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El Catoblepas, número 15, mayo 2003
  El Catoblepasnúmero 15 • mayo 2003 • página 19
Libros

El árbol del pan

Sigfrido Samet Letichevsky

A propósito del libro de Mario Bunge,
Crisis y reconstrucción de la filosofía, Gedisa 2002

Mario Bunge escribió: «Ni los símbolos ni las convenciones sociales pueden reemplazar al motor social fundamental: el trabajo. Una antropología que ignora el modus vivendi de la gente no es sólo idealista y fragmentaria: es fantasiosa hasta el extremo de la frivolidad.»{1} Creo que tiene mucha razón, sin embargo me recuerda un relato que circulaba en Buenos Aires hace poco más de 30 años:

Paseando por las playas de Brasil, el presidente de una gran corporación, vio a un hombre tendido en la arena, relajado, a la sombra de un árbol. Lo saludó y entablaron conversación. Así se enteró de que ese hombre no hacía absolutamente ningún trabajo útil. Se pasaba el día charlando, bañándose en el mar, jugando a la pelota, barajas o ajedrez. Con un clima tan benigno, no tenía problemas de alojamiento ni de abrigo. ¿Y la comida? No tenía más que extender el brazo para alcanzar un «árbol del pan» de los muchos que crecen en la franja costera. El presidente sentía compasión por un hombre que estaba desperdiciando su vida, y por eso le dijo:

—Ud. podría tener una vida mucho mejor.

—¿Cómo es eso?–, preguntó el hombre.

—Podría ingresar en una empresa (como la mía). Claro que tendría que entrar como cadete, ya que no tiene Ud. ninguna educación escolar.

—¿Y para qué?

—Bueno, haría Ud. un trabajo útil y digno, y con un gran esfuerzo podría, a la vez, estudiar y examinarse para obtener un certificado elemental.

—¿Y para qué?

—Estaría Ud. en condiciones de acceder a un puesto de oficinista, y, estudiando de noche, adquirir el bachillerato.

—¿Para qué?

—Al cabo de varios años, esforzándose adecuadamente, podría llegar a subjefe de oficina, y más adelante a jefe. Tendría entonces un sueldo que le permitiría vivir sin lujos, pero decorosamente.

—¿Y para qué?

—Con los años, y continuados esfuerzos (haciendo, por supuesto, una carrera universitaria), podría incluso llegar a Gerente de la empresa.

—¿Y para qué?

—En ese entonces, ya tendría Ud. muchos años. Estaría en condiciones de jubilarse. Dispondría de una razonable asignación mensual y de todo su tiempo libre, que le permitiría hacer lo que más le agradara, por ejemplo, retirarse a vivir plácidamente en una playa tropical

El hombre mordió con fruición un fruto del «árbol del pan», y preguntó:

—¿Y qué estoy haciendo ahora?

Este relato puede verse como un chiste, o como una ironía que cuestiona cosas que generalmente se consideran «importantes». Pero creo que, además, escenifica un proceso cíclico: la historia no se repite, pero tal vez sea como un espiral, cuyas vueltas no cierran, porque están en diferentes niveles.

En la prehistoria, la «humanidad» era muy poco numerosa. Pequeñas tribus recorrían los frondosos bosques que cubrían casi toda la tierra habitable. El principal problema era evitar las fieras, para lo cual se vivía en las copas de los árboles o en cuevas. Pero la alimentación no era problema. El hombre era recolector. Bastaba extender el brazo para alcanzar los frutos de los diversos y numerosos árboles. Y, al parecer, el hombre era entonces también carroñero{2}: encontraba restos de animales que habían sido atacados por fieras carnívoras, y los comía, sobre todo los sesos y médula óseas (inaccesibles para las fieras): Con una alimentación tan fácil y nutritiva, el número de seres humanos fue creciendo. La competencia por los alimentos hizo que las tribus fueran migrando hacia tierras cada vez más lejanas. La caza fue el primer trabajo; mucho después se inventó la agricultura, y con ella, la vida sedentaria. Cuanto más crecía la población, más trabajo se necesitaba para conseguir alimentos. Al mismo tiempo se fueron adquiriendo conocimientos que aumentaron gradualmente (y a saltos en el caso de cambios radicales en la manera de producir) la productividad del trabajo. Hoy, en el mundo industrial y «post industrial», la productividad (debida a la automatización, informática, biotecnología, nanotecnología, globalización, &c.) es tan alta, que ya podemos imaginar un tiempo no lejano (v. gr. cuando se desarrolle la producción de hidrógeno mediante energía solar) en el que nuevamente (como en la etapa de las tribus recolectoras) se pueda vivir sin trabajar. (La historia hace otros bucles, aún sin salir del ámbito del trabajo. El artesano medieval estaba orgulloso de sus obras. El capitalismo simplificó y automatizó las operaciones, transformando el trabajo humano en frustrante rutina. Pero con las nuevas tecnologías se necesitan cada vez menos trabajadores por unidad producida –por eso bajan los precios– pero los que se necesitan vuelven a ser especialistas que trabajan con placer).

La gente no vivirá siempre tendida en las playas. Cada cual hará lo que le plazca: artes, ciencias, artesanías, deportes, juegos y viajes. Pero no «trabajará» en el sentido tradicional, porque se borrará el límite entre «trabajo» y «ocio», que dejarán de ser opuestos para convertirse en sinónimos. Y entonces, seguramente, la antropología se desentenderá del modus vivendi de la gente.

Notas

{1} Mario Bunge, Crisis y reconstrucción de la filosofía (2001), Gedisa 2002, pág. 138.

{2} Robert J. Blumenchine y John A. Cavallo, «Carroñeo y evolución humana», Investigación y Ciencia, diciembre 1992, págs. 70-77.

 

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