.» (Vicente Rojo, ¡Alerta los pueblos¡ Estudio político-militar del período final de la guerra española, Ariel, Barcelona 1974, págs. 183-193. Subrayados originales.)

Cabría discutir el orden de prelación y la importancia respectiva de cada una de esas razones expuestas por el general Rojo con el característico laconismo y contundencia castrense. Pero apenas cabe dudar que todas ellas tuvieron su parte correspondiente, mayor o menor, en la conformación del resultado final de la guerra civil con su victoria absoluta y su derrota total.

La segunda cuestión suscitada por el señor Moa Rodríguez en su réplica concierne a las motivaciones de la política soviética en España. Sentimos mucho que la distinción entre las hipótesis del «pérfido» o del «honesto» Stalin le parezca «un enredo insustancial». A nosotros nos parece que describe a la perfección los extremos lógicos de las interpretaciones políticas e historiográficas generadas en torno al asunto, sin mayores pretensiones de originalidad o agudeza. Y también creemos que las citas textuales de las instrucciones de Litvinov y del informe del vicejefe del servicio secreto militar soviético en España mencionadas en nuestro trabajo previo son bastante reveladoras e ilustrativas. Aparte de que podrían reforzarse y corroborarse con bastantes más de igual índole y procedencia.

¡Ojo! No se trata de negar lo innegable: que la URSS intervino en la política interior republicana a través del PCE o de la influencia militar y policial de sus asesores destacados en el país. Aunque pueda dudarse legítimamente de que esa influencia llegara a representar el control de nada menos que el 60 por ciento de los jefes y oficiales del Ejército Popular de la República. Se trata más bien de saber si los objetivos soviéticos perseguían sobre todo y ante todo la conversión de la República en una «democracia popular» anticipada y propiciar una guerra intercapitalista con ocasión del conflicto civil español. Y esto es lo que resulta más que discutible y lejos de estar probado más allá de toda duda razonable. Ni siquiera con los documentos internos soviéticos recientemente publicados por Ronald Radosh y su equipo puede llegarse a esa conclusión simplista.

Por ejemplo, la ilegalización del «trotsquista» POUM decidida por el gobierno de Negrín después de la crisis de mayo de 1937 (y el previo asesinato de Andreu Nin a manos de agentes soviéticos) no parece ser una demostración de la «conversión» de la República en esa democracia popular sovietizada. En primer lugar, por «la insatisfacción del PCE con respecto a la incapacidad del gobierno de Negrín para aplicar las medidas defendidas por Moscú» (Radosh dixit, pág. 444). Y en segundo orden, razón nada baladí, porque no hubo en España un «proceso de Moscú» en torno al POUM, con su cadena de autoinculpaciones y ejecuciones sumarias, sino un proceso judicial con garantías que acabó rechazando la acusación de espionaje a favor de un delito de rebelión y sin ninguna sentencia de pena capital contra los dirigentes acusados (como subrayaron en su estudio Marta Bizcarrondo y Antonio Elorza).

La cuestión del carácter de la ayuda soviética lleva necesariamente a tratar la primera y fundamental de las cuestiones mencionadas por el señor Moa Rodríguez en su texto: que la España republicana «cayó enseguida en una dependencia fundamental del Kremlin» y «perdió el control sobre sus recursos financieros». En otras palabras: que mientras la España de Franco «conservó su independencia» a pesar del apoyo italo-germano y los incidentes en la relación bilateral hispano-alemana, la España republicana fue sometida por Stalin y reducida a la condición de una especie de Estado vasallo. Es una vieja acusación que, en su sentido genérico, entendemos que resulta inexacta para dar cuenta de lo que sucedió en el bando republicano y para caracterizar su evolución socio-política. Y nos permitiremos extendernos en el tema porque ciertamente es central, como subraya el señor Moa Rodríguez y nosotros nunca hemos negado. Lo que nos lleva, necesariamente, a abordar el período republicano y a tratar de diagnosticar la naturaleza de la crisis española del quinquenio democrático. El señor Moa Rodríguez comprenderá bien esta necesidad porque la remisión a abril de 1931, octubre de 1934 y febrero de 1936 son hitos claves de su propia explicación de la guerra civil «reiniciada» en julio de 1936. Y por eso excusará que nuestro texto cobre aquí el carácter de una especie de sumario de historia que no quiere tener nada de petulante, excusamos insistir en ello.

Como hemos escrito en otros lugares, a nuestro falible juicio, la dinámica socio-política presente en España en la época de entreguerras (1919-1939) no era una mera lucha dual o binaria («una España contra otra»), sino una pugna triangular que reproducía en pequeña escala la existente en toda Europa y cuyos apoyos y soportes respectivos se encontraban tanto en las zonas de la modernización económica como en las zonas del atraso productivo. Las «tres erres» de esa lucha triangular eran las fuerzas reformistas, reaccionarias y revolucionarias que se habían ido configurando mucho tiempo antes y que habían llegado a cristalizar en organizaciones y corrientes durante la dictadura militar de Primo de Rivera: un monarquismo católico y cada vez más autoritario y ultranacionalista que sostendría la propia dictadura militar entre 1923 y 1930; una corriente democrática que se articularía durante esa etapa sobre la colaboración entre el republicanismo burgués y el movimiento obrero socialista con el refuerzo de los nacionalismos periféricos (sobre todo el catalanista) ; y una tendencia revolucionaria y proclamadamente internacionalista que se aglutinaría mucho más en torno al anarcosindicalismo que al minoritario comunismo de inspiración soviética. Y fue precisamente la fuerza de la segunda corriente citada, mucho más que la potencia de la alternativa revolucionaria, la que consiguió en abril de 1931 propiciar el colapso monárquico por agotamiento y desconcierto de los sectores reaccionarios.

En los años siguientes, la transcendental peculiaridad del caso español respecto del europeo residiría en que, a diferencia de otros países continentales, en España ninguno de esos proyectos de estabilización en pugna lograría la fuerza suficiente para imponerse a los otros dos de modo definitivo e incontestado. De hecho, durante el quinquenio democrático de la Segunda República (1931-1936) fue alcanzándose un equilibrio inestable, un empate virtual de apoyos y capacidades (y de resistencias e incapacidades), entre las fuerzas dispares de la alternativa reformista (en el poder durante el primer bienio de 1931-1933) y su contrafigura borrosamente reaccionaria (en el poder durante el segundo bienio de 1934-1935). Un empate y equilibrio inestable que hizo así imposible la estabilización del país tanto por la similar potencia respectiva de ambos contrarios (y su compartida incapacidad para reclutar otros apoyos fuera de los propios), como por la presencia de ese tercio excluso revolucionario, enfrentado a los dos por igual y volcado en su propia estrategia insurreccional. Como apuntó en su día José Varela Ortega, la dinámica política de la Segunda República pareció configurarse como una especie de tenaza con dos brazos y un mismo objetivo a batir : «Reacción y Revolución frente a Reforma»( «Reacción y Revolución frente a Reforma», Revista internacional de Sociología (Barcelona), nº 3-4, 1972, págs. 253-263.).

Con una circunstancia agravante de gran calado: según transcurría el quinquenio, las fuerzas reformistas verían menguar sus filas y entidad a medida que la crisis económica acentuaba su impacto disolvente sobre las relaciones sociales y propiciaba una polarización política favorable a los extremos del espectro (un proceso iniciado, probablemente, con la ruptura de la colaboración entre el radicalismo de Lerroux y el republicanismo de izquierda encarnado por Azaña). Y en ese proceso de desarticulación del reformismo la experiencia insurreccional de octubre de 1934 fue realmente crítica a pesar de que el desafío socialista y catalanista fuera contenido y aplastado por las fuerzas coactivas del Estado republicano. De hecho, amplios sectores sociales conservadores y republicanos quedarían verdaderamente alarmados por la violencia de aquella experiencia revolucionaria en Asturias y abrigarían serias dudas sobre la lealtad democrática y constitucional del movimiento socialista y del catalanismo de izquierdas. Por su parte, a la vista de las medidas de fuerza empleadas para acabar con la insurrección y con anteriores manifestaciones de protesta (la huelga general campesina del verano de 1934, por ejemplo), extensos segmentos sociales obreros y jornaleros confirmarían su desconfianza hacia las vías políticas parlamentarias y nutrirían las filas de las bases militantes que forzaban la radicalización de los sindicatos socialistas en competencia con los anarquistas.

No cabe duda de que ese proceso de polarización fue reduciendo aún más el ámbito de apoyos sociales y políticos del reformismo democrático y su propia capacidad de actuación. En vísperas de febrero de 1936, los líderes y seguidores del reformismo democrático estaban enfrentándose a un dilema crucial que fracturó no pocas de sus filas y de sus bases sociales. Aquellos sectores donde predominaba el temor a la reacción sobre el miedo a la revolución seguirían apostando por la vía de la cooperación con el movimiento socialista con la esperanza de reconducirlo hacia la legalidad y retomar la iniciativa política truncada en 1933. Aquellos sectores donde era superior el miedo a la revolución sobre el temor a la reacción persistirían en la necesidad de cooperar con la CEDA con la esperanza de lograr su apoyo para la estabilización de la República y para superar la crisis institucional imperante. Las respectivas opciones quedaron bien patentes en febrero de 1936, con motivo de las terceras elecciones generales celebradas durante el quinquenio republicano : mientras que el republicanismo de izquierda concurría a las urnas en coalición con los socialistas e incluso con los comunistas bajo la fórmula de Frente Popular, muchos náufragos del republicanismo radical y conservador aceptaban formar parte de coaliciones derechistas articuladas por la CEDA y con participación de monárquicos, falangistas y en algún caso carlistas. Y parece indiscutible que el empate y equilibrio en el triángulo de fuerzas operantes en España alcanzó su cumbre máxima con ocasión de esas elecciones del 16 de febrero de 1936 y con sus resultados: una apretada victoria frentepopulista y la formación de un gobierno exclusivamente republicano acosado tanto por la estrategia golpista reaccionaria como por la movilización sindical revolucionaria.

En razón de esas fracturas y alineamientos previos, cuando finalmente estalló la amplia (pero no unánime) insurrección militar contra el gobierno reformista del Frente Popular en la tarde del 17 de julio de 1936 se fue configurando en España una situación insólita y a la postre crucial : el golpe militar parcialmente fracasado en casi la mitad del país (precisamente aquélla más urbanizada y modernizada) devino ineluctablemente en una cruenta guerra frontal entre reaccionarios, a un lado de las trincheras, y una combinación forzada e inestable de reformistas y revolucionarios, en el otro lado. Miguel de Unamuno, desde su amargo retiro en la Salamanca insurrecta, apreció bien poco antes de su muerte que el enemigo de los militares sublevados no era sólo «el comunismo y la anarquía» reiteradamente denunciados : «ésta es una campaña contra el liberalismo, no contra el bolchevismo». En el otro lado, Manuel Azaña, desde su privilegiado observatorio en Madrid, primero, y después en Barcelona, también dejó constancia de las hondas divisiones latentes en la retaguardia republicana : «En todas partes, los partidos obreros y los sindicatos acosan a los republicanos, prescinden de ellos cuanto pueden, los atacan (...) Los republicanos se aguantan, protestan o se defienden como pueden. No pasan de ahí» (Memorias de guerra, Grijalbo, Barcelona 1996, pág. 295).

En definitiva, tenemos la convicción de que sin atender a las «Tres Españas» que estaban presentes antes de 1936 y al modo y manera en que sus respectivos proyectos socio-políticos fueron letalmente afectados por el estallido de la guerra civil, no cabe entender la génesis y desarrollo del conflicto, ni la firme unidad alcanzada por el bando finalmente vencedor, ni las tensiones y fracturas que socavaron al bando postreramente derrotado. Porque, contra lo que pudiera parecer y a veces se sostiene injustificadamente, las «tres Españas», sus programas políticos y sus soportes humanos y sociales, no desaparecieron como tales en la catástrofe bélica y en el despliegue de los frentes de combate sino que se reagruparon mal que bien en las respectivas retaguardias : notablemente bien las fuerzas reaccionarias en el bando insurgente (luego «franquista» o «nacionalista») y más mal que bien las fuerzas reformistas y revolucionarias en la zona gubernamental (también «republicana» o «frentepopulista»).

Y en esa dinámica socio-política republicana, ¿qué papel cumplió el PCE como órgano de la Comintern? Por razones de obediencia soviética, más que por voluntad propia, un papel de freno de la revolución y de contrapeso obrero y sindical a las abrumadoras fuerzas cenetistas (con la cooperación de poumistas) que dirigían el proceso y se beneficiaban del mismo (por ejemplo, en Cataluña, donde el peso del PCE era minúsculo en los primeros meses de la guerra, los más radicales en cuanto a transformaciones revolucionarias en la región). La cosa es bien sabida y se nos permitirá que no insistamos. El PCE no «ocultó» la revolución bajo ningún camuflaje «democrático» (tesis de Bolloten) : la combatió abiertamente, en la medida de sus posibilidades y con el lógico apoyo de republicanos de izquierda, de socialistas moderados (los seguidores de Prieto o Besteiro) y de los restantes soportes organizados del programa reformista. Ni más ni menos. Conviene recordar este hecho cuando se habla de la política del PCE en la guerra, de su fomento de la revolución y de su sometimiento a las directrices soviéticas (que eran las que eran, ahí están los documentos).

Y hay algo más. Lo hizo con un apoyo fundamental: los mandos militares leales a la República, que se convertirían en auténticos soportes en aquella crítica coyuntura de lo que quedaba del programa reformistas democrático y con el tiempo se harían sus garantes coactivos contra potenciales golpes revolucionarios (cenetistas o, potencialmente, comunistas). De hecho la colaboración entre PCE y alto mando militar republicano (casos del general Miaja y los coroneles Casado y Rojo, por ejemplo) es una constante durante el primer año y medio de la guerra, tanto por interés recíproco como por el hecho insoslayable de que la URSS era el único centro de suministros bélicos seguros y garantizados. Aquí reside, por otra parte, la razón por la que el gobierno republicano decidió la arriesgada operación de remitir una gran parte del oro del Banco de España a Moscú y de utilizar el sistema bancario soviético como instrumento de operaciones financieras casi exclusivo. Las razones han sido bien analizadas por Angel Viñas y sus conclusiones y pormenores han recibido el visto bueno del último trabajo dedicado al tema: el de Pablo Martín Aceña (El oro de Moscú y el oro de Berlín, Taurus, Madrid 2001).

Fue, como hemos dicho, una decisión arriesgada pero necesaria si se quería resistir militarmente, tratar de salvar el régimen republicano y no emprender el camino del exilio sin combatir. Al respecto, se nos permitirá mencionar la entrevista entre el encargado de negocios británico en Madrid y el secretario general del Ministerio de Estado republicano a finales de octubre de 1936, justo cuando estaba teniendo lugar el envío de tres cuartas partes del oro a Crimea (otro tercio había sido llevado a París desde finales de julio). La denuncia del diplomático español alude sin reservas a los sabotajes y obstáculos levantados por las redes financieras occidentales que habían determinado a las autoridades republicanos para recurrir a Moscú como «tabla de salvación» y «último asidero» (palabras de Julián Zugazagoitia):

«Dijo que Gran Bretaña estaba tratando a España como si fuera Abisinia al insistir en una política de No Intervención que denegaba armas al gobierno español y sin embargo no hacía nada para evitar que los rebeldes obtuvieran material bélico. Él creía que los miembros del Gobierno de Su Majestad y del Comité de No Intervención eran instintivamente hostiles. También se quejó de que los círculos de negocios y bancarios eran enemigos y denegaban innecesariamente créditos y otras facilidades.»

No fue una decisión fácil. Pero nadie planteó otra alternativa. Y es bien sabido que las posteriores declaraciones de Largo Caballero, de Prieto o de Azaña desentendiéndose del tema y endosándole la responsabilidad exclusiva a Negrín son más que de dudosa veracidad, por decirlo suavemente. Además, con comisiones abusivas, precios inflados y demás incidentes, lo cierto sigue siendo que sin esa venta del oro, su conversión en divisas y su movilización a través de la red bancaria soviética, la República no habría podido sostener su esfuerzo bélico, ni importar sus suministros alimenticios, ni pagar sus deudas exteriores. De todo esto no cabe duda alguna a estas alturas y desde los estudios pioneros del economista Juan Sardá allá por 1970.

En todo caso, volviendo al tema de la influencia del PCE en la República durante la guerra, no cabe duda de que su etapa de mayor apogeo coincide con la superación de la crisis de mayo de 1937 (la sublevación anarquista y poumista en Barcelona y su supresión por fuerzas militares y policiales) y la formación del primer gobierno presidido por Negrín. De hecho, los sucesos de Barcelona significaron el punto de ruptura en el delicado equilibrio político imperante en el bando gubernamental entre revolucionarios y reformistas desde julio de 1936. Y su desenlace fue la derrota de los partidarios de la Revolución Social en favor de quienes defendían una República democrática e interclasista : «Se ha constituido un gobierno contrarrevolucionario», declaraba Solidaridad Obrera en su editorial del 18 de mayo. Efectivamente, el nuevo gobierno constituido entonces estaría presidido por un socialista moderado, carecería de representantes sindicales (tanto cenetistas como ugetistas) y se vería progresivamente hegemonizado por el Partido Comunista (en virtud de su disciplina, su política de oposición a «experimentos revolucionarios» y su asociación a la única potencia que prestaba ayuda militar efectiva). Pero hay que advertir que la convergencia entre mandos militares, políticos republicanos (encabezados por Negrín) y dirigentes del PCE no suponía satelización de todos aquéllos respecto de estos últimos. Y así lo demuestran las quejas recogidas por Radosh de los asesores soviéticos y sus agentes. Era la convergencia por necesidad y habida cuenta de que la alternativa era la rendición sin condiciones con el exilio, la muerte o la prisión como únicas salidas viables. No olvidemos que pocos años más tarde, los gobernantes británicos (de la mano de Churchill) y los estadounidenses (de la mano de Roosevelt) se verían en la necesidad de una cooperación con los soviéticos (el bien denostado Stalin) por razón de la común enemistad con un enemigo poderoso y juzgado más temible para la propia supervivencia (Hitler y el nacionalsocialismo alemán). No hay nada extraño en estas convergencias de interés recíproco que jalonan la historia contemporánea.

En todo caso, debe reconocerse que la finalidad casi exclusiva de Negrín al frente del gobierno consistiría en configurar una sólida alternativa política reformista y de tintes socialdemócratas, que fuera capaz de concitar la adhesión moral unánime de la población de retaguardia, de atraer el vital apoyo de las potencias democráticas occidentales y de centralizar el aprovechamiento de los resortes productivos en favor del esfuerzo bélico. Y la consecuente estrategia de Negrín de resistencia a ultranza (de ahí su lema : «Resistir es vencer») se basaba en dos expectativas de horizonte alternativas. En el mejor de los casos, había que resistir el avance enemigo hasta que estallase en Europa el conflicto (juzgado inevitable) entre las potencias del Eje italo-germano y la entente franco-británica, obligando entonces a ésta a asumir como propia la causa republicana y prestarle su apoyo vital hasta entonces negado. En el peor, si tal conflicto no estallaba a tiempo, había que resistir para conservar una posición de fuerza disuasoria que pudiera arrancar al enemigo las mejores condiciones posibles en la negociación de la capitulación y rendición (básicamente, garantías contra represalias masivas indiscriminadas). En ambos casos, la estrategia negrinista implicaba dos exigencias correlativas : preservar el único y vital apoyo disponible en el exterior (el de la Unión Soviética) ; y mantener la colaboración interna del Partido Comunista por su fuerza y disciplina (que contrastaba con la persistente división socialista, el desconcierto anarquista y el letargo de los partidos republicanos).

Fue básicamente en este ámbito interno donde la estrategia política formulada por Negrín acabó naufragando irremisiblemente, incapaz de frenar el sistemático deterioro de las posiciones militares y de la moral política del bando republicano e incapaz de aumentar sus apoyos externos en cantidad o calidad. De hecho, a lo largo del fatídico año de 1938, la sucesión continua de graves derrotas militares y el fracaso de todas las previsiones de ayuda franco-británica tuvieron su reflejo inmediato en un deterioro de las condiciones de vida material en la retaguardia (sobre todo en el plano alimentario) que afectó hondamente a la moral de la resistencia popular y militar. En esa coyuntura progresivamente deteriorada, la tensión latente entre los partidarios de la resistencia a ultranza y los partidarios de ensayar la mediación internacional para capitular con condiciones alcanzó puntos de ruptura crítica. Dicha tensión no sólo enfrentaba a los comunistas con las restantes fuerzas políticas republicanas, aunque todas ellas compartieran un creciente recelo frente a sus expeditivos métodos, su sectarismo y sus inconfesados fines políticos últimos. Era una tensión que también fracturaba internamente a todas las fuerzas políticas en sectores negrinistas y antinegrinistas, en particular al ya muy debilitado movimiento socialista. Fue precisamente durante ese año crítico de 1938 cuando tuvo lugar en el PSOE la transcendental quiebra de la amistad política y personal entre Negrín y Prieto. Éste, cesado por su innegable derrotismo de la cartera de Defensa en el reajuste ministerial de abril, pasó a sumarse a Largo Caballero y Besteiro en su denuncia de la política gubernamental por considerarla favorable a los comunistas y opuesta a la idea de mediación internacional. En ese contexto de fractura interna del movimiento socialista, Negrín ofreció ante la Comisión Ejecutiva del PSOE en marzo de 1938 las razones que alentaban su línea política si se descartaba la alternativa de una rendición incondicional ante Franco:

«Bueno, voy a decir ante ustedes, oficialmente, lo que en el orden particular e íntimo he manifestado a alguien: No puedo prescindir de los comunistas, porque representan un factor muy considerable dentro de la política internacional y porque tenerlos alejados del Poder sería, en el orden interior, un grave inconveniente; no puedo prescindir de ellos, porque sus correligionarios son en el extranjero los únicos que eficazmente nos ayudan, y porque podríamos poner en peligro el auxilio de la URSS, único apoyo efectivo que tenemos en cuanto a material de guerra.» (Indalecio Prieto, Cómo y porqué salí del Ministerio de Defensa Nacional, Planeta, Barcelona 1989, págs. 61-62).

Efectivamente, ésas eran las razones de la política de resistencia a ultranza formulada por Negrín. Y no era una política ingenua o ilusoria, que desconociera la probabilidad de un choque postrero con sus propios soportes comunistas, como demuestra el hecho de que Negrín mantuviera un férreo control sobre unas unidades militares propias y nunca infiltradas por el PCE: el cuerpo de Carabineros. Además, nadie, ni siquiera Prieto o Azaña, menos aún Largo Caballero o la CNT, pudo ofrecer una alternativa política viable a la misma si no era la rendición incondicional ante Franco, totalmente descartada por el temor a las represalias anunciadas para los vencidos y por el vivo conocimiento de la dura represión ejercida contra los desafectos en la retaguardia enemiga. Así lo confesó Negrín a su correligionario y amigo, Juan Simeón Vidarte, con palabras bien reveladoras de su plena conciencia de los problemas planteados por la división interna republicana y el crecimiento de la influencia comunista:

«¿Es que usted cree que a mí no me pesa, como al que más, esta odiosa servidumbre ? Pero no hay otro camino. Cuando hablo con nuestros amigos de Francia, todo son promesas y buenas palabras. Después empiezan a surgir los inconvenientes y de lo prometido no queda nada. La única realidad, por mucho que nos duela, es aceptar la ayuda de la URSS, o rendirse sin condiciones. (...) ¡Qué más puedo hacer ! La paz negociada siempre ; la rendición sin condiciones para que fusilen a medio millón de españoles, eso nunca.» (J. S. Vidarte, Todos fuimos culpables, FCE, México 1973 págs. 855 y 857).

A la postre, el acierto general de esa evaluación política se estrelló contra el hecho evidente del cansancio popular por las privaciones ocasionadas por la guerra, del desánimo por la falta de ayuda de las democracias occidentales y de la consiguiente descomposición de la moral política de resistencia en amplios sectores republicanos. No fue el menos importante de estos procesos la quiebra del entendimiento y la cooperación entre una gran parte de los mandos militares republicanos (Miaja, Casado y Rojo, a título de ejemplo) y la dirección del PCE y la Comintern, como dejan ver los informes últimos de Togliatti a Moscú y subrayan los informes de agentes del servicio secreto soviético citados por Ronald Radosh. La resolución a favor de Alemania de la crisis europea de septiembre de 1938, junto con el éxito de la ofensiva franquista en Cataluña, habían activado el proceso de descomposición moral e institucional en lo que restaba de territorio leal a la República, alentando a las heterogéneas fuerzas partidarias de negociar la paz y eliminar la influencia comunista del ámbito militar y político (que incluían a republicanos, militares profesionales, anarcosindicalistas y socialistas caballeristas tanto como besteiristas). Su último episodio fue la sublevación contra el gobierno de Negrín del coronel Casado en Madrid (con la aprobación tácita o explícita de amplios sectores del mando militar republicano) a principios de marzo de 1939, que provocó una breve y limitada pero sangrienta guerra civil entre negrinistas y antinegrinistas.

Con el triunfo de las fuerzas de Casado y la proscripción del PCE quedó barrida la viabilidad de una estrategia política que ya no tenía apoyos internos suficientes ni aparentes horizontes de apoyos externos inmediatos. Con dicho triunfo también se reveló ilusoria la alternativa de negociar con Franco otra cosa que no fuera la mera y simple rendición incondicional y sin garantías. Negrín lo había advertido a sus mandos militares, incluido Casado, en una tensa reunión celebrada el 16 de febrero de 1939: «Como el enemigo no quiere pactar, la única solución es resistir.» El 31 de marzo de 1939, mientras Franco se disponía a emitir el parte anunciando su victoria total en la guerra civil, Negrín comparecía como legítimo jefe de gobierno ante la Diputación Permanente de las Cortes reunida en París. Su declaración fue una rotunda condena de la sublevación de Casado y un explicación (entendemos que sincera) de la razón básica de su política de resistencia:

«No hay diplomacia posible sin el respaldo de una acción decidida a vender cara su derrota, y se engañan los que esperan ayudas gratuitas aunque se trate de las naciones más amigas y mejor intencionadas. (...) Porque lo que yo he querido siempre es conseguir la paz. Pero la paz no se logra diciendo : yo me entrego o entrego a los que luchan conmigo. (...) ¿Resistir para qué? ¿Para entrar triunfalmente en Burgos? Nunca hemos hablado ni pensado en ello, señores, proclamar una política de resistencia implica confesar que no se cuenta con medios para aplastar al enemigo, pero que causas superiores obligan a luchar hasta lo último, y para ello es necesario estimular y alentar el ánimo bélico de los combatientes.»

Llega el momento de poner punto final a esta réplica y argumentación. De hecho, se ha extendido mucho más de lo que hubiéramos deseado, aunque no llegue aún a tener las dimensiones de su texto precedente. Nos excusamos ante los potenciales lectores por el hecho. En nuestro descargo, sólo añadiremos que la importancia de los temas tratados justifica la libertad tomada y la extensión desplegada. O al menos así lo creemos.

Nota

{*} «Este trabajo se ha beneficiado del apoyo financiero del Ministerio de Ciencia y Tecnología al proyecto de investigación BHA2002-00948.»

 

El Catoblepas
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