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El Catoblepas, número 16, junio 2003
  El Catoblepasnúmero 16 • junio 2003 • página 10
polémica

Moa contra Moradiellos:
divergencias sobre España indice de la polémica

Antonio Sánchez Martínez

Contrarréplica al artículo de Enrique Moradiellos en el que nos dice que pretende contestar a nuestro escrito sobre «Pío Moa, sus censores y la Historia de España». En dicha réplica vemos reforzada nuestra tesis inicial: su oposición a Moa se debe, sobre todo, a factores ideológicos propios de la historiografía progresista

En el número 15 de El Catoblepas aparece un artículo de D. Enrique Moradiellos titulado «Las razones de una crítica histórica: Pío Moa y la intervención extranjera», a través del cual pretende replicar a mi artículo del número 14, sobre «Pío Moa, sus censores y la Historia de España».

1. «A modo de Prólogo»

En primer lugar debemos decir que D. Enrique no sólo no ha conseguido «convertirnos», sino que, además, nos ha reafirmado en nuestra anterior postura.

Para responder a mi escrito el Sr. Moradiellos da diversas razones al respecto, la primera es «responder a sus observaciones por respeto a su persona y a los potenciales lectores de la revista», de tal manera que «las virtudes dialógicas de la palabra escrita y razonada no resulten vanas y puedan lograr el milagro de la "conversión" del oponente a los puntos de vista de quien suscribe».

Estamos abiertos a la conversión y, aunque no queremos pecar de testarudez (y de otros vicios peores), debemos advertir que nuestro punto de vista se reforma, sobre todo, a través del entendimiento. En este sentido no dudamos de las intenciones de D. Enrique, pero no podemos decir otro tanto de la eficacia de su palabra «reformadora», pues no contesta ni una sola de nuestras preguntas del anterior artículo, ni hace una sola referencia a los comentarios allí vertidos. Lo mínimo que debe intentar hacer un contrincante «honesto y leal» (si es que considera al oponente como igual, aunque sea por cortesía) es atender las cuestiones suscitadas por el interlocutor, aunque la dialéctica se abra hacia otras cuestiones significativas.{1}

Los asuntos tratados en nuestro artículo, sobre Moa y sus censores, creemos que afectan al fundamento de la polémica, pues tienen que ver con los «ortogramas» (con mayor o menor «falsa conciencia») que los bandos divergentes pudieran tener en (y sobre) la España de la II República.{2} Al menos podría haber contestado a las preguntas, transcendentales para la historia y el presente de España, que se hace el profesor Gustavo Bueno al comparar la Revolución de 1934 y el Alzamiento de 1936. ¿Qué idea de España tiene D. Enrique? ¿Desde qué plataforma o coordenadas interpreta los múltiples ortogramas divergentes de los contendientes (aunque por «solidaridad» puntual, frente a terceros, se redujera la guerra a dos bandos fundamentales)? ¿Con cual se siente más identificado? ¿Con el de Azaña y su europeísmo francófilo? ¿No le recuerda mucho la actitud de Francia en la Guerra Civil española a la que ha desarrollado en nuestros días con motivo de la guerra de Irak?{3} A modo de refrán: «Dime cómo interpretas la historia y te diré qué proyectos tienes», es decir, las prolepsis dicen mucho sobre las anamnesis, y las plataformas «desde» las que se establecen las normas correspondientes (y viceversa). En este sentido, la polémica entre Moa y Moradiellos nos recuerda el título de la obra de Gustavo Bueno: España frente a Europa.

D. Enrique nos dice que va a «ir directamente al grano» de nuestra crítica, pero enseguida desvía toda la atención sobre lo que considera una «temática relevante y crucial: la intervención de potencias extranjeras en apoyo de uno u otro de los bandos contendientes en la guerra fratricida de 1936-1939 y su efecto sobre el curso y desenlace de la misma», pues considera que este aspecto de la guerra civil ha sido tratado erróneamente por el Sr. Moa. Pero la cuestión es que, aún admitiendo que esto sea cierto (cuestión en la que los historiadores podrán entrar mejor que nosotros), esta estrategia es «abstracta» (y engañosa «globalmente») por recortar y seleccionar unos hechos y datos que deben ser relacionados con otros (en el fondo casi toda la temática «divulgada» por Pío Moa), y que sólo pueden tener significación a través de un entramado teórico (nematológico) que nunca es neutral, aunque pretenda parecerlo. El Sr. Moradiellos pretende desviar la «responsabilidad» de cada bando (del ganador en su victoria y del perdedor en su derrota) hacia los demás, hacia los extranjeros (resaltando el aspecto «basal» en los nacionales, y el «superestructural» en los populistas). Pero el bando republicano no fue una pobre víctima a-responsable (esta concepción está muy en la línea, en otro contexto, de la pedagogía «no dirigista»).

Declara que no tiene «empatía» por el franquismo, y un escaso atractivo por el «antifranquismo retrospectivo» (como si esto no indicara ya un punto de vista, despreciativo, aunque sea el de la «indiferencia» y, por lo tanto, la canalización de las simpatías hacia otras corrientes, seguramente «contrarias» a la que apenas atrae). Repetimos, en el terreno de la historiografía no hay «selección» de datos o «tratamientos» que sean neutrales respecto a una supuesta «memoria común», o que tengan «menguado valor cívico a la altura de los tiempos que corren».

Nos referiremos en este prólogo al epílogo de D. Enrique, pues creemos que en él se encuentra la madre del cordero.

En primer lugar, le agradecemos que se digne bajar de las atalayas académicas para atender nuestra mundana, «injusta», «ilógica» y «tosca» crítica. Tanta ha sido su generosidad que no ha tratado una sola de las cuestiones allí planteadas.

En segundo lugar, ¿cree D. Enrique, como admirador de Bueno, que su academicismo historiográfico consigue «neutralizar» las operaciones (que versan sobre sujetos temáticos con conductas prolépticas canalizadas por normas suprasubjetivas cuya potencia –verdad– sólo cabe apreciar «retrospectivamente»)? ¿Cree D. Enrique que sus operaciones (e interpretaciones) son cerradas, o que parte de cursos operatorios, en gran medida incorporados a proyectos actuales, y desde alguna «parte» de la sociedad? ¿No es todo esto lo que impide que podamos hablar del hombre –histórico– como un ser perfecto? ¿Qué tipo de ciencia (metodología, en sentido estricto) considera que desarrolla D. Enrique? ¿Considera que su «filosofía de la Historia» está próxima a la del materialismo filosófico?

En tercer lugar, no sere yo el que juzgue sobre la «tosquedad» propia, pero debo confesar que su «lectio, comentatio y disputatio» no me parecen aleccionadoras en más de una ocasión.

Y en cuarto lugar, creemos que cae en los errores fundamentales que denuncia Pío Moa sobre la historiografía «progre»: No tratar a fondo la cuestión de los «orígenes de la guerra civil» (que no pueden reducirse al «punto cero» de 1936), y presuponer que el régimen populista (inicialmente republicano) merecía ser ayudado y socorrido por todo el mundo frente a los rebeldes. Esta línea argumentativa (respecto a la «razón práctica» en general) tiene sus fuentes, sobre todo, en el formalismo kantiano, que borra la responsabilidad (política, moral, ética) y la «prudencia» que debería sustentarla. Así D. Enrique tenderá a restar valor (y responsabilidad) a la victoria franquista y a la derrota populista (que sin embargo sí aprecia), volcando el fundamento de la acción en las «armas extranjeras», que habrían dado la victoria a los nacionales de manera «cuasiautomática», por ser, supuestamente, de más peso.{4}

Esperamos que D. Enrique no se identifique con D. Manuel Azaña hasta el punto de cometer errores semejantes. D. Manuel no quiso rectificar, políticamente, a tiempo (a pesar de que hizo múltiples amagos de dimitir, la primera al enterarse de la masacre de la Cárcel Modelo de Madrid), y sin embargo sólo lo hizo cuando ya no había remedio. A Negrín le pasó algo similar, por eso «resistió» empecinadamente. Pero Azaña, al menos, reconoce que entre las «razones» de la derrota republicana la cuestión de las armas no fue la más importante (la sitúa en el último lugar de las estrictamente «políticas»).

D. Enrique parece que tampoco quiere cambiar su enfoque, aunque sea a costa de la coherencia. Al final de su escrito vemos una de las claves. Primero reconoce explícitamente que la cuestión de la ayuda extranjera (a la que dedica el artículo) no puede tomarse por separado (abstractamente). Pero a continuación admite, implícitamente, y pretendiendo apoyarse en Azaña, que es la cuestión más importante. De este modo diríamos que asume (pero sólo implícitamente) que Pío Moa tiene razón. Así nos dice el historiador de la Academia:

«Quisiéramos creer que, a estas alturas y dada la tinta derramada, esas críticas y cuestionamientos habrán quedado suficientemente trituradas e infundadas. Al menos ese era nuestro leal propósito y objetivo prioritario, en atención a todas las razones señaladas al comienzo de este texto. Si no fuera así, al menos nos conformaríamos con haber demostrado que, al margen de la veracidad de denuncias de persecución político-ideológica y poses victimistas interesadas, hay elementos intelectuales suficientes para poner en duda la fiabilidad, el rigor y la destreza del señor Pío Moa en calidad de historiador de la guerra civil. No en vano, aun cuando el examen detallado aquí practicado sólo haya cubierto un aspecto (temáticamente parcial pero nada baladí) del fenómeno de la guerra civil, los fallos, errores y falsedades detectados son tan abundantes y tan recurrentes que, necesariamente, proyectan una potente sombra de duda sobre la solidez y fundamentos veraces del conjunto de la obra de Pío Moa.» (las cursivas son mías.)

Y sin embargo no quiere reconocerle a Moa ningún acierto (ni siquiera a los «historiadores», no sólo «divulgadores», tradicionalistas y franquistas). Y así se reitera en lo que acaba de admitir como un error (la visión parcial):

«A otros historiadores especializados en los otros aspectos dejados de lado (responsabilidad en el desencadenamiento de la guerra, carácter y volumen de la represión en cada bando, eficacia militar de las contrastadas estrategias, limitaciones de las políticas económicas y financieras adoptadas, &c.) les corresponde ejercer su propio examen y dictar sus pertinentes dictámenes. Aunque bien pudiera ser que continuaran declinando esta tarea con un hipotético argumento no tan banal como pudiera parecer: el señor Moa sólo reactualiza, sin demasiadas novedades de interpretación ni de documentación, los términos y parámetros interpretativos de una escuela historiográfica muy bien conocida (fue doctrina oficial durante casi cuarenta años) y muy bien debatida en los últimos veinticinco años. Siendo esto así, pudiera ser que se hayan preguntado (y obrado en consecuencia): ¿para qué perder tiempo desmintiendo a un divulgador cuando ya se ha discutido y debatido con los historiadores que le sirven de base y apoyo?» (las cursivas son mías.)

Deja la tarea de enfrentarse a las tesis «franquistas» (las de Moa son más despreciables aún) a otros historiadores. Pero no cree que «pierdan el tiempo» en un asunto, al parecer, sobradamente aclarado. Por eso todos los que nos empeñamos en retomar el debate somos «toscos» e «ilógicos». Lo paradójico, para la cuenta de D. Enrique, es que acaba de reconocer también que hace falta profundizar en «otros aspectos dejados de lado». Pero, eso sí, dicha tarea está encomendada a «otros historiadores especializados», es decir, a los de su «bando» (dado que descarta a los que niegan sus tesis). Esta es la «historiografía académica» que defiende nuestro autor.

Respecto a la cuestión de la «censura», nos sorprende que D. Enrique asuma dicha práctica por motivos ideológicos (no por cuestiones más o menos objetivas de «autoridad competencial», &c.). Sabemos, a pesar del idealismo, en este sentido, de todas las «Constituciones», que dicha conducta limitadora de la «libertad de» (cuando se manifiesta una «libertad para» contraria) son comunes, e inevitables «políticamente» en muchos casos (contra el racismo, contra el separatismo, &c.). Dicha práctica, aparte de las cuestiones de honestidad ética, dice mucho sobre la estrategia y el posicionamiento político (no neutral) de cada cual. Y por eso es interesante investigar por qué se hace, por ejemplo en los casos que relatamos. Si se queda uno en una pura justificación «formal» no se podrán enjuiciar los «contenidos» respectivos, los proyectos, los ortogramas, o quizá se intente desviar la atención hacia datos abstractos (considerados por separado) que desvíen la temática hacia el terreno que más interesa ideológicamente para no afrontar el análisis de todas las alternativas teóricas. El miedo a la crítica racional (a la «igualdad racional» en el debate, a la isegoría) no parece compatible con una política «socialista», que vaya más allá del subjetivismo idealista, y que entienda que el individuo (aunque haya diferencias irreductibles) sólo se constituye a través de una determinada organización social. Comprender esto, pensamos, es entender la raíz racional de la generosidad, de la «filosofía implantada políticamente» y del «imperialismo generador».{5}

2. Contexto sociopolítico de la España del siglo XX

Dado que tanto D. Enrique como yo somos admiradores, en términos «intelectuales», de D. Gustavo Bueno, me voy a permitir citar un texto a propósito, para marcar los puntos de vista (¿cómo lo interpreta D. Enrique?).{6} La temática se refiere al contexto político social internacional en el que el franquismo supuso la victoria del capitalismo en España:

«Si tomamos como punto cero de nuestra síntesis la época que Hobson-Lenin habían diagnosticado como "imperialismo, en cuanto fase final del capitalismo", podríamos ver este final, no ya como Lenin y la III Internacional lo quisieron ver (como un final que abría el camino al comunismo) sino como el final del capitalismo liberal, salvaje, colonialista, un final rubricado por la Primera Guerra Mundial (1914-1918). La guerra acabó con la teoría del Estado mínimo. La Unión Soviética levantó la bandera del Estado comunista, centralizado y totalitario, orientado a la victoria final del género humano y, por de pronto, al establecimiento del "Estado del Bienestar" de las repúblicas socialistas (pleno empleo, seguridad social, educación gratuita). Como reacción al comunismo, cristalizó el fascismo italiano y el nacional socialismo alemán, bajo la norma del "Estado totalitario". También se acusó la reacción en las potencias atlánticas, que advirtieron la perentoria necesidad de hacer intervenir al Estado, a fin de resistir al comunismo, transformándolo en un Estado del bienestar que hiciera posible la democracia (el New Deal y el Plan Belveridge son los jalones más importantes de este proceso). De este modo tras la victoria de los aliados contra el fascismo y, después, tras la victoria de estos mismos aliados contra la Unión Soviética, todos los Estados desarrollados fueron evolucionando hacia la "sociedad democrática del bienestar".
En este contexto, el franquismo no representa otra cosa sino un episodio más de esta evolución que, partiendo de una situación prerrevolucionaria (octubre de 1934) pudo ser canalizada, lejos del comunismo, con ayuda tanto del fascismo y del nacional socialismo nazi, en una primera fase, como también, en esta primera fase, pero sobre todo, sin embozo alguno, después de una segunda fase, por las potencias capitalistas, hasta desembocar en la "democracia del bienestar" integrada en la OTAN y en la Unión Europea. A Franco, en este proceso de evolución, le habría tocado simplemente "el trabajo sucio" de lo que, en el marxismo clásico, se llama la "acumulación capitalista", como proceso presupuesto de toda sociedad democrática de mercado.
Por ello, el régimen de Franco recibió, desde el principio, no sólo el apoyo explícito de las potencias fascistas o nazis, sino sobre todo, el apoyo más o menos enmascarado, pero ya desde el principio, de las "potencias atlánticas", que para muchos constituían la vanguardia de la izquierda progresista. Y cuando las potencias fascistas y nazis fueron derribadas, el apoyo de las potencias atlánticas al régimen de Franco fue ya explícito (crédito de 28 millones de dólares en 1949, bases norteamericanas y Concordato en 1953). Ayuda explícita como un momento más de la guerra fría contra el comunismo soviético que, para muchos, seguía siendo la quintaesencia de la izquierda.
Por ello, desde un punto de vista histórico, nos parece muy superficial la visión del franquismo como una mera negación, como un paréntesis o un interregno ("el paréntesis de los cuarenta años de la legalidad republicana"). Porque lo que el franquismo habría representado en la historia de España no habría sido otra cosa sino la "vía capitalista planificada" –no liberal– hacia la Sociedad de Mercado y hacia el Estado del bienestar, que implicaba la democracia parlamentaria. Lo que para el comunismo más puro fue la traición o la domesticación del proletariado y de los sindicatos de clase en particular, para los demás (incluyendo la socialdemocracia) no fue traición, sino fracaso de los propios proyectos de la III Internacional. Victoria de la política más realista de las fuerzas sociales que se mueven políticamente, más que buscando el bienestar del género humano (a costa del sacrificio de las actuales generaciones) buscando su propio bienestar en términos alcanzables mediante un control consensuado de la situación.
El desarrollo económico, tecnológico y social que la sociedad española alcanza durante el régimen franquista fue espectacular, y significó la transformación de la sociedad civil española en una sociedad de mercado pleno, situada en décimo lugar entre las sociedades desarrolladas del mercado del mundo. Esta sociedad de mercado, incubada durante el régimen franquista (Seat 600, Seguridad Social, viviendas sociales, vacaciones de trabajadores) es la misma sociedad que se transformó internamente ("de la ley a la ley", es decir, "de la ley franquista a la ley democrática") y oficialmente, una vez muerto Franco, en una democracia parlamentaria y coronada. Desde este punto de vista tendría tan escaso interés "asombrarse" de la victoria pacífica conseguida por las fuerzas que impulsaron la transición democrática como "lamentarse" por la pérdida del régimen franquista o "desencantarse" porque la democracia conseguida representase una sociedad estructurada sobre desigualdades reales propias de la sociedad capitalista.»{7}

¿Por qué las «izquierdas satisfechas» no reconocen el papel jugado por Franco en el aumento del «bienestar»? ¿Por qué, como hace Tusell, se critica a Franco por el «retraso» que causó a España (¿respecto a qué y a quiénes?) y no se dice nada del retraso (en el «bienestar», por ejemplo) de la URSS frente a Estado Unidos? ¿Por qué cuando llegan al Gobierno se ajustan a la misma política económica capitalista? ¿Por qué se hace creer a la juventud que en el franquismo casi toda la población era antifranquista, o que la mayoría «luchó» contra el régimen? ¿Acaso no es cierto que una vez pasados los ardores de la guerra civil, sobre todo había limitaciones a la libertad formal (respecto a las democracias capitalistas)? ¿Por qué se tacha al régimen franquista de «reaccionario» cuando dejó los platos puestos para el banquete democrático del «mercado pletórico»?

La intención de Pío Moa al reivindicar la historiografía «franquista», como la llama Moradiellos, no es la de ocultar otras versiones, cosa que sí parecen pretender sus enemigos, sino la de recuperar argumentos que se estaban perdiendo de vista a la hora de enfocar los acontecimientos tratados. Mi limitada (y parcial) experiencia como profesor de instituto confirma ampliamente dicho punto de vista, como puede comprobarse al analizar la ideología «progresista» que hay detrás de la mayoría de los libros de texto, de las revistas y libros sobre educación, del profesorado, de los padres y de los alumnos. En este sentido el mismo Pío Moa reconoce que no aspira tanto a decir nada nuevo (aunque ha demostrado, entre otras cosas, la implicación del PSOE en la preparación de la Revolución del 34), sino a «divulgar» una versión distinta de la que se ha hecho dominante en los últimos años. Por otra parte, la mayoría de los historiadores no acuden a las fuentes originarias (reliquias y relatos) que, además, nunca son «puros» o «neutrales» (e inicialmente son fenoménicos).{8}

3. Ortogramas de la II República

En un artículo de Henry Kamen (El Mundo, 26 de abril de 2003) titulado «¿Se dirige España hacia Marte o hacia Venus?», se recogen dos de las tendencias (ortogramas) que han recorrido nuestra historia (y la de otros países, aunque con matices) desde hace tiempo. Aunque Kamen lo expresa en la terminología de Robert Kagan («los americanos son de Marte y los europeos son de Venus»), sin embargo dichos conceptos pueden reinterpretarse desde las coordenadas de Gustavo Bueno respecto a los tipos de «normas políticas fundamentales», y su relación con la ética y la moral. Algo similar se intenta decir cuando se habla de «halcones» y «palomas» (desde un reduccionismo etológico). Ginés de Sepúlveda ya apreció dicha tipología (que en el fondo es más compleja) al defender una política imperialista (generadora) frente al «humanitarismo» de Bartolomé de Las Casas (como comentamos en «Las Izquierdas Satisfechas contra la guerra» de El Catoblepas, nº 15), que sería un representante de una «protoizquierda indefinida». Aunque creemos que Kamen se equivoca al atribuir el ortograma «imperialista» a reyes «extranjeros», dejando para el «pueblo» español su tendencia al aislacionismo político y al humanitarismo ético. ¿Acaso Carlos I no asimiló el ortograma de los Reyes Católicos frente a los turcos (con la oposición de su primo Francisco I de Francia, que se alió con los enemigos de la cristiandad, y con el consentimiento del Papa)? Por cierto, ¿no concuerda, en muchos aspectos, la política del rey francés con la de Chirac (y los españoles «francófilos» y «europeístas») en la guerra de Irak en 2003?

Henry Kamen nos dice en el mismo Prefacio de su obra Imperio:

«Un distinguido historiador, al reseñar el libro, sugirió que mi apunte estaba "lejos de ser antiespañol, pero hay afirmaciones que sorprenden", porque yo declaraba que el contingente español en la batalla constituía únicamente una décima parte de las tropas, socavando con ello el punto de vista clásico según el cual San Quintín fue una victoria española. El autor "olvida", señalaba este historiador, "que una batalla la gana quien la dirige, quien la costea, quien suministra las tropas. Aquella batalla fue decidida por los infantes españoles. Y lo mismo se podría decir de Lepanto". Estas objeciones parecían perfectamente razonables y dieron pie, por mi parte, a una serie de cuestiones que han cristalizado en este libro. ¿Quién hizo qué?, ¿quién pagó por qué? son preguntas cuya respuesta no siempre puede encontrarse. ¿Conquistó Cortés México? La sorpresa de Bernal Díaz del Castillo ante los informes de un historiador oficial, Gómara, que sugerían que Cortés había derrocado casi en solitario al poderoso imperio azteca, no fue mayor que la mía al descubrir que algunos estudiosos hacían afirmaciones similares acerca de la creación del imperio español.»{9}

Henry Kamen cae en un error similar al de Moradiellos cuando habla de las «armas» y los medios (la «base») que permitieron forjar el Imperio Español o ganar la Guerra Civil, aunque aquél, al menos, admite la crítica, pero creemos que en este caso no ha sabido (o podido) asimilarla (por la incoherencia con lo dicho en el artículo periodístico citado, como si la «dirección» dependiera de un proyecto subjetivo, no de un «ortograma», un «proyecto colectivo»). Pero continúa diciendo poco más abajo:

«Gran parte de nuestra concepción del pasado está impregnada de mitos y, como sucede con aquellos de entre nosotros que todavía se aferran a la idea de que la Tierra es plana, no hay motivo para que no se nos permita cultivarlos si son inofensivos (Mitos ambiguos de G. Bueno en El mito de la Izquierda). La historia del imperio de España, no obstante, no es inocua. Para los españoles de hoy el pasado no es un territorio lejano, es una parte íntima de la polémica que conforma su presente y continúa desempeñando un papel central en sus aspiraciones políticas y culturales.»{10}

¿Por qué no analiza D. Enrique Moradiellos Los mitos de la guerra Civil, para corroborar o rechazar los «mitos confusionarios y oscurantistas» de ciertas interpretaciones que Pío Moa desmonta?

Los ortogramas (proyectos colectivos, divergentes según distintos grados de compatibilidad) que se manifestaron durante la II República española (en algunos casos con muchos componentes comunes a los de otros países) fueron múltiples (al menos seis, con diversas variedades de izquierdas, y con una derecha monárquica, con distintos pretendientes, muy venida a menos por la presión de las distintas izquierdas).

Tanto en el bando «nacional» como en el «populista» (en terminología de Moa) se dieron inicialmente diversas corrientes, con ortogramas que fueron acoplándose de manera más o menos violenta (en la «guerra civil» entre anarquistas y comunistas la solidaridad puntual no resistió mucho tiempo). A la hora de interpretar, enjuiciar y valorar los acontecimientos los historiadores se identifican, en distinta medida, con cada uno de dichos ortogramas{11} (desde unas coordenadas «centradas» en España y su eutaxia según distintos grados, y con planes más o menos definidos y universales políticamente). El ortograma imperial (generador en gran medida) de la URSS tiene multitud de componentes atractivos para muchas personas (generaciones) de izquierdas (no tanto para los anarquistas), pero también tiene sus aspectos negativos (para nosotros), entre otros, el que parte de una «plataforma» histórica y cultural distinta a la española (respecto a USA, hoy día, ocurre otro tanto). Aunque apelaba, teóricamente, a un «Comunismo Internacional», tal proyecto es insostenible, utópico, y en la práctica era un «comunismo desde un solo país», que progresivamente iba incorporando a otros. Dicho de otra forma: la «dialéctica de clases» sólo se desarrolla a través de la «dialéctica de estados» (más aún en su forma imperial) y, por tanto, incluso la «libertad de los obreros españoles» podría verse condicionada de una manera transcendental.

4. España desde una Izquierda española

Se suele admitir que los partidos de Derecha son «nacionalistas» (del PP se dice que es «españolista», como si fuese deshonroso en principio). Pero no se distinguen tipos de nacionalismo, y si los «nacionalistas» buscan la independencia entonces se los tiende a desplazar, de forma paradójica, hacia la izquierda: cierto sector del PSOE o IU suelen sentirse más afines al PNV, a CiU o a Esquerra Republicana, que al PP. Los militantes de la Izquierda piensan que, por su carácter «universalista» (internacionalista), deben ser «apátridas» (favoreciendo, implícitamente, a los movimientos independentistas).

Pero, del mismo modo que el desplazamiento de un móvil no se explica desde una perspectiva geométrica, desconectada de las características físicas y vectoriales de la materia (masa, medio que lo frena, otros móviles con fuerzas que se le oponen o aceleran en una dirección y sentido determinado), tampoco es posible entender a los hombres (a pesar de pertenecer a la misma especie biológica) desprendiéndose de su dimensión histórica (que se empezó a fraguar sobre todo a partir del siglo VI a. C., con la formación de las «sociedades políticas»).

La «lucha de clases», a pesar de ciertas interpretaciones marxistas (trostkystas) de la historia, sólo se desenvuelve efectivamente a través de la dialéctica entre los Estados.

Dicho de otra forma: no se puede ser de Izquierdas sin coordenadas históricas estatales. La «clase proletaria» no es unitaria (atributiva), y desde ella la política corre el peligro de ser utópica. La acción política de las «clases económicas» (proletarias o burguesas) sólo se desarrolla de manera efectiva desde la plataforma de los distintos estados e imperios, que son los auténticos actores de la historia universal. Así se puso de manifiesto en las dos guerras mundiales en las que los proletarios alemanes, por ejemplo, no se unieron a los proletarios franceses contra la burguesía de sus respectivos países. Y el comunismo sólo se ha desenvuelto efectivamente a través de plataformas estatales (URSS, China, Cuba, &c.), en contraposición a otros Imperios y Estados con un «modo de producción» capitalista o comunista (no podemos olvidar que China y la URRS, a pesar de ser vecinos, acabaron distanciándose, y apenas desarrollaron proyectos comunes). «Lo que significa que la dinámica de clases sociales en la Historia, como clases definidas en función de su relación con la propiedad de los medios de producción, actúa de hecho y únicamente a través de la dinámica de los Estados, sobre todo si éstos son imperialistas.» (Gustavo Bueno, El Basilisco, nº 30, págs. 83-90.)

En contra del multiculturalismo armonista o del relativismo hay que asumir, aunque nos pese, que la realidad es polémica y que no todas los proyectos políticos son equiparables ni compatibles. No se puede ser neutral, permitiendo con ello que otros Estados o Imperios nos engullan con proyectos particularistas o irracionales (como el de los nazis), o incompatibles con los nuestros.

Ciertas izquierdas tienen la propensión a caer en esta «abstracción», en este formalismo que desconecta la «lucha de clases» de sus coordenadas históricas en las que se desenvuelve la dialéctica entre los distintos Estados e Imperios (que también son «clases», pero atributivas: con una unidad eutáxica efectiva demostrada en su persistencia histórica).

Una verdadera izquierda debe evitar el idealismo y el formalismo en su pensamiento. Debe romper con la interpretación del Estado como mero instrumento de opresión de la clase burguesa sobre la clase proletaria. Esta clase (que por cierto no es homogénea) también saca normalmente, y a pesar de todo, partido de su situación, apropiándose de un territorio («medio de producción») que es común a todos sus ciudadanos frente a los de otros estados que lo pretendan. Si los «explotados» de un Estado ven muy oscuro el futuro, y pueden cambiar su situación, emigran.

Por tanto, una cosa es luchar por que dicho Estado sea más justo, y otra creer que sólo los «explotadores» obtienen beneficios. Pretender que la situación podrá volverse idílica apelando a la unión del Proletariado Internacional (como plataforma para las acciones políticas del día a día) es pura utopía.

Ciertas Izquierdas se preocupan tanto por el Proletariado Universal (que es una mera clase distributiva sin cohesión atributiva real) o por la «sociedad civil», que ni siquiera defienden los intereses de España, incluidas sus clases trabajadoras.

Las Izquierdas materialistas deben contextualizar su dirección y su sentido en la Historia Universal re-conociendo sus coordenadas históricas. En nuestro caso no se trata de recuperar las raíces acríticamente (como hacían ciertos franquistas en gran medida), sino de todo lo contrario. Y para ello tenemos que superar la reacción antifranquista que tiene aturdida a España en una «anorexia patriótica», en un autodesprecio conformista. Hay que recuperar lo que de racional tiene la historia de España. Y como dicha racionalidad no es absoluta, sólo cabe contrastarla en el contexto de la Historia Universal, midiendo nuestros proyectos (si es que somos capaces de formarlos o mantenerlos) respecto a los de otros Estados e Imperios que en el mundo han sido y son. Todo proyecto realista debe partir de los materiales del pasado, porque se constituye como proyección (prolepsis) de recuerdos (anamnesis) sobre los materiales del presente.

El bando «nacional» (globalmente) no cuestionaba la «plataforma» de España (pues también se oponía al nacionalismo fraccionario), y no parecía suponer un retroceso abismal (como algunos interpretaban e interpretan, fijándose exclusivamente en ciertas corrientes laicas o de la misma Iglesia), hacia el Antiguo Régimen, como luego se ha demostrado, y como interpretamos nosotros que dice Gustavo Bueno en el texto antes citado sobre el siglo XX (otra cuestión es si la holización que dio lugar a las «naciones políticas» ha resultado «progresiva» respecto a los estados anteriores: ¿en qué y para quién?). El hecho de que Moradiellos llame (o traduzca del inglés) «nacionalistas» a los «rebeldes» del 36 no nos parece «neutral». ¿No se quiere con ello confundir los tipos de naciones «canónicas» con las «fraccionarias», dando a ambos tipos de nacionalismo el mismo valor?

El mismo G. Howson, que tanto cita D. Enrique, parte de una concepción de la España de entonces anclada en el «medievo» por culpa de la «derechona reaccionaria», en la que se incluye al régimen franquista ¿Por qué IU y el PSOE siguen atribuyendo este papel al PP? ¿Por qué tantos historiadores, que incluso pretenden ser materialistas, les dan coartada para una interpretación tal del franquismo, y de toda la Historia de España (como la que mantiene Azaña en el famoso discurso de las cortes sobre la cuestión religiosa)? ¿Quién se atreve a decir que el PSOE o IU reconoce la democracia más de lo que la pueda admitir el PP? (Otra cuestión es que la idea de «democracia» éstos la usen también ideológicamente).

La ecualización de la derecha con las izquierdas ha conducido a que el PP admita el aborto y el divorcio, respete la homosexualidad, &c. Y el PSOE, por ejemplo, reconoce el sistema capitalista, las empresas de trabajo temporal (implantadas por él), la pertenencia a la OTAN (fomentada por él después de criticarla), los concordatos con el Vaticano (que ratificó), &c.

5. Nematologías asociadas a distintos ortogramas

Hoy día, a pesar del hundimiento de la URSS, las interpretaciones de la historia de España se dividen en dos bandos fundamentales: el de los que no «valoran» la historia de España y su «eutaxia» (corrientes de izquierdas, generalmente europeístas, socialdemócratas, «liberales», anarquistas e izquierdas indefinidas –predominantes en IU y cada vez más fuertes en el PSOE–, y los nacionalistas fraccionarios, de derecha e izquierda); y, por otro lado, el de los que aún quieren seguir siendo españoles, aunque sus proyectos también sean divergentes en distinto grado (corrientes liberales –que prefieren llamarse de «centro»–, corrientes de izquierdas socialdemócratas –muy relegadas en el PSOE–, derecha monárquica, falangistas, &c.). No todos las «partes» están igualmente representadas en los partidos que llegan al parlamento (algunas ni llegan), y echamos de menos un partido que, asumiendo a España como plataforma idiográfica (y que, por lo tanto, se reconozca en su historia, críticamente) tenga proyectos racionales (no utópicos, ni simplemente humanitaristas) y universalistas (de una política que neutralice los privilegios y desigualdades injustas y corregibles).

La cuestión es que, dado el panorama de fuerzas políticas actuales, en muchos aspectos nos sentimos más identificados con el PP (de momento el único partido que parece defender con cierta claridad la unidad de España, aunque también ha tenido deslices en algún dirigente balear) que con el PSOE (la corriente representada por Zapatero aún se muestra muy ambigua –ahora hablan de una «España en red»–). Aquí merece la pena resaltar la figura de Francisco Vázquez, alcalde de La Coruña por el PSOE, que dice cosas que ni el mismo PP se atreve, aún, a sugerir (atenazado como está de un «complejo» de españolidad, que en el PSOE, en general, es más agudo todavía). Vázquez (El Mundo, 10 de mayo de 2003, pág. 8; o en el ABC de 21 de mayo, pág. 19) ha planteado al Gobierno que disuelva el Parlamento Vasco, y que recupere competencias transferidas, como Educación y Seguridad, pues se están desarrollando «en contra de los intereses generales del Estado». Lo que pasa en el PP, y que contribuye también a la «ecualización» de la derecha con las izquierdas, es algo similar a lo que le pasó a Nicolás Alcalá Zamora: que no podía soportar que lo tacharan de reaccionario y por ello colaboró con proyectos opuestos a su supuesto ideario. A D. Manuel Azaña le ocurrió, sin embargo, algo similar a lo que le ocurre a Javier Madrazo, que es tan «demócrata» que contribuye a cavar su propia tumba política (Lenin sabía del debilitamiento del Partido Comunista con tanto «derecho de autodeterminación»). Ni que decir que IU nos parece, en general, una auténtica lacra para España, como muy bien saben explotar los nacionalistas fraccionarios.

Partiendo de dicha tipología de ortogramas se puede deducir con bastante seguridad la interpretación de la historia de España que harán los historiadores, y su grado de identificación con uno u otro bando. El bando nacional, a pesar de las divergencias propias, no llegó nunca a la «guerra civil» interna, ni sometió su política a «proyectos» foráneos (como hemos comentado al hablar de Kamen), y consiguió que España persistiese durante 40 años en «relativa» prosperidad (dependiendo de los parámetros considerados, en contra de lo que piensan Tusell y sus correligionarios). De hecho, a pesar de las corrientes filofascistas iniciales, y del bloqueo internacional, acabó incorporando a España al «Club de las democracias capitalistas» (aunque no cabe considerarlas a todas de manera unívoca y homogénea). Quienes ven en Inglaterra o USA el modelo a seguir deberían apreciar algunos «resultados» del franquismo, en comparación con las «democracias» del COMECOM, por ejemplo. El bando aliado en el Frente Popular sufrió mucho más las divergencias internas, hasta el punto de provocar diversas guerras civiles. La corriente liberal representada por Azaña era cada vez más molesta para anarquistas, socialistas filocomunistas, comunistas y nacionalistas fraccionarios. Pero aquél se dejó querer hasta el final. Por eso Azaña hizo amagos de dimitir varias veces, pero por no hacerlo fue co-responsable de lo que ocurrió. Cada grupo intentó sacar la mayor tajada posible para sus proyectos sin preocuparle gran cosa la eutaxia de España.

Hoy día, siguen manteniendo un ortograma muy similar las corrientes nacionalistas fraccionarias. En el PP hay distintas variedades de derecha: tradicionalistas de distinto cuño, representados por el opus dei sobre todo, y democristianos (hasta José Bono aprecia el «humanismo cristiano», por lo que incluso podría aliarse con el PP, frente a los separatistas, por ejemplo); pero también hay corrientes de Izquierdas (liberales y socialdemócratas muy cercanos seguramente a Redondo Terreros, Francisco Vázquez, José Bono, &c.). Tanto en el PP como en el PSOE hay corrientes que nacen de la época franquista (se pasó «de la ley a la ley», aunque algunos recusan esto apelando al golpe del 36, pero olvidándose de la Revolución del 34, y, sobre todo, cayendo en el error de considerar el «Estado de Derecho» y la «Constitución» escrita como constitutivas –systasis– de la nación española).

Cuando se quiere identificar sólo al PP con Franco (también desde ciertas corrientes del PSOE), se pretende romper la unidad de España e identificar, sin más, a aquél con la «derechona» reaccionaria, tradicionalista. Pero eso es desconocer, en gran medida, el origen y la historia del franquismo. Sin embargo es lo que se están tragando la mayoría de los jóvenes. Y si la cosa no cambia (por ejemplo con una contrarreforma más radical de la LOGSE de la que se está promoviendo con la LOCE, o con una reforma de la Constitución que refuerce al español como lengua común, que impida los «agravios comparativos» entre Comunidades Autónomas, &c.) a España le quedan cuatro días como nación canónica, con lo que el Sr. Moradiellos podrá escribir sobre la historia de Extremadura, o de Cáceres, por ejemplo, pero sobre la historia de España deberá hacer como quien cuenta la historia de Roma.

6. Armas para España

Se agradece el esfuerzo llevado a cabo por D. Enrique para aclarar los datos sobre la «ayuda extranjera» a los bandos contendientes en la guerra civil, pero, como hemos advertido más arriba, dichos datos son abstractos (metafísicos) si no se incardinan en los planes y programas (proyectos colectivos: ortogramas) de los que formaron parte, lo cual conlleva una determinada praxis (sabiduría, potencia de obrar, eficacia estratégica, &c.) para canalizar dichas ayudas, como apuntaba el propio H. Kamen. Y dicha eficacia sería mucho menor cuando los mismos proyectos fuesen utópicos (como ocurría con muchas comunas anarquistas que parecían tener muy claros los fines pero ni idea de cómo desarrollarlos, por querer empezar a construir la sociedad futura desde la novedad más absoluta).

Lo fundamental, por tanto, es saber a qué obedecían dichos ortogramas divergentes, y la correspondiente potencia para llevarlos a cabo eficazmente. De otro modo: ¿la ayuda recibida por los «populistas» permitiría, en caso de vencer, la eutaxia de España? ¿Puede el Sr. Moradiellos, o cualquier otra persona, asegurar que la España resultante de la victoria populista habría permitido su eutaxia o una mayor «prosperidad»? ¿Con relación a quién (pues el concepto de «progreso» es sincategoremático)? Pero, además ¿acaso dicho juicio es «histórico» o más bien propio de la «filosofía de la historia»?

El Sr. Tusell (¿y Enrique Moradiellos?) sostiene explícitamente, como puede verse en nuestro anterior artículo, que «Franco supuso no sólo una represión cruel sino retraso en el desarrollo». Pero, como ya hemos sugerido, este juicio (dejando de lado la cuestión del estatuto gnoseológico de la Historia fenoménica) no tiene nada de «historiográfico» y, además presupone que hay guerras incruentas, o que si hubieran ganado los populistas la represión posterior hubiera sido menor (a pesar de la saña que demostraron antes y durante una guerra «total», como predijo el mismo Prieto).

7. Doble lenguaje (según el «valor» atribuido a cada bando)

En primer lugar, señalar que no cabe separar metafísicamente los conceptos de Base y Superestructura (ver dichos conceptos en el Diccionario filosófico de www.filosofia.org) como hacen muchos historiadores de corte «marxista vulgar» o «idealistas». De hecho buena parte de ellos reducen la «superestructura» a la «base», o viceversa, según lo requiera la argumentación. En el Sr. Moradiellos hemos encontrado esta tendencia, alternando uno y otro reduccionismo, de tal manera que se rompe la coherencia de su discurso, como trataremos de demostrar

El primer «lenguaje» (aceptación del «punto de vista» populista por parte de Moradiellos) lo encontramos cuando trata de resaltar el componente «superestructural» (ideales, política «democrática», sometimiento a la ley propia del Estado de Derecho, «legalidad internacional», &c.) en el bando «republicano».

El segundo lenguaje, yuxtapuesto al anterior (con un transfondo de minusvaloración del bando «nacional»), lo apreciamos en el supuesto de que el bando rebelde simplemente ganó la partida porque fue ayudado armamentísticamente, por una especie de «automatismo de la base». Esto va unido a una minusvaloración de sus componentes «superestructurales» (propios de la «derechona reaccionaria», al parecer).

Pero la Base no tiene significación (no puede ser explotada o aprovechada) si no es canalizada por una «superestructura» determinada. Sólo a través de dichas superestructuras es como se pone de manifiesto la «libertad para» (proyectos) de un grupo social o una sociedad. Y es en dicha manifestación cuando se encuentra con los obstáculos que condicionan su «libertad de» movimientos. Y en este sentido, creemos que en el ortograma «rebelde» hay que considerar su mayor potencia para canalizar dicha base (que todos los historiadores consideran, abstractamente, inferior en el bando nacional en el inicio de la guerra). Los nacionales supieron, además, entender el contexto internacional y jugar las bazas más provechosas para sus intereses, para aumentar su libertad (potencia de obrar, según los distintos poderes políticos analizados por Bueno). De hecho ganaron la guerra. Esto no significa que, en nuestros días, el ortograma secesionista, uno de los vencidos entonces, no sea capaz de recuperar los poderes necesarios para salirse con la suya.

En dicha exposición se aprecia, como hemos dicho, la tendencia a destacar los aspectos «basales» en el bando «rebelde», como si dicha Base fuera capaz, por sí misma, de «desarrollar» unas virtualidades que para nada tenían los franquistas. Es decir, no se quiere reconocer de manera explícita y clara la relación dinámica entre Base y Superestructura, la canalización de la base a través de la superestructura. Y, por otro lado, se valora mucho la ideología populista, sin criticar su gestión política, y restando importancia a la «base» que no supo canalizar adecuadamente, de manera decisiva en los primeros meses.

Esta doble tendencia reduccionista y valorativa es la que, creemos, está estrechamente ligada a la interpretación del Sr. Moradiellos, razón por la que propone unos determinados motivos por los que ganó Franco la guerra, en contra de los que mantiene Moa. D. Pío destaca la mayor potencia de obrar de los nacionales, con proyectos «centrados» en España, el aprovechamiento de la debilidad de sus oponentes (causada, sobre todo, por las divergencias entre proyectos que en muchos casos no permitían un desarrollo eficaz), su comprensión de la política internacional para aprovechar los intereses, las fuerzas y debilidades de las potencias circundantes (poder diplomático), &c.

Intentaremos, a partir de ahora, seguir el mismo hilo argumental (nematológico) del artículo de Moradiellos, por lo que nos valdremos de los títulos empleados por él mismo.

8. Sobre «Los términos del problema de la intervención extranjera en la guerra de España»

A la intervención extranjera en la guerra civil todos los historiadores le reconocen mayor o menor relevancia. D. Enrique hace lo mismo, y plantea cuatro cuestiones específicas y particulares para tratar dicho asunto (quien empezó, los motivos, la entidad de la intervención y la transcendencia de la ayuda extranjera en el resultado de la guerra). Pero la cuestión es, repetimos, cómo se engarzan dichas cuestiones «particulares» (que a veces se solapan) con otros muchos aspectos y proyectos que forman parte de una interpretación global (normalmente justificada nematológicamente), pues no son temas independientes. Y el mismo Moradiellos (como hará, más explícitamente, al final) lo reconoce. Ahora nos habla de una «reducción a tipo ideal».

Pero detrás de esta supuesta «reducción a tipo ideal» de la complejidad de posiciones existentes, lo que hay es una «selección» (abstracta y con doble lenguaje valorativo) de los distintos componentes que conforman los respectivos posicionamientos (que una vez tenidos en cuenta sí podrían idealizarse con más justeza).

Y esto se aprecia ya, como hemos comentado, en la temática escogida, dando de lado muchos otros aspectos, llegando al punto de hacer una interpretación peculiar, de los hechos relatados por personajes citados, en beneficio propio, como ocurre con diplomáticos británicos, consejeros rusos o con el mismo Azaña, al hablar del orden de «causas de la pérdida de la guerra» (orden que Moradiellos modificará sin el menor reparo a favor de su tesis).

En la cuestión de los orígenes (génesis) dará de lado a todos los «prolegómenos» de la guerra, intentando buscar un «punto cero» conveniente para su interpretación. Es lo que se hace cuando se habla de los «rebeldes» del 36, pero ocultando la rebeldía del 34, en la que ya apareció la «ayuda extranjera» (recordemos el episodio del Turquesa, citado por Gustavo Bueno). Aunque dicha «ayuda» es realmente «extranjera» cuando se pierde el control de la misma (como hemos comentado al citar a H. Kamen), y esto no ocurrió en el bando nacional.

La cuestión del «origen» (contexto de descubrimiento) no tiene sentido separada de su «justificación». Sin embargo, es lo que nos pretende dar a entender el Sr. Moradiellos, pero, eso sí, olvidando los «orígenes» que no interesa justificar.

Como hemos comentado, nuestro historiador se centra en las «motivaciones» (¿Acaso son subjetivas?) de las potencias extranjeras, pero no quiere mojarse en la interpretación de los ortogramas imperantes en los dos bandos españoles (que es donde más se moja Moa). D. Enrique no es lo suficientemente explícito, quiere nadar y guardar la ropa.

Respecto a la cita sobre las confesiones del Caudillo a su primo (Franco Salgado-Araujo) no creemos que D. Enrique las cuestione sin más (del mismo modo que pide que no se cuestionen los testimonios «internos» del bando rojo). Y en este sentido es chocante que D. Enrique confunda «disposición» de ayudar con «ayuda» efectiva. Franco no habla (en este texto) de «prioridad» en la llegada de armamento, sino de «disposición de ayudar», que era manifiesta para todo el mundo, más aún después de lo sucedido a partir de octubre de 1934.

Respecto a la «entidad» de la ayuda, Pío Moa, en contra de lo que nos sugiere la cita de Moradiellos respecto al «Estado Mayor», sí distinguirá, aunque a veces de manera vaga, no sólo momentos, sino también cantidades (separando la «ayuda exterior» –en armas o tropas– de las cifras globales, pues había que considerar el armamento y tropas iniciales con que empezó cada bando). Sin embargo intentaremos mostrar cómo D. Enrique nos presenta los datos ofrecidos por D. Pío de tal modo (e interpretación) que al lector le queda la impresión de que Moa es un necio (se mezclan momentos, acciones, y cantidades parciales con globales, &c.).

Respecto a la transcendencia para el curso y final de la guerra ya hemos dicho que el mismo Azaña no dice (según creemos) lo que el Sr. Moradiellos pretende, y en este sentido coincide más con la concepción de Moa (aunque D. Manuel no quiera reconocer a los nacionales y a Franco su sabiduría para aprovechar las circunstancias propias y ajenas.

Luego nos habla de la persistencia de dos bandos en la «historiografía actual», y al menos no da por sentado, de manera categórica, como hace Tusell, que «todos están de acuerdo» en una interpretación canónica.

Cita a dos autores (uno de cada bando) para restar importancia a la aportación de Moa (cosa que él mismo reconoce como tal, por lo que no entendemos dicha estrategia). Moradiellos debe saber que del hecho de que D. Pío venda más no se deriva, necesariamente, que sea mejor). La cita de Gabriel Jackson es representativa de una «ideología». Y lo mismo cabe decir de la de Ricardo de la Cierva, pero ésta nos parece más coherente y potente, no necesariamente la mejor de todas las posibles (sobre el «pesimismo» de Azaña o Prieto, o la «resistencia» de Negrín, nos parece mucho más convincente la interpretación de Moa, o de Coverdale, que la de Jackson).

9. Sobre «La inexistente novedad de la aportación mítica o infundada de Pío Moa»

Las citas anteriores sirven de umbral, a D. Enrique, para la minusvaloración de la obra de Moa. Ahora bien: ¿Por qué se le desprecia? ¿Respecto a qué? ¿Por no ser «especialista universitario»? ¿Por no dedicarse sólo a la investigación? ¿Por mentir? ¿Por ser un mero divulgador?

El Sr. Moradiellos dice que soy un «rendido admirador» de Moa. ¿Supone que asumimos todas sus interpretaciones y todos sus puntos de vista? Si es así se equivoca. Más que rendirnos incondicionalmente al punto de vista de D. Pío, lo que hemos intentado es «asimilarlo» (lo mismo debemos decir respecto al de D. Enrique), pero el primero nos parece mejor (desde nuestro «honesto, leal y falible entender»). Lo que nos duele, como dijimos en nuestra contestación al Sr. Ferreras, es que gente que se llama de «izquierdas» pretenda tener todas las ideas claras y, además, censure las otras interpretaciones injustificadamente. El hecho de que las versiones «franquistas» hayan sido preponderantes durante unos años (no tantos como dicen), no implica que haya que tomarse la «revancha» sin más (y con el mismo grado de estupidez que desarrollaron algunos). Eso es signo de deslealtad ética y de resentimiento (que decían haber superado). Y por ese camino no creo que salga una buena obra política.

Respecto al conjunto de apreciaciones sobre la obra de Moa me remito a mi primer artículo. La labor de «investigación» detallada de las fuentes es imprescindible, y necesariamente debe ser desarrollada por un grupo de especialistas, pero no es suficiente para dar, por sí misma, un «cuadro» detallado de todo (no hay cuadros «originales», ni definitivos). Y el hecho de que D. Pío se base en obras ya publicadas, como hacen todos los historiadores (¿o es que hay alguno capaz de reempezar la Historia?), no significa que su punto de vista sea despreciable.

A continuación nos dice el Sr. Moradiellos que va a proceder a «la lectio, y sólo luego la comentatio y disputatio». Pero, aunque como procedimiento metodológico está bien, ello no significa que la misma «lectio» sea neutral, pura u originaria. Y en el caso de D. Enrique se puede apreciar con creces que esto no es así. La exposición de textos «selecciona», «confunde» mucho más de lo que, por la confrontación ideológica, esperábamos (sobre la polémica que mantuvieron en la Revista de Libros ver lo que decimos en el Epílogo). De la «comentatio» debemos decir que en muchas ocasiones su «interpretación» es sesgada hasta el punto de caer en la incoherencia (como el caso de Azaña citado). Y en lo que se refiere a la «disputatio» decir que, como sugerimos al final de nuestro anterior artículo, se trata de la confrontación de dos «nematologías» sobre la historia de España de la que depende, en gran medida, el porvenir de nuestro país. Esperemos que la polémica consiga que, conversos y no conversos (somos resultado de múltiples conversiones), contribuyamos a realizar una buena obra (desde España) para la historia Universal.

10. Sobre la «Primera cuestión: la génesis de la intervención extranjera»

Ya desde el principio nuestro historiador cita la obra de Moa (El derrumbe de la Segunda República y la guerra civil, Ediciones Encuentro, Madrid 2001), «seleccionando» un texto de la pág. 358 (como hará en muchas ocasiones, lo cual es inevitable, pero dice mucho de quien lo hace el modo de hacerlo). Corta la cita privándonos de una interesante referencia al portugués Salazar en que muestra sus temores hacia las izquierdas y Azaña. Y al finalizar el párrafo Moa introduce una nota a pie de página con la explicación de las distintas tentativas de compra de ambos bandos, y finaliza con una «nota final» en la que hace mención a la obra de F. Díaz Plaja (al parecer, la fuente). Sin embargo Moradiellos recrimina a Moa que el texto está desprovisto de las «pertinente nota a pie de página para revelar sus fuentes informativas». Quien no se moleste en hacer lo que hemos hecho nosotros (seguir el hilo del discurso de Moradiellos para tratar de desenredar la madeja) se llevará la impresión de que Moa es un falsario que se lo inventa casi todo. Pero, es el mismo Moradiellos quien reconoce que no se puede citar todo lo que uno dice. ¿A qué viene entonces ese comentario y esa exigencia? Incluso los mismos «hechos», al no ser originarios, pueden tener distintas creencias como fuente de su estructuración ¿Va a exigir a Gustavo Bueno que dé las fuentes de todo lo plasmado en la anterior cita? Y el hecho de citar más (o más «académicamente») no es garantía de veracidad o de estar en la verdad.

De hecho, a continuación, Moradiellos nos deslumbra con la suposición de que detrás de los datos ofrecidos por Moa (en la pág. 365 y 366) está la obra de Jesús Salas Larrazabal. Pero no dice (¿por qué?) que es el mismo D. Pío quien facilita ese dato en la nota final 7 de la página 366, y que, además, nos ofrece también la fuente de A. Toynbee, que no era militar «franquista» en la guerra civil. Y se dan datos sobre el desvío tapadera que usó Francia a través de México, Lituania y otros (el mismo Moradiellos reconoce, en este apartado, la «impotencia» de Francia para asumir la ayuda a la República de manera abierta, o para, posteriormente, exigir con firmeza la No Intervención). Por eso no entendemos por qué se extraña tanto de que podría haber existido colaboración «clandestina». Leon Blum acabó, dadas las circunstancias, proponiendo oficialmente la No-Intervención como la opción más conveniente para Francia y para intentar mantener la superioridad inicial (en armas, industria, territorio, &c.) del gobierno populista, para que la ayuda extranjera no modificase dicho estado de cosas (no lo hizo por defender la «democracia» o la «legalidad»). Tampoco entendemos cómo no entiende la actitud «oficial» británica cuando la ha estudiado de manera detallada en La perfidia de Albión. Pero, volviendo a la cuestión de las citas, ¿por qué oculta todo esto D. Enrique? ¿Es que Moa sólo cita a «franquistas», a los que, además, en ocasiones también corrige? Esa es la «impresión» que nos hace tener el Sr. Moradiellos, a pesar de que las obras de Moa están repletas de citas a personajes e historiadores de «izquierdas».

En la mencionada pág. 366 nos dice Moa (reproducida por Moradiellos con cursivas): «A principios de agosto (de 1936) los dos países (Italia y Alemania) habían comprometido tanto material como Francia: 21 aviones de combate italianos y 26 alemanes, en su mayor parte de transporte, frente a 50 cazas y bombarderos franceses.»

El dato sobre aviones expuesto por Moa se refiere a ayuda «comprometida» (no aclara su «llegada» a España) «a principios de agosto». Moradiellos, poco después, juega con estas expresiones para modificar lo que dice Moa (que también es vago en sus expresiones) y, así, le puede tachar de falsario o ignorante.

Nos relata: «Para empezar, el señor Moa se equivoca y yerra al señalar el volumen de la ayuda en aviones de combate prestada por Italia y Alemania a principios de agosto de 1936.»

Más adelante, al hablar de la ayuda italiana (y lo mismo ocurre con otras cifras) cambia la expresión «a principios de agosto» por la de «la primera mitad de agosto» o incluso por la de «antes de cumplirse un mes del inicio de la guerra» (18 de agosto aproximadamente), con lo que puede añadir las armas «remitidas» por los italianos el 13 de agosto (3 hidroaviones) y el 19 de agosto (6 cazas). Por arte de magia la expresión difusa (pero no tanto) de los aviones comprometidos «a primeros de agosto» (¿hasta el 7?) incluye lo que a D. Enrique le conviene para «demostrar la rotunda falsedad» de tales datos. Sólo así salen cifras de ayuda italiana mucho más altas de las dadas por Moa (48 aviones frente a 21). Pero éste, en sentido estricto, no niega tales ayudas, sino que no detalla los momentos de su recepción (¿con mala fe o porque las da por conocidas en un trabajo que es, también, de divulgación?).

Respecto a la ayuda alemana (26 aviones «comprometidos» a principios de agosto, según Moa) ocurre otro tanto. Y nos vuelve a comentar Moradiellos:

«Si la cifra de 21 aviones italianos está equivocada y seriamente infracuantificada, otro tanto cabe decir de la cifra de 26 aviones alemanes. El primer envío de material aeronáutico (con su tripulación, equipamiento y armamento) remitido por Hitler a Franco tuvo lugar el 29 de julio de 1936 y consistió en 20 aviones de bombardeo Junker 52 (Ju52) y 6 aviones de caza Heinkel 51 (He51) Hasta ahí la cifra de Pío Moa es correcta. Pero si computamos el mes de agosto (como él hace, aunque fuera su primera mitad), deberíamos incluir otros 6 cazas He51 y 2 bombarderos Ju52 solicitados "en los primeros días de agosto" por Franco y remitidos el 14 del mismo mes. En total, la ayuda aeronáutica germana a menos de un mes del inicio de la guerra había alcanzado la cifra total de 34 aparatos. Y una semana antes de terminar el mes de agosto se había incrementado de nuevo con la remisión de otros 7 aparatos (según informaron los alemanes al "Ufficio Spagna" y consta en el documento ya citado reproducido por Coverdale en pág. 107). En total: 41 aparatos alemanes, una cifra muy superior a la avanzada por el señor Moa.»

Como vemos, vuelve a interpretar «a principios de agosto» como «la primera mitad del mes» (la primera quincena). Moa no dice eso ¿Alguien interpreta ambas expresiones en el mismo sentido?

Pero, además nos sugiere que la ayuda «solicitada» o «remitida» antes del 14 de agosto (antes de un mes del levantamiento, que él considera el «inicio de la guerra») hay que contabilizarla como operativa: «la ayuda aeronáutica germana a menos de un mes del inicio de la guerra» había alcanzado (no nos dice en qué sentido) la cifra total de 34 aparatos. Pero, además añade otros 7 aparatos «remitidos» al terminar el mes de agosto. Así, nos hemos saltado un mes entero de lo referido por Moa en la ayuda «comprometida».

Después de esta interpretación (lectio, comentatio y disputatio) uno se da cuenta de que la tarea hermenéutica será fatigosa. D. Enrique podría advertir la «vaguedad» de D. Pío, pero prefiere demostrar la «notoria falsedad» de lo que éste nos dice. Y D. Enrique concluye:

«En resumen: antes de finalizar el mes de agosto de 1936, Franco había recibido 48 aviones de combate procedentes de Italia y 41 de Alemania, lo que hace un total de 89 aparatos. Reconozcamos que es una cifra bastante superior a los 47 aparatos italo-germanos recogidos por Pío Moa. Y también bastante superior a la cincuentena que consigna como envíos aeronáuticos de Francia a la República en ese mismo período. Por sí misma, la cifra de 89 aparatos permitiría impugnar rotundamente la consecuente afirmación de que ambas intervenciones tuvieron idéntico o similar volumen y se contraprestaron y equilibraron mutuamente (en palabras del autor: "los dos países habían comprometido tanto material como Francia").»

Después de saltarse un mes en la enumeración de las cifras alemanas, y de asegurar que ha probado una «verdad histórica», continúa con las francesas, indignándose ante lo relatado por Moa.

En este apartado el Sr. Moradiellos destaca la labor de G. Howson, del que nos dice que es despreciado por Moa (Ramón Salas lo apreciaría). Pero no nos dice respecto a qué aspectos, pues Moa sí suele distinguirlo (datos o interpretación general de España, &c.) ¿Tan extraño resulta que se discriminen aspectos de la labor de un investigador, sin despreciarlo globalmente porque no es de nuestra cuerda?

Nos relata las dudas del Gobierno francés ante la posibilidad de ayudar al gobierno «republicano». El 25 de julio se decanta por promocionar la No Intervención y el 15 de agosto Francia y Gran Bretaña suscriben el acuerdo, y antes de fin de agosto el resto de países. Y concluye dicha secuenciación citando a Jesús Salas, que dedica un capítulo de su obra, según Moradiellos, a desmentir la «iniciativa» intervencionista francesa y que «Hitler se adelantó a otros potenciales intervinientes».

Pero ¿qué significan dichas «citas»? Porque una cosa es negar que Francia interviniese y otra que tomase la iniciativa (fuera el primero) en tal intervención. Jesús Salas seguramente se refiere a esto segundo, no a lo primero, De todas formas, recordamos que este dato sobre «quién fue el primero en mandar armas» (fuesen recibidas antes o después) es totalmente accesorio y secundario en la polémica tratada, y que el destacarlo es una forma de «desviar» la atención de lo fundamental: los proyectos de cada bando respecto a España, y su potencia para desarrollarlos.

Pero, volvamos al asunto: ¿está seguro D. Enrique de que no hubo «materialización» de ayuda francesa antes del 7 u 8 de agosto, a pesar de los bandazos dados por Francia, de sus intenciones de mandar las ayudas por terceros países y de la dificultad para controlar el armamento «clandestino»? ¿qué quiere decir lo de «materialización» de la ayuda? ¿Se refiere a los acuerdos de compra, a los envíos de armas, a la llegada, a su operatividad?

¿Por qué no cita D. Enrique la opinión que D. Jesús Salas Larrazabal tiene sobre dichos datos, referidos por G. Howson, y recogidos por Pío Moa en su última obra sobre Los mitos de la guerra civil (pág. 360)? ¿Son exhaustivos dichos datos?

Nuestro historiador toma el relato de Howson en tal sentido porque «las aduanas» no registraron ningún tránsito durante el verano y otoño de 1936. Ahora bien, ¿podría certificar el Sr. Moradiellos (consultando el registro aduanero español o francés actual, mucho más sofisticados que los de entonces, que en España o Francia no entra droga o cualquier otra mercancía? ¿Acaso los aviones no podían pasar fácilmente de manera «clandestina», teniendo en cuenta la inexistencia de radares y la relajación respecto al bando amigo?

Por otra parte, el hecho de que la ayuda francesa, según Moradiellos, se empezase a «materializar» a partir del 7 y 8 de agosto, ¿no prueba lo contrario de lo que pretende y, por lo tanto, que es perfectamente creíble que hubiera sido efectiva con anterioridad? Si el gobierno francés realmente hubiera estado convencido de plegarse a la opción «no intervencionista» ¿cómo explicar que «en vísperas» de tal decisión se dedique a mandar armamento, más aún sabiendo que, desde una política realista (aunque de cara a la galería se hiciera otra cosa para evitar un enfrentamiento desde la debilidad), Alemania e Italia apoyarían a los nacionales? La política pacifista, neutralista y legalista fue en Francia el único recurso para intentar contentar a muchas conciencias «izquierdistas» que pedían una intervención desde la impotencia.

Pero esta interpretación tan forzada se completa a continuación. D. Enrique nos presenta como una dificultad lo que es una gran ventaja para el Gobierno «republicano» (aunque los franceses fueran unos aprovechados y los intermediarios españoles unos corruptos, consentidos a la larga): «los aviones tuvieron que ser pagados en efectivo y a precios muy elevados.»

¿Acaso alguien prefiere pagar a crédito, como tuvieron que hacer los nacionales? Pero D. Enrique «conjunta» este factor con el hecho de que «fueron entregados desarmados, sin acompañamiento de pilotos y técnicos de mantenimiento y sin mínimo equipamiento para armas (miras, dispositivos de disparo, portabombas». Este segundo aspecto no tiene que ver nada con la «anterioridad» en la «ayuda», sino con la calidad de las prestaciones (en el caso ruso fue mucho mejor, en aviones y tanques; y respecto a la calidad del material italiano ver lo que dice Coverdale en las páginas 348 y 360 de su obra). Lo que demuestra que los «nacionales», con todo, supieron llamar a las puertas más adecuadas (para sus fines), que sabían gestionar mejor las ayudas (forma de pago, diplomacia), y que Francia no era de fiar.

D. Enrique no cita (como hace D. Pío, en la pág. 367, nota h) al socialista A. Otero (encargado de las compras de material) que se queja de la corrupción de los intermediarios españoles. El mismo embajador de México se lamenta de la mala gestión de los populistas, pues podrían haber comprado armas a EE.UU. y no lo hicieron por esta causa.

A continuación menciona Moradiellos el testimonio, supuestamente a favor de su tesis, de los «insurgentes militares españoles»:

«Un documento reservado elaborado por el Ministerio de Asuntos Exteriores del general Franco para conocimiento del propio ministro (general Gómez-Jordana), obra de autor anónimo y sin fecha precisa (pero de julio de 1938 por razones evidentes), permite concluir que no hubo suministros militares franceses a la República antes del 8 de agosto y que su volumen fue modesto y limitado. Bajo el título Intervención francesa en España, dice en las primeras líneas de texto:
Al principio de la guerra civil española la intervención por parte de Francia en favor de la España roja, no se manifestó inmediatamente porque no era previsible el alcance del Movimiento. (...) Después de dos o tres meses [esto es: entre la segunda mitad de septiembre y la segunda mitad de octubre de 1936] apareció evidente que el Gobierno se veía envuelto en una verdadera guerra, y entonces comenzó a realizarse la intervención de Francia, solicitada por Madrid y por los Partidos extremos del Frente Popular francés, en favor de la España roja. Tal intervención asume en breve proporciones imponentes que culminaron en el verano de 1937 y se mantuvieron en la misma medida elevada durante un año, esto es hasta finales de julio del corriente año (1938).»

Lo primero decir que el documento es de dos años después del «alzamiento», con lo que puede hacer referencia a varios acontecimientos vistos globalmente. Lo segundo es que no afirma nada (preciso) sobre los suministros franceses de julio (ni sobre qué países intervenían en él o si todo el material era francés, con lo que el mismo Moradiellos debería tenerlo en cuenta en el apartado correspondiente, sobre la «entidad» de la ayuda, &c.). El sujeto, además, no tenía por qué saberlo todo con precisión, ni por qué decirlo en este informe. ¿Por qué no dice nada de los envíos que el Sr. Moradiellos acaba de reconocer del 7 y 8 de agosto?

Además, decir que la «intervención» por parte de Francia «no se manifestó inmediatamente» no aclara tampoco si dicha intervención se refiere a «armamento» o a «apoyo diplomático» de cara a la Sociedad de Naciones, o a ambas cosas, por ejemplo. Tampoco se aclara si, suponiendo que fuese armamento, «no se manifestó en absoluto» o si «no se manifestó de manera sustancial» (lo mismo ocurre con la expresión «entonces comenzó a realizarse la intervención de Francia»).

Es una pena que D. Enrique no se extienda más sobre un documento tan genérico para aclararnos lo que pretende. Y a continuación tiene que reconocer que Francia mandó armas incluso después de suscribir un acuerdo que realmente fue de «no-intervención relajada» y de permisividad, a pesar de que, de cara a la galería, querían ser los paladines del respeto a la «legalidad internacional» (y con «firmeza»). Y prosigue nuestro autor:

«¿Qué queda después de todo este despliegue textual necesariamente largo y quizá hasta cansino? La demostración (hasta donde resulta humanamente posible) de la falsedad y error de las afirmaciones tradicionales franquistas recogidas y recuperadas por Pío Moa: la intervención francesa no precedió a la italo-germana y tampoco tuvo su misma entidad en volumen y calidad durante esos primeros meses cruciales del conflicto.»

Pero, como hemos comprobado, tal «demostración» es muy retorcida, fuerza las citas hasta que declaran lo que D. Enrique quiere. Respecto al volumen (cuantía) de tal ayuda, y a la autoridad de G. Howson, adelantamos que Jesús Salas Larrazabal cuestiona su «exhaustividad» y comenta un error fundamental en los cálculos de Howson: «ignorar los 250 aviones construidos en la propia España con elementos traídos de la URRS» (pág. 360 de Los mitos..., de Moa). Además los datos dados por Moa «a finales de septiembre» sobre la ayuda recibida (141 aviones los nacionales, 102 el gobierno) están tomados de J. Salas (Fuerzas Armadas Españolas), en quien también se apoya el Sr. Moradiellos sobre este asunto. Por otra parte, D. Enrique no parece tener en cuenta la situación de partida de cada uno de los bandos en la guerra civil, tendiendo a confundir (como veremos más adelante respecto a la ayuda rusa) el «equilibrio global» (que debe tener en cuenta la situación de partida, muy favorable al bando «republicano») con el «equilibrio en la ayuda extranjera». Así se consigue que el lector saque la impresión de que el bando rojo estuvo, siempre (también en los primeros días) en una situación de inferioridad palmaria.

Y como nuestro historiador «selecciona» las citas y las recorta según su parecer, se permite suponer en D. Pío cosas que no dice, y evita mencionar las que dice. D. Enrique selecciona la cita: «La diferencia numérica, no grande, aumentaba en lo cualitativo, pues los rebeldes usaban más racionalmente su fuerza aérea». Pero el texto de Moa continúa así: «tanto en el punto clave del estrecho como en la protección a las columnas que se abrían paso hacia la capital.» Moa no dice nada (aquí) de la «pericia» en el uso de las armas del bando nacional (incluidos extranjeros), y se refiere a la sabiduría estratégica para aprovechar las armas en los lugares y momentos clave (cuestión que está en otro plano al de la «pericia», por eso suele encomendarse a mandos militares muy distintos). Otra cosa es que, además, D. Enrique no quiera reconocer que, en el bando nacional, la toma de decisiones estratégicas (aunque no sea apreciada), nunca fue dejada en manos extranjeras, por lo que su «proyecto» era plenamente español en este sentido.

11. Sobre la «Segunda cuestión: las motivaciones de las potencias intervencionistas»

D. Enrique comienza con la acostumbrada minusvaloración de la obra de Moa, por ser «tradicionalista» y «franquista», y por ser un mero «reproductor». ¿Acaso D. Enrique se retira mucho de la interpretación progre, a lo R. Carr o P. Preston, aunque haya investigado sobre el asunto? Pero nos dice que no se trata de hacer un «juicio moral» o «personal» de Moa. Un simple ejemplo: poco más abajo cuestiona las «fuentes» de D. Pío a la hora de valorar los motivos de Francia, y nos dice: «Con una feliz novedad en el tema: por fin aparece una nota al pie que informa de las "autoridades" y "fuentes informativas" que avalan ese juicio.» Ya hemos visto que dicha «ironía» no tiene mucho fundamento (el mismo Coverdale, «investigador» tan valorado por D. Enrique, supone motivaciones, a cada uno de los protagonistas, muy similares a las de Moa: ver los capítulos 3 y 4 de su libro sobre La intervención fascista...).

Prosigue con el análisis de las «motivaciones» de Francia, que cambió repetidas veces del intervencionismo al no intervencionismo. ¿No sugiere el mismo D. Enrique que dicha política de bandazos del gobierno de Leon Blum se debió a su impotencia y dependencia de lo que hiciera Gran Bretaña? ¿Por qué le extraña entonces la interpretación de Moa o de sus «fuentes» (que nunca son absolutas)? ¿Porque no asume los «presupuestos» que él mantiene sobre el «inicio» de la guerra y sobre la «legalidad democrática» del gobierno republicano que se vería atacado, al parecer sin motivos, por el fascismo?

Esto último se pone de manifiesto cuando dice reconocer la veracidad de los puntos de vista de Moa, pero que serían trasnochados:

«Nada que objetar en esencia a esa afirmación sobre las motivaciones de Francia y sólo lamentar que no se utilicen otros trabajos posteriores a los citados (y basados en novedosas e inéditas fuentes internas oficiales francesas) que hubieran servido para matizar algunas cuestiones, actualizar algunas perspectivas y quizá para subrayar la genuina preocupación político-estratégica (y no sólo ideológica o doctrinaria) imperante en los círculos gubernamentales.»

¿A qué se refiere D. Enrique con la última frase? ¿A una política independiente de la ideología? ¿A una política «neutral» (o desde la Humanidad) que habría que contraponer a una ideología doctrinaria «partidista»? ¿Acaso se refiere al apoyo a la «clase proletaria» (que debe universalizarse neutralizando al «capital»), separando dicha «lucha» de la «dialéctica de estados»? ¿Acaso sólo los alemanes e italianos tenían «razones político-estratégicas»? ¿Acaso éstas están desligadas (aunque sean disociables) de otras razones «concurrentes» de tipo estratégico militar o económicas? Aquí parece que D. Enrique resalta el lado «superestructural» (ideológico, para minusvalorarlo) de los países que formarán el Eje. Pero al tratar la «victoria» de Franco resaltará el lado «básico» de la cantidad de armamento utilizado, como si dicho armamento no debiera ser «canalizado» a través de proyectos de todo tipo (para minusvalorar la estrategia e ideología de dicho bando). Y, por contraposición, al tratar la derrota de los «republicanos», volverá a resaltar el lado «humanitario», «democrático» y «legal» (superestructural) de dicho bando. Cambia de perspectiva según conviene. Moa no «separa» los diversos tipos de factores (como ya dijimos en nuestro primer artículo y puede comprobar cualquiera por sí mismo). Sólo la manera de citar de Moradiellos da esa impresión. El texto de Moa dice que tanto Gran Bretaña como la URRS preferían no implicarse directamente, para que fueran los demás los que se desgastasen (aunque sólo supo jugar bien esta carta el gobierno británico), y que «Para Alemania, interesada fundamentalmente en el centro y este de Europa, España tenía un valor secundario, como campo de entrenamiento y fuente de materias primas, aparte de la conveniencia de disponer de un régimen afín o amigo a retaguardia de Francia» (pág. 351).

D. Enrique prefiere indicar una extensa bibliografía y no mojarse, explícitamente, en una interpretación «personal» (por cierto, ¿Cómo sabe que Moa no conoce dichas obras, buena parte de las cuales cita expresamente?). Aunque en La perfidia de Albión, al menos, se vislumbra que su valoración («ideológica») está con el bando contrario al de Moa, y que su visión de España se acerca mucho a la de Azaña, con todo lo que ello implica para el presente y para los proyectos de futuro.

Por cierto, y hablando de los «investigadores», ¿en qué fuentes se basan los autores alemanes e italianos, mencionados por Moradiellos, para formar sus interpretaciones? ¿Es que no son importantes las mismas «obras» (conductas manifiestas), muchas veces en contra de lo «escrito» o declarado por los autores? ¿Por qué a Moa le exige un registro detallado de cada hecho, y no lo exige para otros muchos intérpretes?

Pero, lo más curioso, es que en líneas generales la interpretación de los motivos dados por Moa y por dichos autores coinciden en lo esencial. ¿Por qué se empeña entonces Moradiellos en marcar diferencias, que él mismo reconoce que no existen? Creemos que la clave está otra vez en el sentido dado a las palabras. No quiere reconocer en los motivos dados por Moa un sentido «político-estratégico», que sí reconoce en los «investigadores alemanes e italianos».

Más aún, con el interés puesto en marcar dichas «diferencias» llega a reconocer algo estimado por los investigadores extranjeros: el peligro de «revolución social» en España. Que Hitler y Mussolini utilizaran esa excusa (apreciada por Gran Bretaña) para apoyar a Franco no significa que fuera falsa (irreal intencionalmente, al menos) ¿Acaso el proyecto geoestratégico de la URSS no estaba conformado por su ideología bolchevique? Por eso recoge Moa (como Coverdale) lo siguiente:

«Además, tanto Hitler como Mussolini apreciaron certeramente la ventajosa oportunidad diplomática que hacía viable su arriesgada apuesta: habida cuenta del amago de revolución social perceptible en la retaguardia republicana, siempre cabía presentar esa ayuda ante los atemorizados gobernantes franceses y británicos como una desinteresada contribución al aplastamiento del comunismo en el otro extremo del continente europeo, apaciguando sus recelos por la acción alemana e italiana con una justificación ideológica tan conveniente como encomiable. Una estimación esta última avalada por la estricta neutralidad adoptada por el gobierno conservador británico desde el principio, tan determinada por su prevención antirrevolucionaria como por su compromiso con una política de apaciguamiento de Italia y Alemania destinada a evitar a casi cualquier precio una nueva guerra general en el continente.»

La interpretación dada a los «motivos» del gobierno británico (respecto al apaciguamiento de Italia y Alemania) creemos que tiene matices que Moradiellos no destaca. El Gobierno británico (desde el principio) sabía lo ineficaz e ingenuo (políticamente hablando) del «pacifismo». Sabía que Alemania e Italia harían lo que considerasen más conveniente para sus intereses (como parte de su «geoestrategia»), por encima de los «acuerdos» (que, confirmando tales expectativas, no dejarán de saltarse), pero también sabía que, siendo la guerra muy probable (si dichos países ponían en peligro sus intereses, con un expansionismo incontenible), era mejor jugar a la No Intervención o a la «inhibición», dejando que fueran los otros (posibles enemigos) los que se desgastasen

Y, en contra de lo que esperaba Hitler, Gran Bretaña se salió con la suya (cuestión que no destaca Moradiellos nunca, pues se identifica con Azaña). Así lo describe Moradiellos:

«Su misión (la del general Wilhelm Faupel, embajador de Hitler con instrucciones respecto a Franco) consiste única y exclusivamente en evitar que, una vez concluida la guerra, la política exterior española resulte influida por París, Londres o Moscú, de modo que, en el enfrentamiento definitivo para una nueva estructuración de Europa –que ha de llegar, no cabe duda–, España no se encuentre del lado de los enemigos de Alemania, sino, a ser posible, de sus aliados.»

Pero el Gobierno británico consiguió que, después de una larga guerra (de desgaste), Franco no se aliase claramente con Hitler y Mussolini, es decir, Franco siguió el juego de Gran Bretaña. Y el mismo Franco debía saber cuál era el juego del Gobierno británico, pues en más de una ocasión lo denosta por no ser más apoyado, a pesar de repetir que no es un peligro para dicho país (que será neutral). Pero acaba por aceptarlo como mal menor. Y esto debía estar en las mientes del caudillo desde bien temprano, que no se alió directamente con Alemania, sino que pidió ayuda, al principio, a Gran Bretaña, pero seguramente esperaba su negativa, con lo que sólo le quedó la opción de Alemania e Italia.

Y algo parecido podemos decir respecto a los «motivos» que atribuye Moradiellos a Mussolini, destacando los intereses de éste sobre el Mediterráneo. En líneas generales coincide con la apreciación sobre «política estratégica» de D. Enrique. Pero el Sr. Moradiellos se empeña en marcar diferencias, que provienen de la perspectiva ideológica, y por eso califica la visión de Moa sobre Stalin como amoldada a «la hipótesis del pérfido Stalin» (en oposición al «honesto Stalin» de los «progresistas»). Pero en este sentido, la visión de Moradiellos sobre Franco ¿no se amolda a la del «pérfido Franco»? ¿Acaso no califica de «malévolas» las intenciones del gobierno británico por no ayudar a los populistas?

Lo importante, como hemos dicho, no es la perspectiva ética de los personajes, sino su incardinación en un proyecto colectivo (ortograma) que marca una dirección determinada en el curso de la historia del país. Y dicho análisis no parece querer hacerlo «explícitamente» el Sr. Moradiellos, aunque, como no podía ser de otro modo, está presente en toda su interpretación de los hechos.

El papel que jugaron en la guerra civil Gran Bretaña y Francia es esclarecedor de la situación e intereses de cada uno (como analiza de una manera bastante acertada, desde nuestro punto de vista, Pío Moa en Los mitos de la guerra civil). A pesar de que en La perfidia de Albión (ed. Siglo XXI, 1996) D. Enrique analizó los distintos intereses y proyectos de las potencias europeas implicadas (aunque sea por inhibición) en la Guerra Civil española, y poco después en la Segunda Guerra Mundial, sin embargo recrimina, principalmente, a Gran Bretaña su actitud perjudicial para una «democracia» (frente al fascismo, entendido como «no democrático» sin más, sin tener en cuenta los parecidos con las «democracias comunistas»), y para un «Estado de derecho». Dicha postura también entonces fue mayoritaria en la «calle» (la «marea humana» de la que habla Felipe González), pero la postura oficial del Gobierno británico no caía en fáciles sentimentalismos o abstracciones humanitaristas. Y sin embargo es la visión adoptada por muchos historiadores de la corriente de Paul Preston. Pero, como nos sugiere un texto del mismo Sr. Moradiellos, el Gobierno británico acertó bastante en su estrategia (a pesar de las disputas) y el Foreign Office señala en un memorándum de mayo de 1939 que Franco no tendría otro remedio que ser neutral (en la esperada Guerra frente a Alemania, cuyo frente principal se esperaba desplazar hacia el este de Europa), «aun cuando se tratara de una neutralidad malévola (nos dice Moradiellos) para el Reino Unido y benévola para las potencias del Eje.»{12} Pero esa es la interpretación que hace Moradiellos partiendo de algunos informes, y de la opinión de la calle, que no creemos la más adecuada.

El texto del informe (que nos transcribe Moradiellos) no menciona la «benevolencia» para el Eje, pues la situación geográfica, y la debilidad de España al final de una guerra larga (en la que también se verían debilitadas las potencias aliadas de ambos bandos), impediría que ésta fuese un gran peligro:

«Incluso si el gobierno español quisiera comprometerse en apoyo activo a Alemania en caso de guerra, es evidente que esa política sería imposible en términos políticos y prácticos. Provocaría amplias resistencias entre una población agotada por la guerra y faltarían los medios materiales para llevarla a cabo. Hay divisiones en el gobierno sobre política interior; no existen suficientes suministros de todo tipo, incluyendo los alimenticios; y el sistema de transportes ferroviario está en peligro de colapso total.»{13}

La causa republicana, a pesar de Anthony Eden, no reportaba a Gran Bretaña más beneficios que la «No intervención relajada», sobre todo si se quería que la guerra fuese larga, con lo que interesaba que las fuerzas se equilibrasen, para que todos los implicados en la lucha se desgastasen lo máximo posible. La «firmeza» en la política de «no intervención» podía provocar una guerra europea a corto plazo que los ingleses no querían (y para la que los franceses, y hasta los mismos italianos, no parecían preparados). La firmeza exige «potencia» para desarrollarse, y Francia no disponía de tal Fortaleza, a pesar de que las izquierdas se la exigieran. Moa cita el «expresivo diálogo» que mantuvo Maiski, embajador soviético ante el Comité de No Intervención, con el inglés lord Plymout. Los soviéticos buscaban la colaboración de Londres, pero el inglés le contesta que «Cualquiera que sea el desenlace de la guerra, España saldrá de ella completamente arruinada. Necesitará dinero para restaurar su economía. ¿Y de dónde podrá recibirlo? En todo caso ni de Alemania ni de Italia, que no lo tienen. La España arruinada puede encontrar dinero sólo en Londres (...) Y entonces llegará nuestra hora. Sabremos ponernos de acuerdo con ese futuro Gobierno de España sobre todo lo que necesitemos: compensaciones financieras, garantías políticas y militares... ¡No, nuestros intereses no sufrirán, cualquiera que sea el desenlace de la guerra!» (pág. 389 de El derrumbe...)

Por todo esto no vemos, como ve Moradiellos, una «irónica paradoja» en las razones expuestas en el memorándum y las consecuencias favorables a Gran Bretaña que nuestro autor atribuye (invocando la causa de Eden) a la «tenaz resistencia» de la República (del gobierno de Negrín). La paradoja se presenta para quien pretenda situarse en la perspectiva de la Humanidad, o de la «democracia», o del «Estado de Derecho» (que Moradiellos y la mayoría de la población inglesa identificaban con el gobierno republicano, como los «buenos»), pero para quien comprenda los intereses ingleses (como los entendieron los «rebeldes»), entonces no se da tal paradoja. Chamberlain fue más perspicaz y prudente (para Gran Bretaña) que Anthony Eden o que sir Robert Vansittart.{14}

El poder diplomático de los «rebeldes» tuvo que acudir a la ayuda alemana e Italiana no sólo por motivos de afinidad ideológica, sino porque era la única alternativa eficaz para ganar la guerra, y tratar de mantener cierta independencia política. La otra alternativa podría ser Gran Bretaña, pero la diplomacia franquista desconfiaba de una potencia imperialista fundamentalmente depredadora (aunque en declive) que basaba su poder en la explotación de los recursos coloniales (a través de «gobiernos indirectos») y que buscaba quitarse de en medio a posibles competidores sin caer en una guerra con la que peligraba su economía colonial. El «pueblo español» le interesaba a Gran Bretaña como parte del mercado (productores-consumidores) controlado desde Londres. Esto lo sabían los nacionalistas (de la actual Declaración de Barcelona) y por eso intentaron su protectorado traicionando, una vez más, a los «republicanos». Pero Londres tampoco se tragó el anzuelo de los nacionalistas fraccionarios, pues era una jugada muy arriesgada e incierta.

Por eso «el estallido de la guerra mundial en septiembre de 1939 confirmó los pronósticos abrigados en el Foreign Office: el día 4 el Caudillo decretó «la más estricta neutralidad» de España en el conflicto europeo», a pesar de que la «marea humana» del bando rebelde (antes, por cierto, de conocer lo que iba a dar de sí el régimen nazi) fuese partidaria de la victoria del Eje (del que habían conseguido los medios para desarrollar sus proyectos). Pero el gobierno de Franco tuvo sus reservas al respecto (otra jugada que ningún historiador progre quiere valorar positivamente). El cabreo de Mussolini muestra que Franco no se entregó a la causa «fascista» sin más.

Inglaterra había conseguido casi todos sus propósitos (debilitar a todos los enemigos potenciales), lo mismo que el bando «rebelde» (aun siendo víctima en parte, como el bando populista) de la estrategia del gobierno de Chamberlain. España perdió poder frente a Gran Bretaña, pero el bando rebelde ganó la guerra al populista, que no supo o no pudo jugar sus bazas como el bando contrario. ¿Fue para mal de España? Depende de con quién se compare y se mida. Pero al menos se ha mantenido como «plataforma» desde la que medir y para ser medida.

Francia, teniendo en cuenta además el poder de sus corrientes «frente populistas», jugó un papel similar al de la guerra de Irak (apelar sibilinamente a la Sociedad de Naciones por impotencia frente a sus enemigos, para sacar el máximo partido a sus intereses). Inglaterra fue neutral de una manera menos cínica: le interesaba que dos de sus posibles enemigos (URRS y Eje) se debilitasen lo máximo posible. La prueba es que Francia sí intervino (bajo cuerda) en el rearme de los populistas, mientras que Gran Bretaña se mantuvo al margen (sabiendo que si se mantenía un equilibrio de fuerzas, sin desgastarse ella misma, ganaría poder). Francia sabía que el bando frente populista español partía con ventaja e instó a la no intervención cuando vio que Alemania e Italia «pasaban» de la Sociedad de Naciones (sin tanta hipocresía como Francia, aunque esto es lo de menos «políticamente») y pretendiendo impedir, de esta manera, la potenciación del bando más alejado de sus intereses (lo de que fueran «ilegales internacionalmente» le traía sin cuidado: ¿Acaso renegaba de todo tipo de revolución? ¿renegaba de la revolución del 34?). Es decir, siguió la misma estrategia que en Irak, frente al más poderoso que ellos (Alemania entonces). Y por eso, por pura debilidad, se adhieren (de cara a la galería, como hoy en día hacen el PSOE o IU) a los «antiimperialistas», a los bárbaros antiglobalizadores. Quien se crea estas «grandes posturas humanitaristas» es un iluso.

De las posibilidades principales que se podían dar en el transcurso de la guerra (victoria de uno u otro bando, durante más o menos tiempo, o armisticio más cercano o lejano en el tiempo) Gran Bretaña supo jugar sus cartas hacia un equilibrio de fuerzas (teniendo en cuenta su «canalización» eficaz en cada bando) para así desgastar a sus enemigos (que si son potenciales es que son reales, por lo que lo de «guerra preventiva» es un pseudoconcepto; la cuestión es acertar con la estrategia y el momento). Con esta condición, le interesaba más la victoria del bando «rebelde», como así ocurrió.

A Francia, sobre todo a su Gobierno, le interesaba (en principio) la victoria del Frente Popular dentro de una guerra corta. Pero, tal vez, no le venía mal una guerra larga, pues con ella también se debilitaban sus enemigos del Eje, siempre que acabase ganando el bando populista (para no pillar a Francia en una pinza, aunque no resultase tan peligrosa por lo débil que iba a quedar el bando ganador). A otras corrientes no populistas francesas quizá les convenía también el triunfo de los populistas, pues podía ocurrir fácilmente que España se seccionase y debilitase. ¿No hubiera sido mejor jugada, dada su debilidad frente al Eje, haberse aliado con los «rebeldes» de cara al futuro? Pero eso significaba cambiar el «ortograma» francés de una manera considerable (¿temen, a pesar de la caída del Imperio español, el potencial que encierra? ¿No creían, y creen, que España era un «aliado» demasiado pregnante, con un potencial cultural universal que podría anegar fácilmente al francés? El caso es que, como nación, jugó mal sus cartas.{15}

Respecto a las motivaciones de Stalin para intervenir en la guerra civil nos dice Moradiellos que Moa no ha tenido en cuenta ciertas obras. Es posible. Pero, como hemos dicho más arriba, eso no significa que los datos vayan a desencajarse totalmente por eso. Sobre la obra conjunta España traicionada (traducida en 2002 después de publicado El derrumbe...) sabemos que Moa ha hecho una crítica en la que confirma su visión, la ha utilizado profusamente en Los mitos de la guerra civil, y hace poco (mayo de 2003) ha publicado un artículo en Libertad Digital criticando la perspectiva de R. Carr sobre dicha obra. Por tanto, las cosas siguen sustancialmente igual.

Basta con leer Los mitos de la guerra civil para ver reforzada la interpretación que daba en El derrumbe..., también sobre las motivaciones de Stalin. En este análisis volvemos a reiterarnos en lo dicho en nuestra primera «crítica» a D. Enrique: parece que no se ha leído las obras y razones expuestas por Moa. Aunque, como estamos comprobando en esta ocasión, lo que ocurre, sobre todo, es que su «interpretación ideológica» es muy distinta a la de Moa, incluso cuando coincide (en un montón de datos y aspectos).

Por poner otro ejemplo. Dice Moradiellos, después de citar las instrucciones dadas por Maxim Litvinov a Rosenberg (embajador soviético en Madrid):

«Como quiera que todos estos datos y otros similares no son considerados ni tenidos en cuenta, Pío Moa sigue aferrado a la omnipresente idea de que Stalin pretendía con su ayuda a la República forzar a la postre un enfrentamiento armado entre las democracias y el Eje para estimular la revolución social en Europa. Y tal idea, en ese formato rotundo y perfecto y exclusivo, queda desmentida por varios episodios de la conducta soviética en España, sin que por ello sea obligada la admisión, igualmente en formato rotundo, perfecto y excluyente, de la alternativa del honesto Stalin. Resulta más instructivo y fructífero atender a los varios motivos (concurrentes o divergentes) que fueron operando en la formulación de la respuesta de Stalin a la crisis española, siempre bajo el imperio de esa omnipresente preocupación político-estratégica por la seguridad del régimen soviético y sus expuestas fronteras (muy vulnerables ante un potencial ataque conjunto germano-japonés con la tácita aquiescencia franco-británica).»

Se diría que D. Enrique no quiere «definirse» políticamente (como recoge Bueno que dijo Largo Caballero), aunque lo hace, implícitamente sobre todo.

Ahora bien, ¿Acaso es absurda la hipótesis de que a Stalin le interesaba el enfrentamiento y desgaste de sus enemigos ¿Acaso Gran Bretaña no era capitalista? Pero, sobre todo por culpa de Gran Bretaña, no se cumplieron sus primeros pronósticos, y por eso se vio forzado a intervenir (como también relata Pío Moa). Después de Munich, además, se decidió a pactar con Hitler, lo que no dice mucho sobre un Stalin «honesto». D. Enrique parece quitar valor (para dar la impresión de «neutralidad») a la hipótesis del «honesto Stalin», pero su «toma de partido» se manifiesta claramente. Más aún, en la posterior referencia a Litvinov (que transmite los proósitos de Stalin al Dr. Pascua), el mismo Moradiellos reconoce las razones expuestas por Moa y otros:

«En todo caso, lo importante para el conflicto español es que la masiva intervención italo-germana fraguada en torno a las navidades de 1936-1937 por segunda vez volvió a romper (aquí también procede el verbo) de manera ya irreversible el precario equilibrio logrado tras la arribada de la ayuda militar soviética, dado que esa reactivación de los envíos italo-germanos adoptó un patrón de medida, proporción y regularidad que no pudo (y no quiso) ser compensado por las ulteriores remesas soviéticas (ya lo había advertido Litvinov en agosto: "un abastecimiento de tal volumen que nos sería imposible igualarlo"). ¿Por qué? Primero por la limitada capacidad de la industria bélica soviética y por las dificultades logísticas para dichos envíos: «la distancia que nos separa de España hace muy difícil la posibilidad de prestar cualquier forma de ayuda militar» (así razonaba internamente la diplomacia soviética en agosto de 1936). Y segundo, porque había razones de orden político-estratégico supremas que impelían a la cautela y a la evitación de la guerra por razones de seguridad del régimen soviético y de sus expuestas fronteras europeas y asiáticas. El propio Stalin se lo dijo en varias ocasiones al embajador republicano en Moscú, como transmitió el doctor Pascua al presidente Azaña en el verano de 1937.»

Otra cosa es lo que realmente pretendían los bolcheviques con Azaña, como luego veremos. Otra muestra:

«Por ejemplo, cabe disentir de la visión tradicional franquista a la vista del documento 55 que incluyen Radosh y su equipo en su estudio: la tajante prohibición de Stalin para que "los aviones bombardeen buques italianos y alemanes" (pág. 335). Era ésta una reacción notablemente moderada y "contrarrevolucionaria", en vista de la oportunidad para desencadenar un conflicto general que planteó Hitler a finales de mayo de 1937 con su decisión de bombardear impunemente Almería en represalia por el previo hundimiento del acorazado Deutschland en el puerto de Palma (origen de la dilatada crisis diplomática del verano de 1937, ya aludida anteriormente).»

Moa no asume la hipótesis que D. Enrique le endilga sin más (que la URRS buscaba forzar una guerra europea), sino que describe cómo Stalin, después de que sus deseos primerizos han fallado y se ve forzado a intervenir para intentar implantarse en España (o en parte de ella), sin embargo temía desatar una contienda a escala europea que para la URSS podía ser contraproducente (su situación general, y su economía no lo permitían). Aún se veían impotentes para ello. Stalin veía el peligro en la victoria nazi, pero no podía enfrentarse a ella abiertamente. Por eso hizo lo que hizo: ayudar bajo cuerda y, entre otras cosas, llegar a un «acuerdo» con Hitler (que se entiende mejor desde esta hipótesis) para no perder todas sus bazas «imperialistas».

El siguiente texto muestra cómo, aunque Moradiellos pretende ser «neutral», sin embargo se decanta por la «hipótesis del honesto Stalin», del Stalin «demócrata», como si no considerase a las democracias capitalistas como enemigas a las que, tarde o temprano (y desde la URSS como «directora» de la Cominter), había que vencer:

«La intervención de Stalin en la guerra civil española no se debió a un resurgir del internacionalismo revolucionario en la política exterior soviética. Al contrario, la injerencia soviética en el conflicto civil español tenía como objetivo consolidar y quizás incluso completar con una alianza militar, el acercamiento de Moscú a las potencias occidentales frente a la común amenaza del nazismo.»

Pero, a pesar del empeño de D. Enrique en contrarrestar la hipótesis de un «pérfido» Stalin (o de una «pérfida Albión»), la cuestión es que los principios políticos no siempre son compatibles con la ética (de los pérfidos o los honestos), pues se mueven en otra escala (la de la «prudencia política» que busca la eutaxia), como sugirió Maquiavelo.

Además, siempre hay que tener presente la distinción entre finis operantis y finis operis. Y que los «resultados» de un proyecto siempre volverán a ser interpretados (por nuevas generaciones) de una manera determinada, contribuyendo dicha interpretación a conformar nuevos «finis operantis». Por eso el «hombre» no es un concepto acabado, sino in fieri, y de múltiples formas, muchas veces «incompatibles».

12. Sobre la «Tercera cuestión: la entidad de la intervención extranjera»

La línea argumental seguida por Moradiellos es similar a la utilizada con anterioridad: coger las citas por los pelos para interpretarlas como conviene, retorcer los conceptos para que expresen lo que uno quiere, atribuir al contrario la interpretación que a uno le interesa para rebatirlo (aunque pretenda decir lo contrario), &c.

La «confusión» clave que sostiene D. Enrique, en esta ocasión, es la que no distingue entre «el equilibrio en fuerzas globales de ambos bandos» (teniendo en cuenta las armas iniciales, muy ventajosas para los populistas, según Moa) y «el equilibrio en las armas enviadas por los extranjeros», y en distintos momentos. De esta manera dará la impresión de que D. Pío habla de «equilibrio» global cuando sólo se quiere referir al de «envíos extranjeros», y lo rebatirá con cifras que no siempre tienen en cuenta estas distinciones. También jugará con las fechas (y las declaraciones, por ejemplo las de Franco respecto al envío «masivo» después de la Batalla de Madrid, no antes), &c.

Habría que distinguir, por tanto, entre dos tipos de totalización: respecto a las cifras sobre material (propio, extranjero o global), y respecto a los tiempos a que se refiere dicha ayuda (puntual, hasta un determinado momento o en toda la guerra). Y, además, habría que diferenciar entre la ayuda de tropa (según categorías) y la ayuda armamentística (también clasificable).

Moa dice (en la pág. 15 de su obra):

«La causa de que el Frente Popular mantuviera una lucha enconada y tenaz a pesar de sus sucesivos reveses, fue la organización y la disciplina impuestas por los comunistas, más aun que las propias armas soviéticas, los envíos de los cuales prácticamente equilibraron los de sus contrarios. Sin el PCE, la resistencia se hubiera desplomado muy pronto. Claro que el coste de ese servicio para sus aliados fue exorbitante.»

Como podemos ver, Moa habla, en este texto, del equilibrio (aproximado) entre la ayuda «exterior» para ambos bandos (en toda la guerra). Reconoce que pudo ser superior hacia la parte «nacional». Pero en determinados momentos la ayuda de la URSS fue superior, y determinante, sobre todo al principio (en la Batalla de Madrid), y no sólo en el aspecto material, sino también en el estratégico y político. La cantidad del armamento populista (total: propio y extraño) fue superior al principio de la guerra (hasta la segunda remesa del Eje, que ya fue «masiva»), porque hay que tener en cuenta las armas con que comenzaron: 2/3 de lo que había en España. Pues bien, D. Enrique jugará con las citas para sacar de cada una lo que convenga, confundiendo todos estos datos. Y así, respecto al texto anterior, lo «recorta» al máximo y nos dice:

«En su reactualización de las tesis "tradicionales" y "franquistas", Pío Moa no deja lugar a dudas. Ya en el propio prólogo advierte (pág. 15) que "los envíos (de la URSS) prácticamente equilibraron los de sus contrarios".»

Como vemos, parte de una cita ambigua (fuera de contexto) que no aclara si dicha ayuda «equilibró» la ayuda extranjera de sus contrarios (la ayuda alemana e italiana), o si «equilibró» el «armamento global» de los contrarios «nacionales», y tampoco aclara el aspecto temporal, ni el tipo de ayuda (control político y militar, material, tropa, &c.). Así, incluso se puede crear la impresión de que Moa sugiere que en las primeras semanas de la guerra los nacionales tenían muchas más armas –globales– que los populistas (antes de la ayuda de la URSS). Pero el texto de Moradiellos continúa como sigue:

«Y, más adelante, al abordar el inicio de la intervención militar soviética "a finales de septiembre" (recordemos la precisión de que fue a principios de octubre de 1936), vuelve a la carga al señalar en la página 387: "la guerra iba a experimentar un brusco giro, con una intervención soviética muy superior a la de Alemania, Italia y Francia".»

Pero el texto original de Moa dice:

«La causa más lógica (de la intervención militar de Stalin) debió de ser el peligro de perder, con el fin de la guerra, todo papel en la escena española y, a través de ella, en el juego de tensiones del oeste europeo, tan vital para la URSS en su afán de alejar la guerra de sus fronteras. Stalin maduró su decisión poco a poco, al compás de los sucesos. Su primera remesa de armas llegaría a finales de septiembre, aunque la entrega masiva empezó el 15 de octubre.» [los paréntesis y cursivas son míos.]

¿Acaso Moa no reconoce que la entrega «masiva» de la URSS empezó el 15 de octubre, aunque las primeras remesas llegasen a finales de septiembre (o primeros de octubre)? Poco después nos dice D. Enrique:

«Por si fuera poco, dos páginas después de esa afirmación, sentencia contra toda evidencia (como ya hemos visto): "Moscú justificó su masiva transgresión del acuerdo de No Intervención alegando las vulneraciones italianas y alemanas (exceptuó las francesas), pese a que éstas no alteraban el balance de fuerzas".»

Moa se refiere a que las «fuerzas globales» eran, antes de la intervención soviética, superiores en el bando «republicano». Pero Moradiellos hace suponer que Moa habla de la equiparación de las ayudas extranjeras (alemanas y francesas antes de la intervención rusa). D. Enrique no cuenta con las armas iniciales de ambos bandos. La ayuda solicitada por Franco (para contener la masiva ayuda soviética) tras la batalla de Madrid empezó a llegar bastante después. Sólo empezó a materializarse a gran escala tras el reconocimiento diplomático del tratado secreto de 28 de noviembre (Coverdale, pág. 149). Hitler (Canaris), además, tuvo sus reservas respecto a dicha ayuda (reunión del 6 de diciembre, pág. 156). El cuadro de Coverdale (mencionado por Moradiellos, de la pág. 116) habla del material «enviado» a España «hasta» el 1 de diciembre de 1936. A mediados de noviembre la «Legión Cóndor» estaba empezando a montarse (pág. 115). Y el material que menciona (48 Ju-52, 48 He-51, &c.) pertenece a una lista de material «enviado» a España «al 30 de noviembre o embarcado por nuestro Gobierno o por el del Reich» (después de la batalla de Madrid). En el siguiente texto nos dice D. Enrique:

«Y continúa en la página 401 subrayando que la "masiva" intervención soviética fue la más importante y la que realmente cambió la naturaleza de la participación extranjera en la guerra: "A mediados de octubre, la URSS había enviado ya 56 aviones, que variaban radicalmente el balance de fuerzas aéreo no sólo en cantidad sino, lo que es más importante, en calidad." La lógica consecuencia no tarda en ser expuesta: Franco solicitó de Alemania e Italia los refuerzos para contener esa "masividad y calidad de su intervención (soviética)" (pág. 407) y ambas potencias respondieron afirmativamente para replicar a la acción de Stalin. Dice Pío Moa en pág. 406: "Franco admitió el aflujo masivo de extranjeros para compensar a las brigadas internacionales".» [ya hemos comentado que Hitler tuvo sus reticencias.]

La anterior cita («la entrega masiva empezó el 15 de octubre»), se enlaza con la de la pág. 401 (en la que ya se concreta el «envío» de 56 aviones rusos «a mediados de octubre») para enlazarlo con la solicitud de Franco a Alemania e Italia, para contener la «masividad y calidad» de ayuda soviética (solicitud que se produjo después de la Batalla de Madrid, hacia el 23 de noviembre, para compensar a las Brigadas internacionales –tropa sobre todo–).

La frase de Moa hace explícita referencia a la petición de ayuda (para contener la masividad y calidad) al final de la batalla de Madrid (aspecto que no menciona Moradiellos).

«Otra consecuencia de la batalla (de Madrid) fue que Franco admitió el aflujo masivo de extranjeros para compensar a las brigadas internacionales», y D. Pío continúa hablando de las tropas italianas, de la CTV, «que empezó a llegar a finales de diciembre (para equipararse en número a los brigadistas en febrero, y luego superarlos)». Poco después dirá lo siguiente D. Enrique:

«En otras palabras: la masiva (aquí sí procede el adjetivo) intervención militar italo-germana a favor de Franco (completada por la medida diplomática del reconocimiento de iure, el 18 de noviembre de 1936) marcó un verdadero punto de no retorno en la intervención extranjera en la guerra civil.»

¿Acaso la ayuda rusa no fue «masiva», además de crucial, y tras la cual la «República» se dejó llevar por los asesores soviéticos? Pero también fue causa de múltiples tensiones dentro del bando populista.

Moa dice que la ayuda rusa «masiva» (para la batalla de Madrid, que comienza el 29 de octubre) rompió el equilibrio (global) que se había alcanzado con la ayuda alemana que llegó hasta finales de septiembre. No dice que rompiese el «equilibrio» de «apoyos militares entre republicanos y franquistas», como sugiere Moradiellos, pues esos «apoyos» (extranjeros), entonces eran favorables a los nacionales, como reconoce Moa, pero la ayuda soviética, que comienza a recibirse a mediados de octubre, es la que desequilibra ambas balanzas, no sólo por la cantidad (56 aviones, como nos dice Moa en la pág. 401, «imitados de los norteamericanos, muy superiores a los europeos del momento. También llegaron gran cantidad de piezas de artillería y tanques en número mayor que el de las tanquetas italianas y alemanas, y sobre todo más poderosos, pues disponían de cañón, del que aquéllas carecían»). Por lo tanto, la argumentación de Moa no dice, como pretende Moradiellos, que a finales de septiembre de 1936 no existiera tal «equilibrio» de apoyos extranjeros (sobre todo aéreos) entre republicanos y franquistas (pues Moa habla de un equilibrio «global» en ese momento, y detallando algunos aspectos de tal ayuda).

Luego D. Enrique da una serie de datos sobre aviones enviados. Pero, como hemos dicho, Jesús Salas dice que los datos de G. Howson no son exhaustivos. Es tarea de los investigadores tratar de llegar a la certeza, si es posible. Lo que nos preocupa, a nosotros, es la «lectura» y «comentario» que hace Moradiellos de D. Enrique.

El papel de G. Howson, como dice Moa en Los mitos de la guerra civil, es central en la argumentación de D. Enrique. No sabemos si Moradiellos ha tenido en cuenta el último libro de D. Pío, pero el caso es que no lo cita para nada. D. Pío dedica a este asunto la mayor parte del capítulo 22 del citado libro (sobre «Intervención y no intervención»). Y, entre otras cosas nos dice Moa:

«Sin embargo, han resaltado algunos críticos, Howson cae en varios errores, como suponer exhaustivos los documentos por él consultados, y sugerir, implícitamente, que los nacionales no tenían problemas semejantes. J. Salas muestra cómo los datos de Armas para España en cuanto a la aviación soviética ya eran conocidos, excepto el nombre de los mercantes que la transportaron, proviniendo la discrepancia en las cifras de inexactitudes secundarias, y de un fallo esencial: ignorar los 250 aviones construidos en la propia España con elementos traídos de la URRS. Deben añadirse los 144 llegados a Cataluña ya en 1939, aunque la rapidez del avance nacional les impidiera actuar. El total se acerca a los 1.100 antes estimados, a los que deben sumarse unos 360 de otras procedencias, con un total muy similar en los dos bandos: 1.400-1.500.
En cuanto a la artillería y armas ligeras, otro crítico, Artemio Mortera, demuele los datos de Howson (...). La mala calidad de las armas fue real a veces, pero no siempre, y los nacionales chocaron con el mismo escollo, si bien con distinto ánimo (...), "se limitaban a repararlo, ponerlo en servicio y sacarle así el mayor rendimiento posible" (...).
Los nacionales capturaron cinco millares de estos fusiles ametralladores que transportaba el Sylvia y les sirvieron para salvar el bache anunciado por el general Orgaz (...) en octubre de 1936 (...). Por lo demás "la captura providencial del Sylvia no fue la única en que los suministros republicanos sirvieron para solucionar alguna papeleta urgente al Ejército nacional, como volvió a suceder, en mayo de 1938, el apresamiento de los mercantes Eugenia Cambanis, Virginia S y Ellinco Vouno, cargados con centenares de camiones, vino a resolver el problema de la motorización del Ejército del Norte nacional. Y es que hay algo que se olvida frecuentemente, que es el hecho de que, al aproximarse el final de la guerra, entre un veinticinco y un treinta por ciento del Ejército nacional –dependiendo de qué regiones– estaba armado con material capturado al enemigo". Ello ocurrió de modo especial con los tanques, pues, como ya sabemos, los rusos superaron en todo el tiempo a los alemanes e italianos.
Otro error básico del escritor ingles consiste en presentar a los "republicanos" como honrados pardillos dispuestos a dejarse engañar, mes tras mes y años tras año, por los desalmados traficantes internacionales (...).{16}
Howson parte de un desenfoque inicial, muy compartido por toda la historiografía de izquierdas y revalorizado en los últimos años: el de considerar la actitud de las democracias como traición a una «república» española, en rigor inexistente (...) El gobierno británico, bien al corriente de los sucesos españoles, no tenía la obligación, que le endilgan Howson, Moradiellos, Avilés, Preston, Broué, Térmime, P. Vilar y tantos más, de comulgar con los tópicos de la propaganda populista, simplemente porque esos historiadores sí comulgan muy de grado (...). Las izquierdas no representaban al «pueblo», sino a un sector, de él probablemente minoritario, y tan dividido internamente que entre sus facciones llegaron a estallar dos guerras civiles dentro de la guerra civil general. Y la legitimidad democrática no nace sólo de las urnas, sino también del respeto a las libertades y del mantenimiento de la ley. Si no, el régimen nazi habría sido impecablemente legítimo y democrático.»{17}

También nos recuerda Moa la concepción pintoresca (retrofeudal) que Howson tiene de la España entonces, y también menciona la tesis de Howson (y tantos), sobre las causas de la guerra, y sobre cómo les parece execrable el alzamiento del 36, pero justificable el de 1934, &c.

Howson, historiador «académico», del que tanto se fía D. Enrique, llega a inventarse sucesos que, según Moa, nadie más conoce, sobre unas supuestas manifestaciones y tiroteos en Bilbao en que los terratenientes, según dice, se apoyaron en la Guardia Civil para reprimir a agricultores, y en el que «dos diputados republicanos fueron asesinados por pistoleros de extrema derecha» (Los mitos de la guerra civil, pág. 365).

Volvamos al artículo de D. Enrique, al punto en que nos cuenta la poca atención prestada por Moa a la ayuda italo-germana. Moa nunca niega de manera global tal ayuda, sobre todo solicitada de manera masiva a partir de la batalla de Madrid. Moradiellos dice que tal ayuda comienza a «enviarse» entre el 6 y el 18 de noviembre de 1936 (durante la batalla de Madrid, que acabó el 23 de Noviembre, por lo que, aunque D. Enrique no lo dice, tal ayuda no llegaría a tiempo de ser utilizada en tal trance, como hemos visto antes).

Ambos dicen básicamente lo mismo, pero D. Enrique consigue que creamos que dicen cosas muy distintas, y que Moa yerra sistemáticamente. Es cierto que Moa lo hace de una manera más vaga en ocasiones, pero no debería dar lugar a forzar su sentido.

El Sr. Moradiellos dice que la decisión de empezar a enviar tal ayuda de Hitler fue tomada, a más tardar, el 29 de octubre (Coverdale sugiere una reunión el 24 de octubre, pág. 113, que da lugar a que se empiece a montar la Legión Cóndor).

De todos modos, en ciertos momentos clave de la guerra Franco no contó con la superioridad que algunos pretenden (para minusvalorar su capacidad estratégica). Coverdale lo cuenta, por ejemplo, en la pág. 152: «Uno de los motivos más importantes del fracaso de la ofensiva fue la falta de hombres...»

En el texto de Moa (de la pág. 406) se dice que la CTV «empezó a llegar a finales de diciembre (para equiparse en número a los brigadistas en febrero, y luego superarlos). Frente a la superioridad aérea soviética, los alemanes crearon la Legión Cóndor, que llevó las de perder en los combates y hubo de refugiarse en los vuelos nocturnos... para alegría, entre otros, de los checoslovacos, que se sentían futura presa de Hitler».

En la siguiente cita de Anthony Eden, secretario del Foreign Office, nos dice D. Enrique que se trata de un «observador neutral e indiferente hacia la causa republicana». Pero el mismo Sr. Moradiellos ha descrito a un Eden no tan «neutral». De hecho, Eden fue partidario de la opción de una aplicación «firme» de la No-intervención. Dicha opción es la que defendía Francia para mantener la ventaja inicial de los «republicanos». Pero el gobierno británico siempre acabó optando por una No-intervención «relajada», que garantizaba mejor una guerra de desgaste para posibles enemigos británicos. La firmeza en los controles, o en las exigencias de no intervención sólo podían hacerse con garantías de no soliviantar al enemigo y provocar una guerra europea que Gran Bretaña no quería. Si dicha guerra tenía que producirse más valía prepararse más para ella dejando que los enemigos se desgastasen. Por otra parte, ¿Cómo saber que la opción de Eden era más eficaz para controlar o derrotar a Hitler?

Respecto a la posible «ayuda» que pudiera suponer Franco para el Eje posteriormente, Moa (pág. 490), cita al mismo W. Churchill, que también previó en 1937: «Si Franco gana, no estará en posición de estorbar a Francia ni a Inglaterra en el Mediterráneo, y Alemania tendrá poca o nula influencia sobre él». La neutralidad de Franco, que demuestra que mantenía una «independencia» política considerable (cosa que no se podía decirse de los populistas) sentó mal, sobre todo, a Mussolini.

Por otra parte, en el informe de Eden llama «dictadores» a los gobernantes del Eje (y a Franco): «El carácter del futuro gobierno de España es ahora menos importante para la paz de Europa que el hecho de que los dictadores no obtengan la victoria en ese país. La extensión y naturaleza de la intervención ahora practicada por Alemania e Italia revelan al mundo que su objetivo es garantizar la victoria de Franco tanto si lo quieren los españoles como si no.»

Pero ¿acaso Stalin era distinto o mejor? ¿acaso no eran «españoles», también, los nacionales? ¿Dónde está la neutralidad de Eden, o de Moradiellos al citarlo con esa visión?

A continuación vuelve D. Enrique a mezclar los «equilibrios» de armas (extranjera y global), calificando siempre como inferior (en los dos sentidos) al bando populista. Además (en un documento «no interno») Stalin se dirige a Azaña:

«En todo caso, lo importante para el conflicto español es que la masiva intervención italo-germana fraguada en torno a las navidades de 1936-1937 por segunda vez volvió a romper (aquí también procede el verbo) de manera ya irreversible el precario equilibrio logrado tras la arribada de la ayuda militar soviética, dado que esa reactivación de los envíos italo-germanos adoptó un patrón de medida, proporción y regularidad que no pudo (y no quiso) ser compensado por las ulteriores remesas soviéticas (ya lo había advertido Litvinov en agosto: «un abastecimiento de tal volumen que nos sería imposible igualarlo»). ¿Por qué? Primero por la limitada capacidad de la industria bélica soviética y por las dificultades logísticas para dichos envíos: «la distancia que nos separa de España hace muy difícil la posibilidad de prestar cualquier forma de ayuda militar» (así razonaba internamente la diplomacia soviética en agosto de 1936). Y segundo, porque había razones de orden político-estratégico supremas que impelían a la cautela y a la evitación de la guerra por razones de seguridad del régimen soviético y de sus expuestas fronteras europeas y asiáticas. El propio Stalin se lo dijo en varias ocasiones al embajador republicano en Moscú, como transmitió el doctor Pascua al presidente Azaña en el verano de 1937: Terminantemente (Stalin) le reitera que aquí (en Moscú) no persiguen ningún propósito político especial. España, según ellos, no está propicia al comunismo, ni preparada para adoptarlo, y menos para imponérselo, ni aunque lo adoptara o se lo impusieran podría durar, rodeado de países de régimen burgués, hostiles. Pretenden impedir, oponiéndose al triunfo de Italia y de Alemania, que el poder o la situación militar de Francia se debilite. (...) El Gobierno ruso tiene un interés primordial en mantener la paz. Sabe de sobra que la guerra pondría en grave peligro al régimen comunista. Necesitan años todavía para consolidarlo. Incluso en el orden militar están lejos de haber logrado sus propósitos. Escuadra, apenas tienen, y se proponen construirla. La aviación es excelente, según se prueba en España. El ejército de tierra es numeroso, disciplinado y al parecer bien instruido. Pero no bien dotado en todas las clases de material. (...) Gran interés en no tropezar con Inglaterra.»

Y repetimos, ¿Acaso el primer envío alemán rompió el equilibrio «global» de fuerzas? ¿Tan grande es el desequilibrio (global) causado por este segundo envío «masivo» a favor de los «nacionales»?

Respecto a lo dicho por Litvinov hay que añadir que todo el mundo sabía que la URSS no se atrevía a una guerra abierta con Hitler. Por eso (cuestión que no quiere reconocer explícitamente Moradiellos) Stalin hizo un doble juego con Alemania, que culminó en los acuerdos posteriores (y dejando en un segundo plano su ayuda a los populistas). Ya hemos comentado que el mismo Moradiellos sugiere que quizá Stalin «no quiso» ayudar más a los populistas.

Tras la batalla del Ebro, Stalin vio las cosas muy negras para el bando populista (Moa, pág. 492):

«Munich –septiembre del 38– significó para el kremlin el fracaso de un gran designio de aislamiento del nazismo, y a partir de ahí su línea debió cambiar. Antes procuraba empujar contra Alemania a las democracias, sin por ello dejar de buscar pactos secretos con Berlín y de promover, de modo encubierto, movimientos revolucionarios. A partir de Munich el acuerdo con Hitler cobró la máxima urgencia, aunque mantuviera la "defensa de la paz y la libertad". Su esfuerzo fructificará once meses después en el Pacto Germano-Soviético y el reparto de Polonia entre ambos dictadores. A continuación estallará la guerra mundial... por occidente, como deseaba el Kremlin.
En este escenario la baza española invertía su sentido. Tal vez Stalin ofreciera a Hitler la derrota populista como prenda en sus tratos, aunque esto es especulativo hoy por hoy. Desde luego, el PCE mantuvo después del Ebro la consigna de resistencia a ultranza, aunque no tan respaldada en los hechos como antes. Durante los dos últimos meses de la batalla, octubre y noviembre, los especialistas y asesores soviéticos se fueron esfumando de la escena española, hasta quedar no más de 30. La URSS daba por perdida la apuesta. Por lo demás, la caída «republicana», ya ineluctable, debía crear un nuevo país "fascista", es decir, un foco de tensiones entre las democracias y el Eje Roma-Berlín: ganancia última para Moscú.»

Negrín se vería desamparado y «resistió» desesperadamente, llegando a pedir ayuda a todo el mundo, incluso a Londres. Dentro del juego de Stalin (en el verano de 1937) estaba el de propagar que defendía a la democracia española, y para ello era conveniente mantener a Azaña en el poder, para guardar las apariencias internacionalmente. Esto explica el mensaje a Pascua (Azaña siguió este juego hasta el final, sin dimitir en ninguna de las ocasiones en que amenazó con hacerlo).

Luego nos habla D. Enrique de varias épocas de la guerra, sobre todo del final (en que los populistas estaban en clara inferioridad), y dicho análisis pretende contrastarlo con uno de Moa que se refiere (sólo) a abril de 1937 (pág. 428), y lo tacha de falso e infundado (cuantitativamente), para saltar a la pág. 521 en que Moa expresa un juicio «global» de la búsqueda de recursos. Moradiellos, en la cita sobre la pág. 428, no completa los datos sobre armas de todo tipo que da Moa. Éste dice así:

«Los nacionales conservaban una superioridad cualitativa, pero mucho menos acusada que en el período anterior, mientras que la ventaja material y técnica seguía siendo del lado populista: más aviación (618 aviones frente a 539) y mejor; más tropas (621 batallones –25 internacionales– frente a 493, incluidos los italianos); gran superioridad artillera y naval (igualdad en grandes buques –un acorazado y tres cruceros cada bando, con alguna superioridad técnica de los nacionales–, pero absoluta ventaja en destructores –15 a 1– y algo menor en submarinos).»

Y D. Enrique hace el siguiente comentario, citando a Moa, y negando la superioridad (financiera también) de los «republicanos»:

«Todavía resulta más inexplicable, además de contrario a toda evidencia, que el autor se empeñe en sostener que ese básico equilibrio se mantuvo durante el resto de la contienda y fue característico del conjunto de la guerra (pág. 521): "en la carrera por los suministros los nacionales resolvieron con mayor habilidad sus problemas y obtuvieron, con muchos menos recursos, una cantidad de armas comparable a la de sus enemigos".»

D. Enrique no desarrolla (como si fuera despreciable, como hemos visto antes) la cuestión financiera. Dicho aspecto se conoce, de manera fidedigna, según Moa, con datos recientes. Y D. Pío hace referencia a algo que D. Enrique no trata: la mayor independencia y control de las compras de los nacionales, frente a la cesión ilegal del oro del Banco de España de los populistas a Moscú. Por eso nos dice Moa (citado por Moradiellos, en el apartado de la «transcendencia», de la pág. 521):

«La atención a estos hechos permite afirmar, contra lo que creen Howson y otros, que la no-intervención distó de tener efectos determinantes sobre el curso de la guerra. Nacionales y populistas se quejaron de ella, pero, según los hermanos Salas Larrazábal, su ación consistió básicamente en equilibrar los suministros. Otra escuela insiste en que la No Intervención puso una soga al cuello de la "república", abandonada inexplicablemente por sus socios naturales, las democracias, y arrojada por ellos en brazos de Stalin. La tesis desafía de tal modo la evidencia en cuanto al carácter del Frente Popular, que en ese sentido no merece mayor atención. Tanto Francia como Inglaterra tenían buenas razones para mantener dicho equilibrio.»

A continuación D. Enrique se centra sólo en las cifras de aviones, según G. Howson. Inicia un cálculo general cuyas cuentas no nos salen con la precisión que busca D. Enrique (¿dónde están los aviones franceses que no se mencionan aquí explícitamente?). Al parecer los márgenes de error de estos cálculos son entre un 8 y un 10%.

Pero ya hemos recogido la opinión de Jesús Salas Larrazabal (al que D. Enrique no parece despreciar como a Moa) respecto a estas cifras. Según los datos ofrecidos por D. Enrique (tomando la cifra mayor de las dos dadas), las cuentas serían las siguientes:

Los republicanos habrían dispuesto de 1.060 aparatos (de los cuales 753 llegaron de la URSS). Quedarían 307 (iniciales y ¿de qué otras procedencias?).

Los nacionales dispondrían de 1.539 (1.431 de Italia y Alemania). Quedan 108 aparatos con los que los rebeldes empezarían la guerra.

Si D. Enrique admite, como así lo dice, la proporción de aviones dada por J. Salas al comenzar la guerra (2/3 a favor de los «republicanos»), ¿por qué, sin embargo, no admite la crítica que hace a Howson, por ejemplo respecto a los aviones que se habrían construido en España con material soviético?

A continuación admite las cifras de un archivo británico, a pesar de que, en agosto de 1936, contabiliza 160 aviones republicanos y 120 nacionales ¿cómo se especifica la diferencia con los 307 aviones que nos salían antes? Y en noviembre de 1938 habla de 250 republicanos y 662 nacionales (al parecer, el resto se había perdido en combate).

Y como el descubrimiento de dicho archivo (CAB 54/6) le parece determinante, nos dice:

«El resultado de esa desproporción y falta de "equilibrio", que llegó a ser patente e incontestable durante la ofensiva final sobre Cataluña (inaugurada por Franco el 23 de diciembre de 1938), puede ser demostrada por informes internos de esta misma procedencia oficial (la más neutral en toda la guerra, como reconocerían todas las cancillerías europeas y los propios contendientes españoles). De hecho, a finales de enero de 1939. el representante diplomático británico ante la República comunicaría confidencialmente a su gobierno las razones del colapso de la resistencia republicana que preludiaba su derrota definitiva: "La situación militar era muy grave. La escasez de material bélico era enorme. La artillería estaba reducida a menos de doce cañones por división y éstos estaban desgastados por el uso constante. En aviación, la inferioridad del gobierno era aproximadamente de un avión por cada seis enemigos. No tenían siquiera suficientes ametralladoras".»

Pero la cita no es, sin más especificación, de un «representante diplomático británico ante la República», sino de Stevenson, «encargado de negocios británico en Barcelona» (La perfidia..., pág. 337). Es decir, de alguien que, además, parte de las fuentes de información populistas en un lugar concreto (algo similar ocurre con otra cita de E.C. Richards que veremos después).

Estos datos, además, son ya del final de la guerra, cuando (como recoge Moradiellos) también el general Rojo «atribuiría principalmente la caída sin lucha de Barcelona y el súbito desplome del frente catalán al hondo efecto desmoralizador de las penurias, el hambre y las derrotas sufridas previamente: "no hubo voluntad de resistencia, ni en la población civil, ni en algunas tropas contaminadas por el ambiente".» Debemos recordar que, según Moa, aquí Stalin ya había tirado la toalla y en el bando populista había una fuerte oposición al control comunista empeñado en «resistir».

Seguidamente Moradiellos destaca la mención que hace Moa a los «asesores soviéticos» como «fervorosos». D. Enrique entiende que eran especialistas militares (tan fervorosos como los alemanes y los italianos). Pero creemos que Moa intenta resaltar su papel «político», que marcó en gran parte la dirección de los populistas (no sólo en lo militar). La represión de los anarquistas es un buen ejemplo de ello (cuestión apenas mencionada por Moradiellos). Por eso no entendemos su ironía posterior (comparándolo con Andreas Hillgruben y su descripción, totalmente parcial, del holocausto judío).

Y en la siguiente cita (que hace D. Enrique de la obra de D. Pío, de la pág. 516) se aprecia lo dicho:

«Lucharon unos 70.000 italianos, 15.000 alemanes, y menos de un millar de portugueses y otros tantos irlandeses, en la zona nacional. Los brigadistas internacionales solían cifrarse en 35.000 aunque Jesús y Ramón Salas muestran convincentemente, a partir del número de bajas, que debieron de ser en torno al doble. (...) Los oficiales y especialistas rusos sumaron, oficialmente, unos 2.000, pero en realidad debieron de alcanzar una cifra cercana a la de los alemanes. (...) De los marroquíes, vinieron a España unos 70.000.»

En ella «recorta» el calificativo esclarecedor que da Moa a la «policía secreta soviética». Tampoco menciona otros aspecto interesantes de dicha cita, que dice (después de «en torno al doble»):

«A. Castells contabiliza 61.000. Sin embargo C. Vidal se inclina por las cifras tradicionales, considerando, entre otras cosas, que una parte sustancial de las bajas se debió a la inmisericorde represión ejercida sobre las Brigadas por el propio mando comunista. Los oficiales (...). Habría que contar además a la policía secreta soviética, que tenía su propia organización en España y cuyos datos son ignorados. De los marroquíes vinieron a España unos 70.000.» [las cursivas son mías.]

Respecto al número de brigadistas Moa reconoce (en Los mitos de la guerra civil) como más fiable la cifra de 31.400 en 1938 (cuando cambiaron de base). Pero también resalta su papel fundamental en la batalla de Madrid, que modificó el curso, y el tipo de guerra, hasta entonces desarrollado.

En dicha obra, siguiendo los mismos datos de Coverdale, Moa dice que los italianos fueron unos 70.000 (10.000 llegaron tarde y no intervinieron, pág. 352). John Coverdale cuenta cómo, a pesar de la retirada de 10.000 soldados italianos, (págs. 328 y 330), éstos se reorganizaron mejor y jugaron un papel importante en la batalla del Ebro. (La cantidad no siempre es lo más importantes, como nos dice Napoleón al comparar el poderío de los franceses y los mamelucos). Luego Mussolini, como dice Moa, mandaría otros tantos que no llegaron a intervenir (pág. 337). Pero aquí D. Pío vuelve a ser demasiado «vago» y sólo menciona (como hace genéricamente Coverdale, en la pág. 352) a las tropas de «infantería», por lo que en este asunto tiene toda la razón el Sr. Moradiellos. Por otra parte, el mismo John Coverdale no da la importancia que le atribuyen otros a las tropas italianas (pág. 352).

Aunque no cuestionemos las cifras dadas por Moradiellos en este aspecto, nos choca que, al dar la cifra extranjeros en el bando nacional, mencione que los «marroquíes» no pueden ser clasificados como «españoles» por «motivos obvios»:

«En conjunto, por tanto, se podría avanzar unas cifras mínimas y bastante seguras (excepto en el caso portugués) para computar el número de extranjeros que lucharon con el bando franquista: 78.474 italianos; 19.000 alemanes; 10.000 portugueses y 700 irlandeses. En total: en torno a 108.000 hombres (descontando los 70.000 marroquíes que tomaron parte en la guerra como integrantes de las Tropas de Regulares Indígenas, difícilmente clasificables como "españoles" por motivos obvios).»

¿Es que los «moros» no fueron utilizados en otras ocasiones (por parte de Azaña por primera ver en la península) contra Sanjurjo, o en 1934, como parte del ejército español? ¿Es que la adscripción de la nacionalidad depende del momento y los gustos?

D. Enrique utiliza estas cifras para tachar de mito la interpretación completa expresada en la obra de Moa ¿No es excesivo? ¿Por qué no trata los otros mitos (que nunca son sólo de cifras) que recoge Moa en su última obra?

13. Sobre la «Cuarta cuestión: la transcendencia de la intervención extranjera»

D. Enrique comienza hablando de la necesidad de ponderar la intervención extranjera no sólo en la cantidad, sino «cualitativamente». Intenta saber su transcendencia en el curso de la guerra.Por tanto, como hemos comentado al principio, reconoce que dicho «factor» no se puede tratar «abstractamente», sino con relación al «contexto internacional envolvente». Pero sigue sin mencionar abiertamente (no quiere mojarse) otros factores transcendentales como la cohesión («solidaridad» ante terceros) de cada bando, y el tipo de proyectos que mantenían (especialmente las incompatibilidades terribles que se manifestaron en el bando populista). Moradiellos lo resume bastante bien, y luego dice:

«Pío Moa se adscribe sin dudas ni temores a la versión tradicional elaborada por el bando franquista y desarrollada por la historiografía más afecta al régimen: ese contexto y esa intervención no tuvieron una importancia esencial y definitiva porque la ayuda recibida por ambos bandos fue sustancialmente idéntica y nivelada, de modo que el equilibrio alcanzado contrarrestó su posible incidencia. En consecuencia, la victoria total y sin condiciones del bando liderado por Franco y la derrota absoluta y sin paliativos cosechada por sus enemigos republicanos respondieron, fundamentalmente, a otros motivos y razones internas y propiamente españolas: la mayor capacidad de combate de las tropas de Franco y el mejor aprovechamiento de sus recursos militares y materiales por el mando franquista; el mayor orden y eficacia del aparato administrativo insurgente y el acierto de sus políticas económica y social para sostener el esfuerzo bélico; el mayor entusiasmo y entrega de la población civil de retaguardia y la mayor confianza popular en sus autoridades y en la justicia de su propia causa; &c. Con su corolario lógico: el bando enemigo fracasó o fue manifiestamente peor en el manejo de todas esas facetas y dimensiones y sus propios errores y fracasos explican su desplome y su derrota.
Basta leer las propias palabras de Pío Moa para comprobar que lo dicho no es una caricatura fácil o tergiversadora. En la página 515 de las conclusiones de su libro ("Algunas consideraciones generales") aborda el tema de modo directo: "La presunción, implícita o explícita en multitud de análisis, de que la suerte de la contienda dependía del suministro de armas, carece de sentido si se olvida el elemento realmente clave: la solidez orgánica y moral del ejército y la calidad de su mando, sin los cuales el mayor aporte de armas resulta poco útil, tal como la ayuda económica a regímenes corruptos suele perderse como el agua en la arena. Por otra parte, la habilidad para adquirir armas es una manifestación de la calidad del mando".»

Y continua diciendo D. Enrique:

«Esta devaluación de la importancia y transcendencia de las fuentes de suministros militares en el conflicto, por supuesto, se apoya y sostiene en la premisa de que ambos bandos tuvieron básicamente la misma ayuda y asistencia, de modo que el "equilibrio" resultante aminoró el efecto potencial de la intervención de potencias extranjeras. Y, por supuesto, también se devalúa el efecto que tuvo la no-intervención de otras potencias en el propio conflicto. Como si la inhibición de Francia respecto a la suerte de la República y el compromiso estrictamente neutralista de Gran Bretaña (para citar sólo a las dos grandes potencias democráticas occidentales) no hubiera sido un factor de peso y determinante en el resultado de la guerra española.»

Pero antes de analizar el discurso de D. Enrique, veamos cómo continúa el texto de Moa (de la pág. 515):

«Dada la carencia casi total de industria de guerra, o de industria a secas, por parte de los sublevados, mantener la iniciativa les exigía obtener armas del extranjero, para lo que carecían en principio de dinero. El bando populista, en cambio, tenía una excelente ocasión de utilizar a fondo sus fábricas de material bélico, y de militarizar otras muchas. Pudo haber producido intensamente cañones, morteros, ametralladoras y fusiles, y con un esfuerzo resuelto, también carros y quizá aviones, o al menos ensamblarlos –esto se hizo con cazas enviados por partes desde la URSS–. El caos de los primeros meses lo impidió en un principio, el desbarajuste económico nunca llegó a superarse y la producción industrial cayó a niveles muy bajos. Por ello el Frente Popular sufrió la misma urgencia de suministros foráneos que su enemigo.
Las tropas extranjeras tuvieron importancia menor en el campo militar, no así en el propagandístico y político, expresando el carácter internacional de la contienda en lo ideológico. El bando nacional contó con un número de extranjeros ligeramente mayor, mucho mayor si incluimos a los moros, aunque éstos, por las razones vistas, no deben equipararse a los demás. El aflujo masivo de extranjeros fue iniciado por las Brigadas Internacionales, y tuvo importancia cualitativa muy superior en el régimen populista, dada la influencia política y operativa ejercida por los amigos soviéticos.
En la carrera por las armas, los nacionales obraron con más racionalidad, independencia y eficacia, que los colocaba de entrada en posición menesterosa. La superabundancia inicial de reservas en el Frente Popular se trocó en desventaja, al suscitar disputas por su posesión, así como una corrupción e incompetencia manifiestas. Y, lo peor de todo, le condujo a perder su independencia. Quisiera insistir en este hecho, no siempre estimado en su decisivo alcance: puesto que la subsistencia del régimen populista dependía de las armas importadas, al perder el control sobre los medios de compra perdió el control sobre su destino, que pasó a manos del Kremlin, el cual ni siquiera se sintió obligado a entregar a sus protegidos una justificación precisa de los gastos.»

Vemos cómo Moa tiene en cuenta muchos más «aspectos» de los considerados por Moradiellos. Además, aquél no devalúa, como tal, la Intervención extranjera, sino que, al contrario que D. Enrique, no tiende a reducir la «superestructura» a la «base» armamentística (o viceversa, según el bando considerado). En todo caso, y «abstrayendo» los recursos básicos, la posición de salida era muy favorable a los populistas (financiación, industria, armamento inicial, territorio).

Por otra parte, ¿cómo medir la «no-intervención»? ¿desde dónde y con qué fines? Sólo presuponiendo lo que «debiera ser» (¿desde la humanidad? ¿desde un bando determinado?) cobra importancia constitutiva dicho factor de «omisión». Pero las «normas» de comportamiento político de los estados no están marcadas por «la humanidad», «la democracia» (genérica) ni por un tercero. La «República» no era como un niño que debe constituirse gracias al socorro de los padres (que están obligados por normas intraestatales a tal efecto). Ni era como un accidentado que debe ser socorrido por el transeúnte que observa su desgracia.

Un Estado, si quiere ser más o menos dueño de sus proyectos (libre, soberano), no puede confiar ciegamente en los demás (como un menesteroso impotente). Sus poderes (relativos, en relación a los otros estados) deben ser desarrollados de manera que conserven su eutaxia. Y la gestión prudente (políticamente) no debe esperar demasiado de los «amigos» (los principios políticos no siempre son compatibles con los éticos).

A nadie le amarga un dulce, y ambos bandos podrían confiar (éticamente) en la posible ayuda exterior, pero, de hecho, los nacionales supieron jugar (políticamente) mejor sus cartas (que en principio eran favorables a los populistas).

Azaña (viéndose perdedor) se quejará especialmente de esta falta de «ética» de sus vecinos (creyéndose merecedor de su socorro), por eso sitúa (de manera un poco ilusa) a la «no intervención» británica como primera causa de la derrota de su bando. Pero reconoce (por delante de la cuestión de la «ayuda militar», en la que sólo menciona al bando enemigo) que la segunda causa, por orden de importancia (no se trata de una mera enumeración), fue la falta de un proyecto político colectivo, las disensiones políticas que provocaron la anarquía entre los populistas (esta es una de las tesis centrales de los «tradicionalistas» y «franquistas» que D. Enrique no desarrolla). Desviar, como hace D. Manuel, la responsabilidad hacia los demás sirve de poco políticamente. Se trata de la cuestión fundamental que hemos mencionado al citar a H. Kamen, y que D. Enrique no quiere analizar «explícitamente»: la capacidad para desarrollar los propios ortogramas (en relación con los demás), pero sin restar responsabilidad a los bandos contendientes (españoles), fuese cual fuese la ayuda extranjera, que también debía ser canalizada (por españoles o por extraños).

Sobre la cuarta causa (Franco), mencionada por D. Manuel, debemos decir que no es estrictamente política, sino «personal», «biográfica», pues Franco fue único, pero su personalidad era la manifestación de condiciones suprasubjetivas que se dieron en muchos más sujetos, de manera peculiar. Lo contrario es caer, como hace D. Manuel, en un idealismo espiritualista que no merece más comentarios para un investigador materialista (y «dialéctico» como D. Enrique).

D. Enrique dice negar la «premisa mayor» de la argumentación de D. Pío (la ayuda militar extranjera «equilibrada»), y haber «demostrado» su falsedad. Pero, ni esa es la premisa mayor de Moa (como acabamos de decir), ni dicho equilibrio ha sido «falsado», entre otras cosas porque no puede tomarse por separado y, además, porque la situación de cada bando fue cambiante en el curso de la guerra.

Para apoyar su tesis Moradiellos acude a la «capacidad de resistencia» de Negrín para contraponerla a la tesis que habla del caos, desorden, despilfarro y anarquía de Moa (y de D. Manuel, aunque Moradiellos no lo diga). Nuestro historiador vuelve a insistir en factores económicos (abstractos) como causa que no acompañó a la gran valía (proyectiva, superestructural) de un personaje como Negrín. Pero D. Enrique no menciona la sumisión de Negrín a la URSS (el «oro de Moscú», del que tanto se mofaban algunos tachando tal episodio de pura mitología franquista), ni las luchas con otros grupos que acabaron por echarlo. Y su resistencia era la del desesperado, que ansiaba el inicio de la Guerra europea (que los franquistas no querían) como única salida. Pero la jugada («como en algún momento llegó a soñar Negrín», dice D. Enrique) tampoco le salió bien.

Y recurre a una «prueba positiva de crucial importancia» a través de dos autores: Ramón Salas Larrazabal (que habría reconocido, según D. Enrique, el «equilibrio» de los dos bandos, a finales de julio de 1936) y D. Manuel Azaña, cuya «prueba» ya hemos comentado en parte.

D. Manuel, que reflexionó, tres años más tarde, desde Francia, sobre las causas de la derrota «republicana». Ahora cree que los españoles debían haber hecho las paces mucho antes, si se hubiera impuesto la «no-intervención» radical (la «firmeza» que exigía Francia y que tanto beneficiaba a los populistas por su posición inicial). En realidad pretendía hacer «su paz», pero parece que habla de una «paz neutral», que no existe. ¿No esperaba Azaña, y Prieto, aplastar el alzamiento como se había hecho con Sanjurjo? Lo que añora Azaña no es «la paz», sino no haber ganado la partida. Sabía que la situación inicial era muy favorable a su bando, por eso no considera la ayuda germano-italiana como causa principal de la derrota (victoria del enemigo). D. Enrique nos dice:

«El presidente Azaña, desde el exilio, enumeraría con notable perspicacia el conjunto de razones que podrían explicar la abrumadora derrota republicana (más que los motivos de la victoria total franquista):
El Presidente considera que por orden de importancia, los enemigos del Gobierno republicano han sido cuatro. Primero, la Gran Bretaña [por su adhesión al embargo de armas prescrito por la política colectiva de No Intervención]; segundo, las disensiones políticas de los mismos grupos gubernamentales que provocaron una anarquía perniciosa que fue total [favorable] para las operaciones militares de Italia y Alemania en favor de los rebeldes; tercero, la intervención armada italo-germana; y cuarto, Franco.»

¿Cómo se pueden separar las causas y razones de la «derrota» republicana de la «victoria» franquista?

Como hemos comentado, dicha cita, más que apoyar la tesis de Moradiellos, apoya la de Moa, pues coloca en tercer lugar (último políticamente hablando) la ayuda militar del Eje.

En la segunda razón, D. Manuel parece dejarse llevar por la perspectiva que se dio en el propio bando populista (el control de la situación por parte de los extranjeros). Pero sabemos que no fue así en el bando nacional. Además, intenta rebajar la valía de los españoles del bando nacional (y de Franco como jefe y estratega máximo de los mismos: por eso lo relega, pero en términos personales, al cuarto lugar).

D. Enrique pretende confirmar sus propias tesis con el testimonio de Pedro Sainz Rodríguez, que fue ministro de Franco:

«No discreparía demasiado de ese juicio en sus memorias un dirigente enemigo como era Pedro Sainz Rodríguez, profesor de literatura, conspirador monárquico y ministro de Educación del primer gobierno de Franco durante la guerra civil. Aunque su estimación se centraba en el primero y tercero de los motivos (significativamente, ambos de orden internacional) aludidos por Manuel Azaña: "Muchos españoles, desorientados por la propaganda anti-inglesa del régimen de Franco, creen de buena fe que conseguimos nuestra victoria exclusivamente por la ayuda italiana y alemana; yo tengo la convicción de que, si bien ésta contribuyó, la razón fundamental por la que ganamos la guerra fue la actitud diplomática de Inglaterra, que se opuso a una intervención en España".»

¿Se sigue del hecho de que D. Pedro coincida en parte con Azaña (aun siendo «rebelde») el que acierte en su juicio? En primer lugar, D. Pedro dice esto con la guerra ya acabada, cuando la «propaganda anti-inglesa» era casi obligada (aunque, en la práctica de los «arcana imperi», Franco no perdió su independencia respecto al Eje, y supo jugar con los británicos para que no siguieran las consignas francesas). D. Pedro (monárquico) seguramente esperaba más de los británicos que otros grupos «nacionales», por eso su «falta de amistad» le duele más.

La cita de Raymond Carr y J. P. Fusi, 40 años después de acabada la guerra, recoge en gran medida lo dicho por Moa. De hecho hablan hasta de que «la Legión Cóndor alemana y las tropas y el material italianos compensaron sobradamente la ayuda soviética al Frente Popular, que tan vital fue en las primeras fases de la guerra». Pero tampoco aclaran el sentido de la «compensación», pues ¿acaso consideran que el balance era inferior, globalmente, para los nacionales antes de la compensación? Con todo, Moradiellos vuelve a destacar, el cuadro de «apoyos e inhibiciones» exteriores. Mas, a continuación, da de nuevo la razón (implícitamente) a Moa (no puede negar la evidencia de la victoria nacional):

«A juzgar por el curso y desenlace de la guerra civil, parece evidente, como subraya Pío Moa, que el bando franquista fue superior al bando republicano en la imperiosa tarea de configurar un Ejército combatiente bien abastecido, construir un Estado eficaz para regir la economía de guerra y sostener una Retaguardia civil unificada y moralmente comprometida con la causa bélica. Pero al contrario de lo que afirma Pío Moa, también parece evidente que el contexto internacional en el que se libró la contienda española impuso unas condiciones más o menos favorables y unos obstáculos más o menos insuperables a cada uno de los contendientes en el cumplimiento de esas tareas imperiosas.
No en vano, sin la constante y sistemática ayuda militar, diplomática y financiera prestada por la Alemania de Hitler y la Italia de Mussolini, es harto difícil creer que el bando liderado por el general Franco hubiera podido obtener su rotunda victoria absoluta e incondicional. Para empezar, sin la oportuna ayuda nazi y fascista en la última semana de julio de 1936: ¿cómo se hubieran recuperado los insurgentes del trauma que supuso el inicial fracaso del golpe militar faccional (literalmente: a cargo de una facción del Ejército) en casi la mitad del país, incluyendo su capital y sus zonas más densamente pobladas e industriales? De muy mala o nula manera, cabe pensar con todo rigor, como en su momento dejó anotado el general Ramón Salas Larrazábal:
Concluiremos por tanto que la preparación del movimiento fue francamente floja a escala local y que de no haber sido por la acción de Mola y la audacia de Queipo y Aranda, el fracaso hubiera sido total a pesar de la acción coherente y perfectamente dirigida de las fuerzas africanas y de la presencia, siempre alentadora, de Franco en Canarias y más tarde en Tetuán. En general los conspiradores pecaron de superficialidad y optimismo; subestimaron al adversario y supervaloraron su propia influencia en las filas militares (...). En Madrid, en Barcelona, en Valencia, en Cartagena, en Bilbao, en Santander, en Málaga o en Almería, ciudades todas ellas en las que triunfó el Gobierno y que en su conjunto decidieron la suerte del golpe de Estado, fueron las fuerzas armadas que permanecieron fieles al Gobierno –Ejército, Guardia Civil, Carabineros o Asalto– quienes resolvieron la situación reduciendo a los rebeldes.»

Parece reconocer la tarea configuradora y constructora del bando nacional. Pero, como hemos dicho, incluso cuando le da la razón, implícitamente, a Moa, se la quita, aunque apelando al «contexto internacional» (a la «ayuda militar», en el fondo). Vuelve a repetir lo «determinante» de la ayuda del Eje a Franco. Paradójicamente, en cada dato que da, está manteniendo la versión de Moa. El hecho de recurrir tanto a Ramón Salas Larrazabal (no a Moa) es significativo en este sentido. Y, sin embargo, D. Enrique parece estar convencido de «haber demostrado» la falsedad de la argumentación de D. Pío. Por eso se ve obligado a recurrir a otras fuentes (no «franquistas»): la de un agregado militar británico en España (en realidad en Barcelona, cuestión importante que no menciona, y cuya cita, por cierto, no está en la pág. 257 de La perfidia..., sino en la 334), y la del embajador alemán (suponemos que con Franco), pero cuando la guerra ya estaba decidida y los nacionales tenían la partida totalmente ganada (no al principio).

El mencionado «agregado militar adjunto de la embajada británica en Barcelona», E. C. Richards, es un asesor más, y que se encuentra en el lado «populista» (parece de la cuerda de Eden). ¿De dónde saca, fundamentalmente, su información? ¿Es exhaustiva de todos los aspectos y ayudas de la guerra, incluso las más ocultas? ¿Hay que tomarlo como la verdad última? ¿Por qué D. Enrique exige más detalles explicativos a otros (divulgadores) y tan poca a este agregado militar?

De la segunda fuente podemos decir algo similar (por su «perspectiva» desde un bando determinado y al final de la guerra). Además admite en primer lugar, como explicación de la victoria de Franco, «la mejor moral de las tropas que luchan por la causa nacionalista».

14. Conclusión

Cerramos el artículo apoyando, en general, las tesis de Pío Moa. D. Enrique parte de dos supuestos (no explicitados, ni desarrollados) que cuestionan su argumentación: Primero, que la guerra comenzó el 17 de julio de 1936. Segundo, que los «republicanos» merecerían ser socorridos por todo el mundo, como si fueran niños solícitos de potestad ajena, o como pobres víctimas de un ultraje inmerecido, que precisan el socorro de todo el que viere tal afrenta. Pero en política, y más en este caso, los sucesos no son tan sencillos. Incluso el llamado «Derecho de Intervención Humanitaria», que muchos pacifistas promueven (Mendiluce), sin embargo es cuestionado por otros (también pacifistas) que no admiten dicha intervención en contra de la «autodeterminación» y la «soberanía» de los pueblos (nunca se da un principio por separado). En la misma guerra de Irak muchos asumían que Sadam era un genocida, pero no querían la intervención (que consideraban peor) de USA y sus socios.

¿Qué certezas tiene D. Enrique para criticar la «malvada» postura de Gran Bretaña? ¿Cómo puede saber que, si los rojos hubieran ganado, todo habría sido mejor? ¿Respecto a quién? ¿Para quién? ¿Acaso para «todos» (los hombres benévolos)? ¿Es posible tal cosa? ¿Acaso son historiográficas estas cuestiones?

Se diría que D. Enrique no ceja en la búsqueda (especialista) de un dato «neutral» y «atemporal» que demuestre quiénes eran los buenos y quiénes los malos (ese maniqueísmo que atribuye a Moa). Pero tal cosa no existe, entre otras razones, porque no hay «hechos» virginales, porque el hombre es un ser in fieri (infecto), y porque la política se rige por la eutaxia, no por principios de una ética universal (distributiva). Se tiende a abolutizar (hipostasiar) los principios éticos, las Declaraciones de los Derechos Humanos, la Democracia, &c., y se promociona su cumplimiento olvidándose de la política. Pero tales ortogramas están plagados de utopías, y las nematologías que pretenden justificarlos están llenas de mitos idealistas y de formalismo (ya sabemos que pueden concretarse de múltiples formas, algunas aberrantes). Pero hay que definirse (políticamente), y D. Enrique no fija, explícitamente, las responsabilidades políticas (directivas, según los distintos ortogramas) de cada bando.

En la «Transición a la Democracia» los protagonistas del bando «republicano» (que aún estaban vivos) parecían haber asumido su responsabilidad. Pero ahora (sobre todo a través de sus discípulos y seguidores) parecen dispuestos a ganar una guerra que entonces perdieron, aunque no sea la misma guerra.

15. Epílogo

Casi terminada la redacción del artículo conseguí los ejemplares de la Revista de Libros, mencionados por D. Enrique al principio de su escrito, respecto a su disputa con Pío Moa (números 65, 66 y 69). Por cierto, D. Enrique no menciona el nº 69 (¿un lapsus?).

Lo que más me llamó la atención, de la primera respuesta que da Moa (en el nº 65) a la crítica de D. Enrique (del nº 61) es que coincide en gran parte con el análisis que yo realicé en el nº 14 de El Catoblepas. Por ejemplo, le acusa de hacer «falsas interpretaciones», y de no tener en cuenta todos los aspectos que menciona en su obra (como si no se hubiera leído los libros). También rechaza el supuesto maniqueísmo (dice que se fije en Preston o Juliá), y critica el presupuesto de que la «guerra civil» comenzó en el 36. Pero hay un texto que me parece esclarecedor, que voy a citar extensamente por su interés:

«Persiste el crítico "explicando": "Contra toda evidencia (Moa pretende que) la intervención extranjera favoreció el esfuerzo bélico de la República en detrimento de Franco, porque le dio ventaja material y técnica." Yo digo eso, en efecto, pero no como juicio global, sino para el período entre noviembre del 36 y, al menos, la batalla de Guadalajara, y lo digo apoyándolo en »evidencias« demostrativas sobre la cantidad y calidad de los tanques y aviones rusos en comparación con los alemanes e italianos, y otros datos. Como sabe cualquier aficionado, esa ventaja material y técnica iría menguando, hasta perderse tras la caída de la zona norte del Frente Popular.
Se haría interminable seguir, pero terminaré señalando una falsedad especialmente gruesa: "Moa se apoya en exclusiva en aquellos protagonistas e historiadores que redundan a favor de sus propósitos, con especial privilegio para José María Gil-Robles (...) y De la Cierva". Cualquiera que lea el libro comprobará que me apoyo de modo muy fundamental en los archivos de Largo Caballero y otros, en la prensa de la época y, desde luego, cito mucho más a Prieto o a Largo Caballero o a Azaña que a Gil-Robles. También me apoyo abundantemente en Zugazagoitia, Vidarte, &c. ..., y muy poco en testimonios de derechas. A De la Cierva lo cito en doce ocasiones en un libro de seiscientas páginas (a Preston, dieciséis veces, y no por creerlo mejor, desde luego). De hecho, he consultado fuentes izquierdistas en su abrumadora mayoría, y por eso me he permitido sostener que mis libros ofrecen, precisamente, la versión de la izquierda de entonces, tan distinta de la reelaborada por los Tuñón de Lara, Preston y demás.
Al investigar las fuentes de la época, una de las cosas que más me ha sorprendido –y decepcionado– ha sido constatar hasta qué punto la historiografía de estos últimos veinte años se basa en ocultaciones y falsedades abiertas. Sólo así puede mantener sus teorías. Como también el profesor Moradiellos mantiene su crítica a costa de la constante desvirtuación de mis tesis.»

A continuación Moa habla de las distinciones entre las distintas corrientes políticas de la época. Y debemos decir que se acerca bastante a la tipología desarrollada por Bueno (al menos distingue diversos tipos de izquierdas). Sin embargo el Sr. Moradiellos suele interpretar a la Izquierda como izquierda unida, unívoca, sin desarrollos internos, y hasta incompatibles. Don Enrique contesta que:

«desde la crisis del Antiguo Régimen y hasta casi la actualidad, la dinámica sociopolítica europea, y por ende la española, no responde a un combate frontal dualista de "conservadores frente a revolucionarios" sino a una tensión triangular de "tres erres" genéricas: reaccionarios, reformistas y revolucionarios. Y así sucedió también en la España de la Segunda República como había sucedido en la España decimonónica, pese a la insistencia del Sr. Moa en percibir bajo el prisma dualista los conflictos entre moderados y progresistas (siendo ambos liberales mal que bien avenidos y enfrentados por igual a los revolucionarios carlistas y a los revolucionarios colectivistas).» (Revista de Libros, nº 66.)

Pero, lo primero es que el Sr. Moa no se atiene a tal esquema dualista, como él mismo explica en el anterior número de la revista. Y lo segundo, que el que tiende al dualismo (oscuro y confuso), a pesar de hablar de tendencias «genéricas», es D. Enrique. No se puede decir del carlismo que es un movimiento «revolucionario» ¿De qué? ¿Del sistema de propiedad? Por el hecho de defender una línea dinástica distinta no cabe hablar en esos términos. Además, según D. Enrique ¿es de izquierdas o de derechas? No establece dicha distinción, básica en política. De hecho parece equipararlos con los «colectivistas» por ser, según él, comúnmente «revolucionarios». No ve que dentro del «liberalismo» (en la corriente «progresista» de la Restauración, y fuera de ella, en las «fábricas») se estaban incubando nuevas generaciones de izquierda (la libertaria o anarquista, cuyo «colectivismo» es muy distinto del bolchevique, y por eso muchas veces no formaban partidos institucionales). De la domesticación estatalista y gradualista del anarquismo surgirá la socialdemócrata (que aparece claramente en corrientes de la II República, la de Besteiro por ejemplo).

No es la ocasión para hacer un análisis más detallado del asunto, pero cualquiera que se lea El mito de la Izquierda de D. Gustavo Bueno, encontrará múltiples sugerencias al respecto. Y también verá cómo «el enfoque filosófico» de Pío Moa es muy cercano, en su tipología de las corrientes políticas, por ejemplo, al de D. Gustavo. Muchos de los avatares relatados por Moa en sus obras se entienden mucho mejor desde la analítica desarrollada por Bueno. Así, por ejemplo, la incubación de nuevas generaciones de Izquierdas a partir de la primera generación (de las Cortes de Cádiz), representadas sobre todo por los «progresistas» y su corriente «demócrata» (pág. 181). Según se iban definiendo las nuevas generaciones de Izquierda los «liberales» se polarizaron hacia la derecha (pág. 181). La primera República española hay que verla en este contexto (pág. 182), lo mismo que las tendencias de «izquierda republicana» (de la que mamará Azaña).

O la oposición, dentro del PSOE, entre la corriente de Besteiro y la de Largo Caballero, y la simpatía de éste, casi hasta el final de la guerra, hacia el PCE de Negrín. O la figura de Lerroux (pág. 172), que cambió de «generación» de izquierdas según maduró (del anarquismo a la socialdemocracia). O las reticencias de Alcalá Zamora hacia la propia derecha y hacia Gil Robles (resultado de la ecualización de ésta con las izquierdas, que le lleva a avergonzarse de su posición). O las raíces «revolucionarias», de primera generación, del Sr. Azaña (jacobinismo y bonapartismo, pág. 173), que le llevan a «dejarse querer» por anarquistas y bolcheviques.

El franquismo contuvo (como «partidos institucionalizados») a varias de estas corrientes, sobre todo a la bolchevique. Al volver la «democracia» (coronada) ya estaba perdiendo gas dicha corriente (eurocomunismo y colapso de la URSS). Por eso algunas corrientes de izquierda (sobre todo en IU, pero también en el PSOE) se han agarrado a la indefinición política del democraticismo eticista («socialismo ético» descrito por Bueno en la pág. 209) que tanta cancha da al nacionalismo fraccionario (a su «autodeterminación de los pueblos»).

El dualismo maniqueo de D. Enrique estaría en que, a falta de una estructuración «política» de las corrientes ideológicas (las «tres erres» son muy oscuras, y genéricas: pueden aplicarse tanto a la derecha como a las izquierdas, según los parámetros de «progreso» que utilicemos), se fija en una determinación de tipo ético: los buenos (que supuestamente estarían en La Izquierda, concebida a través de un mito confusionario, y que recogería a los revolucionarios y a algunos reformistas –seguramente considera como tal a Azaña–); y los malos (que estarían, sobre todo, en la derechona reaccionaria –aunque concebida del mismo modo–). De ahí las concepciones extremistas (sin matices) de la CEDA de Gil Robles, o del PP de hoy día, que no aprecian la «ecualización» producida entre las izquierdas y la derecha. La interpretación que hace Azaña, y sus acólitos, de la historia de España es representativa de esta concepción mítica. España siempre habría sido de derechas (leyenda negra) y habría que liberarla de su mal europeizándola, sobre todo afrancesándola. El problema está en concretar y aclarar todos esos conceptos (sobre la aplicabilidad de las grandes Declaraciones de principios, por ejemplo), y desprenderlos de sus componentes míticos y utópicos. Por eso le sugiero a D. Enrique que relea las obras de Moa a la luz de España frente a Europa y El mito de la Izquierda (o viceversa). El problema del Sr. Moradiellos es que cree que se puede hacer Historia de una manera neutral, «científica» (tendencia «gnóstica»), sin salirse del propio recinto del especialista. Pero lo que se piensa no siempre coincide con lo que se hace. La «filosofía de la historia», implícita en la obra de D. Pío, nos parece mucho más cercana al materialismo filosófico de Gustavo Bueno que la de D. Enrique.

Terminamos con un ejemplo sintomático del estilo interpretativo de D. Enrique (si no fuera un asunto tan serio diríamos que está de broma). En el nº 65 dice D. Pío:

«Por eso Moradiellos, con muy poco espíritu crítico, me tacha de "particularmente injusto, por falta de veracidad, por tildar a Azaña de promotor abierto del extremismo". Pero eso no lo digo yo, lo dijo el propio Azaña cuando, en espera del pronunciamiento militar que debía traer la república, declaró que no sería él quien predicase la moderación, o "si me hablan de peligro de caos social, me río". Azaña es un personaje muy contradictorio. Da orden de fusilar sobre la marcha y habla luego de acabar con los fusilamientos en España (...) Se pronuncia contra la violencia, pero toma parte, ya en 1930, en la preparación de un pronunciamiento militar, y se alía, en 1936, con fuerzas abiertamente revolucionarias y violentas; su defensa de la libertad de expresión no le impidió cerrar más periódicos que nadie hasta aquellas fechas. Y así podríamos seguir bastante rato.» [las cursivas son mías.]

Y D. Enrique lo «comenta» así (en el nº 66):

«Otra reserva importante por lo que tiene de fidelidad al texto por nuestra parte: decíamos que era injusto tildar a Azaña de "promotor abierto del extremismo" y se nos contesta: "Pero eso no lo digo yo". A la página 103 nos remitimos: "La retórica prietista, muy agresiva, se conjuntaba con la de Azaña, promotor abierto del extremismo".»

Sobran los comentarios. Y cierra la polémica D. Pío con reflexiones sobre cómo se derrumbó la República, y con textos como este:

«Y he aquí que el citado profesor parece animarse a la controversia. En este sentido, debo felicitarlo. La felicitación no puede extenderse, en cambio, a su estilo polémico. Se espera de un debate cierta clarificación de los asuntos cuestionados [¿no ha hecho lo mismo con mi artículo de El Catoblepas, nº 14?], pero a menudo ocurre lo contrario, es decir, un embrollo creciente, debido a errores como los bien visibles en la reseña y la réplica de Moradiellos: extravío en temas secundarios y en personalismos y reproches que tal vez podría aplicarse a sí mismo [¿cerrojo ideológico?]. De paso, el profesor desvirtúa las posiciones que critica, y aparenta no darse por enterado cuando se le rebate. Esto último ha sido una constante en los historiadores izquierdistas de estos años [¿resentimiento?], casi todos ellos rebatidos por anticipado en las obras de Martínez Bande, Bolloten, los hermanos Salas Larrazábal y otros, a quienes, con clásica deshonestidad intelectual, han conseguido sumir en el olvido desde su actual predominio en la universidad.» [los corchetes son míos.]

Los comentarios podrían extenderse tanto, que mejor no hacer ninguno más... de momento.

Notas

{1} En este sentido caben, al menos, cuatro opciones generales, en paralelismo, aunque en otro contexto, con los cuatro tipos de «normas políticas fundamentales (intencionales)» esquematizadas por Bueno (Aislacionismo, con peligro de «falsa conciencia»; Ejemplarismo, pero que confía en cierta «armonía» de los puntos de vista cuando son incompatibles; Imperialismo depredador, cuando se considera al otro como distinto (normalmente inferior) pero que no merece ser «civilizado», atendido; e Imperialismo Generador, cuando el otro es desemejante pero se considera la posibilidad de «igualarlo» con uno mismo (en términos generales), y por eso se le hace caso generosamente.

{2} Ver en El Catoblepas, nº 15, el artículo de Gustavo Bueno sobre «Filosofía y Locura», que nos sugiere multitud de cuestiones sobre la relación entre falsa conciencia y locura, así como entre filosofemas (gnósticos, sin implantación política) y deliremas, por ejemplo entre la filosofía práctica de Kant (para «imprudentes»), límite de la Inversión Teológica, y la pedagogía, moralidad y política de muchas corrientes de la modernidad.

{3} Ver nuestro artículo de El Catoblepas, nº 15 sobre «Las Izquierdas satisfechas contra la guerra». Respecto a las interpretaciones de la Historia de España ver el libro España frente a Europa de Gustavo Bueno, el artículo «Las coordenadas de la España de Fusi», en la Hemeroteca de www.fgbueno.es, «España» y «Dialéctica de clases / dialéctica de Estados».

{4} Digamos, de paso, que la «paz perpetua» es una hipótesis política que sólo se puede entender desde esta filosofía idealista y formalista (llevando al límite de la «inversión teológica», pretendiendo divinizar a los hombres). Por eso el idealismo (en el que también han caído con demasiada facilidad los franceses amantes de las grandes «Declaraciones de Derechos» abstractos, éticos, sin conexión con la política efectiva), es tan pernicioso, pero se manifiesta en la mayoría de los historiadores, filósofos y políticos de nuestros días, que, sin embargo, pretenden ser materialistas y «dialécticos».

{5} Ver, por ejemplo, las «Cuestiones pragmáticas» del Primer ensayo Sobre las Categorías de las «Ciencias políticas» de Gustavo Bueno, Editorial Riojana , Logroño 1991 (págs. 102 y ss.).

{6} Debemos advertir que los «argumentos de autoridad» sólo tienen un uso «sofístico» (como critica Moa a Moradiellos en «Miedo al debate» (Libertad Digital, del 19 de mayo de 2002) cuando se usa como mero soporte «subjetivo» y los contenidos defendidos por el que socorre son de una «autoridad aparente» (apariencia falsa). Con todo, el socorrido tiene que asumir (intentando asimilar) los contenidos aludidos.

{7} Gustavo Bueno, Telebasura y Democracia, Ediciones B, Barcelona, febrero de 2002, págs. 205 y 206. Las cursivas son mías.

{8} Se diría, como intentaremos argumentar en otra ocasión, que muchos historiadores y políticos han asumido el punto de vista idealista que expresó Kant en diversas obras. Kant intentó para la «razón práctica» una fundamentación similar (en necesidad y universalidad) a la de la «razón teórica» («metodologías alfa-operatorias» en terminología de G. Bueno), aproximadamente el sueño leibniziano de reducir las cuestiones de hecho a cuestiones de razón, en todos los ámbitos. Dicha fundamentación intenta encontrar leyes que neutralicen las operaciones de los sujetos gnoseológicos, en aquellos campos de temática conductual y proléptica (como la moralidad y la política), de tal manera que se encuentre un camino seguro (un «automatismo») para la conducta práctica. Esto significa que Kant pretende conseguir una razón práctica sin «prudencia», a pesar de que era la virtud fundamental para la filosofía tradicional (griega, sobre todo). Pero dicho formalismo deja el camino abierto, a pesar de Kant, a la mayor de las «imprudencias» (se acerca mucho a una filosofía de tintes gnósticos, muy lejos de estar implantada «políticamente», al menos a través de una «política materialista», aunque pretenda ser «dialéctica»).
La mayoría de las tendencias políticas «indefinidas», de los teóricos sacralizadores del Derecho Internacional, y de los historiadores que pretender ser «neutros», y de los pedagogos «no dirigistas», se mueven en esta línea. Los que dicen no tomar «partido», o consideran que su «interpretación» es la más acertada porque está hecha «desde la Humanidad», no caen en la cuenta de que tal punto de vista es imposible. Y, como nos sugiere Gustavo Bueno, la ideología europeísta, representada fundamentalmente por Francia y su «internacionalismo» (más o menos sincero, aunque muchas veces como estrategia para desarrollar sus proyectos culturales y políticos), es la ideología preponderante entre los historiadores españoles, cuya justificación desarrollan según distintos tipos de nematología.

{9} Henry Kamen, Imperio, Ed. Aguilar, Madrid, febrero de 2003, págs. 9 y 10.

{10} Idem, pág. 11. Los paréntesis son míos.

{11} Ver la Tipología de «normas políticas fundamentales (intencionales) desarrollada por Gustavo Bueno en «Principios de una teoría filosófico política materialista».

{12} Enrique Moradiellos, La perfidia de Albión, pág. 368. Las cursivas son mías.

{13} Ibidem, Memorándum de Roberts, 19 mayo 1939. FO 371/24159 W8087.

{14} Ver la misma obra, págs. 369 y 370.

{15} ¿Le ha ocurrido lo mismo respecto a la guerra de Irak? También ha jugado las cartas del europeísmo y el internacionalismo para tratar de frenar al imperio americano. Y también le interesa que USA, y sus aliados, se desgastase lo máximo posible en la guerra y en la postguerra, tratando de que la ONU intervenga para sacar tajada a través de su derecho de veto. ¿Realmente alguien (sensato) puede pensar que le interesa el «pueblo» de Irak, sabiendo cómo estaba con el angelito de Sadam y su régimen? Los «humanitaristas» y «legalistas internacionales» de España también tienen un doble lenguaje. Condenan la violencia, como la «pena de muerte» y apelan a la ONU, pero sólo cuando les interesa. En el caso de Cuba (ver «El Estado de Derecho cubano frente al terrorismo y la agresión», en El Catoblepas, nº 14) asumen la violencia y no creemos que aceptasen una resolución de la ONU a favor de la invasión de Cuba (sin entrar a valorar la materia del asunto) En Rivas-Vaciamadrid, ciudad en la que creo que se da la mayor densidad de progres de toda España, el Ayuntamiento (de IU en coalición con el PSOE) se ha volcado en cuerpo y alma a favor de la «no violencia» y la «legalidad» contra la guerra (contra todas las guerras me dijo mucha gente). Y sin embargo se ha presentado un pleito con la Comunidad de Madrid y el Ministerio (gobernados por el PP) sobre el trazado de la M-50 y los accesos a Rivas. De repente la legalidad ya no es la salida razonable (que ellos mismos no han dejado de reivindicar al apelar a la ONU, y al TPI, &c.) sino que ahora «una cosa ha de quedarles claro a los responsables de Fomento: Rivas Vaciamadrid va a luchar por aquello que cree justo y, si es necesario, vamos a movilizarnos. Si no nos permiten enlazar directamente con la M-50 no vamos a permitir que comiencen las obras de construcción de esta carretera a su paso por Rivas». Lo dice un concejal y posible alcande el 25 de mayo (José Masa), en Tu Alternativa (revista de IU), nº 66, abril de 2003, pág. 5. Las cursivas son mías.

{16} Pío Moa, Los mitos de la guerra civil, febrero de 2003, págs. 359, 360 y 361

{17} Id., págs. 361 y 362.

 

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