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El Catoblepas, número 16, junio 2003
  El Catoblepasnúmero 16 • junio 2003 • página 1
polémica

Una visión neostalinista de la Guerra Civil indice de la polémica

Pío Moa Rodríguez

Respuesta a Enrique Moradiellos, en el afán de entablar un debate clarificador

Vengo insistiendo desde hace tiempo en la urgencia de un debate serio en torno a la guerra civil, dadas las muchas y evidentes falsedades al respecto que parecen haber tomado carta de naturaleza desde hace treinta años. Mi propuesta ha sido tenazmente desoída, pero ahora el señor Moradiellos se ha puesto por fin a la labor, en El Catoblepas. Lo hace en un tono algo pedantuelo y mayestático, pero, en fin, son defectillos menores al lado de su loable esfuerzo por clarificar las cosas, refutándome.

Peores son otros defectos, como cuando empuja el debate, no hacia la objetividad, sino hacia la etiquetación ideológica. Así, me cataloga como «tradicionalista y franquista, sin asomo de ironía ni propósito de sarcasmo». El que una versión sea «franquista» o «antifranquista» no tiene en principio relevancia en cuanto a la clarificación del asunto, y, al contrario, plantear así las cuestiones tiende a desviarlas de ese interés, que debiera ser fundamental. Sospecho que mi crítico espera ganar puntos gratuitamente al marcarme con una etiqueta que él sabe perjudicial a los ojos de mucha gente, por su utilización demagógica y sin criterio, al modo como se ha hecho con el término «fascista». Seguiré ahora, un poco, su mal ejemplo, y lo etiquetaré a él de stalinista o neostalinista, yo sí con un poco de sarcasmo, por cuanto su versión refleja básicamente la propaganda elaborada por los comunistas sobre la guerra civil.

Según esa propaganda, la guerra fue una confrontación entre democracia y fascismo, en la cual las democracias occidentales traicionaron a la española, que debió ser ayudada in extremis por Stalin, en pro de la libertad y de la paz internacional. Esa ayuda no bastó a contrarrestar la proporcionada a Franco por las potencias fascistas, debido a la política de no intervención inglesa, pero permitió mantener una heroica resistencia republicana durante casi tres años. Resistencia dañada también por las reyertas y disensiones entre los republicanos. Entre los neostalinistas, unos defienden a Stalin y otros lo critican por suponer que podía haber hecho más por la «república». Asimismo, unos culpan más a los comunistas y otros a sus aliados, por las dañinas reyertas interizquierdistas. Pero se trata de variaciones sobre el tema clave, muy elaborado, insisto, por la propaganda del Kremlin.

En ese esquema, la intervención exterior cobra el máximo relieve, y en algunos casos llega a ser la explicación fundamental de por qué la «república» perdió la guerra: en último extremo, por el sabotaje de los británicos, «los auténticos villanos», en expresión de Hemingway. Moradiellos no llega tan lejos –hoy sería imposible–, pero concede a la intervención y no intervención extranjera un peso mucho más grande que el que yo le atribuyo. Siendo ésta, precisamente, la especialidad de sus estudios, su esfuerzo refutatorio es tanto más de agradecer. Sin embargo, no estoy seguro de que no se enrede un tanto en los detalles, y enrede al lector poco atento. Ya en una discusión en la Revista de libros le llamé la atención sobre su tendencia a confundir la complejidad de un asunto con el embrollo a la hora de abordarlo o explicarlo.

La crítica de Moradiellos, trata las, a su juicio, cuatro cuestiones básicas, por este orden: la génesis de la intervención extranjera, las motivaciones de las potencias intervencionistas, la entidad de su intervención, y la trascendencia de la misma. Ese orden no parece un buen método expositivo, y perjudica la comprensión. Al enfrentarse con una masa de datos desordenados, el investigador puede empezar por cualesquiera de ellos, pero una vez ha llegado a una conclusión, conviene ofrecerlos ordenados de forma más inteligible. En este caso, creo que debiera haber empezado por el último punto, es decir, por la trascendencia de la intervención extranjera –que no depende de los puntos anteriores, salvo, y parcialmente, del tercero– pues es la clave que permite valorar debidamente a los demás. Si el crítico hubiera obrado así, habría ahorrado a sus lectores bastantes páginas de farragosas y a ratos confusas disquisiciones.

Ese fallo de exposición refleja, como veremos, otro más profundo. En historiografía se perciben fácilmente dos tipos de errores, los de detalle, inevitables incluso en los trabajos más cuidados, y los de enfoque, mucho más graves, pues suelen echar a perder esfuerzos de investigación muy laboriosos. Me parece que, desgraciadamente, algo así le ocurre a Moradiellos, como vamos a ver.

Empezaré por exponer mis tesis en torno a la trascendencia de la intervención extranjera, ya que difícilmente se hará una idea de ellas el lector que las conozca sólo por la presentación que de ellas hace mi crítico:

a) La intervención extranjera tuvo en España un carácter muy diferente en cada bando, porque sirvió a la URSS para hacerse con el control del Frente Popular, no habiendo ocurrido nada semejante por parte de Italia y Alemania con respecto al bando franquista.

b) La intervención fue, grosso modo, equivalente en términos materiales en los dos bandos, y por ello no pudo influir de manera decisiva en el curso de la guerra... excepto en un momento preciso: la batalla de Madrid en noviembre de 1936.

c) La política de No Intervención mantuvo el conflicto español aislado, evitando que diera lugar a un conflicto europeo o que se convirtiera en «la primera batalla de la II Guerra mundial», como a menudo sigue diciéndose.

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La primera tesis es obviamente la crucial desde el punto de vista de España, porque pone a las demás en su auténtica perspectiva, pero, sorprendentemente... ¡Moradiellos ni siquiera la aborda! Este olvido, en sí mismo, constituye uno de esos nefastos errores de enfoque antes aludidos.

Ampliaré brevemente la idea. El bando que, en principio, tenía más probabilidades de convertirse en títere de sus auxiliadores era el nacional, pues, al faltarle inicialmente, y por un buen período, medios de pago o industria propia, dependía enteramente del crédito que quisieran otorgarle Roma y Berlín, y carecía de margen de maniobra para imponer condiciones. El Frente Popular, en cambio, poseía ingentes medios financieros –la cuarta reserva de oro del mundo–, y podía comprar, incluso al contado, cuanto precisara. Además disponía de prácticamente toda la industria de guerra y de la base industrial, muy considerable en Barcelona, Vizcaya, Santander y Asturias.

Y sin embargo ocurrió lo contrario de las expectativas lógicas. El bando franquista, aunque haciendo concesiones menores, defendió su independencia con gran eficacia. Por ejemplo, tras ocupar Vizcaya mantuvo las exportaciones de hierro a Inglaterra, contra las aspiraciones de Hitler. O durante la crisis de Munich declaró su neutralidad en caso de conflicto europeo, para irritada decepción de Roma y de Berlín. Consintió un grado muy bajo de intrusión en sus decisiones militares, y no admitió que la Falange o cualquier otro grupo actuara como un partido agente de los alemanes o los italianos.

En cambio el Frente Popular cayó enseguida en una dependencia fundamental del Kremlin. Un canal de esa dependencia fue el envío del grueso del oro español a Moscú, al que, nuevo motivo de asombro, apenas presta atención Moradiellos, como si no tuviera importancia. Pero la tuvo, y difícil de exagerar. Las discusiones al respecto han solido versar sobre si Stalin engañó a España con el oro, pero ese es un debate menor. El efecto realmente crucial del envío fue que el Frente Popular perdió el control sobre sus recursos financieros, tuvo que gastarlos en las condiciones impuestas por la URSS, consumiéndolos directamente en lugar de obtener créditos sobre ellos, y ni siquiera llegó a recibir jamás cuentas detalladas del gasto. Stalin, dueño efectivo de las reservas españolas, pudo imponer a su conveniencia los precios y los ritmos de envío de los materiales comprados, y con ello se hizo el amo del destino del Frente Popular. Los documentos del archivo de Largo Caballero, que he citado ampliamente en El derrumbe de la II República, muestran la angustia del gobierno español ante las constantes injerencias soviéticas, que debían soportar ante el chantaje de no recibir las armas pagadas a alto precio. Las mejores de éstas iban a las unidades comunistas, y alguna ofensiva que pudo haber tenido grandes consecuencias (la propuesta por Largo Caballero por Extremadura para cortar en dos la zona enemiga) fue saboteada por los asesores soviéticos, jefes entonces de la aviación y los carros.

No fue el oro el único cauce por el que las izquierdas perdieron su independencia. La URSS envió numerosos consejeros, los cuales, sea cual fuere su número real –esto parece ser lo único que interesa a Moradiellos– tuvieron una influencia política y militar incomparablemente superior a la de los militares alemanes o italianos en el bando opuesto. El propio ejército del Frente Popular perdió toda relación con el diseñado por Azaña, y fue modelado al estilo soviético, desde los signos exteriores (como la estrella roja) hasta la intensa politización por medio de los comisarios políticos, o el extremo disciplinarismo de sus códigos, lindante con el terror. Tampoco tuvo paralelo entre los nacionales la intervención policíaca soviética. De hecho, la NKVD actuaba en España como en terreno colonial, al margen del gobierno español, y dirigiendo de manera subrepticia a la misma policía secreta del Frente Popular. Algunos de los episodios al respecto (como el caso Nin) son bien conocidos y no hará falta repetirlos aquí.

El control soviético tuvo otra vía absolutamente fundamental, también olvidada sorprendentemente por mi crítico, y es la existencia en España de un partido agente de los intereses soviéticos, el PCE, rígidamente orientado desde Moscú. Desde su fundación por los años 20, el PCE había supuesto un inmiscuimiento soviético en la política interna española, como señala Stanley Payne en su último libro, cuya lectura atenta recomiendo a Moradiellos, y durante la guerra se convirtió rápidamente, y gracias en buena medida a la «ayuda» staliniana, en el partido más poderoso del Frente Popular. En ningún momento, insisto, jugó la Falange o cualquier otro grupo en el bando opuesto un papel ni remotamente similar al servicio de Berlín o de Roma.

Bien manifiesta quedó la hegemonía soviética en sucesos como la exclusión del poder de las fuerzas y políticos opuestos a Stalin, por poderosos que fueran. Así la CNT, o Largo Caballero, o Prieto.

Naturalmente, si Moradiellos pudiera demostrar que el Frente Popular mantuvo el control del oro y lo gastó de la manera más conveniente para él, que el PCE no obedecía a Stalin o que su influencia en el Frente Popular fue negligible, que los asesores y militares soviéticos no tuvieron más influencia que los alemanes e italianos, que la NKVD operaba bajo autoridad española, que la destitución de políticos anticomunistas fue una casualidad, etc., entonces no cabe duda de que habría derrumbado por completo mis tesis sobre la intervención extranjera, ya que las restantes caerían por su propio peso o serían asunto menor. Lamentablemente, ni siquiera lo intenta, sino que se pierde en cuestiones interesantes, sin duda, pero accesorias, perdiendo su crítica mucho valor.

Así pues, y en tanto dichos historiadores no logren desmentirlo, debemos aceptar que el efecto principal y más trascendente de la intervención extranjera en la guerra de España fue la básica sumisión a Stalin por parte del Frente Popular, mientras que el bando nacional conservó su independencia.

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Pasemos ahora a la segunda tesis. Sostengo que, en términos militares, la intervención se equilibró más o menos. Quien haya seguido la interminable discusión, desde hace unos treinta años, sobre qué bando recibió más aviones, tanques o artillería, comprueba cómo cada poco tiempo aparecen estudios que pretenden superar o desmentir a los anteriores. Moradiellos concede el mayor crédito a uno de ellos, el de Howson –se proclama de su «escuela»–, cuya concepción de la guerra civil es, como he expuesto en el libro sobre los mitos de la guerra, sencillamente pueril. Los datos de Howson sobre aviones y artillería han sido rebatidos por Jesús Salas y Artemio Mortera, a quienes sigo de preferencia. Pero no entraré ahora en ese debate, insisto en que secundario una vez clarificada la primera tesis. Admitiré en principio que mi crítico pueda tener razón en algunos de los datos parciales que maneja, pero sigo inclinado a creer en un equilibrio básico, incluso con ligera supremacía de los suministros recibidos por las izquierdas.

Para ello me baso en la siguiente consideración: los nacionales comprometieron créditos por valor de unos 550 millones de dólares, principalmente con Italia y Alemania, mientras que el Frente Popular movilizó casi todo el oro (más de 700 millones de dólares), la plata (unas 1.300 toneladas, vendidas sobre todo en Usa), y otros efectos difíciles de evaluar, procedentes de exportaciones, requisas o simples saqueos, que alcanzaron enorme amplitud, de bienes particulares, estatales o eclesiásticos. El gasto total del Frente Popular fue muy superior al contrario, y pudo muy bien llegar a los 900 millones de dólares. ¿Qué hizo con una suma tan ingente? La cuestión podría dilucidarse en lo esencial si Moscú hubiera rendido cuentas precisas de su gestión del oro, pues entonces sabríamos qué material facilitó efectivamente, y a qué precio. Pero como no ha juzgado conveniente entregar esas cuentas, seguimos en el terreno de las estimaciones más o menos afinadas y en la valoración de documentos parciales, sobre las que no acaban de ponerse de acuerdo los especialistas. La URSS no sólo envió armas, sino también alimentos y otros productos de consumo, pues la ínfima productividad de la zona izquierdista se tradujo en la oleada de hambre mayor, con mucho, sufrida por España en el siglo XX, peor que las de 1941 y 1946. Pero aun así, si con todos esos recursos el Frente Popular obtuvo muchas menos armas que sus contrarios, como sostienen Moradiellos y otros, debemos concluir que Moscú estafó escandalosamente a sus protegidos, o bien que éstos mostraron una ineptitud o corrupción no menos escandalosas.

Sin embargo me inclino a creer que Stalin no estafó de modo significativo al Frente Popular. Él comprendió muy bien (mejor que Moradiellos, desde luego) que la clave de la victoria no consistía tanto en las armas como en la creación de un ejército eficiente, capaz de sacarles partido. Sus directrices al Frente Popular en ese sentido están cargadas de sensatez y sentido común, y logró que se cumplieran en lo esencial. También insistió, con menor éxito, en el desarrollo de una fuerte industria de guerra en España. No tiene lógica que, con esa política general, fuera luego a dejar desabastecido al ejército. A falta de las cuentas, por tanto, opino que Stalin debió de limitarse a cobrar sus armas a precio alto, quizá abusivo a veces, pero la URSS, debemos tenerlo presente, debía alimentar su propio rearme frente a Alemania, y no estaba en posición de regalar nada.

En cuanto a la ineptitud y corrupción en los dirigentes frentepopulistas, está bien acreditada, y Moradiellos puede leer la abundante documentación al respecto en los libros del historiador anarquista Francisco Olaya (Por contraste, los nacionales negociaron duramente con Alemania, logrando rebajar notablemente los pagos, y pagaron el material italiano a precio de saldo, al hacerlo después de la guerra mundial, con una lira muy devaluada). Pero me cuesta creer que esa combinación de ineptitud, corrupción y altos precios alcanzara tal volumen que, habiendo gastado mucho más que sus contrarios, recibieran muchas menos armas. Por ello sigo creyendo en la corrección básica de los datos aportados por Jesús y Ramón Salas.

Tampoco pudo ser decisiva la presencia de extranjeros, aun si aceptamos que, como sostiene Moradiellos, hubo bastantes más en el bando franquista que en el contrario. Pues como cada bando llegó a movilizar a más de un millón de hombres durante bastante tiempo, y el número total de extranjeros a lo largo de la contienda se distribuye en números mucho menores en cada etapa, al rotar con frecuencia, el total nunca debió de sobrepasar el 10%, probablemente el 5% la mayor parte del tiempo.

Por consiguiente los aportes externos no pudieron ser decisivos, tomando la guerra en su conjunto. Pero pudieron serlo en algún momento particular. Yo creo que así ocurrió, concretamente en la batalla de Madrid, en noviembre de 1936, mientras que los neostalinistas suelen atribuir ese carácter determinante al paso del estrecho por las tropas de Franco en julio-agosto del mismo año.

Mi tesis descansa en la siguiente consideración: dada la imposibilidad de conquistar una ciudad de un millón de habitantes con las bregadas pero escasas fuerzas del Ejército de África, Madrid sólo podía caer si sus defensores estaban tan desmoralizados que apenas ofreciesen resistencia. Esa desmoralización parecía conseguida después de la liberación del mítico alcázar de Toledo, y la conquista de la capital pudo haber dado fin a la guerra a sólo cinco meses de iniciada, con una intervención exterior insignificante (algo mayor en aviones, aunque la guerra España fue esencialmente de infanterías), y con empleo de pequeñas columnas en vez de grandes unidades militares. Pues bien, según los franquistas avanzaban desde Toledo a Madrid, afluía el material, los asesores y tropas especiales soviéticas, junto con las brigadas internacionales, y, siguiendo la consigna comunista, estaba en formación un ejército regular de nuevo tipo, todo lo cual iba a transformar por completo la contienda.

Y así, en vísperas del ataque a Madrid, las izquierdas disponían no sólo de más tropas, sino también de más y mejores medios de combate (artillería, tanques y aviones), y, lo que en aquel momento contaba mucho más, de una nueva moral de defensa a ultranza y contraataque. El valor de las brigadas internacionales, por ejemplo, fue esencialmente moral, y la agitación, sobre todo comunista, logró cambiar el clima de desánimo de los defensores, mientras la «quinta columna» era aplastada con métodos que recuerdan inequívocamente los soviéticos. La intervención soviética fue decisiva, en lo material y lo moral, y si no consiguió, como pretendía, triturar a las débiles columnas de Franco, al menos impidió la caída de la capital, determinando la prolongación de una contienda que pudo haber sido muy corta, la formación de verdaderos ejércitos de masas, y la escalada en los aportes extranjeros (los alemanes organizaron entonces la Legión Cóndor, que empezó a actuar después de la batalla de Madrid, y los italianos el CTV, cuyas unidades empezaron a llegar también un mes después de dicha batalla). Luego, a lo largo de 1937, la intervención de Hitler y Mussolini iría equilibrando y finalmente superando a la de Stalin, con diversas alternativas hasta el final de la guerra, pero en una situación de conjunto decidida en la batalla de Madrid.

Moradiellos pasa por alto, una vez más, esta decisiva ocasión, y en cambio menciona el puente aéreo sobre el Estrecho de Gibraltar: «Sin la oportuna ayuda nazi y fascista en la última semana de julio de 1936, ¿cómo se hubieran recuperado los insurgentes del trauma que supuso el inicial fracaso del golpe militar faccional en casi la mitad del país?» Él y otros han insistido mucho sobre los aviones recibidos por los rebeldes, que habrían transformado un golpe militar fracasado en una contienda en toda regla. Pero esa versión está refutada en Los mitos de la guerra civil, basándose en la cronología y en los datos de Jesús Salas y otros.

El puente aéreo sobre el Estrecho tuvo, desde luego, dichas consecuencias trascendentales, pues baste recordar que el golpe ideado por Mola fracasó, dejando en manos de las izquierdas la práctica totalidad del dinero y la industria, la mayoría de las grandes ciudades, la mayor extensión peninsular, la mayoría de las fuerzas de seguridad –mucho mejor entrenadas que las tropas de reemplazo–, la mitad aproximadamente del ejército, y, grosso modo, dos tercios de la aviación y la marina. Y la única baza que restaba a los rebeldes, el pequeño Ejército de África, estaba aislado en Marruecos. En estas condiciones, el puente aéreo sobre el Estrecho consiguió tres objetivos estratégicos de primer orden: consolidar a Queipo de Llano en Andalucía occidental, llevar municiones a Mola, que en el norte estaba desesperadamente falto de ellas, y unir por Extremadura las zonas norte y sur de la rebelión. Sin esos logros, la rebelión habría sido inexorablemente aplastada.

Pero, contra lo que dice Moradiellos, el cruce aéreo del Estrecho fue iniciado con aviones españoles (más uno alemán requisado), y había alcanzado sus principales objetivos antes de cualquier intervención significativa de los aviones alemanes e italianos. La aportación germanoitaliana simplemente mejoró para los rebeldes un panorama que en lo fundamental estaba ya cambiado. Moradiellos no puede ignorar esto, pero sigue la táctica de hacerse «el loco» y repetir la vieja letanía. Incidentalmente, esa táctica ha sido muy empleada por los neostalinistas, sobre todo cuando conseguían marginar y sepultar en el silencio a sus refutadores, lo cual, imagino, va a resultarles más difícil en adelante.

Prefiero no extenderme mucho sobre comentarios como «Sin la constante ayuda militar, diplomática y financiera prestada por la Alemania de Hitler y la Italia de Mussolini, es harto difícil creer que el bando liderado por el general Franco hubiera podido obtener su rotunda victoria absoluta e incondicional». Esto, en la medida en que no es una perogrullada, empuja al engaño, porque olvida el otro lado de la cuestión: «sin la ayuda de la URSS de Stalin, el Frente Popular no habría podido resistir casi tres años». Esa ayuda, que privó de independencia a las izquierdas, se extendió hasta la propia concepción del Ejército Popular de la República, de inspiración soviética, y que no era ninguna broma (como lo habían sido en buena medida las columnas milicianas, a pesar de ser mandadas generalmente por militares profesionales y vertebradas con fuerzas de seguridad y tropas regulares). Su modelo soviético, debe recordarse, había vencido en Rusia a las tropas «blancas», apoyadas por diversas potencias capitalistas.

La principal debilidad del nuevo ejército del Frente Popular no radicó en la supuesta falta de armas, sino en las rivalidades entre sus fuerzas políticas. Los comunistas hubieron de aplicar grandes esfuerzos no sólo a orientar y dominar el ejército, sino a desbancar por una parte, y conciliar por otra, a sus aliados anarquistas, socialistas, republicanos y nacionalistas. Necesitaban desplazarlos –y lo hicieron por métodos a menudo sangrientos– pero no anularlos, por la necesidad política de mantener la ficción de una «república democrática». Esta exigencia política redundaba inevitablemente en un menor rendimiento militar. Pero la tutela comunista se hacía cada vez más insufrible a sus aliados, hasta que, tras la caída de Cataluña, se planteó a éstos crudamente la opción: ¿Franco o Stalin? Muy hartos tenían que estar de éste cuando eligieron al primero, a quien se rindieron incondicionalmente, pese a no haber recibido de él promesa alguna de clemencia.

Según mi punto de vista, una guerra la gana, salvo en caso de desproporción abrumadora de fuerzas, el ejército mejor mandado y organizado. Resultó serlo el de Franco, pese a haber partido con una inferioridad tal que su derrota parecía garantizada. Las cualidades del mando incluyen, en el caso español, la destreza para conseguir ayuda exterior. Y en este punto, precisamente, la ventaja del bando nacional fue inmensa, no porque obtuviera más medios, sino porque los obtuvo a un coste mucho menor, y no sólo en términos económicos, sino, lo que es mucho más fundamental –aunque Moradiellos no parece entenderlo–, políticos, es decir, sin sacrificar su independencia. Al no enfocar así el asunto, el crítico se pierde en consideraciones y detalles secundarios, cuando no triviales, como hacen Howson y otros (está en abundante, si no muy buena, compañía).

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Y vamos con la tercera tesis, que abarca la de las motivaciones y génesis de las políticas extranjeras hacia España. Creo que todas esas políticas giraron sobre un mismo eje: la preocupación por una guerra europea en vías de gestación acelerada, y para la que ninguna potencia se sentía bien preparada. En líneas generales, Alemania e Italia vieron en la contienda española una oportunidad de ganar posiciones políticas, Francia y Gran Bretaña querían aislar la «hoguera» española, evitando su propagación a Europa, y la URSS trató de mantener las llamas por los motivos opuestos. Cada una de estas posiciones básicas tuvo evoluciones y alternativas a lo largo del conflicto, pero siguió, en definitiva, esas líneas básicas.

El problema principal que plantea Moradiellos es la de la actitud soviética, distinguiendo entre la tesis del «honesto Stalin» y la del «pérfido Stalin». Eso me parece un enredo insustancial, que olvida, para empezar, la mentalidad comunista.

En definitiva, ¿quería Stalin aislar al nazismo con el fin de salvaguardar la paz en Europa, o buscaba otra cosa? El amo del Kremlin era demasiado realista para creer en la paz. En varias ocasiones había advertido sobre la «inevitabilidad de una nueva guerra imperialista», idea «científica», coherente con la doctrina marxista-leninista. Siendo así, todo dependía de si la contienda empezaba por oriente, entre Alemania y la URSS, o por occidente, entre Alemania y las potencias occidentales. De ello dependía el destino de la URSS. Si el conflicto estallaba en el este, el sistema soviético se vendría probablemente abajo. Pero si se desarrollaba en el oeste, Europa occidental quedaría devastada y preparada para la revolución comunista. El cálculo resulta obvio para cualquier mirada libre de telarañas ideológicas.

Stalin orientó todos sus movimientos a desviar la guerra hacia el oeste (y a su vez entendía las concesiones de las democracias a Hitler como un intento de desviar a éste contra la URSS, en lo que probablemente tenía bastante razón). A partir del triunfo nazi en Alemania, que amenazaba muy directamente a Moscú, pasaron a primer plano los intereses directos de la URSS como primero, y por el momento único, sistema socialista del mundo, cuya existencia no debía poner en riesgo ninguna acción revolucionaria bienintencionada, pero aventurera. Por esa razón, Stalin transformó radicalmente la línea de la Comintern, pasando del enfrentamiento con las «democracias burguesas» y sus agentes socialdemócratas o «socialfascistas», a buscar la colaboración con todos ellos. Ahora trataba de aislar al nazismo mediante la táctica de los frentes populares.

Los frentes populares perseguían «agravar las contradicciones» entre los países fascistas y los democráticos, empujando a éstos contra aquellos. A tal fin, el Kremlin, el más acérrimo enemigo de las democracias y el mayor promotor de guerras en todo el mundo desde 1917, desplegó con la mayor desenvoltura las banderas de la paz y la democracia, convirtiéndose en adalid de ambas. ¡Y lo hizo mientras en la propia URSS el terror alcanzaba su cenit, sin que ello preocupase a los muchos simpatizantes burgueses que cosechó su nueva política! Fue una verdadera hazaña de la propaganda, que pervive en intelectuales como Moradiellos.

Una cuestión irresuelta es la de si Stalin utilizaba los frentes populares para presionar y en definitiva buscar por una vía tortuosa el entendimiento con Hitler, en lugar de aislarlo y sumirlo en la impotencia. Krivitski así lo afirmó, y aunque los simpatizantes burgueses de Stalin han desestimado su testimonio, el mismo se ha venido corroborando en lo principal, entre otras cosas en el final pacto nazi-soviético, totalmente inesperado para tantos expertos.

¿Qué papel representaba España en esta situación? Es evidente –salvo para un neostalinista– que el Kremlin no podía defender la democracia en España (ni en ningún otro país), porque tal régimen no le importaba lo más mínimo, y porque en el Frente Popular no existía democracia, como Azaña reconoció con estas palabras y de otras muchas formas indirectas. Tampoco defendía la paz dentro de nuestro país, pues consiguió alargar el conflicto más de dos años.

Pero ¿defendía la paz en el resto de Europa, aun a costa de España? Aquí hemos de considerar dos puntos de vista. Según los británicos, y en menor medida los franceses, la defensa de la paz europea consistía en evitar la propagación del conflicto español a Europa. Según los soviéticos, la única forma de impedir la guerra europea consistía en frenar en España a Hitler y Mussolini.

Para sostener su postura y empujar a las democracias a un compromiso más activo con el Frente Popular, Moscú presentó nuestra pugna civil como una lucha por la independencia y contra la invasión nazifascista. Si la invasión triunfaba, España se convertiría en una dependencia alemana o italiana, y las democracias quedarían en posición desventajosísima, amenazadas en sus líneas de comunicaciones y otros intereses vitales. Por ello les convenía intervenir, o al menos favorecer el triunfo de las izquierdas españolas. Además, si el nazismo era enérgicamente frenado en España, renunciaría a nuevas agresiones.

Estos argumentos parecen tener peso, pero su cálculo es ilusorio, y no lograron convencer a Londres. Si alguien perdió su independencia fueron las izquierdas españolas, como hemos visto. Y no era seguro el efecto disuasor de frenar a Hitler en la península, pues este escenario tenía para él valor secundario en comparación con el centroeuropeo. Por otra parte, Londres temía verse arrastrada a una degollina general, para la cual no se sentía preparada y que, en cualquier caso, resultaría tan desastrosa para el occidente europeo como beneficiosa para los soviéticos. Además, los británicos estimaron, con bastante acierto, que difícilmente Italia y Alemania harían un pie demasiado firme en España. Simpatizaban tan poco con la presencia soviética como con la nazi, y detestaban la revolución en marcha en nuestro país.

En suma, para la URSS la defensa de la democracia y la paz eran sólo, y sólo podían ser, pretextos para desviar las tensiones internacionales lejos de sus fronteras, probablemente con la intención de precipitar una nueva guerra «interimperialista»; y una cobertura para asegurarse un satélite con el cual jugar en dicha guerra. Este esquema permite entender los hechos, que de otro modo se vuelven incoherentes.

Se ha señalado a menudo la aparente contradicción entre la insistencia soviética en hacer causa común con las democracias contra Hitler, y su política de satelización del Frente Popular, que necesariamente tenía que alarmar a las democracias. Era la misma contradicción que había, dentro de España, entre la defensa aparente de la democracia burguesa por el PCE y la dominación por éste de los principales resortes del poder, empezando por el ejército. Esta doble política ha desconcertado a muchos comentaristas que, cándidamente, consideran un «error» del Kremlin su política de dominación en España. Pero Stalin las veía como contradicciones «dialécticas», en la terminología marxista. Así, la lucha «contra el fascismo», por la «independencia» y la «democracia», debía arrastrar al conjunto de las izquierdas españolas en torno al PCE, convirtiendo a éste en la fuerza hegemónica, como efectivamente ocurrió en lo esencial. De modo similar, los llamamientos a la intervención de Francia y Gran Bretaña contra Alemania debían impulsar una confrontación entre todos ellos o, en el peor de los casos, impedir a las democracias actuar directamente contra un Frente Popular español dirigido por los comunistas.

La táctica de los frentes populares no sólo pretendía concitar las mayores alianzas posibles contra el nazismo, también tenía otro punto esencial: utilizar el impulso de la lucha «antifascista» para dar pasos decisivos hacia la revolución en cada país. Este segundo punto, expuesto con plena nitidez en los documentos programáticos, quedaba en cambio difuminado, por razones obvias, en la propaganda exterior. Por eso suelen olvidarlo los historiadores stalinistas –tanto los propiamente adeptos a Stalin como los crédulos burgueses influidos por esa propaganda–. Sin tener en cuenta ese punto se vuelve ininteligible la política soviética en España, reducida a un penoso «error» por historiadores como Moradiellos. Pero el error está en ellos, no en Stalin.

Avanzado 1938, el Kremlin parece haber dado por perdido su juego en España, que tampoco le interesaba ya mucho. Ni había logrado involucrar a las democracias ni podía pensar, no ya en la victoria, sino ni siquiera en prolongar mucho la contienda. Bien fuera que todo el tiempo los frentes populares hubieran sido sólo una cobertura o un medio tortuoso para pactar con los nazis, como sostienen algunos, o que simplemente Stalin diera la experiencia por fracasada, los tratos con Alemania, sobre todo después de Munich, debieron de cobrar para él la máxima urgencia, y en todo caso el entendimiento con Hitler llegaría pronto. En teoría, la política de Negrín y los comunistas consistía en mantener la guerra hasta unirla a la guerra mundial, pero hacia finales de 1938 casi todos los asesores soviéticos en España desaparecieron discretamente. Y cuando, por fin, gran parte de los anarquistas, socialistas y republicanos se rebelaron contra Negrín, el PCE, partido agente del Kremlin, apenas opuso resistencia, pese a tener bajo su mando el grueso del ejército. Pero, en la versión propagandística, los comunistas habrían estado luchando por la democracia y la paz en Europa hasta el final y en primera línea, siendo traicionados finalmente no sólo por las democracias reales, sino por sus propios aliados izquierdistas en España. ¡Qué prodigio!

Así, aunque se insiste en la guerra española como primera fase de la mundial, la realidad es que esta última comenzó no con un enfrentamiento entre Hitler y Stalin, como en España, sino con un acuerdo entre ellos, y con la intervención directa de las democracias que en España se habían negado a actuar, mientras que Franco, supuestamente títere de las potencias fascistas, se mantenía neutral. Es difícil encontrar más diferencias, y sin embargo los neostalinistas siguen empeñados en la leyenda.

En fin, sobre estas tres cuestiones, empezando por la primera, podríamos debatir, si Moradiellos quiere, porque son las realmente significativas.

Debo hacer una referencia a otra actitud de mi crítico, stalinista no sólo en materia historiográfica. En su escrito afirma sentir «humilde perplejidad ante las airadas denuncias de censura» contra mis libros. ¿Humildad o hipocresía? En primer lugar no son airadas, sino denuncias, simplemente. Y en segundo lugar están muy justificadas. Tanto Javier Tusell como el PSOE y la UGT han abogado abiertamente por la censura contra mis libros, y por un escarmiento a Carlos Dávila, el periodista que se atrevió a romper en TVE una costumbre censora bien establecida. Menos abiertamente, la censura se ha impuesto de hecho en amplios medios de masas o en ámbitos universitarios. Estas cosas no las ignora Moradiellos, como tampoco que en poderosas cadenas mediáticas –nunca mejor llamadas– se ha despotricado de manera insultante y descalificatoria contra mí y mis trabajos, sin darme la menor opción a contestar.

No menos stalinista se muestra cuando justifica la vulneración del derecho de réplica en la prensa. Él mezcla, retorcidamente, esa denegación del derecho con el rechazo de colaboraciones no pedidas, cosa esta última normal y ajena a la primera. Y a continuación dice alegremente que vulnerar el derecho de réplica es «práctica habitual y generalizada». Lo ha venido siendo, en efecto, contra historiadores como los hermanos Salas Larrazábal, pero dudo mucho que contra los de la tendencia de Moradiellos, los cuales han tenido estos años acceso privilegiado a los medios. Tales prácticas enturbian el debate intelectual y manipulan la información al público. Y denunciarlas no es hacer «victimismo», como él indica, sino combatir una pésima costumbre con la que él no parece sentirse incómodo. El notable éxito del libro (va por los 90.000 ejemplares) se debe a que ha logrado superar, un tanto inesperadamente, esas barreras y trabas, ante las que otros han caído.

Creo que si el crítico logra escapar a defectos y embrollos como los indicados, el debate con él resultaría más fructífero.

 

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