Nódulo materialistaSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org


 

El Catoblepas, número 16, junio 2003
  El Catoblepasnúmero 16 • junio 2003 • página 3
Guía de Perplejos

De los aduladores

Alfonso Fernández Tresguerres

La adulación se alimenta de la vanidad y nace del interés

Un buen amigo mío, a quien tengo por hombre juicioso y no de escaso ingenio, suele repetir que cuando alguien empieza a halagar tu vanidad un punto más allá de lo que podría ser considerado razonable; cuando, súbitamente, parece adorarte; considera oportuno todo lo que haces; ingenioso todo lo que dices, y, en suma, no para mientes en ponderar las supuestas virtudes y excelencias que te adornan, no está de más que comiences por preguntarte qué quiere. Yo estoy de acuerdo. Creo que el interés es, no ya el más importante, sino probablemente también el único resorte de la adulación.

Por lo demás, en la defensa de dicha tesis no parece que me vea forzado a enfrascarme en severas controversias con nadie, pues así es como de ordinario ha sido entendida tal impostura ética. En nuestra lengua se define la adulación como el acto de halagar interesadamente. Lo mismo que hace muchos siglos ya había concluido Teofrasto: «Se podría definir la adulación –-leemos en los Caracteres– como un trato indigno, pero ventajoso para quien lo practica.»

Ahora bien, es importante advertir que la adulación no consiste en un solo vicio o maldad, sino que, por su propia naturaleza, únicamente puede conformarse mediante la colaboración de varios: fingimiento, mentira y deslealtad son algunos de los principales. Se puede, ciertamente, ser desleal sin adular, pero no cabe ser adulador sin incurrir en deslealtad, y otro tanto ocurre con el mentir o el fingir: en su ejercicio no necesitan de la adulación, pero la adulación no sólo los necesita, sino que no puede darse sin ellos. Mas también, con no poca frecuencia, el adulador se hace acompañar asimismo de la traición: toda vez que sus expectativas no se vean satisfechas (y muchas veces aun siéndolo), al acto de adular le seguirán la calumnia, la maledicencia y, en suma, la traición (aunque la adulación misma es una traición permanente). Acertadamente observaba Quevedo que: «Bien puede haber puñalada sin lisonja, mas pocas veces hay lisonja sin puñalada.» Y esto es así, seguramente, porque toda adulación descansa sobre cimientos de envidia y de resentimiento; envidia de lo que el otro posee, y resentimiento por tener que adular para obtener el favor que se desea. El adulador no sólo desprecia a quien adula, sino que se desprecia también a sí mismo por lo que hace («El adulador –decía La Bruyère– nunca piensa bien de sí mismo ni de los demás»). Y cuando el otro ya no resulta útil, difícilmente puede el adulador dejar de dar el paso a la traición más abyecta; doblemente resentido si no ha alcanzado su meta: resentido por haber adulado y resentido porque tan rastrero comportamiento no haya servido a su propósito. Pero aunque éste se logre, no por ello quien adula dejará de traicionar a su benefactor: su resentimiento tomará ahora la forma de profunda vergüenza, y necesitará tratar de olvidarse cuanto antes de la forma ruin mediante la que ha llegado a su meta, mas necesitará que lo olviden también aquellos que, como espectadores, hayan podido asistir a la representación de sus viles maniobras. ¿Cómo, pues, podría intentar romper ese lazo humillante que amenaza atarle de por vida al adulado, recordándole a cada instante (y recordándoselo a los demás) el ser despreciable que en realidad es? Muy simple: poniendo su empeño todo en destruir a quien le ha beneficiado.

Catedrático conozco de esta venerable Universidad de Oviedo que tras acceder a tal dignidad académica (mediante el favor, por supuesto: difícilmente lo hubiera logrado de otro modo), no pudo contenerse, y aguijoneado por los efectos de una copiosa comida, regada más que generosamente, exclamó: «¡Ahora ya no tengo que lamer el culo a nadie!» (sí, es cierto: además de adulador es tonto). Sorprendido por un reconocimiento tan estúpido como espontáneo de su condición, le pregunté si hasta ese momento había lamido muchos. Nunca más volvió a dirigirme la palabra (lo que a mi vez tengo por un no menguado favor y honor). Y, por supuesto, no bien hubo tomado posesión de su canonjía, se dedicó con todas sus fuerzas a la caza y captura de quien lo encumbró a ella. A mi no me extraña que en el infierno de Dante los aduladores tengan su lugar propio en un pozo lleno de excrementos: para quien ha pasado la vida lamiendo culos, qué lugar mejor para pasar la eternidad que un montón de mierda. Con Bacon, me hallo firmemente persuadido de que la adulación es la bajeza más vergonzosa.

Con lo dicho (según creo), está señalado lo esencial, y poco más hay que añadir. Obviamente, resulta prácticamente innecesario subrayar que la adulación es la antítesis de la amistad: en el adulador no hay cariño real ni admiración sincera hacia el adulado, sino más bien (como ya se ha apuntado) envidia y resentimiento. El adulador es un parásito que permanece unido a su víctima mientras ésta le suministra alimento, y cuando la fuente se agota, se apresura a saltar de improviso sobre las espaldas de otro desprevenido. No es, por ello, gran descubrimiento el de Séneca cuando afirma que: «Quien haya sido admitido por utilidad, placerá mientras sea útil (...) Quien comience a ser amigo por conveniencia, acabará de serlo también por conveniencia.» Algo en lo que también insiste Cicerón: «Si el provecho es la causa de la amistad, el provecho la destruirá.» En realidad, la amistad no puede propiamente destruirse, porque la verdad es que nunca existió. Sucede, simplemente, que acabada la utilidad, el adulador muestra su verdadero rostro, se descubre como lo que nunca dejó de ser: un completo miserable. Y por aquí venimos a dar en que eso que siempre se ha dicho, a saber, que a los verdaderos amigos se les conoce en la adversidad, no es un mero tópico, sino una profunda verdad. Se cuenta que Tarquino, al iniciar su exilio, hizo la siguiente observación: «He sabido qué amigos me son fieles y cuáles no ahora que ya no puedo recompensarlos.» Es una pena que no se haya dado cuenta antes. A mí no me gustaría tener que esperar al momento de la desgracia para efectuar una comprobación tal. Ojalá el destino me trate bien, que a los aduladores (si llegan) ya me encargaré yo de desenmascararlos.

Mas, ¿qué decir del adulado? Pues que si bien es cierto que nadie está libre de tropezarse con un adulador, ni tampoco de enmarañarse en las sutiles redes de su venenoso canto, no lo es menos que quienes más sensibles resultan al falso halago, siendo, por tanto, más proclives a encontrarse a merced del adulador, son aquellos de natural soberbio y vanidoso. Como dice Espinosa: «El soberbio ama la presencia de los parásitos o aduladores y odia, en cambio, la de los generosos.» Sin dejar de mostrarme de acuerdo, yo opino, sin embargo, que para el adulador es víctima más fácil quien peca de vanidad que de soberbia, porque, después de todo, al vanidoso los halagos recibidos jamás le parecerán exagerados, sino verdad justísima y acertada. Mark Twain lo expresaba irónicamente: «Uno no sabe nunca cómo responder a un cumplido –dice–. Yo los he recibido innumerables veces y siempre me hacen sentirme incómodo..., siempre me quedo con la impresión de que se han quedado cortos». Pero completamente en serio lo dice F. de la Rochefoucauld cuando escribe que: «La adulación es una falsa moneda que sólo circula gracias a nuestra vanidad.» Y mucho antes que él, Cicerón defendía la misma idea, asegurando que: «Aquel que presta más oído a las lisonjas es el mismo que es más dado a halagarse a sí mismo y que más se deleita en su persona.» No estoy, en cambio, tan seguro de que, como afirma Kant, al «orgullo (...) basta adularle para tener, gracias a esta pasión del necio, poder sobre él». Pero en cualquier caso, tenemos que serían tres los temperamentos en los que el adulador encontrará un terreno más favorable para sembrar su ponzoña, aunque yo no dudaría en conceder el primer lugar al vanidoso, frente al soberbio y aún más frente al orgulloso.

Yo, que peco sólo lo justo (o eso creo) de soberbia y orgullo, soy lo suficientemente insignificante como para no poder permitirme, en cambio, incurrir en el vicio de la vanidad, y lo suficientemente insignificante también como para que nadie pierda el tiempo en adularme; mas, cuando ha sucedido (y alguna vez ha sucedido), puedo envanecerme (ahora sí) de haberlo detectado de inmediato, y puedo asegurar que he disfrutado mucho con la situación. Por lo demás, una vez que se descubre la adulación, resulta enormemente sencillo conocer el juego del adulador, saber qué quiere, porque siempre quiere algo: la adulación, que se alimenta de la vanidad, nace siempre del interés.

Asimismo, estoy convencido de que entre los muchos vicios que me adornan no se encuentra el de adular. No me interesa nada que me vea obligado a comprar con falsas lisonjas. Para conseguir algo puedo callar lo que en verdad pienso, pero no decir lo que no pienso. Puedo ser tan taimado que me sirva del silencio si ello redunda en mi propio beneficio (tal vez me descubro más en lo que callo que en lo que digo), pero no tan rastrero como para poner mi cara a la altura de las posaderas del prójimo.

Quien gusta de la adulación es un necio, pero quien se sirve de ella es peor: es el esclavo de un necio. Yo tengo siempre muy presente el consejo de Cicerón: «Ten a mano la amabilidad y aleja de ti la adulación, criada del vicio, ya que es indigna no sólo de un amigo, sino de cualquier hombre libre, pues de una manera vivimos con un tirano, de otra con un amigo.» Y si me viera forzado a elegir, antes preferiría tener enemigos que aduladores, porque la enemistad no es incompatible con cierta nobleza, pero en la adulación (y en la enemistad nacida frecuentemente de ella) sólo ruindad se encuentra.

 

El Catoblepas
© 2003 nodulo.org