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El Catoblepas, número 13, marzo 2003
  El Catoblepasnúmero 13 • marzo 2003 • página 19
Artículos

La Razón de Estado en Maquiavelo
y en el antimaquiavelismo español
y particularmente en Quevedo

Felipe Giménez Pérez

Se expone la doctrina de la Razón de Estado en Nicolás Maquiavelo, en el antimaquiavelismo español y en particular en Francisco de Quevedo y Villegas

1. Nicolás Maquiavelo (1469-1527)

Dice F. Meinecke definiendo la razón de Estado: «Razón de Estado es la máxima del obrar político, la ley motora del Estado. La razón de Estado dice al político lo que tiene que hacer, a fin de mantener al Estado sano y robusto. Y como el Estado es un organismo, cuya fuerza no se mantiene plenamente más que si le es posible desenvolverse y crecer, la razón de Estado indica también los caminos y las metas de este crecimiento... La «razón» del Estado consiste pues, en reconocerse a sí mismo y a su ambiente y en extraer de este conocimiento las máximas del obrar.»{1} Por su parte, el italiano Giovanni Botero define la 'Razón de Estado' como «notitia de mezi atti a fondare, conservare e ampliare un Dominio».{2}

Nicolás Maquiavelo (1469-1527) es el fundador de la filosofía política moderna al sostener la autonomía de lo político con respecto a la ética y a la moral. Maquiavelo es realista, pues comprueba «que por lo que respecta a las actividades colectivas, lo que es, es el Estado. Es él quien da a este último término su significado de poder central soberano, legislador y decisor sin competencias para la colectividad en los asuntos exteriores e interiores, siendo, pues, quien realiza la laicización de la plenitudo potestatis{3} Aunque Maquiavelo nunca ha mencionado el sintagma nominal «Razón de Estado», sin embargo, suministra todos los elementos teóricos para poder pensarla a partir de él. Con todos los elementos que vamos a enumerar, se pone en marcha el concepto de razón de Estado.{4} Así pues, el maquiavelismo es el primer momento en la modernidad en el que se reflexiona abiertamente sobre la Razón de Estado:

«Es por eso, una necesidad histórica, que el hombre con quien comienza en el Occidente moderno la historia de la razón de Estado y del que ha recibido su nombre el maquiavelismo, fuera un pagano que no conocía el miedo del infierno, y que pudo, de esta suerte, dedicarse con serenidad clásica a reflexionar sobre la esencia de la razón de Estado.»{5}

El análisis efectuado por Maquiavelo de lo político es un análisis que pretende ser realista, ir a las cosas mismas: «Ma sendo l'intento mio scrivere cosa utile a chi la intende, mi è parso più conveniente andare drieto alla verità effettuale della cosa, che alla imaginazione di essa.»{6}. El Príncipe o el soberano, o el gobernante, o la autoridad o el Estado como poder soberano debe tener una actuación eficaz. Según Max Horkheimer, lo que Maquiavelo ha pretendido con su teorización política no es otra cosa que promover «el poder y la grandeza, la firme seguridad del Estado burgués en cuanto tal».{7} Esto se advierte al leer en Maquiavelo lo siguiente:

«Debbe ancora uno principe mostrarsi amatore delle virtù, dando recapio alli uomini virtuosi e onorare gli eccellenti in una arte. Appresso debbe animare li sua cittadini di potere quietamente esercitare gli esercizii loro, e nella mercanzia e nella agricultura, e in ogni altro esercizio degli uomini; e che quello non tema di ornare le sua possessioni per timore che le gli sieno tolte, e quell'altro di aprire uno traffico per paura delle taglie; ma debbe preparare premii a chi vuol fare queste cose, e a qualunque pensa in qualunque modo ampliare la sua città o il suo stato.»{8}

Decía Francis Bacon que «Hay que agradecer a Maquiavelo y a los escritores de este género el que digan abiertamente y sin disimulo lo que los hombres acostumbran a hacer, no lo que deben hacer.» Este es el gran escándalo que provoca el maquiavelismo a partir de la Contrarreforma tanto en católicos como en protestantes, pretendiendo todos los teóricos políticos el distanciarse por lo menos retóricamente de él. Por su parte el iudeus et atheista Spinoza lo califica de «acutissimus florentinus»{9}. Los filósofos políticos materialistas y realistas admiran a Maquiavelo y parten de sus análisis a la hora de elaborar su teorización política propia. Frente a esto, el antimaquiavelismo rechaza toda autonomía de lo político respecto a la religión y a la moralidad.

La política no tiene nada que ver con la moralidad. La observación empírica así lo muestra. El fin fundamental del gobierno es la conservación y el engrandecimiento del Estado, del poder. El Estado es la mejor garantía de la libertad y la seguridad. Por ello, Maquiavelo enuncia una serie de consejos u observaciones prácticas respecto al poder y ello sin prejuicios religiosos o morales. A este respecto conviene crtar nuevamente a Horkheimer quien afirma lo siguiente:

«Los instrumentos para dominar a los hombres que a Maquiavelo le proporciona el estudio de la historia han sido, de hecho, constantemente utilizados en la política, pero, por lo general, no con vistas a ese fin supremo. Cuando Maquiavelo, en el famoso capítulo octavo de «El Príncipe», explica que el príncipe puede romper pactos, que no tiene por qué cumplir su palabra, cuando muestra que la religión ha servido en todas las épocas para apaciguar los ánimos de las clases sociales dominadas, cuando sopesa sin el menor escrúpulo qué religión, la cristiana o la pagana podrá prestar mejores servicios a este fin, cuando señala que el exterminio de grupos humanos enteros puede, en determinadas circunstancias, ser utilizado como medio; en resumen, cuando muestra que los bienes más sagrados, lo mismo que los peores delitos, han sido en todo momento instrumentos en manos de los gobernantes, está formulando una doctrina filosófico-histórica trascendental.»{10}

Efectivamente, podemos, con Horkheimer considerar que la pretensión de Maquiavelo es trascendental, pues pretende tener una validez universal y necesaria dadas las circunstancias reales.

El Príncipe estará situado más allá del bien y del mal. El Estado podrá ser amoral, inmoral o moral según la razón misma de su conservación, existencia o incremento de fuerza. Los fines políticos son diferentes de los fines morales de un particular. Para empezar, el político, o gobernante, el Estado, el soberano, no ha de ser bueno, pues esta no es una buena estrategia ni proporcionará resultados eficaces: «perché uno uomo che voglia fare in tutte le parte profesione de buono, conviene ruini infra tanti che non sono buoni. Onde è necessario a uno principe, volendosi mantenere, imparare a potere essere non buono, e usarlo e non l'usare secondo la necessità.»{11} Nunca se ha de olvidar la necesidad de la violencia en política. Maquiavelo distingue entre una violencia reparadora y una violencia destructora. La primera es positiva y necesaria. Renunciar a ella es una insensatez. Lo que un político revolucionario, innovador o conservador no debe ser nunca es lo que Maquiavelo califica genialmente de «profeta desarmado». Un ejemplo contemporáneo de Maquiavelo de lo que constituye un profeta desarmado es fray Jerónimo Savonarola:

«Di qui nacque che tutti e'profeti armati vinsono, e li disarmati ruinorono. Perché, oltre alle cose dette, la natura de'populi è varia; ed è facile a persuadere loro una cosa, ma è difficile fermarli in quella persuasione. E però conviene essere ordinato in modo, che, quando e'non credono più, si possa fare loro credere per forza.»{12}

Hay que saber cultivar la apariencia, la opinión del vulgo, la cual, ha de ser favorable al Príncipe o al Gobierno, pues si en «El Príncipe», Maquiavelo es monárquico, en los «Discursos» es republicano. Las mismas técnicas de conservación y acrecentamiento del poder valen en ambos casos, pues de lo que se trata es del «Estado», de su razón.

«E io so che ciascuno confesserà che sarebbe laudabilissima cosa in uno principe trovarsi, di tutte le soprascritte qualità, quelle che sono tenute buone; ma, perché le non si possono avere, né interamente osservare, per le condizioni umane che non lo consentono, gli è necessario essere tanto prudente, che sapia fuggire l'infamia di quelli vizii che li torrebbano lo stato, e da quelli che non gnene tolgano guardarsi, se egli è possibile; ma non possendo, vi si può con meno respetto lasciare andare. Et etiam non si curi di incorrere nella infamia di quelli vizii, sanza quali e'possa difficilmente salvare lo stato; perché se si considerrà bene tutto, si troverrà qualche cosa che parrà virtù, e seguendola sarebbe la ruina sua, e qualcuna altra che parrà vizio, e seguendola ne riesce la securtà e il bene essere suo.»{13}

Como dice Francisco Javier Conde, Maquiavelo consideró la política como retórica del poder para seducir al vulgo. Lo más importante «es la certeza de que la clave real de Maquiavelo, y acaso también una de las cifras del Estado moderno, es la Retórica»{14} y añade Javier Conde que «Por eso, el arte político es primordialmente "retórica", arte de persuadir, de conquistar la opinión. En este sentido, el sabio maquiavélico no se cuida tanto de si los medios que emplea para aquietar la realidad humana "son" buenos o malos, como de que "parezcan" buenos.»{15} Esta concepción de la política como retórica se apoya en la afirmación de Maquiavelo de que siempre habrá quien quiera ser engañado: «Ma è necessario questa natura saperla bene colorire, ed essere gran simulatore e dissimulatore: e sono tanto semplici gli uomini, e tanto obediscano alle necessità presenti, che colui que inganna troverrà sempre chi si lascerà ingannare.»{16} Por ello es posible y necesario que el político, el Estado mientan y no mantengan la palabra dada. En política todo convenio o toda conducta está sometida a la claúsula «sic rebus stantibus». La validez de las promesas depende de la perduración de las condiciones que las vieron surgir:

«Quanto sia laudabile in uno principe mantenere la fede e vivere con integrità e non con astuzia, ciascuno lo intende; nondimanco, si vede per esperienza ne'nostri tempi quelli principi avere fatto gran cose che della fede hanno tenuto poco conto, e che hanno saputo con l'astuzia aggirare e'cervelli degli uomini; e alla fine hanno superato quelli che si sono fondati in sulla lealtà. Dovete adunque sapere como sono dua generazioni di combattere: l'uno con le leggi, l'altro con la forza: quel primo è proprio dello uomo, quel secondo è delle bestie: ma, perché el primo molte volte non basta, conviene ricorrere al secondo. Pertanto, a uno principe è necessario sapere bene usare la bestia e l'uomo... Sendo dunque uno principe necessitato sapere bene usare la bestia, debbe di quelle pigliare la golpe e il lione; non si defende da'lacci, la golpe non si defende da 'luppi. Bisogna adunque essere golpe a conoscere e'lacci e lione a sbigottire e'lupi. Coloro che stanno semplicemente in sul lione, non se ne intendano. Non può, pertanto, uno signore prudente né debbe osservare la fede, quando tale osservanzia li torni contro e che sono spente le cagioni che la feciono promettere. E, se gli uomini fussino tutti buoni, questo precetto non sarebbe buono; ma, perché sono tristi e non la osservarebbono a te, tu etiam non l'hai ad osservare a loro. Né mai a uno principe mancorono cagioni legittime di colorire la inosservanzia.»{17}

El engaño a la opinión pública, al pueblo es fundamental. La política se convierte en retórica por lo que hemos señalado más arriba: siempre habrá gente que quiera ser engañada por el Estado. Además, el pueblo, el vulgo tiene un conocimiento que, en términos platónicos llamaríamos «doxa», opinión. No se trata tanto de ser ante el vulgo, cuanto de parecer. Por ello «el «vulgo», no tendrá acceso a la verdad efectiva de las cosas. El juicio del vulgo no producirá «verdad», sino «opinión».{18} De todos modos, como conviene al príncipe el apoyo de su pueblo, de ahí le viene al Estado y a la política la necesidad de la retórica y de las apariencias pues afirma Maquiavelo: «Concluderò solo che a uno principe è necessario avere el populo amico; altrimenti non ha nelle avversità remedio.»{19} El príncipe siempre tratará por todos los medios a su alcance de evitar el ser despreciado y odiado por el pueblo: «che il principe pensi, como di sopra in parte è detto, di fuggire quelle cose che lo faccino odioso e contennendo.»{20} Para entender la política como apariencia y retórica ante el vulgo, a quien el príncipe o el Estado o el gobernante ha de tener siempre a su lado como condición indispensable del buen hacer político, hay que tener en cuenta la división que realiza Maquiavelo entre los tres tipos de inteligencias que distingue: «E perché sono di tre generazioni cervelli: l'uno intende da sé, l'altro discerne quello che altri intende, el terzo non intende né sé né altri; quel primo è eccellentissimo, el secondo eccellente, el terzo inutile.»{21}

En política, lo que cuenta es la eficacia de los resultados. Tales resultados le traen fama al Estado, al gobernante. Eso es lo que cuenta: aumentar el poder del Estado. El fin entonces justifica los medios utilizados. Se plantea así la necesidad de carecer de escrúpulos. Todos los medios serán juzgados entonces honorables si el príncipe consigue los resultados necesarios para el Estado. En eso consiste la virtù de Maquiavelo es la areté de los griegos o la virtus de los romanos, excelencia, potencia, poder, cumplir con la función asignada. Dice Francisco Javier Conde que «El «uomo virtuoso» es propiamente el hombre valiente»{22} y que «La esencia de la virtud consiste, desde este ángulo, en ver la ocasión y cogerla, no dejarla pasar en vano».{23} La virtud es simplemente la prudencia política, la capacidad de tomar las decisiones convenientes en el momento u ocasión adecuados. Es energía, potencia, poder. Ello exige estar más allá del bien y del mal y carecer de escrúpulos morales y religiosos. Ahora la política se autonomiza en su ejercicio y en su concepción teórica y ello de forma consciente en Maquiavelo:

«E hassi ad intendere questo, che uno principe, e massime uno principe nuovo, non può osservare tutte quelle cose per le quali gli uomini sono tenuti buoni, sendo spesso necessitato, per mantenere lo stato, operare contro alla fede, contro alla carità, contro alla umanità contro alla religione. E però bisogna che egli abbia uno animo disposto a volgersi secondo ch'e venti della fortuna e le variazioni delle cose li comandano, e, come di sopra dissi, non partirsi del bene, potendo, ma sapere intrare nel male, necessitato. Debbe, adunque, avere uno principe gran cura che non gli esca mai di bocca una cosa che non sia piena delle soprascritte cinque qualità, e paia, a vederlo e udirlo tutto pietà, tutto fede, tutto integrità, tutto umanità, tutto religione. E non è chosa più necessaria a parere di avere che questa ultima qualità. E gli uomini in universali iudicano più agli occhi che alle mani; perchè tocca a vedere a ognuno, a sentire a pochi. Ognuno vede quello che tu pari, pochi sentono quello che tu se'; e quelli pochi non ardiscano opporsi alla opinione di molti, che abbino la maestà dello stato che li defenda; e nelle azioni di tutti gli uomini, e massime de'principi, dove non è iudizio a chi reclamare, si guarda al fine. Facci dunque uno principe di vincere e mantenere lo stato: e'mezzi saranno sempre iudicati onorevoli e da ciascuno laudati; perché il vulgo ne va sempre preso con quello que pare e con lo evento della cosa; e nel mondo non è se non vulgo; e li pochi non ci hanno luogo, quando li assai hanno dove appoggiarsi.»{24}

La religión no se considera en su verdad sino en su eficacia política como opio del pueblo, como cemento para unir los ladrillos del edificio social. Es la ideología social para mantener la estabilidad del Estado:

«E vedesi, chi considera bene le istorie romane, quanto serviva la religione a comandare gli eserciti, animire la Plebe, a mantenere gli uomini buoni, a fare vergognare i rei... E veramente mai fu alcuno ordinatore di leggi straordinarie in uno popolo che non ricorrese a Dio, perché altrimente non sarebbero accettate; perché sono molti i beni conosciuti da uno prudente, i quali non hanno in sé ragioni evidenti da poterli persuadere ad altrui. Però gli uomini savi che vogliono tòrre questa difficultà ricorrono a Dio.»{25}

La religión tiene una evidente función política de tranquilizar a las masas y de generar un consenso social difícil por no decir imposible de conseguir en una sociedad atea. Aquí la religión se entiende como una moral o como una política. Un útil instrumento es la religión para hacer inteligibles al pueblo los principios morales o políticos convenientes para conservar el Estado y la paz social. Para hacer inteligible al pueblo tales principios es necesario que estén acompañados de símbolos teológicos. Ello incluye lo que Platón denominó la «mentira política». Esto también lo defendió en la Antigüedad Critias al sostener que la religión era una creación o invento político de los gobernantes o de los sacerdotes para mantener al pueblo en la obediencia de las leyes morales y políticas que de otro modo se verían desobedecidas de continuo debido a la inmadurez del pueblo. Maquiavelo está en esta tradición de entender a la religión como instrumento de dominación política y a la vez de educación moral del pueblo. Por ello, el Estado mantendrá la religión sin cambios para no alterar el consenso social y político y para no ir a la ruina:

«Quelli principi o quelle republiche le quali si vogliono mantenere incorrotte, hanno sopra ogni altra cosa a mantenere incorrotte le cerimonie della loro religione, e tenerle sempre nella loro venerazione; perché nessuno maggiore indizio si puote avere della rovina d'una provincia, che vedere dispregiato il culto divino. Questo è facile a intendere, conosciuto che si è in su che sia fondata la religione dove l'uomo è nato; perché ogni religione ha il fondamento della vita sua in su qualche principale ordine suo.»{26}

Es más, Maquiavelo adopta una actitud ante la religión y ante la moral que anticipa la crítica nietzscheana de la religión y la moral por considerarlas antivitales, decadentes, propias de impotentes. A fin de cuentas, la virtù de Maquiavelo no deja de recordarnos la «moral de los señores» de Nietzsche. Paganismo, ateísmo, por ahí se mueve el pensamiento de Maquiavelo. Dice Maquiavelo:

«Pensando dunque donde possa nascere che in quegli tempi antichi i popoli fossero più amatori della libertà che in questi, credo nasca da quella medesima cagione che fa ora gli uomini manco forti, la quale credo sia la diversità della educazione nostra dall'antica, fondata dalla diversità della religione nostra dalla antica. Perché, avendoci la nostra religione mostro la verità e la vera via, ci fa stimare meno l'onore del mondo; onde i Gentili, stimandolo assai e avendo posto en quello il sommo bene, erano nelle azioni lore più feroci. Il che si può considerare da molte loro constituzioni, cominciandosi dalla magnificenza de'sacrifizi loro alla umiltá de'nostri, dove è qualche pompa più delicata che magnifica, ma nessuna azione feroce o gagliarda. Qui non mancava la pompa né la magnificenza delle cerimonie, ma vi si aggiugneva l'azione del sacrificio pieno di sangue e di ferocità, ammazzandovisi moltitudine d'animali; il quale aspetto, sendo terribile, rendeva gli uomini simili a lui. La religione antica, oltre a di questo, non beatificava se non uomini pieni di mondana gloria, come erano capitani di eserciti e principi di republiche. La nostra religione ha glorificato più gli uomini umili e contemplativi che gli attivi. Ha dipoi posto il sommo bene nella umiltà, abiezione, en el dispregio delle cose umane; quell'altra lo poneva nella grandezza dello animo, nella fortezza del corpo e in tutte le altre cose atte a fare gli uomini fortissimi. E se la religione nostra richiede che tu abbi in te fortezza, vuole che tu sia atto a patire più che a fare una cosa forte. Questo modo di vivere, adunque, pare che abbi renduto il mondo debole e datolo in preda agli uomini scelerati; i quali sicuramente lo possono maneggiare, veggendo como l'università degli uomini per andarne in Paradiso pensa più a sopportare le sue battiture che a vendicarle. E benché paia che si sia effeminato il mondo e disarmato il Cielo, nasce più, sanza dubbio, dalla viltà degli uomini che hanno interpretato la nostra religione secondo l'ozio e non secondo la virtù. Perché, se considerassono come la ci permette la esaltazione e la difesa della patria, vedrebbono come la vuole che noi l'amiamo e onoriamo e prepariamoci a essere tali che noi la possiamo difendere. Fanno, adunque, queste educazioni e sì false interpretazioni che nel mondo non si vede tante republiche quante si vedeva anticamente; né per consequente si vede ne'popoli tanto amore alla libertà quanto allora.»{27}

Por ello es por lo que encontramos en Friedrich Meinecke la siguiente valoración de Maquiavelo: «A pesar de su respeto externo por la Iglesia y el cristianismo, harto a menudo mezclado con ironía y crítica, y a pesar de hallarse influído, sin duda, por el pensamiento cristiano, Maquiavelo era, en el fondo, un pagano que reprochaba al cristianismo con una frase célebre (Discurso II, 2), «haber hecho al hombre humilde, afeminado y débil». Con nostalgia romántica volvía los ojos a la fuerza, la grandeza y la belleza de la vida antigua y a los ideales de su «mundana gloria».{28}

Como técnica de poder político al servicio de la razón de Estado, el discurso de Maquiavelo recomienda además que ya que la política es retórica, juego de apariencias ante el vulgo, que en caso de tener que tener que elegir entre ser temido y ser amado, se elija el ser temido mejor que ser amado (capítulo XVII de «El Príncipe») y que las medidas impopulares que deba adoptar el príncipe las adopte a través de subordinados. Que otros que están en jerarquía por debajo del gobernante sean los que se quemen o sufran el desgaste y sean llegado el caso, los chivos expiatorios de las iras populares: Lerma, Olivares, Esquilache, Godoy, etc. «che li principi debbano le cose di carico fare sumministrare ad altri, quelle di grazia a loro medessimi.»{29}

En política internacional, podríamos decir con Hobbes y Spinoza que reina el estado de naturaleza y que cada Estado está abandonado a sus propias fuerzas. El Estado, según Maquiavelo debe proporcionar seguridad interna y externa a sus ciudadanos. «Sólo el que tiene en sí mismo la razón de su seguridad es capaz de regirse por sí mismo. El que no la tiene, pende de otro y a otro ha de recurrir para defenderse. Por razón de su ser, el Stato maquiavélico es autónomo y sólo es Estado en la medida en que se rige por sí mismo».{30} Por decirlo de otra manera, un Estado sólo lo es si es independiente. Además, Maquiavelo sostiene el primado de la política exterior sobre la interior: «...sempre staranno ferme le cose di dentro quando stieno ferme quelli di fuori, se già le non fussino perturbate da una coniura.»{31} A este respecto, sostiene Javier Conde que «El «primado de la política exterior» es realmente la ley de bronce del Stato maquiavélico».{32}

Como decía Carl Schmitt, el horizonte político no es un universo, sino un pluriverso de Estados en los que la distinción fundamental que caracteriza a lo político –distinción tomada de Platón, por cierto como no duda en reconocer el propio Carl Schmitt– es la distinción entre amigo/enemigo. Maquiavelo se hace cargo de esta realidad y por ello, «Por una trágica paradoja, el afán de seguridad que constituye la médula del stato maquiavélico hace que éste quede constitutivamente inscrito en el horizonte de la guerra. El estado normal del pluriversum político es la guerra.»{33} Por todo ello, a la política internacional, a la política exterior le es aplicable la retórica que caracterizaba la relación del Soberano con los ciudadanos o con los súbditos. La virtù es virtú en política interior y exterior. Tampoco las reglas morales serán aquí de obligado cumplimiento. El Estado debe ser un Estado militar, dispuesto a la guerra en cualquier momento para defender el bien común, la tranquilidad de los ciudadanos. No hay que dudar en usar el fraude en la guerra. Es algo enteramente digno de alabanza:

«Ancora che lo usare la fraude in ogni azione sia detestabile, nondimanco nel maneggiare la guerra è cosa laudabile e gloriosa, e parimente è laudato colui che con fraude supera il nimico, como quello che lo supera con le forze. E vedesi questo per il giudicio che ne fanno coloro che scrivono le vite degli uomini grandi...Di che, per leggersi assai esempli, non ne replicherò alcuno. Dirò solo questo, che io non intendo quella fraude essere gloriosa che ti fa rompere la fede data e i patti fatti; perché questa, ancora che la ti acquisti qualche volta stato e regno, come di sopra si discorse, la non ti acquisterà mai gloria. Ma parlo di quella fraude che si usa con quel nimico che non si fida di te, e che consiste proprio nel maneggiare la guerra.»{34}

Además, para Maquiavelo, «la política no es otra cosa que la lucha de opuestos, el equilibrio de tensiones, el reajuste de fuerzas en oposición.»{35} Por ello, no hay que dudar lo más mínimo en defender la patria, el Estado y ello aunque sea con ignominia si llega el caso.

«E che la patria è bene difesa in qualunque modo la si difende, o con ignominia o con gloria... La quale cosa merita di essere notata e osservata da qualunque cittadino si truova a consigliare la patria sua; perché dove si dilibera al tutto della salute della patria, non vi debbe cadere alcuna di crudele, né di laudabile né d'ignominioso, né di piatoso né di crudele, né di laudabile né d'ignominioso; anzi, posposto ogni altro rispetto, seguire al tutto quel partito che le salvi la vita e mantenghile la libertà.»{36}

Por esto, el mentir o el no respetar los convenios ni las promesas arrancadas por la fuerza de la necesidad son algo deseable y enteramente laudable a juicio de Maquiavelo, conectando así con lo más arriba dicho acerca de la necesidad de romper y desobedecer los convenios siguiendo la claúsula rebus sic stantibus: «che non è vergognoso non osservare quelle promesse che ti sono state fatte promettere per forza; e sempre le promesse forzate che riguardano il publico, quando e'manchi la forza, sin romperanno, e fia sanza vergogna di chi le rompe».{37} En política exterior, igual que en la interior, «la dialéctica del mando y la obediencia está en proporción directa del poder armado. En la dialéctica externa de dos Estados, el mejor armado impone la ley al otro, mientras éste pierde su autonomía, deja de ser Estado.»{38} Por eso, la guerra es la relación normal entre Estados. Es el estado natural del Estado: «un Estado que no sepa o no pueda hacer la guerra es para Maquiavelo un concepto esencialmente contradictorio, un contrasentido o, más bien, un contra-ser.»{39} Por ello, al igual que el príncipe que llegue a ser despreciado y odiado por su pueblo está perdido, algo parecido le ocurre a un Estado despreciado e injuriado en política internacional: está perdido y su independencia puede desvanecerse de un momento a otro: «en la política exterior un Estado al que los demás desprecien es objeto seguro de injuria y, por tanto, de nuevas causas de guerra.»{40}

Finalmente concluiremos acerca de Maquiavelo que con él al comenzar la filosofía política moderna desprendida de la teología y de la ética, al ganarse la autonomía de lo político, forzosamente es el primer pensador europeo moderno que reflexiona sobre la razón de Estado:

«Nicolás Maquiavelo fue quien primero lo hizo así. Aquí lo que importa es el problema, no la expresión, que todavía no se halla en él. Maquiavelo no comprimió todavía en una expresión tópica sus ideas sobre la razón de Estado. Aun cuando gustaba de los tópicos enérgicos y cargados de contenido, y aun cuando acuño muchos, no sintió, sin embargo, la necesidad de una expresión precisa para las ideas supremas que ocupaban su ánimo, cuando éstas le parecían evidentes y le absorbían totalmente. Se ha echado de menos, por ejemplo que no llegó a expresarse sobre el último fin del Estado, concluyendo erróneamente de este hecho que nunca llegó a reflexionar sobre este punto. Maquiavelo, al contrario, vivió y actuó, como veremos en seguida, dentro del ámbito de un fin supremo del Estado perfectamente determinado. Y de igual manera, todo su pensamiento político no es otra cosa sino reflexión continuada sobre la razón de Estado.»{41}

2. El Antimaquiavelismo en España

La obra de Maquiavelo fue entendida en seguida por los comentaristas como una apología de la Razón de Estado. Se veía a la virtù maquiavélica como principio primero y razón última en el gobierno de los Estados. Se vió en la teorización maquiavélica una exaltación de la fuerza y de la voluntad de poder expresados en la máxima: «el fin justifica los medios.» Maquiavelismo y razón de Estado se hicieron sinónimos.

El pontífice Pablo IV (1555-1559) hizo que la fortuna histórica de Maquiavelo variase de sentido, pues dictó sentencia de condena contra los escritos de Maquiavelo (1559) y el Concilio de Trento (1545-1563) incluyó las obras de Maquiavelo en el Index librorum prohibitorum (sentencia confirmada en 1564). El motivo de tal prohición fueron «los ataques al dogma, al magisterio eclesiástico, a la moral y a las buenas costumbres.»{42} España sentó cátedra frente a este hecho y a partir de Felipe II, adversario teórico y político de Maquiavelo, un antimaquiavelo acérrimo, los tratadistas españoles tuvieron un gran interés en demostrar y en refutar los errores del florentino. En España, pues, se puso mucho esfuerzo en atacar a Maquiavelo. El Imperio Católico Español, la Monarquía Hispánica camina hacia el Imperio por Dios y con Dios, con el Catolicismo y los teóricos políticos e intelectuales de tal alianza ponen un especial énfasis en atacar a Maquiavelo, aunque luego, en la casuística particular sean tan maquiavélicos como el propio Maquiavelo a quien no dudan en atacar. En el pensamiento político tradicional, católico español, de clara raigambre tomista, había una armonía postulada teóricamente al menos, entre fe y razón. La secularización completa de la política afirmada por Maquiavelo es motivo de escándalo:

«Ahora bien: si la creencia en una armonía entre razón y fe era la roca viva en que se apoyaba la construcción de la política y el Estado, elevada por nuestros escritores del siglo XVII, es lógico suponer que cuanto amenazase esa fundamental base de su doctrina produjera en ellos gran alarma. Alarma que les llevó a adoptar su tan conocida actitud de beligerantes incansables contra la obra de Maquiavelo. En esto consiste radicalmente el antimaquiavelismo de nuestros clásicos de que tantas veces se ha hablado, pero sin intentar esclarecer el último sentido de ese amplio movimiento en nuestra literatura política desde los últimos decenios del siglo XVI hasta 1700.»{43}

Dice José Antonio Maravall para caracterizar el pensamiento español antimaquiavélico lo siguiente:

«la cuestión se plantea así: el Estado moderno, para remediar la disolución social que amenaza al introducirse el nuevo espíritu y relajarse los vínculos de la sociedad medieval, necesita un poder fuerte, absoluto –según la terminología de la época–, libre, no ligado a trabas de ninguna clase. A esta empresa se aplicaron Maquiavelo y Bodino. El primero libró al poder de la moral cristiana; el segundo, del Derecho humano. Pero lo cierto es que, a su vez, con un poder así resulta, en cambio, amenazada la condición del hombre –detrás de esto está toda la antropología cristiana con su estimación de los valores humanos–. Era necesario, pues, dramática necesidad histórica, aceptar aquel poder fuerte, libre, absoluto; en una palabra: la soberanía; pero había que lograr mantenerlo armonizado en un orden superior que salvara la personalidad humana y la sociedad civil, en sus fines propios.»{44}

Para adentrarnos en la teorización española antimaquiavélica de la Razón de Estado vamos a seguir las indicaciones y reflexiones muy atinadas y oportunas de Javier Peña Echeverría{45}. Para empezar, cuando hablamos de "Razón de Estado" estamos refiriéndonos a un tipo de acción política que busca la utilidad del Estado como único y último criterio de la acción política:

«El término 'razón de Estado' hace referencia a una concepción de la política que entiende que el interés del Estado (o si se quiere, de la comunidad política) es el criterio último de la acción política. La razón de salvaguardar el interés básico del Estado –que es, ante todo, su propia conservación– tiene prioridad sobre cualquier otra razón, ya invoque derechos o intereses particulares de cualquiera, ya cualquier otro principio o valor.»{46}

La doctrina de la Razón de Estado nos introduce en esquemas de oposiciones duales: Estado de derecho/Razón de Estado, Estado/Sociedad Civil, Política/Ética, Política/Moral, Razón de Estado/Ética o Razón de Estado/Moral. Esto procedía de la división históricamente anterior entre Estado/Iglesia o Imperio/Iglesia vigente hasta el siglo XVI. El debilitamiento del Papado y del Imperio Romano Germánico abre la puerta a la secularización de tal distinción en las formas arriba enunciadas.

En los escritores políticos españoles que tratan de la Razón de Estado (1550-1650 aprox.) se aborda la conflictiva relación entre política y moral o entre política y religión así como el tema de la autonomía de lo político. Ambos temas fueron tratados de forma moderna por Maquiavelo, como se ha visto más arriba.

Según Echeverría, «el tema de la razón de Estado puede ser enfocado como un problema permanente de la política. Así es visto, por ejemplo, por Meinecke.»{47} Así, entonces la investigación historicista de Meinecke puede ser vista y considerada como una investigación empírico-trascendental sobre la esencia de lo político. La Razón de Estado sería una cuestión permanente en la consideración de lo político. No obstante «la noción de razón de Estado puede ser vista también como característica de una época (la de la teorización de la razón de Estado, entre los siglos XVI y XVII). Desde esta perspectiva, dicha idea, aun si tiene precedentes en la Antigüedad y en la Edad Media, responde a la problemática de la constitución del Estado moderno.»{48}

Puede uno preguntarse acerca de por qué el antimaquiavelismo. Algo se ha dicho más arriba, pero podemos decir que lo que escandaliza es la secularización del poder político, su autonomía respecto de la religión, de la Iglesia.

«El carácter subversivo del maquiavelismo no residía tanto en el recurso a medios reprobables como el fraude, el engaño o el asesinato político, cuanto en la emancipación de la política respecto a restricciones religiosas y, por el contrario, la instrumentalización de la religión a su servicio»{49}

Entre los que se opusieron teóricamente a Maquiavelo en España hay escritores variopintos. Las tendencias no son homogéneas. Un caso paradigmático es el caso del padre Mariana, jesuita (1535-1624) Mariana sostiene la tesis de la procedencia del poder político del seno del pueblo. El P. Mariana considera que el Poder Político está repartido entre el Rey y el Reino en virtud de una originaria cesión que permitiría una cierta superioridad y preeminencia política del Reino sobre el Rey. Ello generaría entonces unos ciertos límites a la potestad del príncipe, por lo tanto, concluye que el tiranicidio es lícito. «El asesinato es lícito si se comete con intención de salvar a la patria.»{50} Si el príncipe practicara la tolerancia religiosa, sería ello motivo suficiente para matar a tal príncipe. La autoridad real no sólo está sometida a Dios, sino también a la opinión pública. Las coincidencias entre Mariana y Maquiavelo son evidentes. El padre Juan de Mariana en su obra De rege et regis institutione, que sirvió de manual para la instrucción de Felipe III, defiende la monarquía hereditaria pero se opone radicalmente a la tiranía. El tirano es un opresor. Mariana es un representante cualificado de los que se oponían dentro de los católicos a considerar al rey como titular de un poder absoluto. Ello hace que defienda el derecho de resistencia, como hemos visto más arriba. Esto le coloca dentro del grupo de los «monarcómacos». Según Mariana, el verdadero rey ha de ser «padre de su pueblo». Si Maquiavelo recomendaba fingimiento, fraude y mentira, Mariana recomienda nobleza, justicia y verdad. Si Maquiavelo afirma que es mejor ser temido que ser amado, Mariana afirma que sin amor del pueblo, el príncipe no conseguirá la tranquilidad, en lo cual, por cierto, coincide con Maquiavelo como hemos visto anteriormente. Si un príncipe se convierte en un tirano y un opresor para sus súbditos, entonces es lícito matarlo.

El padre Pedro de Rivadeneyra (1527-1611), también jesuita, escribe su Tratado de la religión y virtudes que debe tener el Príncipe Cristiano para gobernar y conservar sus Estados, contra lo que Nicolás Maquiavelo y los políticos de ese tiempo enseñan (Madrid 1595). Rivadeneyra alude directamente a Maquiavelo. Contra la razón de Estado Maquiavélica{51} y contra su autor, declara: «hombre impío y sin Dios, así su doctrina.» Diagnóstico correcto acerca del pensamiento de Maquiavelo. Rivadeneyra sostiene que el maquiavelismo enfrenta a la fe con la razón, sosteniendo así, al igual que ya lo hiciera antaño el averroísmo latino, una dualidad de la verdad, una suerte de doctrina de la doble verdad, pero ahora en el campo de la política. Esto hace que se enfrenten la política y la religión. «Y porque ninguno piense que yo desecho toda razón de Estado (como si no hubiese ninguna), y las reglas de prudencia con que, después de Dios, se fundan, acrecientan y conservan los Estados, ante todas cosas digo que hay razón de Estado, y que todos los príncipes la deben tener siempre delante de los ojos, si quieren acertar a conservar y gobernar sus Estados. Pero que esta razón de Estado no es una sola, sino dos: una falsa y aparente, otra sólida y verdadera; una engañosa y diabólica, otra cierta y divina; una que del Estado hace religión, otra que de la religión hace Estado; una enseñada de los políticos y fundada en vana prudencia y en humanos y ruines medios, otra enseñada de Dios, que estriba en el mismo Dios y en los medios que Él, con su paternal providencia, descubre a los príncipes y les da fuerza para usar bien de ellos, como Señor de todos los Estados. Pues lo que en este libro pretendemos tratar es la diferencia que hay entre estas dos razones de Estado, y amonestar a los príncipes cristianos y a los consejeros que tienen cabe sí, y a todos los otros que se precian de hombres de Estado, que se persuadan que Dios sólo funda y los da a quien es servido, y los establece, amplifica y defiende a su voluntad, y que la mejor manera de conservarlos es tenerle grato y propicio, guardando su santa ley, y obedeciendo a sus mandamientos, respetando a su religión y tomando todos los medios que ella nos da o que no repugnan a lo que ella nos enseña, y que ésta es la verdadera, cierta y segura razón de Estado, y la de Maquiavelo y de los políticos es falsa, incierta y engañosa. Porque es verdad cierta e infalible que el Estado no se puede apartar bien de la religión, ni conservarse sino conservando la misma religión.»{52} En este sentido, las siguientes palabras de Pedro de Rivadeneyra ilustran la diferencia entre los maquiavélicos o «políticos» y los antimaquiavélicos: «la diferencia que hay entre los políticos y nosotros es, que ellos quieren que los príncipes tengan cuenta con la religión de sus súbditos, cualquiera que sea, falsa o verdadera; nosotros queremos que conozcan que la religión católica es sola la verdadera, y que a ella sola favorezcan.»{53}

Francisco de Quevedo (1580-1645) autor en el que nos vamos a centrar posteriormente de forma exclusiva y exhaustiva para exponer el antimaquiavelismo español, como ejemplo característico de la reflexión acerca de la Razón de Estado en España, tiene una obra Política de Dios y gobierno de Cristo en la que figuran estas palabras: «los príncipes deben ser camino y no despeñadero.» Se opone así de forma antitética al maquiavelismo. Ataca los vicios de los gobernantes y de los ministros, magistrados, jueces y funcionarios del gobierno. Ni se libran Felipe IV ni su valido, el Conde-Duque de Olivares, porque «los príncipes deben ser verdad y no mentira».

Diego de Saavedra Fajardo (1584-1648), diplomático de la corte de Felipe IV escribe Idea de un príncipe cristiano representada en cien empresas (Empresas políticas) se declara antimaquiavélico, pero en el fondo admite las conclusiones a las que arriba el florentino. Se advierte la incoherencia de su libro enseguida al leer algunos pasajes. Dice Saavedra Fajardo: «No solamente quiso Maquiavelo que el príncipe fingiese a su tiempo virtudes, sino intentó fundar una política sobre la maldad, enseñando a llevarla a un extremo grado, diciendo que se perdían los hombres porque no sabían ser malos, como si se pudiera dar ciencia cierta para ello.»{54} Pero también afirma: «No es obligación en el Príncipe justo oponerse luego indiscretamente a los vicios, cuando es vana y evidentemente peligrosa la diligencia; antes es prudencia permitir lo que repugnando no se puede impedir. Disimule la noticia de los vicios hasta que pueda remediarlos con el tiempo, animando con el premio a los buenos y con el castigo a los malos y usando de otros medios que enseña la prudencia.»{55} La insinceridad de Saavedra Fajardo es evidente, máxime si se consulta otra obra suya, en la que señala que el poder procede del pueblo, quien constituyó al rey en la potestad suprema sin por ello constituir una monarquía absoluta, pues el pueblo, respecto de la soberanía «no tanto se despojó de ella que, si bien se la dio suprema en el gobierno y disposición de las cosas, no quedase en el cuerpo universal de la república otra mayor autoridad aunque suspensa en su ejercicio, para oponerse al príncipe tirano o que declinase de la verdadera religión, y reducille o deponelle».{56}

Por su parte Baltasar Gracián (1601-1658) por su pesimismo antropológico se aproximó notablemente a las tesis de Maquiavelo. Critica a Maquiavelo, pero a continuación suscribe bastantes tesis del Secretario florentino, mostrando así su incoherencia. Dice Gracián: «Cuando no puede uno vestirse de piel de león, vístase la de la vulpeja. Saber ceder al tiempo es exceder; el que sale con su intento nunca pierde reputación; a falta de fuerza, destreza; por un camino o por otro, o por el real del valor o por el atajo del artificio. Más cosas ha obrado la maña que la fuerza, y más veces vencieron los sabios a los valientes, que al contrario. Cuando no se puede alcanzar la cosa, entra el desprecio.»{57} El realismo político de Gracián le lleva por lo demás a suscribir la tesis maquiavélica de que el fin justifica los medios. «Todo lo dora un buen fin, aunque lo desmientan los desaciertos de los medios.»{58} Gracián, aunque no quiera reconocerlo, está en la misma línea que el Secretario florentino. Lo que le reprocha Gracián a Maquiavelo es el carácter irracional de su doctrina política. Esto se observa si se considera lo siguiente: «este es un falso político, llamado el Maquiavelo, que quiere dar a beber sus falsos aforismos a los ignorantes. ¿No ves cómo ellos se los tragan, pareciéndoles muy plausibles y verdaderos? Y bien examinados no son más que una confitada inmundicia de vicios y de pecados. Razones no de Estado, sino de establo. Parece que tiene candidez en sus labios, pureza en su lengua y arroja fuego infernal, que abrasa las costumbres y quema las repúblicas.»{59}

Dentro de la literatura política española en torno a la razón de Estado pueden agruparse los autores en tres grupos:

1) Eticistas o tradicionalistas. Pretenden subordinar la política a la moral y a la religión. Son declaradamente antimaquiavélicos, aunque luego no duden en suscribir recetas maquiavélicas. Rivadeneyra, Claudio Clemente, Márquez, Juan de Santa María y el propio Quevedo sobre el que volveremos luego.
2) Tacitistas. Prohibido Maquiavelo en Europa, fue Tácito el que sirvió con los arcana imperii para reflexionar sobre la razón de Estado y sobre la autonomía de lo político sin provocar susceptibilidades. Su actitud es la de un realismo político. Furió Ceriol,, Álamos de Barrientos, Narbona, Herrera, Ramírez de Prado.
3) Tendencia intermedia. Son autores que reconociendo una cierta autonomía de lo político buscan sin embargo sujetar a la política a los límites de la ortodoxia católica. Saavedra Fajardo, Gracián, Alvia de Castro, Barbosa, Blázquez Mayoralgo, Mártir Rizo, Castillo de Bovadilla, Mendo, Fernández Medrano, etc.

3. Don Francisco de Quevedo y Villegas (1580-1645)

Para empezar, Quevedo le reprocha a Maquiavelo en lo que respecta a la razón de Estado su carácter irracional, en el sentido de su carácter irreligioso, impío. «La materia de Estado fue el mayor enemigo de Cristo.»{60} Asimismo añade después : «Preciábase Pilatos de grande político: afectaba la disimulación, y la incredulidad, que son los ojos del ateísmo [...] De manera, Señor, que el más eficaz medio que hubo contra Cristo, Dios y Hombre verdadero, fue la razón de Estado.

De casta le viene el ser contra Dios: yo lo probaré con su origen. [...] Lucifer, ángel amotinado, fue su primer inventor, pues luego que por su envidia, y soberbia perdió el Estado y la honra, para vengarse de Dios, introdujo la materia de Estado, y el duelo.»{61} La razón de Estado es «sinrazón de Estado», pues «si la materia de Estado hizo al serafín demonio y al hombre semejante a las bestias –es decir, irracional– y al edificio orgulloso de Babel confusión y ruina, ¿cuál espíritu, cuál hombre, cuál fábrica no temerá la caída, castigo y confusión? Halaga con la primera promesa de conservar y adquirir; empero ella, que llamándose razón de Estado es sinrazón, tiene siempre anegados en lágrimas los designios de la ambición».{62}

Quevedo, siguiendo las enseñanzas de la escolástica tomista, afirma que en Dios la voluntad sigue al entendimiento. «El entendimiento bien informado guía a la voluntad, si le sigue. La voluntad ciega y imperiosa arrastra al entendimiento cuando sin razón le precede.»{63} La inspiración de Quevedo se puede llamar eticista o tradicionalista. Si la Monarquía tiene sentido es porque atiende a la justicia, si el gobierno del Monarca es justo. «La justicia se muestra en la igualdad de los premios y los castigos, y en la distribución algunas veces se llama igualdad. Es una constante y perpetua voluntad de dar a cada uno lo que le toca.»{64} El discurso filosófico-político de Quevedo es moralista, religioso. El único límite al poder del monarca son las leyes divinas, esto es, las leyes morales. No existe ninguna limitación legal ni constitucional. Además, Quevedo reprueba el derecho de resistencia. Grave crimen es pues el tiranicidio: «Grave delito es dar muerte a cualquier hombre; mas darla al rey es maldad execrable, y traición nefanda no sólo poner en el manos, sino hablar de su persona con poca reverencia, o pensar de sus acciones con poco respeto. El rey bueno se ha de amar; el malo se ha de sufrir. Consiente Dios el tirano, siendo quien le puede castigar y deponer, ¿y no le consentirá el vasallo, que debe obedecerle? No necesita el brazo de Dios de nuestros puñales para sus castigos, ni de nuestras manos para sus venganzas.»{65} Esto se debe al providencialismo que sustenta Quevedo. Dios interviene en los asuntos de la Historia, pues «siempre gobernó el mundo el Dios solo verdadero, todo santo, siempre justo.»{66}

Hemos dicho que la finalidad del Estado es la justicia: «Y es de advertir que todo el oficio de los reyes es justicia.»{67} Tenemos que dejar claro que en Quevedo en modo alguno quedan separadas la ética de la moral y de la política. Por eso la obra política de Quevedo dedica bastante espacio a recomendar a los reyes la práctica de la justicia y la lucha contra la corrupción: «Castigar a los ministros malos públicamente es dar ejemplo, a imitación de Cristo; y consentirlos es dar escándalo, a imitación de Satanás, y es introducción para vivir sin temor.»{68} Con lo cual, en consecuencia, «Rey que disimula delitos en sus ministros, hácese partícipe de ellos, y la culpa ajena la hace propia.»{69} Quevedo pone especial énfasis en criticar la corrupción del Estado. El peor delito es el delito del Estado: «menos mal hacen los delincuentes, que un mal juez; cualquier castigo basta para un ladrón y un homicida, y todos son pocos para el ministro y el juez que, en lugar de darles castigo les da escándalo.»{70} El peor ladrón es el que perjudica a los más necesitados: «El que quita del labrador, del benemérito, del huérfano, de la viuda, en quien se representa Cristo para otra cosa, ese es el ladrón.»{71} Por ello afirma en otro lugar Quevedo lo siguiente: «Entonces las repúblicas se administran bien cuando envían ministros a las provincias distantes, que procuran antes estorbar los robos que castigar los que roben. Más hurtos padecen los príncipes en el castigo de los hurtos por algunos jueces , que en los hurtos por los ladrones. Quien estorba que hurte su ministro, guarda su ministro y su hacienda. Quien le deja hurtar, pierde su hacienda y su ministro.»{72} El rey jamás deberá saquear su reino y perjudicar a sus súbditos. En cuestiones de política social conviene poner coto a la demagogia: «porque quitar del rey, llévese donde se llevare, dése a quien se diere, es hurto forzoso: no hay necesidad más legítima que la del buen rey, ni hombre tan pobre; y quien pone al rey en mayor necesidad destruye el reino, y es arbitrio de los ministros imitadores de Judas poner en necesidad al rey para con los arbitrios de su socorro, y desempeño tiranizar el reino, y hacer logro del robo de los vasallos, y son las suyas mohatras de sangre inocente.»{73} El que pide para los pobres es un demagogo que pide para sí. Respecto a los ministros afirma Quevedo que «Sólo es buen ministro quien derechamente mira a los necesitados. Quien da al poderoso, compra, y no da, mercader es, no dadivoso, logro es el suyo, no servicio, más pide dando que pidiendo; porque pide obligando a que le den. Quien pide para el que manda, toma para sí; cautela es, no caridad; no sabe lo que dice, y el mejor remedio es saber lo que con él se ha de hacer.»{74} La política penal del rey será preventiva sobre todo por lo señalado más arriba, pues es peor el juez corrupto que el delincuente. Quevedo da por supuesto la gran corrupción del aparato del Estado de los Austrias: «Aquellos pecados se cometen más, que más veces se castigan: por eso el ahorrar castigos es ahorrar pecados. Pocas veces deja de defenderse el que roba, con lo propio que roba. Siempre los delincuentes fueron alegrón y hacienda de los malos jueces: por eso los buscan, para hallarlos, no para corregirlos.»{75}

El rey no puede hacer renuncia de su poder. Es él y sólo él a quien corresponde la plenitudo potestatis de la que no puede abdicar en ningún momento. Aquí hay una crítica a Felipe IV por haber delegado el poder en su valido, el Conde-Duque de Olivares. Por tal razón afirma Quevedo que «De ninguna manera conviene que el rey yerre, mas si ha de errar, menos escándalo hace que yerre por su parecer, que por el de otro. Nada ha de recelar tanto un rey como ocasionar desprecio en los suyos, y éste sólo por un camino le ocasionan los reyes, que es dejándose gobernar: Un rey cruel es rey cruel, y así en los demás vicios; mas un rey falto de discurso, y entendimiento, si tal permitiese Dios, como para ser rey ha de ser primero hombre y hombre sin entendimiento, y razón no puede ser, ni sería rey, ni hombre, y el desprecio le hallaría semejante a cualquier afrentosa comparación; y por esto nada ha de disimular tanto un príncipe, como el tener necesidad en todo de advertencia: haber de decirle siempre, llevadme y guiadme, yo iré tras vosotros.»{76}

El otro fin del gobierno monárquico es el logro y mantenimiento de la paz. «Con el rey ha de nacer la paz; ésta ha de ser su primer bando.»{77} De todos modos, la paz no ha de ser pretexto para la corrupción y el robo. De ahí se produce un fácil deslizamiento hacia la tiranía: «Las monarquías se descabalan del número de sus reinos cuando a gobernarlos envían ministros que vuelven opulentos con los triunfos de la paz. Confieso que esto es empezarse a caer; mas, como empiezan a caerse por los cimientos, juntamente es acabarse de caer. Pocas leyes saben convencer de delincuente al que hurta con consideración. Consideración llamo hurtar tanto que, habiendo para satisfacer al que envidia, y para acallar al que acusa, y para inclinar al que juzga, sobre mucho para el delincuente que hurtó para todos. De aquél tiene noticia la horca, que hurtó tan poco, que antes de la sentencia faltó qué le pudiesen hurtar.»{78}

El tirano es un monarca corrupto: «Tirano es aquel príncipe que, siéndolo, quita la comodidad a la paz, y la gloria a la guerra, a sus vasallos las mujeres, y a los hombres las vidas; que obedece al apetito, y no a la razón; que afecta con la crueldad ser aborrecido, y no amado. Y por las mismas culpas son tiranos los senados en las repúblicas, y tiranos multiplicados.»{79} Por ello, ha afirmado un poco antes la superioridad de la monarquía sobre la república aristocrática: «peor sujeto está el pueblo a un Senado electivo, que a un príncipe hereditario. Las leyes sacrosantas mejor se hallan servidas de uno que las ejecuta, que de muchos que las interpretan.»{80} Los tiranos son muy malos moralmente: «Los tiranos son tan malos, que las virtudes son su riesgo.»{81} Por ello, el Monarca ha de estar atento para no perder el poder nunca a manos de sus subordinados: «El dormir siempre es condenación y muerte.»{82} Dormirse en los laureles y no estar vigilante el príncipe es el suicidio de él, único depositario y tituluar legítimo de la soberanía.

El único límite al poder del rey es su conciencia moral y profesional. Su sujección a la ley moral por medio de la religión católica, a la ley divina. Su sujección al entendimiento que, como ya hemos visto más arriba, precede a la voluntad, a la toma de decisiones. Esto es una verdadera deontología profesional del rey. Para empezar, veamos la obediencia a los mandatos divinos. La moral se presenta como mandato divino: «Señor, la vida del oficio real se mide con la obediencia a los mandatos de Dios y con su imitación.»{83} El poder político del rey viene directamente de Dios: «Los reyes son vicarios de Dios en la tierra.»{84} El rey como sujeto moral y racional, sometido a las leyes divinas y morales, debe obediencia a tales leyes no escritas: «Obedecer deben los reyes a las obligaciones de su oficio, a la razón, a las leyes, a los consejos; y han de ser inobedientes a la maña, a la ambición, a la ira, a los vicios.»{85} Entonces, la obediencia es la primera virtud que ha de tener un rey. La ciencia ha de acompañar a la prudencia del príncipe. «En los más ilustres y gloriosos capitanes y emperadores del mundo, el estudio y la guerra han conservado la vecindad y la arte militar se ha confederado con la lectura.»{86}

El príncipe ha de seguir algunos consejos a juicio de Quevedo para ser eficaz, justo y conservar el poder. Para empezar, ha de cuidarse de sus ministros. Ahí entraría lo que hemos señalado más arriba: no contar con validos, no delegar el ejercicio del poder en subordinados para no dejarse gobernar por ellos. Eso sería ilegítimo. El príncipe ha de desconfiar de sus consejeros por si quisieran gobernarle y manipularle: «Algo ha de tener más que sus consejeros el príncipe si quiere que no le tengan los consejeros a él.»{87} Propone Quevedo en su "Política de Dios" una estratagema para probar a sus ministros el príncipe tomada de Fadrique Furió Ceriol.{88} Aquí empieza a funcionar de alguna manera la prudencia, la razón de Estado. También esto se confirma cuando afirma Quevedo que «la hipocresía exterior, siendo pecado en lo moral, es grande virtud política.»{89} Recomienda al príncipe ser muy precavido y desconfiado: «Los monarcas más peligran en lo que creen que en lo que dudan: porque esto aguarda el consejo que busca, y aquello sigue el que le dan.»{90} Por ello llega a la conclusión consejo Quevedo de «sepan temer los reyes y sabrán vivir.»{91}

No debe consentir la menor merma de su poder ya si este ataque a su poder procede de los aristócratas y consejeros ya proceda el ataque del vulgo: «Las quejas populares y mecánicas en cualquiera nueva imposición, y asimismo al tiempo de pagar lo ya impuesto, son de gran ruido, más de poco peso.»{92} En cuestiones fiscales hay que evitar la corrupción de la Administración «porque poner los tributos para que los paguen los vasallos y los embolsen los que cobran, o gastarlos en cosas para que no se pidieron, más tiene de engaño que de cobranza, y de invención que de imposición».{93} A este respecto Quevedo está en contra del «hecho diferencial», de los fueros y privilegios de algunos territorios de la Monarquía Hispánica: «Y alega fueros de diferentes naciones, y que no tienen comercio los judíos con los samaritanos. Esto, Señor, para no pagar tributos ni contribuir a la necesidad pública y necesaria, cada día se ve. Muchas provincias me ahorran la verificación cuando la causa de negarlo es decir: "Somos diferentes de los que contribuyen".»{94}

Podemos concluir el comentario acerca de Quevedo indicando que él considera que España es el arquetipo de monarquía universal: «¿La mayor monarquía que ha habido, y hay, no es la de España en lo temporal y en lo espiritual?»{95}

Notas

{1} F. Meinecke, La idea de la razón de Estado en la Edad Moderna, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1983, pág. 3.

{2} Giovanni Botero, Della Ragion di Stato (1589) pág. 1.

{3} F. Châtelet, O Duhamel y E. Pisier-Kouchner, Historia del pensamiento político, Tecnos, Madrid 1987, págs. 50-51.

{4} Aquí discrepamos del diagnóstico emitido por Rafael del Águila Tejerina en su «Maquiavelo y la teoría política renacentista» en Historia de la Teoría Política, Alianza Editorial, Madrid 1990, Volumen 2, pág. 124. Nosotros pensamos que Maquiavelo es el iniciador de la teorización política moderna y que por ello el concepto de Razón de Estado procede de Maquiavelo.

{5} Friedrich Meinecke, op. cit., pág. 31.

{6} Niccolò Machiavelli, «Il Principe». Biblioteca Universale Rizzoli, Milano, diciasettesima edizione: ottobre 1997. XV, pág. 147. Traducción española de Miguel Ángel Granada, Alianza Editorial, Madrid 1984, capítulo XV, pág. 83: «Pero siendo mi propósito escribir algo útil para quien lo lea, me ha parecido más conveniente ir directamente a la verdad real de la cosa que a la representación imaginaria de la misma.»

{7} Max Horkheimer, «Maquiavelo y la concepción psicológica de la historia» en Historia, metafísica y escepticismo, Alianza Editorial, Madrid 1982, pág. 26.

{8} Niccolò Machiavelli, «Il Principe», op. cit., pág. 181, cap. XXI. «Un príncipe debe mostrar también su aprecio por el talento y honrar a los que sobresalen en alguna disciplina. Además, debe procurar a sus ciudadanos la posibilidad de ejercer tranquilamente sus profesiones, ya sea el comercio, la agricultura o cualquier otra actividad, sin que nadie tema incrementar sus posesiones por miedo a que le sean arrebatadas o abrir un negocio por miedo a los impuestos. Antes bien, debe incluso tener dispuestas recompensas para el que quiera hacer estas cosas y para todo aquel que piense por el procedimiento que sea engrandecer su ciudad o su Estado», pág. 111 de la edición de Miguel Angel Granada.

{9} Espinosa, Tratado Político, cap. X.

{10} Horkheimer, op. cit., págs. 28-29.

{11} Niccolo Machiavelli, «Il Principe», op. cit., cap. XV, pág. 147, pág. 83 de la traducción de Miguel Ángel Granada: «porque un hombre que quiera hacer en todos los puntos profesión de bueno, labrará necesariamente su ruina entre tantos que no lo son. Por todo ello es necesario a un príncipe, si se quiere mantener, que aprenda a poder ser no bueno y a usar o no usar de esta capacidad en función de la necesidad.».

{12} Niccolò Machiavelli, «Il Principe», op. cit., cap. VI, pág. 106, pág. 50 de la traducción de M. A. Granada, op. cit.: «Esta es la causa de que todos los profetas armados hayan vencido y los desarmados perecido. Pues, además de lo ya dicho, la naturaleza de los pueblos es inconstante: resulta fácil convencerles de una cosa, pero es difícil mantenerlos convencidos. Por eso conviene estar preparado de manera que cuando dejen de creer se les pueda hacer creer por la fuerza.»

{13} Niccolò Machiavelli, «Il Principe», op. cit., cap. XV, pág. 148, pág. 84 de la traducción de M. A. Granada: «Yo sé que todo el mundo reconocerá que sería algo digno de los mayores elogios el que un príncipe estuviera en posesión , de entre los rasgos enumerados, de aquellos que son tenidos por buenos. Pero, puesto que no se pueden tener ni observar enteramente ya que las condiciones humanas no lo permiten, le es necesario ser tan prudente que sepa evitar el ser tachado de aquellos vicios que le arrebatarían el Estado y mantenerse a salvo de los que no se lo quitarían, si le es posible; pero si no le es, puede incurrir en ellos con menos miramientos. Y todavía más: que no se preocupe de caer en la fama de aquellos vicios sin los cuales difícilmente podrá salvar su Estado, porque si se considera todo como es debido se encontrará alguna cosa que parecerá virtud, pero si se la sigue traería consigo su ruina, y alguna otra que parecerá vicio y si se la sigue garantiza la seguridad y el bienestar suyo.»

{14} Francisco Javier Conde, Prólogo a «El saber político en Maquiavelo», Revista de Occidente, Madrid 1976, prólogo.

{15} Francisco Javier Conde, op. cit., pág. 81.

{16} Niccolò Machiavelli, «Il Principe», op. cit., cap. XVIII, pág. 156, pág. 91 de la traducción de Granada: «Pero es necesario saber colorear bien esta naturaleza y ser un gran simulador y disimulador: y los hombres son tan simples y se someten hasta tal punto a las necesidades presentes, que el que engaña encontrará siempre quien se deje engañar.»

{17} Niccolò Machiavelli, «Il Principe», op. cit., cap. XVIII, págs. 155-156, págs. 90-91 de la traducción española de Granada: «Cuán loable es en un príncipe mantener la palabra dada y comportarse con integridad y no con astucia, todo el mundo lo sabe. Sin embargo, la experiencia muestra en nuestro tiempo que quienes han hecho grandes cosas han sido los príncipes que han tenido pocos miramientos hacia sus propias promesas y que han sabido burlar con astucia el ingenio de los hombres. Al final han superado a quienes se han fundado en la lealtad. Debéis, pues, saber que existen dos formas de combatir: la una con las leyes, la otra con la fuerza. La primera es propia del hombre, la segunda de las bestias; pero como la primera muchas veces no basta, conviene recurrir a la segunda. Por tanto, es necesario a un príncipe saber utilizar correctamente la bestia y el hombre. (...) Estando, por tanto, un príncipe obligado a saber utilizar correctamente la bestia, debe elegir entre ellas la zorra y el león, porque el león no se protege de las trampas ni la zorra de los lobos. Es necesario por tanto, ser zorra para conocer las trampas y león para amedrentar a los lobos. Los que solamente hacen de león no saben lo que se llevan entre manos. No puede, por tanto, un señor prudente -ni debe- guardar fidelidad a su palabra cuando tal fidelidad se vuelve en contra suya y han desaparecido los motivos que determinaron su promesa. Si los hombres fueran todos buenos, este precepto no sería correcto, pero -puesto que son malos y no te guardarían a ti su palabra- tú tampoco tienes por qué guardarles la tuya. Además, jamás faltaron a un príncipe razones legítimas con las que disfrazar la violación de sus promesas.»

{18} Francisco Javier Conde, op. cit., pág. 69.

{19} Niccolò Machiavelli, «Il Principe», op. cit., cap. IX, pág. 124, pág. 65 de la traducción de Granada: «concluiré tan sólo diciendo que es necesario al príncipe tener al pueblo de su lado. De lo contrario no tendrá remedio alguno en la adversidad.»

{20} Niccolo Machiavelli, «Il Principe», op. cit., cap. XIX, pág. 158, pág. 93 de la traducción de Granada: «el príncipe ha de pensar –como en parte hemos dicho ya más arriba– en evitar todo aquello que lo pueda hacer odioso o despreciado.»

{21} Niccolò Machiavelli, «Il Principe», op. cit., cap. XXII, pág. 181, pág. 112 de la traducción de Granada: «Hay, además, tres clases de inteligencias: la primera comprende las cosas por sí mismas, la segunda es capaz de evaluar lo que otro comprende y la tercera no comprende ni por sí misma ni por medio de las demás. La primera es superior, la segunda excelente, la tercera inútil.»

{22} Op. cit., pág. 84.

{23} Op. cit., pág. 85.

{24} Machiavelli, «Il Principe», op. cit., cap. XVIII, págs. 158-159, págs. 92-93 de la traducción de Granada: «Y se ha de tener en cuenta que un príncipe –y especialmente un príncipe nuevo– no puede observar todas aquellas cosas por las cuales los hombres son tenidos por buenos, pues a menudo se ve obligado, para conservar su Estado, a actuar contra la fe, contra la caridad, contra la humanidad, contra la religión. Por eso necesita tener un ánimo dispuesto a moverse según le exigen los vientos y las variaciones de la fortuna y, como ya dije anteriormente, a no alejarse del bien, si puede, pero a saber entrar en el mal si se ve obligado. Debe, por tanto, un príncipe tener gran cuidado de que no le salga jamás de la boca cosa alguna que no esté llena de las cinco cualidades que acabamos de señalar y ha de parecer al que lo mira y escucha, todo clemencia, todo fe, todo integridad, todo religión. Y no hay cosa más necesaria de aparentar que se tiene que esta última cualidad, pues los hombres en general juzgan más por los ojos que por las manos ya que a todos es dado ver, pero palpar a pocos: cada uno ve lo que pareces, pero pocos palpan lo que eres y estos pocos no se atreven a enfrentarse a la opinión de muchos, que tienen a demás la autoridad del Estado para defenderlos. Además, en las acciones de todos los hombres y especialmente de los príncipes, donde no hay tribunal al que recurrir, se atiende al fin. Trate, pues, un príncipe de vencer y conservar su Estado, y los medios siempre serán juzgados honrosos y ensalzados por todos, pues el vulgo se deja seducir por las apariencias y por el resultado final de las cosas, y en el mundo no hay más que vulgo. Los pocos no tienen sitio cuando la mayoría tiene donde apoyarse.»

{25} Machiavelli, Discorsi sopra la prima deca di Tito Livio, Biblioteca Universale Rizzoli, Milano, terza edizioni, novembre 1996, Libro I, cap. XI, págs. 92-93. Discursos sobre la primera década de Tito Livio, traducción de Ana Martínez Arancón, Alianza Editorial, Madrid 1987, págs. 65-66. «Y puede verse, analizando atentamente la historia romana, qué útil resultó la religión para mandar los ejércitos, para confortar a la plebe, mantener en su estado a los hombres buenos y avergonzar a los malos... Y verdaderamente, nunca hubo un legislador que diese leyes extraordinarias a un pueblo y no recurriese a Dios, porque de otro modo no serían aceptadas; porque son muchas las cosas buenas que, conocidas por un hombre prudente, no tienen ventajas tan evidentes como para convencer a los demás por sí mismas. Por eso los hombres sabios, queriendo soslayar esta dificultad, recurren a Dios.»

{26} Machiavelli, «Discorsi», op. cit., Libro I, cap. XII, págs. 94-95, pág. 67 de la traducción española: «Los príncipes o los estados que quieran mantenerse incorruptos deben sobre todo mantener incorruptas las ceremonias de su religión, y tener a ésta siempre en gran veneración, pues no hay mayor indicio de la ruina de una provincia que ver que en ella se desprecia el culto divino. Esto es fácil de entender si nos fijamos en las bases sobre las que se asienta la religión en que ha sido criado el hombre, porque todas las religiones tienen su fundamento en algún aspecto principal.»

{27} Machiavelli, «Discorsi», op. cit., Libro II, cap. II, págs. 298-299, págs. 188-189 de la traducción española: «Pensando de dónde puede provenir el que en aquella época los hombres fueran más amantes de la libertad que en ésta, creo que procede de la misma causa por la que los hombres actuales son menos fuertes, o sea, de la diferencia entre nuestra educación y la de los antiguos, que está fundada en la diversidad de ambas religiones. Pues como nuestra religión muestra la verdad y el camino verdadero, esto hace estimar menos los honores mundanos, mientras que los antiguos estimándolos mucho y teniéndolos por el sumo bien, eran más arrojados en sus actos. Esto se puede comprobar en muchas instituciones, comenzando por la magnificencia de sus sacrificios y la humildad de los nuestros, cuya pompa es más delicada que magnífica y no implica ningún acto feroz o gallardo. Allí no faltaba la pompa ni la magnificencia, y a ellas se añadía el acto del sacrificio, lleno de sangre y de ferocidad, pues se mataban grandes cantidades de animales y este espectáculo, siendo terrible, modelaba a los hombres a su imagen. La religión antigua, además, no beatificaba más que a hombres llenos de gloria mundana, como los capitanes de los ejércitos o los jefes de las repúblicas. Nuestra religión ha glorificado más a los hombres contemplativos que a los activos. A esto se añade que ha puesto el mayor bien en la humildad, la abyección y el desprecio de las cosas humanas, mientras que la otra lo ponía en la grandeza de ánimo, en la fortaleza corporal y en todas las cosas adecuadas para hacer fuertes a los hombres. Y cuando nuestra religión te pide que tengas fortaleza, quiere decir que seas capaz de soportar, no de hacer, un acto de fuerza. Este modo de vivir parece que ha debilitado al mundo, convirtiéndolo en presa de los hombres malvados, los cuales lo pueden manejar con plena seguridad, viendo que la totalidad de los hombres, con tal de ir al paraíso, prefiere soportar opresiones que vengarse de ellas. Y aunque parece que se ha afeminado el mundo y desarmado el cielo, esto procede sin duda de la vileza de los hombres, que han interpretado nuestra religión según el ocio, y no según la virtud. Porque si se dieran cuenta de que ella permite la exaltación y la defensa de la patria, verían que quiere que la amemos y la honremos y nos dispongamos a ser tales que podamos defenderla. Tanto han podido esta educación y estas falsas interpretaciones, que no hay en el mundo tantas repúblicas como había antiguamente, y, por consiguiente, no se ve en los pueblos el amor a la libertad que antes tenían.»

{28} Meinecke, op. cit., pág. 33.

{29} Machiavelli, «Il Principe», op. cit., cap. XIX, pág. 162, pág. 96 de la traducción de Granada: «los príncipes deben ejecutar a través de otros las medidas que puedan acarrearle odio y ejecutar por sí mismo aquellas que le reporten el favor de los súbditos.»

{30} Francisco Javier Conde, op. cit., pág. 103.

{31} Machiavelli, «Il Principe», op. cit., cap. XIX, pág. 159, pág. 94 de la traducción de Granada: «los asuntos internos siempre estarán seguros si también lo están los de fuera a no ser que se vean perturbados por alguna conjura.»

{32} Francisco Javier Conde, op. cit., pág. 104.

{33} Francisco Javier Conde, op. cit., pág. 104.

{34} Machiavelli, «Discorsi», Libro III, cap. XL, págs. 562-563, ed. cit., pág. 409 de la traducción española: «Aunque el fraude es siempre detestable en cualquier acción, sin embargo, en la guerra es un recurso digno de alabanza y de gloria, y tan alabado es el que vence al enemigo con engaños como el que lo supera por la fuerza. Esto se ve por los juicios de los que escriben las vidas de los grandes hombres,... Y como hay muchos ejemplos de ello, no repetiré ninguno aquí. Sólo diré esto: que no me parece loable el fraude que rompe la fe y los pactos, pues, aunque a veces sirva para conquistar un Estado o un reino, como ya hemos dicho en otras ocasiones, no otorga gloria jamás. El fraude que me parece digno de aprobación es el que empleas con un enemigo que no se fia de ti, y que es parte de la estrategia de la guerra.»

{35} Rafael del Águila Tejerina, «Maquiavelo y la teoría política renacentista», capítulo II del segundo volumen de la Historia de la Teoría Política (Fernando Vallespín ed.), Alianza Editorial, Madrid 1990, pág. 110.

{36} Machiavelli, «Discorsi», Libro III, cap. XLI, pág. 563, pág. 411 de la traducción española: «la patria está bien defendida de cualquier manera que se la defienda, con ignominia o con gloria, ....Esto es algo que merece ser notado e imitado por todo ciudadano que quiera aconsejar a su patria, pues en las deliberaciones en que está en juego la salvación de la patria, no se debe guardar ninguna consideración a lo justo o lo injusto, lo piadoso o lo cruel, lo laudable o lo vergonzoso, sino que, dejando de lado cualquier otro respeto, se ha de seguir aquel camino que salve la vida de la patria y mantenga su libertad.»

{37} Machiavelli, «Discorsi», ed. cit., Libro III, cap. XLII, pág. 564, pág. 412 de la traducción española: «no es vergonzoso no cumplir aquellas promesas que te han sido arrancadas por la fuerza, y las promesas forzadas que conciernan al interés público deben romperse apenas cese la presión de la fuerza, y sin que resulte vergonzoso para el que las rompe.»

{38} Francisco Javier Conde, op. cit., pág. 105.

{39} Francisco Javier Conde, op. cit., pág. 105.

{40} Francisco Javier Conde, op. cit., pág. 106.

{41} Friedrich Meinecke, op. cit., pág. 31.

{42} El primer Index librorum prohibitorum de 1552 puso todas las obras de Maquiavelo en la lista de libros prohibidos.

{43} José Antonio Maravall, Teoría del Estado en España en el siglo XVII, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid 1997, pág. 368.

{44} José Antonio Maravall, Teoría del Estado..., pág. 191.

{45} La razón de Estado en España. Siglos XVI-XVII (Antología de Textos), estudio preliminar de Javier Peña Echeverría, selección y edición de Jesús Castillo Vegas, Enrique Marcano Buenaga, Javier Peña Echeverría y Modesto Santos López, Tecnos, Madrid 1998.

{46} Javier Peña Echeverría, op. cit., pág. X.

{47} Echeverría, op. cit., pág. XII.

{48} Echeverría, op. cit., pág. XIII.

{49} Echeverría, op. cit., págs. XXIV-XXV.

{50} Para Francisco Tomás y Valiente («El Gobierno de la Monarquía y la administración de los reinos en la España del siglo XVII», en La España de Felipe IV, tomo XXV de la Historia de España Menéndez Pidal, Madrid 1982, dirigida por José María Jover Zamora, pág. 40) esta posición heterodoxa del padre Mariana no es democrática en contra de lo que pudiera pensarse, sino filoaristocrática y pro estamental. El padre Mariana está en contra de la destrucción de los privilegios nobiliarios establecidos. Un poder absoluto atacaría tales privilegios.

{51} De todos modos, no hay que olvidar que Rivadeneyra no pretende rechazar toda razón de Estado, pues escribe en la dedicatoria de su obra Tratado de la religión y de las virtudes del príncipe cristiano: «Y porque ninguno piense que yo desecho toda la razón de Estado (como si no hubiese ninguna), y las reglas de prudencia con que, después de Dios, se fundan, acrecientan, gobiernan y conservan los Estados, ante todas cosas digo que hay razón de Estado, y que todos los príncipes la deben tener siempre delante los ojos, si quieren acertar a gobernar y conservar sus Estados.»

{52} Pedro de Rivadeneyra, op. cit., Ibídem.

{53} Pedro de Rivadeneyra, op. cit., BAE, LX, Madrid 1952, págs. 458-459.

{54} Empresa XVIII, vol. I, pág. 226. Diego Saavedra Fajardo, Idea de un Príncipe político christiano. Representada en cien Empresas (Mónaco y Milán, 1640). En la Colección «Clásicos Castellanos», de La Lectura, Madrid 1927.

{55} Saavedra Fajardo, op. cit., Vol. I, pág. 235.

{56} Saavedra Fajardo, Introducciones a la política y razón de Estado del rey católico don Fernando, Madrid 1631, II ,IV, pág. 430.

{57} Gracián, «Oráculo Manual», Editorial Calleja, Madrid 1918, pág. 262.

{58} Gracián, «Oráculo Manual», ed. cit., pag. 207.

{59} Gracián, El Criticón, Renacimiento, Madrid, pág. 104.

{60} Quevedo, Política de Dios y Gobierno de Cristo, Biblioteca de Filósofos españoles, Madrid 1930, Parte II, cap. VI, pág. 103.

{61} Quevedo, «Política de Dios y Gobierno de Cristo», ed. cit., Parte II, cap. VI, págs. 105-106.

{62} Quevedo, «Política de Dios y gobierno de Cristo», ed. cit., Parte II, cap. VI, pág. 106.

{63} Quevedo, «Política de Dios», ed. cit., Parte I, cap. I, pág. 2.

{64} Quevedo, «Política de Dios», ed. cit., Parte I, cap. III, pág. 11.

{65} Quevedo, «Marco Bruto», Obras en prosa, 2 vols., edición de Felicidad Buendía, Aguilar, Madrid 1979, 6ª edición, pág. 860.

{66} Quevedo, «Marco Bruto», ed. cit., pág. 850.

{67} Quevedo, «Política de Dios», ed. cit., pág. 189.

{68} Quevedo, «Política de Dios», ed. cit., Parte I, cap. IX, pág. 28.

{69} Quevedo, «Política de Dios», ed. cit., Parte I, cap. IX, pág. 29.

{70} Quevedo, «Política de Dios», ed. cit., Parte I, cap. IX, pág. 31.

{71} Quevedo, «Política de Dios», ed. cit., Parte I, cap. V, pág. 17.

{72} Quevedo, «Marco Bruto», ed. cit., pág. 827.

{73} Quevedo, «Política de Dios», ed. cit., Parte I, cap. V, pág. 17.

{74} Quevedo, «Política de Dios», ed. cit., Parte I, cap. XV, pág. 52.

{75} Quevedo, «Marco Bruto», ed. cit., pág. 827.

{76} Quevedo, «Política de Dios», ed. cit., Parte I, cap. XX, págs. 66-67.

{77} Quevedo, «Política de Dios», ed. cit., Parte II, cap. X, pág. 132.

{78} Quevedo, «Marco Bruto», ed. cit., pág. 828.

{79} Quevedo, «Marco Bruto», ed. cit., pág. 869.

{80} Quevedo, «Marco Bruto», ed. cit., pág. 869.

{81} Quevedo, «Marco Bruto», ed. cit., pág. 832.

{82} Quevedo, «Política de Dios», ed. cit., pág. 36.

{83} Quevedo, «Política de Dios», ed. cit., pág. 89.

{84} Quevedo, «Política de Dios», ed. cit., pág. 135.

{85} Quevedo, «Política de Dios», ed. cit., pág. 163.

{86} Quevedo, «Marco Bruto», ed. cit., pág. 829.

{87} Quevedo, «Marco Bruto», ed. cit., pág. 850.

{88} Quevedo, «Política de Dios», ed. cit., pág. 204.

{89} Quevedo, «Marco Bruto», ed. cit., pág. 851.

{90} Quevedo, «Marco Bruto», ed. cit., pág. 855.

{91} Quevedo, «Marco Bruto», ed. cit., pág. 856.

{92} Quevedo, «Política de Dios», ed. cit., pág. 120.

{93} Quevedo, «Política de Dios», ed. cit., pág. 123.

{94} Quevedo, «Política de Dios», ed. cit., pág. 126.

{95} Quevedo, «Política de Dios», ed. cit., pág. 240.

 

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