Nódulo materialistaSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas, número 11, enero 2003
  El Catoblepasnúmero 11 • enero 2003 • página 17
polémica

La polémica en torno al estatuto ontológico
de la idea de materia ontológico general indice de la polémica

Marcelino Javier Suárez Ardura

Se analiza la polémica suscitada a propósito de la idea
de materia ontológico general en el contexto de la controversia de 1995
en torno a la teoría angular de la religión

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En los últimos números de El Catoblepas hemos podido asistir a la polémica en torno a la naturaleza ontológica del materialismo filosófico y, más en concreto, al cuestionamiento del estatuto atribuible a la idea de materia en sentido ontológico general. La publicación en el número 6 de un artículo de Atilana Guerrero Sánchez en el que se sometía a crítica el artículo de Gonzalo Puente Ojea titulado «Crítica al 'materialismo filosófico' de Gustavo Bueno», aparecido en el libro, Opus minus (Siglo XXI, Madrid 2002) ha suscitado las intervenciones, réplicas y contrarréplicas del mismo Gonzalo Puente Ojea, de Alfonso Fernández Tresguerres, de José Manuel Rodríguez Pardo y de Pelayo García Pérez.

Ahora, clausurada la controversia y firmado un armisticio por parte del propio Puente Ojea, quizás sea el momento de hacer una a modo de recapitulación, considerando, en la medida de lo posible, la polémica misma, sin que ello signifique –porque no sería del todo viable– mantenerse exclusivamente en un plano pragmático.

Puede parecer extraño hasta cierto punto que sea precisamente después de treinta años de la publicación de Ensayos materialistas, cuando surja, y además a manos de un materialista y ateo confeso, el intento de liquidación de un sistema filosófico en plena madurez. Tal parece que antes no hubieran existido condiciones filosóficas para llevar adelante la crítica y que, hoy, el discurso de Puente Ojea hubiese surgido por generación espontánea de un erial yermo, si no fuera porque el materialismo filosófico trazó ya las coordenadas de réplica en sus inicios, que son seguidas por sus críticos como si de una sombra se tratara o como una caligrafía por la que se recorren los trazos punteados pero en sentido inverso, sin darse cuenta de que estas coordenadas no pueden desmontarse si no se construyen otras en las que ellas mismas queden incorporadas, como un momento propio, a la manera como el sistema de coordenadas establecido por Eratóstenes pueda estar incorporado en los modernos mapas.

Y sin embargo, ni hay nada de extraño, ni hubo generación espontánea –como no puede ser de otra manera– si reparamos, no ya sólo en las argumentaciones relativas a esta cuestión, sino también en la polémica levantada en torno a la esencia de la religión entre Gonzalo Puente Ojea, por una parte, negando la teoría de los númenes como núcleo de las religiones, y Pablo Huerga Melcón, Alfonso Fernández Tresguerres y el mismo Gustavo Bueno, por otra, atacando la teoría animista que Puente Ojea blandía en apoyo de su propia crítica. Pues parece que puede afirmarse que la disputa sobre el estatuto filosófico de la materia ontológico general, al menos desde un punto de vista pragmático, es un trámite necesario que viene pedido por la controversia de 1995-1996 a propósito de El Animal Divino; al menos, dialógicamente, coinciden los mismos interlocutores. El significado pragmático del opúsculo de Gonzalo Puente Ojea habría que ponerlo en un repliegue de fuerzas ante los argumentos de quienes defendían la teoría numinosa de la religión, pero ejercido como un ataque al núcleo ontológico del materialismo filosófico mediante la crítica a la materia ontológico general, es decir, una huida hacia delante: un salto.

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Cuando en 1985 Gustavo Bueno publicaba El animal divino, estaba ofreciendo una teoría filosófica de la religión llamada a recubrir globalizadoramente los materiales antropológicos existentes. Pero, además, como ya mostró Alberto Hidalgo, lo hacía situando sus tesis en un sistema de cuatro alternativas posibles, donde internamente se comprometía también con el problema de la verdad de la religión. De esta manera, la tesis de El animal divino si, por un lado –por su compromiso ateo– iba contra el «credo quia absurdum» de Tertuliano o contra el «credo quia non absurdum» de la doctrina tomista, por otro –por su compromiso racionalista– debía recuperar la segunda parte del sintagma tomista para oponerse dialécticamente al «non credo, quia absurdum» del racionalismo ilustrado de, por ejemplo, Russell, postulando su «non credo, quia non absurdum». Así, movilizando argumentos gnoseológicos y ontológicos llega, por reducción, al núcleo de la religiosidad: los animales, los númenes.

Diez años más tarde, en el mes de abril de 1995, Gonzalo Puente Ojea sacó a la luz su libro Elogio del ateísmo, una obra importante –sin duda referencia de todo racionalista en el panorama español actual–, cuyo subtítulo, Los espejos de una ilusión, avisaban al lector cansado de vista por donde podían ir sus rieles argumentativos. En Elogio del ateísmo se acometía una crítica seria, dirigida al núcleo mismo de la teoría de la religión de Gustavo Bueno: los númenes. Para Gonzalo Puente Ojea de ninguna manera se podía admitir que los númenes fuesen el núcleo de la esencia de la religiosidad. Primero, porque no parecía lógico que un ateo negara la religión afirmando su verdad; segundo porque el «psiquismo animal» no parecía funcionar como un «centro de voluntad e inteligencia» con «finalidad representable ex ante»; y tercero, porque lejos de residir en los animales, la verdad de las religiones habría que ponerla en los hombres –en sus ilusiones– en la medida en que serían sus representaciones mentales las que las generarían. Puente Ojea, siguiendo la teoría animista de Tylor, sostenía, ponía la clave de la génesis de la religión en los fenómenos de proyección psicológica: ánimas, espíritus..., interpretando incluso a Feuerbach a la luz de de Tylor; y situaba su propia teoría, asumiendo la construcción antropológica de Gustavo Bueno, en el contexto del eje circular. En suma, la tesis de Puente Ojea se podría sintetizar diciendo que si se puede defender el ateísmo ello sólo sería posible negando toda racionalidad a las religiones, porque las creencias religiosas no serían más que ilusiones psicológicas, productos de la imaginación (ídola tribu). Con esto Gonzalo Puente Ojea se situaba en la alternativa ilustrada contra la que iba dirigida la misma tesis de El animal divino, porque su afirmación del ateísmo (non credo) estaba inextricablemente acompañada de la negación de racionalidad (quia absurdum), es decir, se trataría de negar toda verdad ontológica a las religiones. Vistas así las cosas, Gustavo Bueno no sería otra que un apologista de la religión. Pero para afirmar esto tenía que agarrarse al clavo ardiendo del «quia non absurdun», habiéndolo despojado de la primera parte del sintagma, esto es, «non credo», la cual arrastraba, como ya se ha dicho, argumentos ontológicos y gnoseológicos, trama y urdimbre de sus postulados.

La réplica a las críticas de Puente Ojea no se hizo esperar. En el número de julio-diciembre de El Basilisco, ese mismo año, Pablo Huerga Melcón y Alfonso Fernández Tresguerres publicaban sus «Notas» y «Lecturas», respectivamente, como crítica y respuesta a la crítica de Puente Ojea. El criterio de Pablo Huerga, organizado en tres notas, se dirigía principalmente a tres problemas. La primera iba contra el «escrúpulo ontoteológico» que Puente Ojea desvelaba al negar toda prolepsis a los animales y daba vuelta al argumento de éste haciéndole ver, ad hominen, que no tenía «en cuenta las informaciones que las ciencias podían aportarle», seducido por ciertas interpretaciones mentalistas de las ciencias humanas. La segunda se refería a la verdad ontológica de la religión, y Pablo Huerga la resolvió poniendo al descubierto la concepción terciaria de la religión que estaba operando en la tesis animista de Puente Ojea; y, otra vez, hace brotar el mentalismo oculto de un materialista intencional cuyos resultados son los de un idealista, dicho sin perjuicio –señala Pablo Huerga acertadamente– de su plausibilidad en el ejercicio de la crítica religiosa. Por último, la tercera nota, se dirige a la adscripción, por parte del propio Puente Ojea, de la teoría animista al eje circular del «Espacio Antropológico». En efecto, Pablo Huerga percibe claramente el error objetivo en que consiste pensar el animismo como una teoría atribuible al eje circular y, por tanto, como una teoría antropológica, cuando lo que se está haciendo es mantenerse en una escala categorial, convirtiendo la Antropología en Psicología, por mucho que se confundan (confusión objetiva) las tesis antropológicas de Feuerbach con las tesis psicológicas de Tylor. Bien es cierto que Pablo Huerga, apoyándose en algunos párrafos del texto de Puente Ojea, considera que hay fundamentos suficientes para otorgar a su exposición el estatuto de verdadera filosofía de la religión en tanto que pragmatismo transcendental. Ahora bien, con todo, debemos reconocer que Puente Ojea mantiene un frágil equilibrio entre la perspectiva ontológica (pragmatismo transcendental) y la perspectiva gnoseológica (la Antropología como Psicología) que más tarde, como el propio Pablo Huerga pondrá de manifiesto, habrá de dar el salto definitivo hacia el plano gnoseológico (categorial).

Las «Lecturas de El animal divino» constituyen la respuesta de Alfonso Fernández Tresguerres frente a un escrito que para él parece ser el producto de una lectura que no ha comprendido en su profundidad las tesis de El animal divino. La contundente y pormenorizada argumentación de Tresguerres envuelve el escrito de Puente Ojea con una serie de argumentos que, en lo esencial, coinciden con los de Pablo Huerga, a saber: los referidos a las cuestiones etológicas y los atinentes al psicologismo. Pero Tresguerres plantea aún un argumento que, por otra parte, es el fundamento de toda su réplica y cuya recusación exigiría otro libro tan extenso como El animal divino. En efecto, Tresguerres, desde las primeras líneas –y nos lo recuerda en varias ocasiones– plantea que la filosofía de la religión de Gustavo Bueno cristaliza en la textura de todo un sistema filosófico y que, por tanto, cumple el trámite de quedar respaldado por una Ontología, una Gnoseología y una Antropología Filosófica. Esto significa, por de pronto, que la teoría angular de la religiosidad no puede ser entendida como una disciplina exenta; de ahí su compromiso ontológico con el problema de la verdad.

Se podría plantear la cuestión de la conexión entre la argumentación de Tresguerres y la de Pablo Huerga con relación al pragmatismo transcendental de Puente Ojea. Si, como afirma Tresguerres, aquél lleva a cabo una reducción psicológica despachando sin otra consideración las enseñanzas de la Etología, entonces estaría en un plano categorial cuya escala nada tendría que ver, en sentido recto, con la filosofía de la religión; pero si son ciertas las tesis de Pablo Huerga sobre este asunto ¿no estaría obligado Puente Ojea a dar cuenta de su Ontología y de su Gnoseología en la medida en que toda reflexión filosófica sistemática debería remover este tipo de compromisos? Veremos cómo Puente Ojea se deslizará por la pendiente gnoseológica de manera que nos permitirá comprender sus argumentaciones posteriores.

Cabe, sin embargo, formular otra cuestión: ¿por qué Puente Ojea no «entiende» el compromiso de Bueno con el problema de la verdad de la religión?, ¿acaso no habrá un ortograma determinando –al menos negativamente– que esté bloqueando de manera objetiva la posible «comprensión» de la tesis de la verdad ontológica de la religión de El animal divino? A nuestro juicio, en Gonzalo Puente Ojea estaba actuando una concepción de la idea de creencia desprovista de su momento objetivo, de suerte que no es extraño que pensase la religión como organizada en vivencias psicológicas, en procesos subjetivos, en meras ilusiones o puros contenidos de conciencia. En este sentido, no es raro que le parezca más acertado la teoría animista de Tylor. Ahora bien, no basta con planteamientos subjetivistas por muy críticos que pretendan ser, aun desde supuestos etic; porque, desde un minimum materialista, se exige que cualquier creencia sea «verdadera» en tanto en cuanto debe estar enganchada en un «fulcro» de realidad. Desde esta perspectiva, se «entiende» por qué no basta creer ver los cuerpos como espíritus o ánimas, hay que verlos realmente enganchados a sus fulcros como los hombres prehistóricos podían ver a los renos, a los rinocerontes lanudos o a los antílopes saiga.

En 1996 El Basilisco número 20 recogía en sus páginas dos intervenciones de Gustavo Bueno, una de las cuales («Religiones y animismo. Respuesta a Gonzalo Puente Ojea») había sido publicada como Escolio 14 en la segunda edición de El animal divino (Pentalfa, Oviedo 1996), una segunda respuesta de Tresguerres y dos nuevas intervenciones de Puente Ojea en un sistema de réplicas y contrarréplicas.

La respuesta de Gustavo Bueno, organizada en tres cuestiones, desconociéndolos, insiste en los argumentos de Tresguerres relativos a la discriminación entre filosofía y ciencia, a propósito de la distinción entre teorías circulares y radiales. Aquí, negaba que la «elección» de los postulados angulares fuese una decisión basada en principios axiomáticos, como planteaba Puente Ojea. De lo que se trataba, por el contrario, era de una detalladísima y compleja argumentación por reducción. También insiste Gustavo Bueno en la necesidad de explicitar las premisas antropológicas –sin duda ellas entrañan decisiones ontológicas y gnoseológicas– de fondo, poniendo de manifiesto los fundamentos mecanicistas que subyacían a la argumentación de Puente Ojea.

En la contestación a Alfonso Tresguerres –es curioso que no haya dedicado ni una sola línea a las cuidadas notas de Pablo Huerga–, Gonzalo Puente Ojea elabora una diatriba en la que no contesta a los argumentos propuestos por aquél, centrándose, sin embargo, en lo que él denomina distinción improvisada y efectista (relativa a la distinción entre «númenes reales» y «realmente númenes» que hacía Tresguerres). Así mismo, manifestaba no tener interés en aceptar el término «circular» sin darse cuenta de que la argumentación de Tresguerres no se dirigía tanto a la intencionalidad como al efectivo ejercicio de su discurso. Y en ningún momento hace alusión al principal argumento –a mi juicio– que se le proponía y según el cual habría sido necesario –repetimos– explicitar las premisas ontológicas, gnoseológicas y antropológicas que estuvieran fundamentando su teoría. De ahí –quizás– la repetición, bien que por extenso, de los mismos argumentos en la contestación, acto seguido, de Alfonso Fernández Tresguerres. Pero es que no podía ser de otra manera porque tampoco Puente Ojea se había movido de sus posiciones. Sobre la cuestión de la realidad de los númenes vuelve a intervenir Gustavo Bueno profundizando en la argumentación en el sentido de postular la necesidad de entender la constitución de la numinosidad de manera diamérica que exigía la «configuración objetiva de los animales ante los hombres». Vistas así las cosas, entonces, para Gustavo Bueno, no tendría sentido hablar de proyecciones –concepto que utilizaba Puente Ojea– porque, en todo caso, de lo que se trataría es de buscar el «bulto» que se proyecta. De manera que habría que concluir que la numinosidad es real. Mas Gustavo Bueno insistía en argumentos ontológicos que en modo alguno estaban siendo tenidos en cuenta por su interlocutor. La segunda respuesta de Gonzalo Puente Ojea reconoce este hecho al asumir que «posiblemente [carece de] los adecuados instrumentos teóricos», a la vez que pretende armonizar las «aportaciones» de El animal divino, en lo relativo al papel de los animales, con la teoría animista que él mismo propone. En esta segunda respuesta, Puente Ojea afirma que sólo se podría postular la numinosidad de los animales, como creencia de los seres humanos, si previamente se les está proyectando la creencia en las almas. Consiguientemente, la religión primaria sólo se fundaría en los animales si antes ya estaba –sumergida– en las conciencias de los sujetos de los cuales habría de emerger para proyectarse en los animales. Tras un largo y complejo proceso desembocaríamos en las religiones terciarias. Es ésta una respuesta mucho más matizada que la diatriba anterior e incluso que la crítica llevada a cabo en Elogio del ateísmo. Pero –insistimos una vez más– Gonzalo Puente Ojea obviaba el planteamiento de Tresguerres; sin embargo, seguía manteniendo su postura paralela al planteamiento de una pregunta que a su juicio no había quedado satisfactoriamente contestada por sus interlocutores: «¿Cuándo y cómo el animal comienza a poseer, para el ser humano, un númen, la condición de animal divino?»

Pudiera parecer que esta polémica se cerró sin contestar a esta pregunta, de suerte que la argumentación de Tresguerres hubiera dejado un flanco abierto, concediendo virtualmente la razón a Gonzalo Puente Ojea. Pero Tresguerres no podía contestar porque en realidad ya lo había hecho y por extenso. Y había contestado antes de la propia polémica e incluso meses antes de que Gonzalo Puente Ojea publicara su libro. Porque, en efecto, en el número 18 de El Basilisco (de enero-junio de 1995) había aparecido un artículo suyo titulado «El concepto de 'religión natural'. Deísmo y filosofía materialista de la religión», en el que a través del concepto de religión natural se daba sobrada contestación a lo que pedía Puente Ojea. Aún así las espadas continuaban en alto.

Hasta aquí hemos intentado exponer los hitos más conspicuos de lo que, nos parece, fue la polémica relativa a la teoría angular de la religión de Gustavo Bueno recusada por Gonzalo Puente Ojea. Sin duda esta exposición deja en el tintero aspectos de detalle y, con toda seguridad, hubiera exigido citas textuales como correspondería a un trabajo más exhaustivo. En cualquier caso creemos que las cotas señaladas dan cuenta suficientemente de las curvas maestras de lo que fue aquella polémica. La posición de Puente Ojea es susceptible de ser insertada en la alternativa racionalista del «non credo, quia absurdum», lo cual no significa más que una clasificación dentro de un sistema de cuatro alternativas enfrentadas entre sí. Esta toma de partido por parte de Puente Ojea no es producto de un error, salvo que éste se entienda en sentido objetivo. Y, en efecto, Puente Ojea está bloqueado por una idea de creencia subjetivista –implícita– que al prescindir del momento objetivo tiene que poner la verdad de las mismas en su falsedad, es decir, en las ilusiones. Ésta es –me parece– la manera de entender su perspectiva y el significado último de su crítica. De ahí que no respondiese a la requisitoria de sus interlocutores relativa al conjunto de premisas necesarias para fundar una teoría filosófica de la religión. Pero la filosofía, por derecho propio, se le escapa por los intersticios de fricción de sus argumentaciones –como vio Pablo Huerga en sus «Notas»– porque la propia cristalización de las mismas va generando el sistema de diaclasas por donde comienza la erosión.

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Cuando en mayo de 2000, pasados cinco años de la citada polémica, publica su imponente libro, El mito del alma. Ciencia y religión, sin perjuicio de sus valiosas enseñanzas, se vio claramente que Puente Ojea ya tenía tomada su decisión «ontológica», la cual apostaría por un materialismo que reducía toda idea de materia a «lo físico». Pablo Huerga Melcón dio rápidamente noticia de la publicación, en una reseña bibliográfica aparecida en la revista Ábaco de este mismo año, acertando, de nuevo, en el diagnóstico: el basculamiento de Puente Ojea hacia un plano categorial en el tratamiento de la religión. Pablo Huerga, tras reconocer los méritos de El mito del alma, situaba la obra en el quicio apropiado: el decorado de fondo de la polémica anterior con Gustavo Bueno, los postulados animistas de su propia concepción y el recurso a las ciencias desde una perspectiva «teoreticista» como último baluarte de la defensa de su albarrana. Tal parecía que Puente Ojea había renunciado a la «cuestión ontológica» en favor de la «cuestión gnoseológica». Pero ¿no habría que pensar también que esa perspectiva gnoseológica se estaba convirtiendo, a la vez, en una suerte de ontología donde las ciencias aparecerían como la única materia determinada?, y, desde un punto de vista pragmático, teniendo como telón de fondo El animal divino, ¿no estaría convirtiendo El mito del alma en una respuesta a la exigencias no atendidas hasta entonces? Colegimos que no sería descabellado interpretarlo así, si reparamos en las breves alusiones que se hacen a Gustavo Bueno en esta misma obra. En primer lugar, en la página 48 hace referencia a las que considera «aportaciones» de Gustavo Bueno sobre los númenes reales a su hipótesis animista (son, por cierto, las mismas ideas de su respuesta a Gustavo Bueno y Alfonso Tresguerres de 1996); en segundo lugar –y aquí ya está in nuce la polémica sobre la materia ontológico general–, en la página 364, Gonzalo Puente Ojea aborda, brevísimamente, la ontología materialista de Gustavo Bueno afirmando, por un lado, la identidad entre los tres mundos de Popper y los tres géneros de materialidad de Bueno y, por otro, la rehabilitación de la idea de Espíritu en que consistiría el materialismo filosófico. Es como si estuviera pensando de la materia ontológico general lo mismo que pensaba de las ánimas, a saber: que no sería más que una creación de la conciencia, una ilusión. Pero, de paso, ejercía la respuesta –al menos de un modo pragmático– a la antigua pregunta por las premisas de que hemos hablado más arriba.

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Con la publicación, en mayo de 2002, del libro Opus minus. Una antología, Puente Ojea incluía un escrito de nueve páginas titulado «Crítica al 'materialismo filosófico' de Gustavo Bueno» –que puede ser considerado como la llama que estaba alumbrando los juicios vertidos al respecto en El mito del alma, si atendemos a que estaba escrito ya en 1998– en el que se sistematiza la crítica al pluralismo materialista de Bueno, a la vez que se contraponía con la visión propia. El sesgo metafísico del materialismo filosófico vendría dado en la medida en que la ontología de Gustavo Bueno no sería otra cosa que una suerte de aristotelismo donde la materia ontológico general, en tanto que materia transcendental, equivaldría a un trasunto del ser transcendental aristotélico. Pero ni el ser transcendental ni la materia transcendental son algo determinado y, por consiguiente, no existen, no son, pues, más que flatus vocis. De otro modo, un verdadero materialismo afirmaría, por el contrario, que la única materia es la materia determinada organizada en distintos niveles.

Hemos de advertir la necesidad de discriminar dos afirmaciones que se hacen en este escrito cuidadosamente trenzadas pero que no se siguen causalmente una de la otra; porque la cuestión del «aristotelismo», del «kantismo» o del «popperismo» que pueda entrañar el materialismo filosófico es distinta de la relativa al estatuto ontológico de la materia ontológico general. Es más, el mismo Gustavo Bueno establece correspondencias en Ensayos materialistas entre su doctrina materialista y los conceptos ontológicos de otros sistemas. Así, por ejemplo, al noúmeno kantiano o a la sustancia de Spinoza cabría hacerlas corresponder con la materia ontológico general (M) e incluso podría ser interpretado en este sentido el Acto Puro aristotélico «pese a su definición como 'pensamiento del pensamiento'» –nos dice Bueno–. En todo caso, ésta es una cuestión necesitada de demostraciones filológicas –que nunca estarían al margen, bien es cierto, de compromisos filosóficos– puntuales y precisas.

Pero la controversia de El Catoblepas discurrió por el lado de la crítica a la materia ontológico general. En el número 6, apareció el artículo de Atilana Guerrero, la cual situaba el texto de Puente Ojea en el marco de una disputa con el materialismo filosófico desde una perspectiva monista. Así pues, para Atilana, la polémica entre materialismo (pluralismo) y monismo es una polémica necesaria por la fuerza de las cosas mismas. Descuella en su trabajo el acierto pleno al afirmar que su antagonista confunde el plano ontológico con el gnoseológico porque, como venimos diciendo, la guerra se estaba decidiendo en el frente gnoseológico –aunque fuera negándolo– desde hacía algún tiempo.

En el número 7 de El Catoblepas, se recogen las críticas de Alfonso Fernández Tresguerres y de José Manuel Rodríguez Pardo. Las objeciones de Fernández Tresguerres están situadas aparentemente en un plano pragmático y pudieran aparentar, en este sentido, una grosería o desatino. Pero si reparamos, mediante una lectura más atenta, en sus requisitorias, en el contexto general que venimos estableciendo, podemos notar que involucran una argumentación semántica de primer orden. En primer lugar constata el hecho según el cual la polémica actual vendría de antiguo –excuso repetirme–; aunque Tresguerres arguya que Puente Ojea utiliza muy pocas páginas para su refutación, en realidad lo que está es pidiendo argumentaciones que vayan dirigidas a las partes del sistema del materialismo filosófico de Gustavo Bueno. Es decir, reclama las supuestas obras en las que Puente Ojea habría de fundar su propia crítica, porque si no parecería que la argumentación no fuese más que un reflejo o una sombra de aquello que critica. Tresguerres prosigue su lectura desvelando la omisión por parte de Puente Ojea de toda referencia al ignoramus y centra, por último, su réplica en la distinción entre filosofía y ciencia. Aquí entronca con la crítica de Atilana al involucrar la indistinción en que incurre Puente Ojea entre un plano gnoseológico y un plano ontológico.

José Manuel Rodríguez Pardo expone sus críticas mediante una diatriba larga y jugosa cuyas líneas esenciales vuelven a incidir en la dicotomía monismo-pluralismo –amén de otras en las que no podemos entrar ahora–, pero sobre todo en considerar la operación de Puente Ojea como un formalismo primario, por una parte, y un monismo, por otra. Por lo demás, coincide en las mismas tesis que Atilana Guerrero y Fernández Tresguerres.

La respuesta de Gonzalo Puente Ojea se publicó en el número 8 de El Catoblepas como una carta abierta a sus críticos. La réplica estaba organizada conforme a dos criterios. Contra Atilana Guerrero y Alfonso Fernández Tresguerres se dirige a los argumentos esgrimidos por ellos; pero contra Rodríguez Pardo cobra casi la forma de un libelo. Puente Ojea señala que no puede ni quiere responder argumentalmente a sus dos primeros críticos, aunque tiene en cuenta sus textos y escribe dos breves notas sobre ellos, no sin antes dejar claro que ambos constituyen la confirmación de la crítica que él mismo había realizado al materialismo filosófico. Pero lo que pudiera ser una aclaración de esto último se resolvió en la reiteración de la argumentación que ya conocíamos. Respecto de Atilana no añade nada que no apareciese en el artículo que ésta había criticado; de Fernández Tresguerres sólo atiende a la consabida polémica sobre la realidad de los númenes, pero tampoco entra en las argumentaciones que éste le había pedido en su momento.

La «réplica» verdaderamente atronadora la dirige contra José Manuel Rodríguez Pardo, dejándose llevar por la expresión de una vehemencia que si en éste no fue tan sutil como en Atilana Guerrero tampoco fue más pugnaz. A nuestro juicio Puente Ojea se para en los nudos, y quizás en la trama, pero no repara en la urdimbre de las razones que expone Rodríguez Pardo, que en lo básico es la misma que la de Atilana y Tresguerres.

En el número 9 de El Catoblepas, de la mano de Pelayo Pérez García, aparece una nueva crítica aludiendo a la imposibilidad filosófica del ateísmo de Puente Ojea, y la réplica de Rodríguez Pardo a la respuesta que aquél le había dado en el número anterior. Pelayo Pérez menciona la antigua polémica en torno a la teoría angular de la religión, y califica las posiciones de su interlocutor como de positivismo racionalista. A su manera, también pone en conexión la antigua polémica con la que ahora estaba teniendo lugar. En esencia lo que plantea Pelayo Pérez es que el ateísmo de su oponente es imposible –objetivamente– porque estaría sustentado en un monismo reductor de índole empirista. Así pues, entra en materia con todo rigor aunque parezca que su discurso se bifurque y quede más ensombrecida la tesis relativa a la idea de materia; pero claramente podemos ver que la coincidencia, en parte, con los argumentos de Tresguerres son la prueba de que no se ha perdido en las distintas bifurcaciones posibles de su texto. La réplica de Rodríguez Pardo señala que Puente Ojea no contesta a sus planteamientos y con toda honestidad le reconoce los posibles «defectos reales» que pudiera contener su discurso, pero le asiste la razón cuando afirma que éste no atiende al fundamento principal de su crítica. En el fondo José Manuel Rodríguez está poniendo de relieve el sesgo pragmático que esconde el ataque que Puente Ojea le dirige.

Gonzalo Puente Ojea responde a Pelayo Pérez en el número 10 de El Catoblepas, respuesta que también incluye sus «Apostillas» a la crítica al materialismo filosófico de Gustavo Bueno. Las invectivas que dirige a Pelayo Pérez dan un sabor ciertamente agrio a la controversia: Pelayo Pérez y su «cuadrilla» son pintados como «irritados apologetas de la religión» que con su «cantinela de cientificismo» se han «infiltrado en el buenismo», si no es que «el piloto ha cambiado de rumbo». No se entiende muy bien el porqué de todos estos aspavientos –que nos hacen pensar si no estarán ejerciendo el conocido dicho: «A ti te lo digo hijuela, entiéndelo tú mi nuera»–. Pero la cuestión es que la contestación a Pelayo Pérez se limita, en buena parte, ya a la ridiculización de su escrito, bien a aclaraciones «lingüísticas» que desvelan sobradamente la prosapia filosófica de Puente Ojea. En este sentido, por ejemplo, a su juicio, la idea de Nada no sería más que un flatus vocis, pero porque se la está tratando como pudiendo tener referencias determinadas, por lo que se concibe como un «sinsentido»; no es el caso de Pelayo Pérez.

Con relación a las «Apostillas» hay que decir que nos recuerda que el materialismo filosófico se inscribiría en una tradición escolástica y, por tanto, lastrada por la perspectiva metafísica de la interpretación de la ontología. La materia transcendental –repite– sería una versión del sujeto transcendental de Aristóteles –se vinculan dos ideas distintas, como ya se ha mostrado–. Los tres géneros de materialidad vuelven a ser identificados, como ya lo hiciera en El mito del alma, con los tres mundos de Popper, soslayando la cuidadosa distinción que el propio Gustavo Bueno había efectuado en Ensayos materialistas. Pero a nuestro juicio, no cabe identificar los géneros de materialidad con los mundos popperianos porque no cabe confundir la idea de tres mundos con la idea de tres dimensiones genéricas de un solo mundo. Pues esta identificación sólo es posible verla si quien la atribuye ha sustancializado ya de antemano los tres géneros de materialidad, resolviéndolos en tres mundos autónomos. Por ende, hemos de decir que la ontología especial no es ninguna huida para no caer en el vacío de la indeterminación de la materia ontológico general sino la expresión de su misma riqueza. En la exposición de su propia postura, Puente Ojea está confundiendo objetivamente el plano ontológico con el plano gnoseológico, porque si bien los materiales que se ordenan en virtud de los distintos círculos científicos –como él sostiene–, sin duda, están cruzándose con los géneros ontológicos, este cruce se da a través de las ciencias (en todas las ciencias cabe reconocer términos, operaciones y relaciones) de manera diamérica y por tanto no es pertinente hablar de contextos categoriales correspondientes con regiones ontológicas –porque, en todo caso, la materia (el ser, la realidad) no puede ser pensada en regiones, pues la idea de región significa clausurar espacios o ámbitos que no están por sí mismos cerrados ya que de lo contrario incurriríamos en flagrantes hipostásis–.

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Llegados a este punto de nuestra recapitulación estamos en condiciones de concluir que la actual controversia se entiende con mayor perspectiva en el contexto de la anterior disputa en torno a la teoría numinosa de la religiosidad. O de otra manera, que la polémica generada por la crítica a El animal divino sólo podía ser desbloqueada cuando se liquidasen los compromisos gnoseológicos y ontológicos que esta obra entrañaba. Esto explicaría que Gonzalo Puente Ojea no respondiera a las requisitorias de sus interlocutores. En El mito del alma y en la actual «Crítica» al materialismo filosófico habría que ver un intento –todos los participantes han puesto en conexión ambas controversias–, en primer lugar, de liquidar el pluralismo filosófico del materialismo de Gustavo Bueno y, en segundo lugar, de intentar la fulminación del marco ontológico de El animal divino –un marco ontológico que, por ejemplo, tiende a ver a los animales ni desde una perspectiva continuista radical, ni mucho menos desde una perspectiva totalmente discontinuista (dualista); un marco ontológico que rompe con la dicotomía idealista «cultura-naturaleza» disolviéndola en los géneros de materialidad, pero no como tres mundos sino como dimensiones conjugadas de un mismo mundo–. Y en este intento, el trámite –pragmático– de Puente Ojea se acaba constituyendo en el ejercicio del reconocimiento de la fuerza y potencia de la teoría religiosa angular, sin poder disolver la ontología pluralista. Así, aunque intenta desprenderse de lo que él llama una filosofía metafísica, en la medida en que está construyendo su concepción contra ella, se ve obligado a ejercer los trámites que niega. El significado de esta paradoja pone de manifiesto la potencialidad del materialismo filosófico para recoger en sus coordenadas las distintas tradiciones filosóficas incluida aquella en la que Puente Ojea se sitúa.

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A modo de epílogo de la mano de Jorge Luis Borges

El escritor argentino Jorge Luis Borges nos regala un pequeño relato en el que –creo– se recoge la posición de Gonzalo Puente Ojea de una manera magistral. Este microcuento –incluido en El hacedor (1960)– constituye, por otra parte, una muestra de por donde iban los derroteros filosóficos del propio Borges. Con toda seguridad Jorge Luis Borges no estaba pensando en esta polémica ni mucho menos en la idea de materia trascendental. Pero no cabe duda de que las características del relato: la utilización de ciertos términos –cuya interpretación funcional es pertinente– y el propio título («Del rigor en la ciencia» –no olvidemos que algunos filósofos autoconciben su trabajo como científico y su disciplina como una ciencia–) nos dan pie para hacer una lectura ontológica del mismo. Seguro que caben otras lecturas a otras escalas filosóficas; al menos se podría ensayar una en sentido gnoseológico y otra en sentido epistemológico, pero nosotros intentaremos esbozar las líneas ontológicas. Dado que se trata de un relato muy corto vamos a reproducirlo íntegramente; dice así:

«... En aquel Imperio, el Arte de la Cartografía logró tal Perfección que el mapa de una sola Provincia ocupaba toda una ciudad y el mapa del imperio toda una Provincia. Con el tiempo esos Mapas Desmesurados no satisfacieron (sic) y los Colegios de Cartógrafos levantaron un Mapa del Imperio, que tenía el tamaño del Imperio y coincidía puntualmente con él. Menos Adictas al Estudio de la Cartografía, las Generaciones siguientes entendieron que este dilatado mapa era inútil y no sin Impiedad lo entregaron a las inclemencias del Sol y de los Inviernos. En los desiertos del Oeste perduran despedazadas Ruinas del Mapa, habitadas por Animales y por mendigos; en todo el País no hay otra reliquia de las Disciplinas Geográficas».

Es asombrosa la coincidencia entre los planteamientos del llamado pensamiento débil y éste «microrrelato» con relación a la posibilidad de un discurso (un metarrelato) en el plano de la Teoría del Conocimiento; Borges estaría aquí en la misma línea que los filósofos posmodernos. Su tesis sería ésta: no es posible ofrecer un mapamundi del Imperio. Desde un punto de vista gnoseológico también nos da pistas suficientes para rastrear el dibujo, mínimamente pergeñado, de dos alternativas gnoseológicas: descripcionismo y teoreticismo.

Pero también cabría una interpretación ontológica porque sería posible poner en conexión los «mapas provinciales» o los primeros «mapas imperiales» con la idea de materia ontológico especial, pues la inconmensurabilidad de los géneros es la misma inconmensurabilidad de las escalas de los mapas. Borges nos habla de un imperio («aquel Imperio») del que nada sabemos. Se trata de un imperio indeterminado pero del que se conoce, a través de las operaciones de sus cartógrafos (generaciones de cartógrafos), que está organizado en determinadas provincias y ciudades. Pero esto que sabemos nos es dado no por la experiencia directa sino a través de los «mapas» que se van construyendo cuyas distintas escalas, por sí mismas, remitirían a un territorio (el del Imperio) que las desborda. Aquel «Imperio», por tanto, bien puede entenderse como materia indeterminada que sólo se nos da como materia determinada en los mapas, los cuales son inconmensurables entre sí. Igual que los géneros de materialidad especial, la cartografía del Imperio no agotaría la multiplicidad infinita del mismo y por eso cada mapa debe tener su propia escala: así, un mapa topográfico de escala mayor no se reduce a un mapa topográfico de escala menor, porque precisamente entre los dos hay una reductibilidad mutua –«conmensurabilidad mutua», dice Vidal Peña–. Solamente cuando del delirio ontológico de las Generaciones siguientes resultó un mapa de igual escala que el propio Imperio se dieron cuenta de su inutilidad, pues hemos de suponer que el territorio cartografiado se convirtió en un cadáver –¿de ahí el escepticismo de Borges?–. Es la inconmensurabilidad de los géneros de materialidad la que nos remite (negativamente) al Imperio, que aquí hace las veces de materia ontológico general. Pero si el Imperio es el mapa mismo, sea del género que sea, estamos incurriendo en un reduccionismo (monismo) que invalida el mapa. Estas ideas, a nuestro juicio magistralmente «ejercidas» por Borges –aunque nos tememos que la posición de Borges tampoco es la de un pluralista– nos ponen en el camino de comprender la del propio Gonzalo Puente Ojea. En su «Crítica al 'materialismo filosófico' de Gustavo Bueno» y en sus «Apostillas» incurre, como los cartógrafos del Imperio, en el delirio objetivo del reduccionismo; niega el tercer género de materialidad («la clase no puede concebirse como materia») y reduce el segundo género al primero («lo mental no puede existir sin lo físico»). De ahí que se le haya clasificado como un formalista primario. La idea de «materia» es concebida como «energía-materia» pero determinada en «lo físico», llevando a cabo la operación de inclusión de la «materia» en el «mundo», por lo que no es extraño que se le tilde de monista. Incluso aunque pretende introducir la idea de «niveles de complejidad», la propia textura de la idea de nivel (scala naturae) que utiliza nos remite a la conmensurabilidad, de manera similar al materialismo monista de Ferrater Mora, lo que no le salva del continuismo. No hay tras la idea de materia transcendental ningún espíritu. Como dice Vidal Peña, pensar la realidad en términos de lo físico obedecería a un temor al espiritualismo. Pero este temor significaría haber caído prisionero del propio espiritualismo del que se huye. Hablar de realidad no corpórea no significa hablar de espiritualidad más que para el espiritualismo. Volviendo a Borges, concluimos diciendo que la materia ontológico general no puede ser apresada (eliminada, reducida, cercada) más que hipostasiando el mundo como un todo, como un solo mapa; en palabras del ínclito argentino en La muralla y los libros: «Cercar un huerto o un jardín es común; no, cercar un imperio.»

Laviana, 3 de enero de 2003

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