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El Catoblepas, número 12, febrero 2003
  El Catoblepasnúmero 12 • febrero 2003 • página 2
Rasguños

El Manifiesto de la Alianza de Intelectuales
y el «No a la guerra» de los Premios Goya

Gustavo Bueno

Quienes hablan de la Paz, en general, y dicen «No a la guerra», en abstracto, deberían meditar en los argumentos que el materialismo histórico ofrece frente el idealismo histórico. Y deberían también tener en cuenta que el idealismo no es simplemente una actitud inofensiva, «de buena voluntad», sino que encubre la mala fe de quien quiere atribuir a la maldad de los demás lo que deriva de la misma concatenación histórica y social de los hechos; y de quienes con esto se consideran ya disculpados de toda responsabilidad

El Manifiesto de la Alianza de Intelectuales Antiimperialistas tiene un gran interés para delimitar los caminos que intentan explorar gentes, que se consideran de izquierda, pertenecientes a las clases liberales («intelectuales, artistas, científicos») que no teniendo tras de sí a ninguna fuerza social a la que representar (un sindicato, un partido político, una iglesia) asumen solemnemente la representación de la «Razón», la del «Pensamiento» o la de la «Cultura», para enfrentarse con lo que ellos consideran la derecha y el mal radical: el imperialismo de Estados Unidos, según el giro que ha tomado tras el 11 de septiembre de 2001. Quien tenga este Manifiesto contra la Barbarie en sus manos, que se disponga a escuchar, a través de sus profetas, las revelaciones de la Razón, del Pensamiento y de la Cultura.

Gonzalo Puente Ojea, Juan J. Alonso (a) Antonio Rico, Gloria Berrocal y Paz de Andrés en el acto del 12 de diciembre de 2002

Lo verdaderamente asombroso es que, en los días de hoy, algunas decenas de profesores, artistas, periodistas, cantantes, cineastas... sigan encontrando la posibilidad de reunirse bajo una bandera que lleva escrita entre sus pliegues palabras tales como «intelectuales», «pensamiento», «razón» o «cultura»; palabras que estos individuos utilizan del modo más primario e ingenuo imaginable, acríticamente. ¿Quién de los firmantes podría ofrecernos una mínima teoría sobre la razón, sobre los intelectuales, sobre el pensamiento o sobre la cultura? Produce sonrojo ver como los abajo firmantes ponen estas palabras en su bandera, como si ellos fueran sus abanderados. Yo conozco a algunos de ellos, y algunos de los más ilustres: me consta que carecen de capacidad para dar una idea de Razón que pueda dar más de dos pasos, o una idea de Cultura o de Pensamiento o incluso de «Intelectuales» que pueda considerarse un poco alejada de los «lugares comunes». Y aunque pudieran ofrecernos algunos esbozos, ¿quiénes son ellos para levantarlos como bandera?

Me dicen algunos: «es cierto que la expresión "los intelectuales" es muy difícil de interpretar, pero sirve para entendernos.» Falso. Sirve para todo lo contrario, para no entendernos en absoluto.

Dicen los abajo firmantes: «Los intelectuales (en el sentido más amplio y menos elitista del término) en función del privilegio que supone el acceso al conocimiento... tienen una responsabilidad tan específica como grave: la crítica radical y continua de los argumentos esgrimidos por el poder...» Se nos presentan por tanto unos individuos bajo el título de intelectuales, «pero en el sentido más amplio y no elitista del término». Ahora bien: el único modo de ampliar el sentido, de modo no elitista, y ampliarlo en el sentido más ancho, será considerar intelectuales a todos los hombres, puesto que todos los hombres tienen entendimiento o inteligencia, es decir, facultades intelectuales. Más aún, el mecánico electricista que le arregla el motor del automóvil a un individuo de la Alianza Antiimperialista tiene probablemente más inteligencia de la que él pueda tener. Y si todos los hombres son intelectuales, o bien los abajo firmantes quieren decir que se manifiestan en nombre de todos los hombres, lo que es sin duda excesivo, o bien quieren decir, al utilizar el término «intelectuales», que se refieren a un subconjunto del conjunto total de los hombres. Pero no definen en qué consista tal subconjunto, y no será su condición intelectual la que los defina. Dirán: «nuestra condición se define porque hemos accedido al conocimiento.» ¿A qué conocimiento? ¿Será algún conocimiento compartido por pintores, cineastas, profesores de derecho o de literatura? ¿Y cual puede ser este conocimiento que, además, no sea compartido por otros muchos hombres?

Pero en seguida vemos que la responsabilidad que se atribuyen esos intelectuales se define por la «crítica al poder». ¿A qué poder? ¿Al poder del Estado, en general? Esto ya nos daría la pista: los abajo firmantes son anarquistas. Pero muchos de ellos nos consta que no son anarquistas, sino profesores de derecho internacional público, o prestigiosos diplomáticos. Luego estos al menos, ¿se unen para criticar al poder en el sentido del poder difuso, del que hablan algunos franceses? Entonces los abajo firmantes habrán avanzado aún más por la senda libertaria. Pero, ¿con cuantas divisiones cuenta estos intelectuales de la AIA para conjurar la microfísica del poder? Esta acechará también a cada intelectual o a cada artista, al relacionarse con los otros artistas o con otros intelectuales. Concluirán: «nosotros luchamos contra el poder ligado al imperialismo de USA.» Otra vez les preguntamos, ¿con cuantas divisiones contáis para acometer esta empresa? Responderán: «No contamos con la fuerza o con el dinero, contamos con la Razón.»

Esto, que no produce vergüenza ajena cuando lo escuchamos de bocas adolescentes, produce sonrojo e indignación cuando lo escuchamos de bocas de individuos «profesionales adultos». ¿Acaso el Imperio no cuenta también con la razón?

El lenguaje idealista y mentalista de los abajo firmantes rebasa los límites del ridículo. Resulta que, según ellos, el poder, con la complicidad de los medios, «inunda las mentes». Y resulta algo aún más asombroso: que los abajo firmantes dicen «haber hecho del pensamiento su herramienta».

Eso sí, hablan del «imaginario colectivo» (sin haberse parado «a pensar» de donde viene semejante expresión), y no olvidan de ponerse al día, «en cuestión de género», conminando (¿quienes son ellos para conminar a nadie?) a escritores/as, profesores/as, científicos/as, investigadores/as, pero discriminando injustificadamente al género masculino, al incluir en su enumeración sólo a los artistas (¿por qué no incluyen también a los artistos?).

Se horrorizan del terrorismo de Estado, e incluso de la llamada pena de muerte (sin haberse siquiera «puesto a pensar» en lo contradictorio de esta expresión), pero olvidan mencionar al terrorismo de ETA, o a los terroristas que destruyeron las Torres Gemelas. ¿O es que piensan que las derribó el propio Pentágono para disponer de un casus belli?

El Manifiesto de esta izquierda indefinida, extravagante y divagante, no merece el más mínimo respeto. Es un manifiesto ridículo e ingenuo, y lo único que se podría decir, para salvar a los firmantes (algunos son amigos) es esto: o bien suponer que lo han firmado sin leerlo, o bien recordar que cien individuos que, por separado, pueden formar un conjunto distributivo de cien sabios, cuando se reúnen para hacer un manifiesto como el que comentamos, constituyen un conjunto atributivo formado por un único idiota.

El cineasta artista Fernando León de Aranoa sostiene con la siniestra su premio Goya, mientras el cineasta intelectual Fernando León de Aranoa muestra con la diestra al pueblo, a través de la televisión formal, la comunión que comparte (en la fiesta de la Academia del Cine, en Madrid, el primero de febrero de 2003) En la ceremonia de distribución de los premios Goya celebrada el 1º de febrero de 2003 los «artistas e intelectuales» asistentes, como si tratasen de continuar el Manifiesto de la Alianza de los Intelectuales, dieron un espectáculo, sobreañadido al de su propia ceremonia, exhibiendo unas pegatinas con la inscripción: «No a la guerra.» Más aún, uno de los actores agraciados, rebosante de ingenio, en el momento en el que se disponía a hablar ante el micrófono, fingió verse obligado a recurrir al guión para su discurso y, como condensando una supuesta argumentación muy compleja, para la que se requería la lectura, sacó un papel y leyó la pegatina: «No a la guerra.» Es decir, hizo lo del vasco del sermón, cuando resumía la argumentación teológica del predicador sobre el pecado diciendo: «No es partidario.»

Aquí no se trata de discutir si el rechazo a la guerra es o no defendible. Lo que se discute es el modo y las circunstancias en las que se manifiesta una posición al modo del vasco del sermón.

Los sumos sacerdotes oficiantes de la ceremonia de distribución de los premios Goya, 1º de febrero de 2003, en el momento de despedirse de sus feligreses y darles la paz Decir «No a la guerra» en general, o en abstracto, es superfluo porque prácticamente nadie dirá en abstracto y en general «Sí a la guerra». Por tanto, un lema semejante, en general o en abstracto, no se dirige propiamente contra nadie, salvo que se construya ad hoc el adversario, el maniqueo (como es el caso), es decir, a alguien que supuestamente dice «Sí a la guerra», en general, en abstracto (lo que sería equivalente a decirlo inspirado por un afán de destrucción, de aniquilación, de sadismo, de nihilismo, como haría un loco o Mefistófeles)

Lo más importante es que a este alguien implícito, «los artistas e intelectuales de izquierda» lo identificarán inmediatamente con «la derecha». Y, en el contexto actual, la derecha será Bush, pero también Aznar, Blair, &c. (Chirac, en cambio, deberá ponerse a la izquierda, pero en estos detalles no reparan los artistas.)

La efigie de Goya (¡si levantara la cabeza!) soporta con estoicismo la apoteosis de la intelectual pacifista y racial artista Dolores González Flores (a) Lolita Ahora bien, es puro infantilismo suponer que los Estados Unidos y sus aliados quieren la guerra por motivos generales, es decir, impulsados por un afán satánico o demente, o incluso por un mero espíritu de codicia capitalista (el petróleo). Esos «artistas e intelectuales» debieran analizar las circunstancias que determinan en concreto una guerra, o incluso el afán del control del petróleo. Si, por ejemplo, se tratase de una guerra defensiva (contra ataques inminentes o ya en curso, como los ataques del 11S, los ataques a los kurdos), ¿quién podría arriesgarse a tirar las armas, en nombre del pacifismo? Esas armas las tomaría inmediatamente el enemigo. Hablar de paz, de diálogo y de desarme en general, en estas circunstancias (que habría que analizar en cada caso, desde luego) sería suicida.

Y si la guerra fuera preventiva, por ejemplo, del posible control del petróleo de Irak por los terroristas islámicos, o acaso por los chinos, ¿cabría también decir en general «No a la guerra»? Habría por lo menos que descender incluso al análisis de los títulos por los cuales pueden considerarse los irakies dueños «por derecho natural» de un territorio dado y de los recursos que él contiene (el petróleo, por ejemplo), supuesto que hayan sido los primeros ocupantes, incluso con cientos de años de ocupación. Pues si, por ejemplo, alguien defiende que la tierra es de todos, es decir, si defiende la tesis de que el derecho de propiedad privada no es un derecho natural (como lo defendió la tradición española que, por boca de Vitoria o de Vives, negó que el derecho de propiedad fuera un derecho natural), tampoco a un Estado podrá atribuírsele «por derecho natural» la propiedad de los recursos petrolíferos de su territorio, si es que estos recursos o su control resultan ser imprescindibles para la sostenibilidad en el futuro inmediato de la propia sociedad política en la que se vive. Y entonces la única razón del «propietario» para no ser expropiado, no será el derecho natural a su propiedad, sino la fuerza de que pueda disponer para resistir la expropiación. Y esto es lo que ocurre de hecho: lo demás es metafísica idealista.

Sin duda todas estas cuestiones son muy complejas, difíciles y caben muchos puntos de vista. Por ello es intolerable que unos autodenominados «intelectuales y artistas» digan, «en nombre de la izquierda», No a la guerra, a la manera como lo dicen las autoridades religiosas (el Papa, o el Dalai Lama) o el vasco del sermón; o a la manera ingenua de los partidos de oposición (el PSOE, en este caso, por boca de su secretario general) cuando, aprovechando la coyuntura creada por una encuesta en la que un 70% de españoles dicen «No a la guerra», se apresura a «ponerse delante de la procesión», de forma que la falsa disyuntiva implícita («Sí a la guerra») sea atribuida explícitamente al Gobierno y a su partido.

No a la guerra, no al chapapote y al galipote. Los intelectuales y artistas han creído tener asegurado con estas proclamas la trascendencia, urbi et orbe, más allá de sus banales ceremonias estéticas. Recuerdan a aquel alcalde de la época del cantonalismo del siglo XIX español, que no sabía argumentar en público, y que cuando comenzaba su discurso y se trabucaba, resolvía la situación, asegurándose además los aplausos del público, exclamando: «¡Viva Cartagena!». Los intelectuales y artistas creían tener asegurada la trascendencia y la impunidad de sus declaraciones inofensivas; pero si hubieran tenido algún reparo se hubieran escondido inmediatamente, como hacen los caracoles cuando les tocan los cuernos. De otro modo, ¿por qué no han dicho en otras ceremonias similares estos artistas e intelectuales: «No a la ETA»? ¿Acaso porque estaban muy cerca de San Sebastián?

No hablo de memoria. He tratado y debatido en varias ocasiones con «artistas e intelectuales» de este ramo. Puedo asegurar que, en general, las ideas filosóficas (pues ellos les llaman así, «su filosofía») que «abrigan» son de un infantilismo sorprendente. Lo mejor que podrían hacer era callarse, es decir, hablar sólo a través de su arte, pero no «reflexionar» en público ni sobre su arte, ni sobre cuestiones generales, como si tuvieran especial competencia para ello. «Escultor, trabaja y no hables» decía Goethe, y repetimos nosotros.

Más aún: su mismo infantilismo encubre a estos artistas e intelectuales la percepción correcta de la realidad, por ejemplo la interpretación de las encuestas. Todos los españoles (y los franceses, y los ingleses, y los luxemburgueses) dirán «no a la guerra» si se les pregunta en general y en abstracto. Pero la pregunta no es esta. La pregunta es no sólo si en general hay que hablar de no a la guerra sino, cuando nos atacan, o nos amenazan con un ataque inminente, es necesario, y prudente, recurrir a la violencia y a la guerra; o si podemos contentarnos, ya que estamos entre artistas, con ensalzar a la Paz Perpetua y al amor entre todos los hombres entonando la Novena Sinfonía.

 

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