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El Catoblepas, número 15, mayo 2003
  El Catoblepasnúmero 15 • mayo 2003 • página 18
Artículos

La mujer social y la mujer histórica

José Martín Hurtado Galves

¿Pueden diferenciarse las mujeres históricas de las sociales? La mujer social y la mujer histórica desde una reconceptualización como sujetos concretos

«La humanidad es mediocre. La mayoría de las mujeres
no son superiores ni inferiores a la mayoría de los hombres.
Somos iguales. Unos y otros merecemos desprecio.»

Valentine de Saint-Point{1}

La mujer, al través del tiempo, ha llegado a ser símbolo de sí misma. Significado y significante se han fundido en una simbiosis que ha traspasado sociedades y culturas.

La historia acabada, la oficial, aquella que nos habla de héroes y heroínas como seres diferenciados de los de sus propias comunidades, en donde la visión maniqueista se vuelve dogma inalienable, ha sido el soporte ideológico para que, hasta la fecha, persista en gran medida esta visión.

Pero, ¿pueden diferenciarse las mujeres históricas de las sociales?, me parece que sí, las históricas son arquetipos de ideales culturales que, de suyo, soportan el deber ser del ser mujer; es decir, son mujeres míticas que se borran en la veracidad de los hechos; que han sido utilizadas por los hombres de su tiempo para ponerlas de ejemplos a las demás mujeres, a las reales, a las sociales, a las segundas de las que hablamos, aquellas en donde su vida se reduce a seguir el patrón establecido por su cultura tanto diacrónica como sincrónicamente.

La mujer ha sido símbolo de lo que se ha entendido por ser mujer, por lo femenino; aquellas que han trascendido estos límites han sido consideradas como el prototipo de lo que las «buenas mujeres» no deben de ser ni hacer.

Las mujeres «mujeres» –se ha sostenido al través del tiempo– tienen que ser y hacer lo que su tiempo les ha marcado. No pueden desligarse de su condición de lo femenino. Pero, aquí cabría una reflexión: ¿qué es lo femenino?, ¿qué es lo propio de la mujer? Si tratáramos de llegar a una sola respuesta que fuera el culmen de la reflexión, estaríamos en una antípoda con respecto a las demás culturas y sociedades de otros tiempos, incluso en el nuestro, pues ¿acaso se entiende de igual manera lo femenino desde una visión de las jóvenes indígenas que del de las jovencitas mestizas de alguna colonia rica? Por ello, prefiero seguir las palabras de Empédocles, que afirmaba que se puede tener razón en lo que se afirma pero no en lo que se niega.

Pero, entonces, ¿qué es lo femenino? Para contestar tendríamos que ubicarnos desde dónde lo queremos visualizar, pongo a continuación algunos ejemplos: Desde la visión del hombre machista. Desde la visión de la mujer feminista. Desde alguna religión. Desde las leyes y la política. Desde la historia, la antropología o alguna otra ciencia social que pudiera darnos algunas luces. Desde la psicología. Desde las estadísticas. Desde los valores y la moral. Desde la hermenéutica análoga neobarroca. Desde lo estético. Desde la indolencia. &c., como podemos ver hay muchas maneras de entender lo femenino. Por ello, sostengo que lo femenino no lo podemos encerrar en una sola posibilidad de interpretación, si lo hiciéramos correríamos el peligro de mutilar las otras posibilidades de análisis. ¿Qué puede tener más peso, la razón histórica, la psicológica o la estética? ¿Qué patrón tendríamos que seguir?, y si siguiéramos uno, tendríamos que sustentar por qué ese y no otro. Es decir, lo femenino no se acaba ni con lo femenino ni con una sola interpretación de ello. Lo femenino es cuestión de cada tiempo y cultura, más allá de las ideologías, aunque no por ello dejo de reconocer que hay algunas constantes que se repiten en una y otras sociedades.

Ahora bien, es necesario que nos cuestionemos si esas constantes son «propias» de la mujer o les han sido impuestas por los hombres (y no pocas mujeres) que las han mantenido en sujeción. Y en un caso de que fueran propias, tendríamos que definir el por qué les son propias, qué queremos decir o significar con ello, en este sentido tendríamos también que tener una idea de cómo ha sido los desarrollos diacrónico y sincrónico de la mujer. Así, sin querer agotar con ello la posibilidad de asir el concepto de mujer, cito a continuación a Ricardo Flores Magón.

«El infortunio de la mujer es tan antiguo, que su origen se pierde en la penumbra de la leyenda. En la infancia de la humanidad se consideraba como una desgracia para la tribu el nacimiento de una niña. La mujer labraba la tierra, traía la leña del bosque y agua del arroyo, cuidaba el ganado, ordeñaba las vacas y las cabras, construía la choza, hacía las telas para los vestidos, cocinaba la comida, cuidaba los enfermos y los niños. Los trabajos más sucios eran desempeñados por la mujer. Si se moría de fatiga un buey, la mujer ocupaba su lugar arrastrando el arado, y cuando la guerra estallaba entre dos tribus enemigas, la mujer cambiaba de dueño; pero continuaba bajo el látigo del nuevo amo, desempeñando sus funciones de bestia de carga. Más tarde, bajo la influencia de la civilización griega, la mujer subió un peldaño en la consideración de los hombres. Ya no era la bestia de carga del clan primitivo ni hacía la vida claustral de las sociedades del Oriente; su papel entonces fue el de productora de ciudadanos para la patria, si pertenecía a una familia libre, o de siervos para la gleba, si su condición era de ilota. El cristianismo vino después a agravar la situación de la mujer con el desprecio a la carne. Los grandes padres de la Iglesia formularon los rayos de su cólera contra las gracias femeninas; y San Agustín, Santo Tomás y otros santos, ante cuyas imágenes se arrodillan ahora las pobres mujeres, llamaron a la mujer hija del demonio, vaso de impureza, y la condenaron a sufrir las torturas del infierno. La condición de la mujer en este siglo varía según su categoría social; pero a pesar de la dulcificación de las costumbres, a pesar de los progresos de la filosofía, la mujer sigue subordinada al hombre por la tradición y por la ley. Eterna menor de edad, la ley la pone bajo la tutela del esposo... en todos los tiempos la mujer ha sido considerada como un ser inferior al hombre, no sólo por la ley, sino también por la costumbre.» (Flores Magón, 1980: 23-24.)

No es, insisto, una visualización que agote el concepto de mujer, pero sí al menos, nos conecta de alguna manera en un primer acercamiento al tema. Entonces, la mujer ha sido sometida históricamente, pero, una pregunta crucial: ¿existe la mujer en abstracto, o son estas y aquellas mujeres las que tienen conciencia de su propia existencia? y a partir de ella, ¿los demás las pueden y podemos captar como seres existentes en una realidad que va más allá de las palabras que se agotan?

No hay «la mujer», sino «las mujeres reales y concretas» que existen en sí, para sí y para los demás desde su posición de seres sometidos pero que pueden y deben dejar de serlo. Entonces, no podríamos generalizar sobre el sometimiento de todas las mujeres de igual manera y en las mismas condiciones, pues también han habido mujeres que han sometido a miles de hombres, pongamos por caso a las reinas o a las amantes de los hombres poderosos que haciendo uso de esta posición impusieron su voluntad y sus caprichos. Pero, aún así, aunque las mujeres tuvieran una posición privilegiada con respecto a otros seres humanos, vivían bajo el sometimiento de la fuerza de la costumbre y la cultura. Es decir, no es fácil escapar a su tiempo y las consecuencias que éste trae consigo. Las reinas tenían poder, pero vivían de acuerdo a los conceptos que las mantenían a raya, es decir, hacían lo que les era «propio de su sexo», excepto claro, el gobernar.

Pero, qué pasaba con las mujeres más «humanas», las que estaban en los límites de la existencia dura y alienada. Vivir, sobrevivir, insistir en existir, esa era y es la constante; el camino y el fin de toda mujer que se asuma en su existencia dentro de una realidad que la ha sido impuesta. No importa que para ello tenga que transgredir el icono que le han endilgado, no importa que a veces sea diosa, y otras prostituta; algunas veces madre y esposa y otras amante denigrada. Escuchemos sobre este tópico a Ricardo Flores Magón:

«El salario de la mujer es tan mezquino que con frecuencia tiene que prostituirse para poder sostener a los suyos cuando en el mercado matrimonial no encuentra un hombre que la haga su esposa, otra especie de prostitución sancionada por la ley y autorizada por un funcionario público, porque prostitución es y no otra cosa, el matrimonio, cuando la mujer se casa sin que intervenga para nada el amor, sino sólo el propósito de encontrar un hombre que la mantenga, esto es, vende su cuerpo por la comida, exactamente como lo practica la mujer perdida, siendo esto lo que ocurre en la mayoría de los matrimonios» (Ibidem: 25.)

Cómo podríamos aplicar estos razonamientos en nuestra época. ¿Han cambiado las cosas? ¿Son otras las circunstancias? ¿Ahora entendemos que ya no hay «la mujer», sino «las mujeres» y que esta diferenciación les permite de manera real ser diferentes unas de otras en cualquier condición tanto social como moral, incluso sexual? Es decir, no podemos seguir de-finiendo a la mujer como un sujeto acabado, inalienable, inamovible; nos es necesario reconceptualizarla como un sujeto concreto, real, circunscrito a su espacio y tiempo también concretos. Para ello, nos es necesario diferenciar a la mujer histórica de la social, pues en este rompimiento de lo ideal y lo concreto estará la base para re-de-finir a la mujer no como un constructo fenoménico, es decir como sujeto objetual, cosificado por el hombre; sino más bien como un ser ontológico en un sentido hermenéutico analógico, es decir desde la posibilidad de ver a la mujer dentro de su marco sociohistórico y cultural, pero a la vez como un ser humano en su sentido de persona individual.

No debemos, (al menos si no queremos seguir reproduciendo los mismos esquemas paradigmáticos que han soslayado a la mujer a un plano inferior del de los hombre) insistir en ver a la mujer como la otredad, como ese yang que puede completar nuestro ying. Es necesario e indispensable que bajo la lluvia incesante de la globalización nos asumamos como multiculturalidad, y esto va en todos los sentidos posibles, pues si dejamos suelto un cabo, estaríamos dejando a alguien o mejor dicho a un grupo de álguienes que seguirían siendo «los otros», «las minorías» (aunque caso contradictorio puedan ser mayorías).

Es necesario entonces que dejemos en su lugar, acaso en algún nicho liberal o incluso hoy en día neoliberal, a las mujeres históricas, a aquellas que dieron sus inmaculadas vidas por las futuras generaciones, y pongamos énfasis en las de carne y hueso, en las sociales que no tienen nombres de heroínas, ni de santas, ni de artistas; volteemos a ver a las Rosas, las Lupes, las Verónicas, las Conchitas, o a las Jaquelines, las Giovannas y las Yadiras.

Recuperemos a las que antes que diacrónicamente, es decir al través del tiempo, están con nosotros; recuperemos a las que con nosotros coexisten sincrónicamente, las en el tiempo, las reales, las que merecen ahora nuestra atención y las de ellas mismas, pues en la medida en que las mujeres se asuman también como seres diferentes a las demás mujeres y por ello, no acepten sumisamente su papel de seres de segunda, o dependientes de «su señor» (y no me refiero sólo al del apellido, sino al de la práctica), estarán en condiciones de ser ellas mismas, antes que igual que las otras. Cada una será entonces un ser concreto, único e individual, y no una parte amorfa de un género soslayado.

Es necesario contrarrestar la teoría liberal que nos formulara aquella homogeneización de los habitantes de la sociedad, como si tanto ellos como ésta fueran sólo una sola entidad, con seres indistintos tanto en su esencia como en sus accidentes metafísicos-culturales. Este tipo de ideologías sociopolíticas son las que han convertido a las mujeres en «la mujer», incluso el concepto de ciudadanía es aplicado de manera indiscriminada como si con el sólo término se borraran las desigualdades sociales, económicas, políticas, culturales, &c., recordemos que esta teoría «fue elaborada con base en un proceso de exclusión sistemática de ciertos grupos, más que en uno de inclusión. Si se consideran las implicaciones prácticas de una teoría sobre la ciudadanía que históricamente excluye a las mujeres, a la clase trabajadora o alas minorías étnicas...» (Torres, 1999: 6).

Por último, es deber de cada mujer (al menos eso propongo) desembarazarse del tener que ser como las demás mujeres. Es indispensable que se quiten de encima el peso de los adjetivos eufemísticos que las comprometen y las denigran, es necesario que la mujer más que símbolo del prototipo de ser mujer, (que los medios de comunicación masiva insisten en fomentar) sea símbolo de su propia y única existencia, sólo así, será ella en sí y para sí como ser libre y multicultural, más que un ser para los demás en un mundo globalizado, pues no hay que olvidar que el ser humano no es igual a los demás seres humanos, comparte la misma naturaleza, pero antes que seres naturales, somos hombres y mujeres culturales, socialmente culturales. «El ser humano no nace en la naturaleza. No nace desde los elementos hostiles, ni de los astros o vegetales. Nace desde el útero materno y es recibido en los brazos de la cultura... el ser humano... nace en alguien, y no en algo; se alimenta de alguien, y no de algo» (Dussel, 2001: 37).

Parafraseando a Marx: mujeres del mundo uníos, pero no para perderse entre las demás, sino para ser ustedes mismas. Uníos en su propio ser de mujeres concretas.

Bibliografía

Enrique Dussel, Filosofía de la liberación, Primero Editores, México 2001.

Ricardo Flores Magón, Artículos políticos, 1910, Ediciones Antorcha, México 1980.

Carlos Alberto Torres, Educación, clase social y doble ciudadanía, Revista Perfiles, UNAM, México 1999.

Notas

{1} Escritora y bailarina francesa (1875-1953), bisnieta de Alphonse de Lamartine, redactó el «Manifiesto de la mujer futurista» como respuesta al «desprecio hacia la mujer» proclamado por Marinetti. Este epígrafe forma parte de él y fue leído en el salón Gaveau en París, el 27 de junio de 1912. Más adelante decía: «Mujeres demasiado tiempo descarriadas entre la moral y los prejuicios, regresad a vuestro instinto sublime: a la violencia y la crueldad».

 

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