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El Catoblepas, número 14, abril 2003
  El Catoblepasnúmero 14 • abril 2003 • página 10
Animalia

Humanismo y ética animal

Iñigo Ongay

Comunicación defendida en el Congreso internacional Humanismo para el siglo XXI, celebrado en Bilbao entre los días 4 y 7 de Marzo de 2003

En la última década del siglo pasado –en fecha concretamente de 1993– un distinguido grupo de etólogos, primatólogos, psicólogos, juristas y filósofos morales (entre los que figuraban nombres de todos conocidos: Peter Singer, Tom Regan, Jane Goodall o Richard Dawkins) dio a conocer la iniciativa denominada Proyecto Gran Simio{1} que, a través de una ambiciosa Declaración sobre los Grandes Simios Antropoideos pretende ampliar los límites de la «Comunidad Moral de los Iguales» a aquellos sujetos operatorios no-humanos que permanecen, por su filogenia, más próximos a los Homo Sapiens Sapiens, y particularmente claro está, a los llamados Grandes Simios de los que el Proyecto mismo toma su nombre (chimpancés comunes, chimpancés pigmeos o bonobos, gorilas y orangutanes fundamentalmente). Y ello al menos como primer paso que quedara engranado en un proceso de alcance todavía más ambicioso, susceptible de incorporar en su curso a la totalidad de los animales superiores. La citada Declaración sobre los Grandes Simios Antropoideos{2} reconocía a éstos, auténticos «derechos» tales como puedan serlo el derecho a la vida –salvada la eventualidad de la legítima defensa–, a la libertad o a la prohibición de la tortura –lo que seguramente implicaría, caso de ser aplicado, consecuencias tan contundentes como la práctica paralización de la investigación biomédica y la liberación de los cobayas primates. En este sentido, cabe advertir en definitiva, que las posiciones «animalistas» de los firmantes del Proyecto Gran Simio –con el filósofo australiano Peter Singer a la cabeza– vendrían a recorrer direcciones éticas desacostumbradas en la historia de la filosofía, rompiendo con el marco antropocéntrico tradicional dentro del que se habría venido moviendo la filosofía moral desde sus orígenes griegos. Se trataría en suma, al decir de Singer y sus colaboradores, de desembarazarse de los prejuicios especieístas convencionales a fin de poder rebasar en ética, los límites de la especie humana.{3}

De este modo, la Declaración sobre los Grandes Simios Antropoideos entroncaría de modo efectivo con los contenidos éticos, jurídicos, morales, &c., movilizados por la conocida Declaración Universal de los Derechos del Animal{4} solemnemente proclamada por la UNESCO ya en 1977. De hecho, y muy significativamente, el articulado de semejante código puede ponerse en estricto paralelo con los contenidos doctrinales de otra Declaración Universal rubricada en el ámbito de la ONU –y considerada tantas veces como exponente del humanismo universalista ético más destacado–, la de los Derechos Humanos de 1948.

Además, el siglo XIX y la primera mitad del XX ha podido conocer la fundación y el desenvolvimiento de diferentes organizaciones y plataformas nacidas al calor de la compasión con los animales y bajo la bandera de la defensa de los supuestos «derechos» de los animales no-humanos : nos referimos como es claro, a las llamadas «sociedades protectoras» de animales –a veces también «de plantas y vegetales»–. En 1824, Arthur Broome funda en suelo británico, la organización pionera RSPCA –Royal Society for the Prevention of Cruelty to Animals– que llegaría a contar, tan sólo once años después de su nacimiento (para 1835) con el patrocinio de la propia princesa Victoria. También en Inglaterra, y asimismo en el XIX, asistimos a las primeras legislaciones que llegaron a «positivizar» en términos jurídicos efectivos las ideas concernientes a la protección animal –en 1822, el parlamento británico aprueba la «Ley Martin» sobre el maltrato de ganado–. Por fin, a partir de la década de 1960, algunas de tales «sociedades protectoras» (convertidas ahora en frentes –armados o pacíficos– de liberación animal llegarían incluso a abrazar la «acción directa» (el sabotaje, la «desobediencia civil»,pero también a veces el terrorismo, el homicidio o el secuestro) como método hábil en la promoción de sus ideales liberadores.

Sin embargo tales tendencias «animalistas» articulan una fenomenología muy tupida de evidentes resonancias filosóficas y que de algún modo comporta una novedad ética de primera magnitud en tanto que se recorta sobre las coordenadas antropocéntricas que han venido a resultar prominentes a lo largo de la historia entera del pensamiento filosófico. En efecto, las mismas tesis concernientes a la «Ética animal» o a los «Derechos de los animales» que hoy se sostienen por parte de los ideólogos del Proyecto Gran Simio y de los activistas de la liberación animal, hubieran sido consideradas como meros contrasentidos o puras extravagancias antes del siglo XIX; y ello, al menos en la medida en que pretendamos ceñirnos al «área de difusión helénica»; es decir, dejando al margen otras zonas del planeta –China, Japón, la India– cuyas cosmovisiones habrían reservado tradicionalmente un lugar de honor a la compasión hacia las bestias –pensemos un momento en el budismo, en el jainismo o en la doctrina de la ahimsa, del no daño que Schopenhauer trató de reivindicar para occidente, precisamente en el XIX–. Para comprobarlo bastará con mencionar la solución más extrema que habría recibido el añejo problema filosófico concerniente al «alma de los brutos» (un problema por cierto, que tampoco representa una cuestión bizantina meramente pintoresca, o cuyo interés lo fuera tan solo arqueológico por así decir. Antes al contrario, preguntar por la naturaleza del alma del animal supone arrostrar una cuestión filosófica de primera magnitud. A saber: el escudriñaje de los criterios de demarcación entre hombres y animales y por ende, la interrogante kantiana par excellence, «¿qué es el hombre?») en los inicios mismos de la modernidad: la doctrina del automatismo de las bestias que Descartes defendió en el siglo XVII y el médico vallisoletano Gómez Pereira en el XVI.

Pues bien, como es sabido, Descartes bajo la férula de un dualismo ontológico radical coordinado con una suerte de materialismo mecanicista en lo referido a la res extensa (un materialismo por cierto, que acababa por resolverse a su vez en una concepción de cuño espiritualista de la res cogitans) llegó a negar a los animales no-humanos no ya el alma racional –la facultad del logos que habría fungido de diferencia específica de la especie humana en el seno de la maquinaria predicamental de los escolásticos– sino también la sensitiva y la vegetativa con todas sus potencias y operaciones, con lo que aquellos podían empezar a aparecer como autómatas carentes a la vez de conciencia y de sensibilidad. Nuda materia inerte en definitiva:

Lo cual no parecerá en modo alguno extraño a los que, conociendo cuán diversos autómatas o máquinas capaces de moverse puede construir la industria humana con sólo emplear un pequeño número de piezas en comparación con la gran multitud de huesos, músculos, nervios, arterias y venas y todas las partes de cada animal, consideran este cuerpo como una máquina que, habiendo sido construida por las manos de Dios, está incomparablemente mejor ordenado y es capaz de realizar movimientos más admirables que ninguna de las que pueden ser inventadas por los hombres.{5}

A esta luz cabrá concebir a los animales, paradójicamente, como seres, enteramente, inanimados, desalmados, en relación a los cuales escaso sentido puede tener toda compasión o cualquier consideración en claves ético-morales. Claro que tal tradición, predominante hasta el XIX (lo que tampoco quiere decir que se mantuviera al margen de críticas y objeciones como lo demuestran los feroces ataques que recibió en el XVIII, por ejemplo de Voltaire en su Diccionario Filosófico{6} de 1764) que representa si cabe hablar así, un antropocentrismo en ontología, se compadece muy bien con la modulación antropocéntrica –también tradicional– del humanismo ético. Un humanismo «especieísta», en el sentido de Richard Ryder, al que no habrían sido ajenos desde luego, ni Aristóteles en la antigüedad (que en su Política subordinaba los «intereses» animales a los humanos así como los del esclavo a los del hombre libre) ni los escolásticos cristianos durante la Edad Media y el Renacimiento (sobre todo las escuelas de inspiración aristotélico-tomista, dignas tributarias también en este punto de las doctrinas de El Filósofo y del Angélico Doctor) . Sin embargo acaso sea la ética kantiana y en particular la formulación que esta recibe en la Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres, la expresión más acabada de la superioridad moral de los seres humanos (convertidos ahora en personas morales a los que el imperativo categórico asegura el estatuto de fines-en sí y no meramente medios) sobre los animales (medios en todo caso, nunca fines). Kant mismo admitía todo lo más, que la presencia en un ser humano, de un ánimo compasivo para con las bestias podría servir de índice de una adecuada inclinación hacia la humanidad; los derechos de los animales y las correlativas obligaciones de los seres humanos en relación a los mismos quedaban así replanteados bajo la forma de obligaciones de la humanidad para sí propia.

Con todo, no habrá que esperar demasiado para rastrear los primeros e inequívocos indicios de un cambio de orientación. Muy pocos años después de la publicación de la Crítica de la Razón Práctica saldría a la luz un libro que supone un mojón imprescindible de cara a nuestros intereses. En año de 1789 –mientras, en Francia resuenan los primeros compases de la «Aurora de la Razón sobre la tierra» por usar una equívoca fórmula de Hegel– el británico Jeremías Bentham logra tallar, en su Introduction to the Principles of Moral and Legislation, la verdadera piedra de toque de la mayor parte de planteamientos «animalistas» de la historia posterior de la ética (ciertamente, todos ellos serán, de uno u otro modo, deudatarios del utilitarismo cuantitativo benthamiano). En efecto, si no puede sostenerse ya como en los tiempos de Descartes, que los animales sean máquinas indiferentes al dolor y al placer, tampoco sus intereses serán éticamente irrelevantes. Además será precisamente la capacidad para sentir dolor y placer el criterio último sobre el que, al decir de Bentham, hacer reposar el edificio ético puesto que, facultades como las de la razón o el lenguaje no son siquiera universales a toda la especie humana (éste precisamente será el denominado «argumento de los casos límite» –recién nacidos, personas afectadas por retraso mental &c.– tan transitado después por autores como Peter Singer). Señala Bentham en un párrafo que se ha hecho célebre:

Puede que llegue el día en que el resto de la creación animal logre adquirir esos derechos que nunca podrían habérseles sido retenidos sino por la mano de la tiranía. Los franceses han descubierto ya que la negrura de la piel no es razón para que un ser humano fuese abandonado sin remedio al capricho de un torturador. Puede que llegue un día en que se reconozca que el número de piernas, la vellosidad de la piel, o la terminación del os sacrum, sean razones igual de insuficientes para abandonar a un ser sensitivo a la misma suerte. ¿En qué otro lugar debiera trazarse la línea insuperable? ¿Es la facultad de razonar, o, quizá la facultad de discurso? Pero un caballo o un perro en su pleno vigor es, sin comparación, un animal más racional y más dialogante, que un niño de un día, o una semana, o hasta un mes. Pero supóngase que fuera este el caso, ¿qué probaría eso? La cuestión no es, ¿pueden razonar? ni ¿pueden hablar?, sino ¿pueden sufrir?{7}

Como hemos dicho el siglo XIX es, en lo que a nuestros intereses toca, el siglo de la irrupción del darwinismo y de la entrada en escena de la teoría de la evolución por selección natural de Darwin y Sir Alfred Russell Wallace. En 1859 se publica en Gran Bretaña El Origen de las Especies. Se trata ya, de un hito histórico de cuya importancia para el tema que nos ocupa no cabe dudar. Es más, la aparición de otra obra del «sabueso de Down», El Origen del Hombre (obra de 1871) marcará el inicio del fin del «sueño dogmático» en lo referido a la cuestiones principales de las que se ocupa la Antropología Filosófica y la Filosofía del Hombre. La propia historia posterior de los desarrollos categoriales que han conocido las disciplinas biológicas –sobre todo a partir de la cristalización y consolidación de la Teoría Sintética de la Evolución de la mano de Julian Huxley, Ernst Mayr o Theodosius Dobzhansky– (paleontología, biología molecular, genética de poblaciones, serlología, sistemática cladística, anatomía comparada, &c.) no hace sino patentizar de un modo mucho más palmario la imposibilidad manifiesta de atrincherarse en nuestros días en las añadas concepciones tradicionales acerca del ser humano y de sus relaciones con los animales; concepciones claro es, cuyo carácter metafísico, espiritualista o directamente gratuito es puesto de relieve por los adelantos constantes de las ciencias naturales. Todo ello, ni que decir tiene, parece conllevar además unas consecuencias éticas de las que es imposible desentenderse tal y como lo han acusado algunos de los defensores del Proyecto Gran Simio (así James Rachels pongo por caso, pero también Richard Dawkins o Peter Singer{8}).

Pero será el desenvolvimiento de la etología y su incorporación a la «República de las Ciencias» (ratificada nada menos que por la carta de naturaleza de un Premio Nobel. El que recibirían en 1973 Konrad Lorenz, Niko Tinbergen y Karl Von Frisch) el hecho fundamental que durante el siglo XX vendría a arrumbar por entero las visiones discontinuistas y metafísicas (para decirlo de una vez: espiritualistas) de la «naturaleza humana» y su diferencias con los animales no-humanos. Hoy se sabe no sólo que los animales poseen expectativas, creencias y propósitos ; padecen además enfermedades mentales (las conocidas «neurosis experimentales» en los cobayas por ejemplo o la conducta estereotípica de los mamíferos enjaulados en los zoológicos) y trastornos de conducta (los monos rhesus estudiados por Harlow) con lo que en modo alguno puede ser en nuestros días hacedero, el defender el maquinismo animal. Tampoco cabe sostener que sea precisamente la «cultura» lo que separa al hombre del resto de la biosfera en la medida al menos en que la etología primatológica demuestra que también pueden encontrarse culturas materiales (construcción de instrumentos para la pesca de termitas o para la caza de otros monos, nidificación, &c.) entre los Grandes Simios. ¿Y qué decir del lenguaje, del logos o del discurso, el lugar en el que Descartes o Gómez Pereira (también Aristóteles si es que hemos de leer en este sentido su famosa fórmula definitoria «animal con logos») colocaban la piedra de toque de la distinción antropológica; una vez que el trabajo de los Gardner o los Fouts con Washoe en la década de 1960 o el de Penny Patterson con la gorila Koko dejan ver, con absoluta claridad, que es posible instruir a los primates en el AMESLAN (American Sing Language) y que estos demuestren la competencia lingüística de un infante humano? A la etología clásica por su parte, le ha sido dado sondear las coordinaciones hereditarias conductuales que el propio Homo Sapiens Sapiens comparte con sus compañeros de linaje filogenético (con el resto de los Grandes Simios, pero también con otros mamíferos e incluso, remontando la Scala Naturae, con aves o reptiles). No es difícil calcular la abundante evidencia que tales planteamientos ofrecen a un escoramiento animalista en ética, ni la pertinencia que estos avances etológicos adquieren ante el trámite de explicar la vigencia actual del sentimiento de compasión para con los «irracionales». Y es que –cabría aún preguntar con sentido– ¿acaso tenemos razones para seguir aplicando ese rótulo (el de «irracionales») a organismos que presentan una «inteligencia» tan refinada como el Sultán de Wolfgang Köhler?{9}

Sin embargo, tampoco nos parece que todo ello obligue –forzosamente por lo menos– a inclinar la cabeza ante los engreimientos invasivos que caracterizan al «reduccionismo descendente» (de la biología en relación a la totalidad de la antropología filosófica o de la ética o la filosofía moral o política) de tantos etólogos y sociobiólogos (un reduccionismo que habría sido ensayado de distintos modos por Lorenz, Eibl-Eibesfeldt, Desmond Morris o Edward O. Wilson), reos del cientificismo más burdo. Ello sería tanto, a nuestro juicio, como recaer en el hondón de los supuestos de un biologismo etologista afilosófico y, en el fondo, realmente tan cándido como el propio espiritualismo que se denuncia. Las cosas no son en rigor, tan sencillas como todo eso. Pero hemos agotado nuestro espacio y no podemos seguir por aquí.

Notas

{1} Cfr. Peter Singer & Paola Cavalieri (1998), El Proyecto Gran Simio, Trotta, Madrid 1998.

{2} La versión española de esta Declaración puede consultarse en Singer & Cavalieri, vid supra, págs. 12 y ss.

{3} Así precisamente se titula uno de los trabajos de Peter Singer (1999), «La ética más allá de los límites de la especie», Teorema. Revista Internacional de Filosofía, volumen VIII/3, págs. 5-16.

{4} Disponible en línea, http://filosofia.org/cod/c1977ani.htm

{5} René Descartes, Discurso del Método, Dióptrica, Meteoros y Geometría, Alfaguara, Madrid 1981, págs. 40-41. Trad. de Guillermo Quintás Alonso.

{6} Puede verse en este sentido la entrada Alma de este mismo Diccionario.

{7} Jeremías Bentham, Principios de la Moral y la Legislación (1789), citado por Carmen García Trevijano, «Selección histórica de textos sobre el estatuto ético de los animales», Teorema. Revista Internacional de Filosofía, volumen VIII/3 (1999), págs. 174-175.

{8} De James Rachels puede leerse su imprescindible obra: James Rachels, Created from Animals. The moral implications of Darwinism, Oxford University Press, Oxford 1990. Sobre las posiciones de Peter Singer al respecto es útil leer: Peter Singer, Una izquierda darwiniana, Crítica, Barcelona 2000.

{9} Una buena introducción para estas cuestiones etológicas la constituye el libro de P. J. B. Slater, El Comportamiento Animal, Cambridge University Press, Madrid 2000. También es recomendable el manual de Ireneäus Eibl-Eibesfeldt, Etología. Introducción al estudio comparado del comportamiento, Omega, Barcelona 1979.

 

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