Nódulo materialistaSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas
  El Catoblepasnúmero 10 • diciembre 2002 • página 23
Libros

El papel de
la Segunda República
y la Guerra Civil en
la Historia de España

José Manuel Rodríguez Pardo

Se analiza la trilogía de Pío Moa sobre la II República y la Guerra Civil española: Los orígenes de la guerra civil española, Los personajes de la república vistos por ellos mismos y El derrumbe de la segunda república y la guerra civil, editados en Encuentro, Madrid en los años 1999, 2000 y 2001, respectivamente

Pío MoaPío Moa, Los orígenes de la guerra civil española, Encuentro, Madrid 1999Pío Moa, Los personajes de la república vistos por ellos mismos, Encuentro, Madrid 2000Pío Moa, El derrumbe de la segunda república y la guerra civil, Encuentro, Madrid 2001

«La guerra española fue uno de los acontecimientos decisivos de nuestra época; todos lo decían mientras se luchaba, y todos tenían razón»
Jorge Orwell

Comenzamos un análisis poco habitual parafraseando el título de la famosa obra de Jorge Plejanov, El papel del individuo en la historia. Tal hecho tiene una explicación que se verá meridianamente a medida que avancemos en nuestro trabajo. De entrada, si ya resulta complicado realizar una reseña sobre un libro sin quedarse en la mera exposición o deformación del mismo, más difícil aún se antoja reseñar tres libros de una sola vez. Sin embargo, hemos creído necesario realizar el trabajo de esta manera, pues los tres libros a los que nos referimos tienen, a nuestro juicio, una actualidad, interés y valor muy superior a los que pueden tener otros libros referidos a una temática tan concreta y monográfica, cuando no monocorde, como resulta ser el caso de la II República y la Guerra Civil española.

Ciertamente, la reseña a una trilogía de libros sobre dicha temática, presentación no buscada intencionadamente por el propio Pío Moa, teniendo en cuenta la gran explosión historiográfica sobre el período comprendido entre dos dictaduras, la de Primo de Rivera y la de Franco, podría parecer innecesaria a ojos de lectores de todo tipo. ¿Acaso no es suficiente con la cantidad de obras –historiográficas, a veces con pretensión más bien literaria{1}, películas, series de televisión– con las que las cadenas estatales y todo tipo de editoriales y especialistas universitarios nos bombardean constantemente sobre un espacio de tiempo tan breve que no llega a completar una década? ¿Es necesario realmente volver sobre lo que autores como Tuñón de Lara, Tussell, Preston, Jackson, Thomas, Payne y otros muchos, aparte de Ricardo de la Cierva, César Vidal, Robinson, Bolloten, &c. parecen haber abordado suficientemente con una producción historiográfica capaz de llenar bibliotecas enteras, hasta parecer haber agotado la temática –aunque a costa también de contradecirse unos a otros en las conclusiones sobre tan exiguo y conflictivo período–?

Realmente, consideramos que sí es necesario volver sobre dicho tema, pues a pesar del increíble esfuerzo editorial de los historiadores de diversas tendencias, el período 1931-1939 aún presenta grandes sombras que impiden su comprensión. Ciertamente, la versión actual resulta endeble y de cartón piedra (curiosamente más aún en la izquierda que en la derecha), y la intención de Pío Moa, antiguo miembro del GRAPO y uno de los pocos que puede presumir (aunque hoy se haya retractado certeramente de ello) de haber sido antifranquista en vida de Franco, es la de atacar esa imagen falsa que se ha ido imponiendo en los últimos años. No obstante, antes de poder publicar su trilogía que aquí reseñamos, fue recibido de forma hostil en medios de «izquierda», donde no le han permitido publicar artículo alguno. De entre todos aquellos a quienes les solicitó publicar, sólo el recientemente fallecido Gonzalo Fernández de la Mora le permitió hacer públicos algunos de sus escritos en la revista Razón Española, lo que le ha supuesto ser calificado de forma cínica y falsa de «franquista» y «antiilustrado»{2}.

Sin embargo, y al margen de las descalificaciones ideológicas que hayan caído y seguramente seguirán cayendo sobre este historiador vigués, la novedad que presenta Pío Moa, ya desde el primer libro de la inconsciente trilogía, es la crítica de la visión predominante que abunda en la historiografía y los medios «de izquierda», aparte de matizar y pulir con gran destreza la visión predominante en medios «de derecha». En concreto, Moa alude a una versión muy famosa en la actualidad:

«¿Por qué fracasó la II República? Si preguntamos a un estudiante universitario, dirá probablemente que aquélla fue socavada desde el principio, y finalmente asaltada y derrotada, por la reacción derechista, fascista o antidemocrática. La idea se complementaría, en Cataluña o el País Vasco, con la de que estas comunidades, como tales, habrían sido "vencidas" por la reacción fascista española. En tal sentido no podría hablarse de fracaso, sino de aplastamiento por fuerzas superiores y ajenas al régimen. Este esquema ha calado ampliamente porque, durante años, lo han promovido a través de la televisión, la enseñanza, &c., grupos políticos que extraían de esa versión una forma de legitimación, por más que la actual democracia española, deba, evidentemente, muy poco a la II República» (Los personajes de la República vistos por ellos mismos, pág. 9).

Sin embargo, Moa parece desmentir hasta el último detalle esta versión: la República no llegó de modo pacífico, sino que fue precedida de un golpe de estado militar fracasado, para después llegar tras unas elecciones municipales que ni siquiera eran un plebiscito (aunque Alfonso XIII y los monárquicos así las considerasen) y que fueron ganadas por los alfonsinos. Asimismo, no fue la derecha quien atacó a la coalición republicano socialista inicial, sino los anarquistas, quienes asestaron durísimos golpes a la República y fueron reprimidos con dureza hasta provocar la derrota electoral del gobierno en 1933. Una vez fuera del poder, las izquierdas, anegadas de sectarismo, consideraron que sólo ellas podían gobernar el país y en 1934 dieron un golpe de estado a nivel nacional que fracasó. Una vez recuperado el poder por las izquierdas en 1936, éstas se dedicaron a perseguir a sus adversarios hasta acorrarlarlos y forzarlos a un levantamiento armado que supuso la reanudación de la guerra civil (considerando que el conflicto había sido comenzado por las izquierdas dos años antes).

Para llegar a probar tales tesis, Pío Moa desmonta el determinismo económico tan en boga en historiadores de izquierda como Tussell o Tuñón de Lara, que ven en la reforma agraria, la crisis económica mundial y otros factores de similar índole los motivos que llevaron a la destrucción de la república y la guerra civil:

«Las reformas, en especial la agraria, tuvieron corto alcance: pocos cambios y mucha agitación sobre ellos. En conjunto, la economía se estancó, pero sin caídas estrepitosas, como la de Alemania, por ejemplo. Contra lo que cierta historiografía ha sostenido, tampoco hubo, en el bienio conservador de 1934-35 (el "bienio negro" de la propaganda), una miseria generalizada que propiciase la radicalización de las masas y su orientación revolucionaria en 1936. Al revés, ese bienio conoció una leve mejoría y recuperación de la inversión privada, esperanzadora a pesar del aumento final del desempleo. Lo que exacerbó las tensiones y abocó a una guerra larga fue sobre todo una campaña de propaganda política, centrada en la represión de 1934 en Asturias» (Los personajes, pág. 15){3}.

Así pues, el enfoque que Pío Moa va a darle a sus obras sobre la II República y la Guerra Civil no versará tanto sobre las determinaciones económicas de fondo, sino sobre la respuesta y las decisiones que sobre ellas tomaron los protagonistas de ese período, auténticos responsables a decir de Moa del desastre posterior. Podría decirse que el historiador opta en esta ocasión por un enfoque que resalte la individualidad de los personajes, la praxis en términos marxistas (al fin y al cabo, la historia la hacen los hombres) frente al determinismo sociológico o económico calificado de «marxista», que estuvo y aún está en boga en las facultades de Historia de este país. Así al menos parece expresarlo Pío Moa:

«El enfoque del libro conduce a una eterna discusión: la del "papel del individuo en la historia", título de un célebre ensayo del marxista ruso Plejánof. Me parece muy difícil decir nada nuevo al respecto. O admitimos la evidencia, algo roma, de que la subjetividad de los personajes y los condicionantes objetivos efectúan en la historia una danza interminable, siempre con figuras nuevas y, sin embargo, reconocibles, o bien buscamos alguna fuerza efectiva, objetiva y determinante, que explicaría los sucesos con exactitud, al margen de las enfadosas subjetividades. Durante muchos años el marxismo, y en buena medida el liberalismo, han encontrado en la economía esa fuerza explicativa, en relación con la cual las ideas, las pasiones y la voluntad de los individuos carecerían de valor o lo tendrían sólo en cuando obedeciesen a las exigencias "objetivas". En nuestro caso, al menos, puede sostenerse que la economía jugó un papel secundario en la evolución y fracaso de la república, pues la intensa convulsión política de la época no se correspondió ni de lejos con una comparable convulsión económica, ni el marco económico varió sustancialmente». (Los personajes, págs. 14-15)

Sin, embargo, Pío Moa se ve envuelto en un problema importante: la apelación a la individualidad, a las intrigas y desagrados entre personajes, acaba teniendo un tono muy subjetivo, casi de corte biográfico o psicológico. Ello se aprecia sobre todo en Los personajes de la República vistos por ellos mismos, donde la narración es extraída directamente de las memorias de los protagonistas republicanos. Parece entonces que, frente a la posición puramente economicista, «materialista» dirán algunos, Moa opta por una posición idealista, donde le concede la primacía a la conciencia. Pero en realidad, tal oposición resulta una gratuita pues entre el individuo y el ser, o entre la conciencia y el ser no hay oposición sino conjugación. Es decir, «que cualquier forma de la conciencia (de la conciencia objetiva, no en el sentido mentalista) está ya puesta en conexión con una situación real (social, económica) que la determina, sin duda (y aquí el materialismo es la crítica a la sustantivización de la conciencia, al tratamiento de sus programas o fines como brotando de una conciencia pura). Pero también cualquier situación real del campo histórico al que nos estamos refiriendo ha de ponerse en conexión, a su vez, con una forma de conciencia. Y esta concatenación está incluida en el cierre histórico. Los planes de una conciencia no proceden de los planes de otras conciencias, sino de las situaciones objetivas, del "ser". Situaciones objetivas que, eventualmente, habrán resultado en el propio proceso de la producción. Los planes de la burguesía capitalista, por ejemplo, no podrían haberse forjado sino después de haberse desarrollado los rebaños de ovejas, el aprovechamiento de la lana, su transporte: los planes de la conciencia capitalista moldean sobre una situación o estado de cosas (tecnológico, social) al que cabe aplicar la expresión "ser social del hombre". [...] En resolución, desde el punto de vista ontológico, el materialismo histórico no puede ser definido como la eliminación de la conciencia individual, o como su reducción al ser social del hombre, sino como negación del tratamiento de la conciencia como entidad sustantiva, no determinada por el ser social; y el idealismo no equivaldrá tanto la introducción de la conciencia individual cuanto a su tratamiento como entidad autónoma, sustantiva»{4}.

Por lo tanto, no se trata de escoger al individuo frente a los problemas materiales de la época, pues el individuo ya participa de dichos problemas materiales, y está inmerso en una ideología u ortograma determinado (marxista, tradicionalista, liberal, &c.) que condiciona su forma de obrar, a veces hasta el punto de impedirle obrar de otra manera distinta a la que su ideología afirma. Pío Moa se mueve, como decimos, en un ámbito a veces psicológico, mentalista (referido a las intenciones y deseos de los actores republicanos) rectificado sin embargo con la descripción de la situación histórica y política de la Restauración (1876-1923) en la que se criaron los personajes que iban a marcar el destino de la II República. También lo rectifica cuando alude a las diversas doctrinas que representaban la cuestión social en España, concretamente en El derrumbe de la segunda república y la guerra civil, como veremos más adelante. Esta contradicción se hace latente en el inicio de su biografía de los líderes republicanos:

«Cuando escribimos expresamos muchas más cosas de las que queremos o creemos, y, por otra parte, siempre es instructivo, y a menudo clarificador, el cotejo de unos testimonios con otros o con los hechos conocidos. Incluso las falsedades, en este campo, tienen su valor y su verdad, como pintura de una situación y del personaje. Lejos de verse decepcionado por el subjetivismo de las memorias, el estudioso encuentra en ellas un valor insustituible, una palpitación vital que escapa a otros documentos. El historiador no debe atender sólo a la sucesión y la lógica de los hechos, sino también a la manera como les hacían frente los protagonistas, a sus cálculos, actitudes y sentimientos, pues ellos son también un ingrediente fundamental de la historia. En esos sentimientos y necesidad de justificación se refleja la condición humana, y marginarlos so pretexto de objetividad científica supone precisamente renunciar al más elemental requisito de la ciencia, que es el de abordar su objeto tal cual, sin mutilarlo» (Los personajes, págs. 15-16).

¿Dónde está el problema que le impide a Pío Moa definir una orientación doctrinal precisa, para no caer de forma habitual en el psicologismo, a sus libros? Quizás esté en su concepción de la ideología, excesivamente simple y vaga, que llama la atención al ser la de un individuo que ha militado en un partido político de carácter «marxista» (lo cual también dice mucho de la gran ignorancia teórica y pobreza doctrinal de tales organizaciones), pero que emparenta muy mucho con la famosa concepción tradicionalista de las ideologías como elementos que tratan de sustituir a la religión por medio de la ciencia (idea quizás producto de sus lecturas de Gonzalo Fernández de la Mora y su revista Razón Española):

«El término "ideología" suele usarse con significados diversos. Dada su importancia en los hechos que motivan este libro, convendrá aclarar que aquí el término tiene el sentido de conjunto de ideas que intentan explicar coherentemente el mundo apoyándose en la razón y en la ciencia. Las ideologías recuerdan a las religiones en que constituyen representaciones del mundo y de la historia, y difieren de ellas en que suponen el mundo y la historia completamente inteligibles y manejables prescindiendo de lo sobrenatural (incluso los nacionalismos racionalizan el sentimiento patriótico e interpretan de modo racionalista el pasado). Pese a su raíz común en la Ilustración y la Revolución Francesa, y a su común apelación a la razón y la ciencia, las ideologías han resultado inconciliables entre sí: marxismos, fascismos y liberalismos, nacionalismos e internacionalismos, &c.» (Los orígenes de la guerra civil española, págs. 27-28).

Parece, por lo tanto, normal que algunos le hayan calificado de antiilustrado, pues considera, con parte de razón, que «las luces» de la Ilustración son un mito (fuente de proyectos políticos fracasados, aunque no lo hayan sido totalmente algunos). Sin embargo, como él afirma, el término ideología es fundamental para la confección de su trilogía, y por desgracia lo despacha con gran inexactitud, pues no basta con hablar de «Las Ideologías» para referirse a las formas de pensamiento que monopolizaron la cuestión social y trataron de sustituir al Antiguo Régimen. Por ello, se hace necesario partir de la definición marxista de ideología, la representación que un grupo social se forja acerca de sí mismo y de su lugar en el mundo así como de sus intereses, y de su formulación negativa, la «falsa conciencia», el efecto de la ideología como deformadora de la realidad.

Así, a medida que «Las Ideologías» entran en juego y conflicto, cada una va redimiéndose con sus aciertos, al tiempo que justifica sus errores en aras de un triunfo final. Por ejemplo, el triunfo de la revolución bolchevique en 1917 sería un acierto crucial para socialistas y comunistas, y una indicación de que la historia trabaja en su favor. El fracaso de octubre de 1934 en España no sería sino una simple parada en el camino hacia el socialismo, por supuesto inminente. Esta incapacidad tan notoria para interpretar los hechos, forjada por los propios ortogramas que condicionan a los grupos sociales, se convierte en una máquina argumentativa viciada, que deforma los argumentos contrarios hasta ser incapaz de comprenderlos. Así, los ortogramas de los diversos grupos políticos existentes en la república se volvieron incompatibles e incapaces de ser rectificados, como ya veremos{5}.

En nuestro caso, lo más importante es analizar las distintas ideologías que envuelven y ejercitan los tres personajes clave de la trilogía, Azaña, Lerroux y Alcalá-Zamora, junto a las de otros actores del escenario republicano, para entender así por qué actuaron de la manera en que lo hicieron, no tanto condicionados por unas circunstancias económicas insalvables, cercenadoras de su libertad, sino por unos planes y programas, una ideología que, en el límite, les llevaba a considerar situaciones que hubieran necesitado de un sosiego y prudencia importantes, como problemas insostenibles e incapaces de resolverse sin el recurso a la omisión y desprecio a la legalidad, cuando no a la contienda armada.

1. Los planes y programas de los políticos republicanos

Como hemos insinuado más arriba, la maduración de las ideas políticas de los republicanos se producen en el período de la Restauración borbónica, caracterizado por Pío Moa de la siguiente manera:

«El tiempo de juventud y maduración de los protagonistas transcurrió bajo el régimen de la Restauración. Debo adelantar mi opinión, ya que no demostración, de que dicho régimen fue muy positivo para España, en la línea que, con mejores datos, sostiene José María Marco: un poder liberal, con capacidad en principio de reformarse, y fuera del cual no había otra alternativa que la dictadura o la revolución. Si examinamos el largo período entre comienzos del siglo XIX y 1975, la única etapa en que se aúnan las libertades públicas con un progreso material sostenido y un auge cultural casi esplendoroso, es precisamente el medio siglo de la Restauración, lo que hace difícil entender los denuestos que ha recibido. A los restantes ciento veinticinco años los definen –hablando en general– el estancamiento económico, o la convulsión política y militar, o la ausencia o fuerte restricción de las libertades, cuando no las tres cosas juntas». (Los personajes, pág. 12).

Gobierno provisional republicano, con Lerroux y Azaña en primera fila (el segundo y el tercero por la derecha)

En este tiempo se examinan, en tono más biográfico que historiográfico en ocasiones, las memorias de los tres protagonistas principales del régimen republicano: Niceto Alcalá-Zamora, jefe de estado durante todo el período republicano, Alejandro Lerroux, presidente del gobierno durante casi todo el bienio 1933-35 y representante genuino del republicanismo histórico (su Partido Radical Republicano fue fundado en 1908, cuando aún quedaban años para el fin de la Restauración) y Manuel Azaña, el más conocido de los tres debido a la «beatificación laica» a la que ha sido sometido por historiadores de izquierda en los últimos años, presidente del gobierno de 1931 a 1933 y durante un breve período también en 1936 hasta ser jefe de estado, nominalmente al menos, dentro del Frente Popular hasta 1939.

Alcalá-Zamora fue quien realizó la carrera más brillante de los tres. Nacido en 1877 en los ambientes del caciquismo cordobés (injustamente sus rivales de izquierda, con quienes quiso congraciarse por ello, le denominaban «el cacique de Priego») realizó una brillante carrera política como abogado del estado durante la Restauración. Afiliado al Partido Liberal del Conde de Romanones, fue ministro en varias ocasiones al final del período monárquico. Sólo al acabar el período dictatorial de Primo de Rivera, y en desprecio al rey que lo había consentido, se hizo republicano. Murió exiliado en Buenos Aires, en 1949.

Alejandro Lerroux, nacido en 1864 en Córdoba, llevó una vida muy agitada, en la que de muy joven ya conocía Zamora, Vitoria, Sevilla, Toledo, Oviedo, &c. Paradigma del inmigrante interior, se asentó al final del XIX en Barcelona, donde destacó como gran orador y pendenciero director del periódico El País (nada que ver con el actual), así como por sus proclamas mesiánicas y furibúndamente anticlericales, que apelaban a la barbarie (y la aplicaba, por medio de atentados) para vivificar la corrupta civilización católica (las juventudes de su partido se hacían llamar Los jóvenes bárbaros). Se moderó con el tiempo y al llegar a la república nada quedaba en él de aquellos «años bárbaros». Murió en Madrid en 1949, curiosamente amortajado con el hábito religioso.

Por su parte, Manuel Azaña, nacido en 1880 en un ambiente de clase media de Alcalá de Henares, y de carácter introvertido y pacífico, malvivirá como escritor de escaso éxito y como pasante en varios despachos de abogados (coincidiendo en alguna ocasión con Alcalá-Zamora), además de perder todo su dinero en un negocio empresarial ruinoso y vivir una corta carrera como funcionario. Participó durante la monarquía en el Partido Reformista de Melquiades Álvarez y presidió el Ateneo de Madrid durante varios años, donde fue una de las figuras destacadas. Se hizo republicano durante la dictadura de Primo de Rivera, aunque políticamente era del todo inactivo. Murió exiliado en Montauban (Francia) en 1940, tras haber renunciado a la presidencia republicana en febrero de 1939 (Los personajes, págs. 22 y ss.).

Las posiciones de los tres protagonistas se mantendrán bien en la adhesión al régimen de la Restauración –que tuvo como prohombres más significativos a figuras tales como Cánovas, Maura, Canalejas y Dato–, como es el caso de Alcalá-Zamora, o bien en su repulsa, como es el caso del activismo terrorista y demagógico de Lerroux, y las afirmaciones de Azaña, que sorprendentemente tilda a la monarquía constitucional de «absolutista». En un ambiente de decadencia constante, en el que el analfabetismo había bajado al 50%, mientras que en otras naciones del entorno como Francia se situaba en un 13%, y donde la recuperación económica se producía, pero no evitaba que las distancias con el resto de países desarrollados aumentase, surgió la idea de «europeizar España» (Los personajes, págs. 42 y ss.) y las vidas de los tres protagonistas se configuraron, sobre todo, respecto al «problema de España» y el desastre del 98.

1.1. La labor de «refundar España»

Lo que curiosamente va a caracterizar a la oposición monárquica es su rechazo abierto a la historia de España, siguiendo precisamente la consigna que los liberales de las Cortes de Cádiz establecieron, a saber: que la Historia de la nación española comienza en la derrota sufrida por los comuneros en Villalar (Valladolid) a manos de la monarquía de Carlos V, llegando al absurdo de considerar a la propia monarquía como un elemento ajeno a la «verdadera historia de España» [sic], pues la lucha de los comuneros sería una lucha contra la dominación extranjera, ya que los hombres que en 1520 intentan acabar con las libertades de Castilla. Llegan los constitucionalistas al absurdo de considerar liberales [sic] a los comuneros, patriotas que protestan contra la servidumbre que amenaza a su patria. Los Austrias son definidos como una dinastía extranjera que llevó a España al abismo, la sumió en el fanatismo y el oscurantismo de la Inquisición. La fuerza de este mito es muy grande entre los republicanos, pues acogerán como símbolo de la nación la bandera tricolor que incluye la franja morada, simbolizando el pendón de los comuneros.

Así, hasta Lerroux, más conocido por su activismo que por sus brillantes teorías, se atrevía a decir que «Perdióse el hilo de nuestra historia el día infausto en que dinastías extranjeras comenzaron la labor infame, antiespañola, de destruir nuestras libertades clásicas (...) murieron a mano armada con los rebeldes de Villalar, el Justicia de Aragón y los heroicos defensores de los fueros», afirmaciones muy semejantes a las del famoso regeneracionista Joaquín Costa, que afirmaba la necesidad de «fundar España otra vez, como si no hubiera existido» (Los personajes, pág. 74). Asimismo, Moa señala que «Tales enfoques coincidían en su base, aunque no en sus conclusiones, con los de los nacionalistas vascos y catalanes. Así como los republicanos y otros idealizaban la libre Castilla anterior al siglo XVI y la oponían al absolutismo posterior, los catalanistas enaltecían la Cataluña medieval y denigraban la unidad española como un retroceso, acentuado por Felipe V y por el centralismo liberal. Arana, fundador del nacionalismo vasco, llevó la reinvención histórica hasta imponer el término Euzkadi, nombre absurdo en vascuence, para el conjunto de su región más Navarra y el país vasco-francés» (Los personajes, pág. 75).

Es curioso esta ridiculización de la etapa más brillante de la Historia de España, hasta el punto de considerar que la monarquía hispánica era «antiespañola», viendo el origen de España más en cuestiones de carácter étnico o racial que en las de carácter político (y ello sorprende lógicamente más en los republicanos, al fin y al cabo reivindicados como españoles, que en los nacionalismos de carácter separatista), llegando Ortega y Azaña a la osadía e ignorancia de afirmar que «la historia de esos tres siglos parecía resumirse en la Inquisición y el supuesto genocidio de indios americanos». Mucho más lúcido que estos regeneracionistas, Moa dice acertadamente, que «en ese "descarriado vagar", la enferma España había frenado la expansión de los turcos y de los protestantes, explorado gran parte del mundo, poniendo por primera vez en comunicación a los continentes y creando el primer circuito económico realmente mundial, había conquistado y poblado América de ciudades nuevas, muchas de ellas de gran belleza, fundado universidades –la primera de Asia, entre otras– y centros de cultura, [...] desarrollado principios del Derecho internacional y complejas instituciones políticas, creado un arte y literatura más que notables. Etcétera. Si hechos tales resultaban desdeñables para los apóstoles de la "España vital" y la "inteligencia", ¡da vértigo pensar en las proezas que realizaría la nación, una vez ellos la refundasen y curasen de su "enfermedad"!» (Los personajes, págs. 79-80).

Niceto Alcalá-Zamora, jefe de estado de la II RepúblicaAlcalá-Zamora, mucho más moderado, de talante conservador y por lo tanto afecto al régimen, no era partidario de tales aventuras y sí de respetar y honrar la Historia de España. Su tesis doctoral, por la que le fue otorgado el premio extraordinario, llevaba por título El poder en los Estados de la Reconquista.Ya con cargo político, él mismo se lamentó cuando, al celebrar en su distrito de Jaén el centenario de la batalla de Bailén, en 1908, le dijo Maura que «pronto me tocaría gobernar y que conocería por mí las mortificaciones a que obliga la presión exterior de los poderosos cuando toca regir los destinos de una patria en decadencia (...) El centenario de Bailén se celebró casi como si hubiera sido el de una derrota o el de un pecado». Mejor le fue, sin embargo, al celebrar el centenario de las Navas de Tolosa, en 1912 (Los personajes, pág. 54).

La Restauración cayó tras muchos embates, entre ellos, la negativa de las fuerzas liberales, las republicanas y las de la izquierda extraparlamentaria a la «revolución desde arriba» de Maura, que tenía como objeto acabar con el caciquismo e introducir reformas sociales y laborales. Y ello porque, al igual que le sucedería a Dato, encontró oposición por el sencillo motivo que los liberales y la izquierda, en uno de sus múltiples arrebatos de sectarismo político, pensaban que, aunque tales reformas eran necesarias, era a ellos a quienes les correspondía realizarlas [sic]. Entre ese paquete de medidas se encontraba una ley antiterrorista, para acabar con los crimenes anarquistas, que habían desangrado la clase política española con el asesinato de Cánovas, Canalejas y finalmente, debido a la falta de aplicación de medidas, Eduardo Dato. La desaparición de tres figuras clave del régimen en distintos momentos del mismo precipitó su final.

Pero, frente a lo que esperaban muchos regeneracionistas, no surgió tras la caída del régimen un gobierno republicano, sino que estos grupúsculos ultraactivistas (la UGT tenía apenas 40.000 afiliados cuando Pablo Iglesias alcanzó su primer acta de diputado, en 1910), debido a su escasa fuerza social, fueron sometidos sin mayores problemas por la naciente dictadura de Primo de Rivera. Aunque muchos de los intelectuales repudiaron al dictador, éste fue visto por algunos como el «cirujano de hierro» de Costa, logrando mejorar el desarrollo industrial, bajando la tasa de analfabetismo al 35%, y se vió acompañado del descolle intelectual de las grandes figuras del siglo XX español, no sólo las de 1898 y 1914, sino también las de 1927 (Los personajes, págs. 115-116).

Por lo que podemos deducir de Pío Moa, para comprender el fenómeno republicano hay que partir de una distinción fundamental: por un lado, la izquierda política, nacida con la Nación política en 1789 e influyente en España a partir de la invasión napoleónica en 1808 (aunque su formulación explícita no surge hasta 1871, en plena Restauración){6} reduce a tal condición de Nación la Historia de España. Por lo tanto, una vez superado el retraso histórico, considerado el Imperio como una enfermedad (que Azaña equiparó a la sífilis), a España sólo podía esperarle una época de prosperidad. Idea contradictoria y peligrosamente emparentada con la del nacionalismo étnico del separatismo catalán y vasco, como hemos visto. En cambio, la «derecha», que podríamos calificar de más consciente y realista, no habla de la Nación sino del Imperio{7} para entender la Historia de España, y ello se aprecia en personajes tan distintos como Ledesma, Giménez Caballero, José Antonio Primo de Rivera, Maeztu o Unamuno (si es que se le puede etiquetar políticamente).

La diferencia fundamental entre izquierda y derecha respecto a España estribaba para los segundos en que, efectivamente, España debía regenerarse, pero no porque sus mejores momentos estuvieran por llegar, sino porque tal proceso debía permitir su supervivencia, que no fuese engullida por los Imperios realmente existentes en aquella época, el norteamericano y el soviético. De ahí las reticencias y temores, a veces llevados al paroxismo, a ciertas reformas sociales y a la posibilidad de que los partidos de filiación marxista realizasen la revolución social. Como afirma claramente Maeztu, «La América española ha vivido estos años entre los Estados Unidos y el Soviet»{8} y la España peninsular iba camino de vivir bajo la amenaza de ambos Imperios, como se podrá apreciar a continuación.

2. Una constitución republicana con caracteres de estado partidario

Cuando en agosto de 1930 se reunieron en el Ateneo de Madrid los conspiradores antirrepublicanos que firmarían el llamado «Pacto de San Sebastián», llama la atención que en ella se encontrasen personajes como Alcalá-Zamora, «cuyo republicanismo databa de sólo cuatro meses atrás», y Miguel Maura, «dos meses más veterano que él en republicanismo», junto a Azaña, «cuyo republicanismo, poco activo, tenía siete años de antigüedad» (Los personajes, pág. 19). Ello avalaría el carácter débil de la adhesión republicana incluso en sus principales protagonistas. Es decir, que ya desde el comienzo la república, el problema principal era encontrar a los republicanos, máxime teniendo en cuenta que el único partido que se había mantenido en pie durante la dictadura de Primo de Rivera era el PSOE, su más estrecho colaborador, y el Partido Radical Republicano, que a pesar del letargo poseía una amplia masa social que representaba a los más interesados por la república: comerciantes, clases medias, profesiones liberales, &c. De hecho, a pesar de ser marginado a posta por los firmantes del pacto (especialmente por Alcalá-Zamora, que tenía como programa fundamental una república conservadora y le estorbaba el espacio social que ocupaba Lerroux), siempre obtuvo uno de los tres mejores resultados en las dos primeras elecciones celebradas entre 1931 y 1936. Esta marginación del «republicanismo histórico» implicaba la primera traba que iba a sufrir la eutaxia del régimen, de parte de los mismos que lo habían levantado.

La Constitución aprobada en 1931 también resultó un problema grave. Ya el primer artículo de la misma proclamaba a España como una «República de trabajadores», en la línea de la URSS, todo un exceso verbal que fue corregido por Alcalá-Zamora al afirmar que en realidad debía decirse «República de trabajadores de todas clases», expresión que fue el hazmerreír de toda Europa. El Artículo 26 de la constitución vetaba a los jesuitas y cualquier otra orden religiosa todo tipo de actividad industrial, comercio y enseñanza. Sólo podrían mantener sus propiedades inmuebles, de las que en última instancia serían desposeídas en parte, al ser expulsados los miembros de la Compañía de Jesús. Con ello los religiosos eran convertidos en ciudadanos de segunda, caracterización propia del Antiguo Régimen tan detestado por los republicanos. También se proclamó un estado «integral», por vía de un federalismo regresivo, al igual que en la I República, sin definirse la soberanía de España. La ley electoral que otorgaba el 80% de representación al 50% de los votos fue el culmen que llevó al fraccionamiento de los partidos, las minorías mal representadas y la violencia y el extremismo ideológico{9} (Los orígenes de la guerra civil española, pág. 159).

La Iglesia sufrió enconadísimos ataques: no sólo se produjo la conversión de los clérigos en ciudadanos de segunda, sino que además éstos pasaron a ser pasto fácil de los militantes de partidos de izquierda, produciéndose no sólo ataques contra los lugares de culto y los propios clérigos y monjas, sino también, y he aquí lo más importante, contra los numerosos centros de enseñanza que las ordenes religiosas poseían, actos calificados por Manuel Azaña como de «justicia inmanente» (Los personajes, pág. 195). ¿Por qué este comportamiento por parte de un gobierno que había manifestado su deseo de reducir el alto índice de analfabetismo existente en España? Resulta aún más incomprensible si consideramos además que, para evitar la discriminación de los centros públicos respecto a los colegios exclusivistas de los jesuitas, había aprobado Fernando de los Ríos, Ministro de Instrucción Pública, una reválida de estudios, hoy denostada por padres y políticos adeptos a la LOGSE, y para más inri progresistas. Las explicaciones basadas en la cerrazón eclesial ante el progreso se muestran insuficientes:

«Sobre las causas de ese sentimiento, realmente febril, se ha especulado mucho. Comúnmente se ha explicado como oposición o reacción contra el poder excesivo y abusivo de una casta clerical, pero lo cierto es que sus manifestaciones más furiosas y mortíferas se produjeron en momentos en que el clero habia perdido la mayor parte de su influencia política» (Los personajes, pág. 388)

Sin embargo, tal propuesta era imposible de realizar eliminando los mejores centros que entonces existían, los religiosos, pues ello dejaría en la calle a cientos de miles de niños, como así sucedió. Y, efectivamente, la expulsión de la Compañía de Jesús obligó a incorporar a la docencia a profesores poco preparados para la labor (no podían improvisarse buenos docentes, como es natural) y que destacaban por su extremismo político más que por otra cosa. ¿Por qué se produjo tal circunstancia, y más en el caso de un gobierno que presumía de democrático, aunque tal calificativo fuera puesto en entredicho a cada decisión que tomaba?

Para desvelar tal misterio, hay que entender los ortogramas y planes en los que se veían envueltos los líderes de la izquierda republicana, como Azaña, los socialistas como Prieto o Largo Caballero, &c. Por eso mismo, tiene un valor incuestionable la reconstrucción que realiza Pío Moa de la llamada cuestión social desde la página 93 hasta la 204 de El derrumbe de la segunda república y la guerra civil, a mucha mayor altura de los realizados por otros historiadores, como es el caso de Preston, quien afirma groseramente que «La izquierda veía a la CEDA, Renovación Española, los carlistas y la Falange como unidades especializadas del mismo ejército. Sólo diferían sus tácticas. Compartían la misma determinación de establecer un Estado corporativo y de destruir las fuerzas efectivas de la izquierda»{10}. Además, esta descripción que realiza en El derrumbe le sirve para librarse del carácter psicologista que parece imprimirle a Los personajes, situando, quizá inconscientemente, a todos los personajes políticos de la época en el contexto de sus ideologías correspondientes.

2.1. La cuestion social en la II República

Como afirmamos, frente a esa noche en la que todos los derechistas son fascistas que nos muestra Preston, por un lado, y las izquierdas que trataban de «modernizar» el país eliminando físicamente al clero, cuando no consintiéndolo, Pío Moa distingue entre los segundos la vía representada por la CNT, la ácrata y ciertamente ingenua, un PSOE escindido entre la II y la III Internacional, representadas respectivamente por Besteiro y Largo Caballero, aparte del PCE, representante del Imperio soviético en nuestro país. Dice Pío Moa que «Contra una idea frecuente, el marxismo es básicamente simple, a pesar de haber engendrado verdaderas bibliotecas de pensamiento y análisis, y dado pie a interminables debates» (El derrumbe, pág. 106), quizá confundiendo los reduccionismos economicistas y sociologistas que estuvieron tan de moda en partidos comunistas y socialistas, y sobre todo en grupúsculos de extrema izquierda, en los que el propio autor ha militado en alguna ocasión, con la filosofía marxista no sólo de Marx y Engels, sino de Lukacs, Marcuse y otros autores de índole muy diversa.

Asimismo, también destaca a los liberales de izquierdas de Azaña, que Pío Moa identifica de forma forzada con los jacobinos (curiosamente, Azaña fue favorable al separatismo de la Esquerra, cuando es bien sabido que los jacobinos franceses propugnaban un centralismo de estado a ultranza), cuando en realidad su jacobinismo era más bien un anticlericalismo vulgar con ribetes de inspiración afrancesada y masónica, como en el caso de los criollos liberales de Hispanoamérica, que se enfrentaron a la Corona española y desposeyeron a los indios de sus derechos y propiedades, amen de exterminarlos salvajemente, pues los pobladores originarios eran para estos liberales un obstáculo al progreso [sic]. El mismo ortograma antihispánico animaba a los bolivarianos en América: «La raza maldita de los españoles debe desaparecer; después de matarlos a todos, me degollaría yo mismo, para no dejar vestigio de esa raza en Venezuela», llegó a decir Campo Elías, lugarteniente de Bolívar (El derrumbe, pág. 191). Las consecuencias de todos estos ríos de sangre aún se viven hoy en las repúblicas iberoamericanas, caracterizadas por sus altas tasas de inestabilidad, corrupción, pobreza, crímenes y violencia a lo largo de su Historia.

Por ello, el «jacobinismo», más que una vía para resolver la cuestión social, fue el responsable, por su igualitarismo utópico, de la puesta en escena de dicho problema. Y en España no fue una excepción: de carácter marginal, el jacobinismo (o lo que entendían por tal los así denominados por Pío Moa) se vió aislado en algunos círculos militares y se caracterizó por sus golpes de estado, como en el caso de Riego o Espartero, o por reformas a realizar a las bravas y sin importar las consecuencias, como la desamortización de Mendizabal, realizada vulnerando escandalosamente el derecho de propiedad. Además, la primera experiencia republicana, de carácter masónico y «jacobino» casi hace desaparecer a España por su federalismo regresivo (como quieren hacer hoy día los partidos de izquierda interpretando de forma sui generis la Constitución de 1978).

Por eso mismo, la vía jacobina es la que abre paso a las otras fuerzas protagonistas de la cuestión social: las fuerzas derechistas o conservadoras, entre las que Moa distingue a los monárquicos alfonsinos, a los carlistas y la moderada CEDA. Tiene su mérito el análisis de Moa porque descubre en la monarquía hispánica el origen de estas fuerzas, y destaca no el absolutismo que muchos han querido ver para justificar la famosa sentencia del retraso histórico de España, sino una monarquía con respeto a derechos y libertades. Aunque curiosamente relaciona la monarquía hispánica con el liberalismo. Sin embargo, y sin negar que el pensamiento de la democracia cristiana fue importado a las universidades europeas del siglo XVI y XVII, la caracterización del gobierno como un contrato es totalmente ajena a la tradición católica, que defiende el poder como algo que no se delega.

Frente al contractualismo, que tiene sus raíces en la cultura protestante, la tradición española da el poder directamente al pueblo, siendo la nobleza una parte del mismo. Error en principio de detalle, pero que conviene reseñar para no confundir ambas nociones, como hace Moa: «Estas concepciones, [el tradicionalismo] aunque interesantes por su influencia general, tuvieron poca en España, donde el tronco del pensamiento político (Mariana, Vázquez de Menchaca, Suárez, &c.) preludiaba más bien el liberalismo: el poder no venía al monarca directamente de Dios, sino a través del pueblo, en un contrato implícito que negaba la autoridad absoluta del rey, repudiaba su posible tiranía y le obligaba a respetar la ley común y a constituirse en servidor de la comunidad». (El derrumbe, págs. 151-152). Así, carlistas y otros monárquicos serían herederos de estas tradiciones genuinamente españolas.

Después de esta larga exposición de la cuestión social, comienza a tener sentido la persecución a la Iglesia católica, y también a las fuerzas conservadoras más afines a la república, como era el caso de la CEDA, que al fin y al cabo era una coalición que defendía la encíclica del Papa León XIII, De Rerum Novarum, promulgada en 1891. Precisamente, tras la publicación de dicho documento, la Iglesia en España había asumido una posición preponderante en la llamada cuestión social, llegando incluso a sobrevivir al liberalismo de cuño conservador que fundó la Restauración y que, debido a sus crisis, desapareció con el régimen{11}:

«Pero, si bien la Iglesia no atravesaba su mejor momento en la II República, suponerla, entonces o en el siglo XIX, compuesta fundamentalmente por curas guerrilleros y monjitas místicas, distorsiona la realidad. No era desdeñable ni mucho menos su labor asistencial, muy extensa y de enorme valor en un país que no conocería la seguridad social hasta la época franquista; o su esfuerzo de promoción de trabajadores mediante la formación profesional (un objetivo de la "quema de conventos" de mayo de 1931, fueron las escuelas salesianas y jesuitas)» (El derrumbe, págs. 173-174).

Lo más normal, como podríamos deducir, es que en esa coyuntura el gobierno republicano no sólo emprendiese la construcción de nuevas escuelas, en lo que se esmeró sin duda, sino que mantuviese la educación que impartían los religiosos. Sin embargo, los ortogramas de la izquierda incluían como premisa irrenunciable que la religión y todas sus instituciones eran «el opio del pueblo», para decirlo al estilo de Marx, y su erradicación debía ser practicada de raíz. Cualquier avance que pudieran haber practicado los religiosos tendría que ser visto no como una muestra de progreso, sino como un intento por parte de la Iglesia de mantener sus posiciones privilegiadas, logradas por medio de engaños y de sumisión al poder:

«No se entenderán las acciones del anticlericalismo si se pierden de vista dos hechos: su bajo nivel intelectual, y su carácter mesiánicamente antirreligioso, por así expresarlo. Los intelectuales y políticos anticlericales no supieron elaborar un pensamiento razonable y coherente sobre su tema, y sus críticas, tanto las dirigidas contra el clero como contra la religión, son por lo común romas, sin superar casi nunca el nivel del libelo. Las masas influidas por esas prédicas veían en la Iglesia una barrera o, mejor dicho, la gran barrera que les impedía acceder a un estado de prosperidad y felicidad generalizadas. De ahí el paradójico mesianismo antirreligioso, y el fenómeno tan llamativo de que la furia revolucionaria se orientara de preferencia contra los curas y no tanto contra los burgueses» (Los personajes, págs. 388-389)

A ello habría que sumar el tardío arraigo que los sindicatos de clase tuvieron en España hasta la época republicana, en la que el número de obreros industriales era aún escaso, entre 3 y 4 millones, agrupando las centrales a un millón o millón y medio a lo sumo (El derrumbe, pág. 107). Esta implantación desigual, sólo colmada en zonas industriales como Barcelona, la ría de Bilbao o la cuenca minera asturiana, sobre todo, condicionó la aplicación del programa de socialistas y anarquistas, pues buena parte del espacio social que reivindicaban había sido copado por la Iglesia, quien presuntamente era enemiga del progreso y amiga del oscurantismo.

Este panorama de la cuestión social formaba un cóctel explosivo que auguraba difícil el mantener el interés común y la estabilidad de la nación, rozándose casi siempre una situación de estado partidario, en la que se prohibían períodicos y grupos monárquicos, bajo el pretexto de la defensa de la República. Por lo tanto, lo que se anunciaba en la escena política española, bajo un gobierno republicano de izquierdas, no podía ser una época de modernización y progreso, sino más bien una etapa de caos y violencia, con grave peligro para la estabilidad de una nación que se había acostado monárquica y se había levantado republicana. Esta fue, como señala Pío Moa, una de las claves del hundimiento del régimen: «Cualquiera que sea la opinión que se tenga sobre el catolicismo o sobre el aparato eclesial, no hay duda de que el anticlericalismo dejó un balance tremendamente destructivo en términos humanos, materiales y culturales. Y también políticos: impidió la integración en la república de una derecha dispuesta a desenvolverse por vías democráticas, y que en su mayoría no aspiraba a demoler el régimen» (Los personajes, pág. 390).

3. Radicalización de la izquierda y la primera batalla de la Guerra Civil

El PSOE, tras su colaboracionismo con la dictadura de Primo de Rivera, había salido de la misma como el único partido político realmente organizado, toda una ventaja. Sin embargo, respecto a la república no poseía una doctrina definida. Por eso, cuando se intentó derrocar la monarquía con un golpe de estado, Besteiro, principal miembro del PSOE, partidario de la segunda internacional, y doctrinalmente similar a Kautsky, solicitó pasividad, pues aquello era, según sus palabras, una revolución burguesa, y debían esperar su momento para la revolución socialista, si llegaba a producirse. Pero este caso era del todo falso: los procesos equivalentes a la «revolución burguesa» se habían producido en el siglo XIX{12}. Por lo tanto, la colaboración con la dictadura de Primo y la posterior coalición gubernativa de la república no eran sino «procesos hacia el socialismo», entre los que se encontraría, por supuesto la revolución de octubre de 1934, como bien muestra el historiador vigués:

«Hubiera sido lógico entonces que esa actitud se acentuase con la república, régimen más afín a los postulados socialistas que la dictadura monárquica. Sin embargo ocurrió al revés: fue en la república cuando el PSOE tomó un rumbo extremista e incompatible con la democracia burguesa. Este sorprendente fenómeno ha hecho correr mucha tinta y a menudo se ha atribuido a la decepción y la furia de los socialistas por haber sido expulsados del gobierno republicano en septiembre de 1933. Pero ésta no fue la única causa, ni la principal» (Los orígenes de la guerra civil española, pág. 157)

Pues mientras Largo y Prieto cortejaban a los republicanos, Besteiro, como veíamos, se oponía, aunque la situación cambiaría radicalmente después, con el PSOE fuera del poder: «Al explicar la radicalización del PSOE suele prestarse insuficiente atención a este hecho decisivo: que en él estaba vigente el objetivo de destruir el sistema burgués y su falsa democracia, e instaurar una sociedad socialista sin explotadores ni explotados. En estos conceptos no profundizaron los líderes e intelectuales del PSOE, pero constituían el abecé teórico y la base de la instrucción política de los militantes. Sin tenerlos en cuenta se vuelven ininteligibles la revolución de octubre y otros muchos sucesos» (Los orígenes, pág. 162).

Cartel del Frente Popular en el que se relaciona la revolución de Octubre de 1934 con la Guerra Civil¿Cómo se llegó a la radicalización completa del PSOE, principal actor en la revuelta de octubre? Muchos historiadores han apelado al boicoteo sistemático de las derechas, que además se beneficiaron de una ley electoral tramposa para alcanzar el poder. Una vez en el poder, llevarían a la práctica un estado fascista que eliminase a los partidos de izquierda, tal y como había logrado Dolfuss en Austria{13}. Sin embargo, fue el descontento popular producido por la indefensión de los católicos, dada la pasividad del gobierno para defenderlos, así como la brutal represión contra los obreros, (Llobregat y Casas Viejas, por ejemplo), lo que llevó a la crisis de gobierno y su derrota electoral, provocada porque en esta ocasión fueron las derechas quienes acudieron en coalición en 1934 con la CEDA de Gil Robles, de reciente formación. La ley electoral, amañada en su día por las izquierdas, se volvió en su contra (Los orígenes, págs. 167 y ss.).

La CEDA, como vimos más arriba, no podría ni en sueños ser calificada de fascista, pues incluso declinó gobernar teniendo el mayor número de diputados, dejando la labor en manos del republicanismo histórico de Lerroux, auténtico contrapeso y garante de la eutaxia del régimen. Las Juventudes de Acción Popular de la CEDA no acudían a la violencia armada, actitud muy contemporizadora y nada fascista. De hecho, se asemejaría más a tal fascismo la violencia que preludió la revolución, y que tuvo curiosamente su víctima en la Falange. Durante el año 1934, los actos de violencia por parte del PSOE fueron en aumento, hasta superar incluso la hostilidad que los anarquistas habían tenido para con la república{14}.

Hay que sumar a ello (según revelan los documentos inéditos que Moa estudió en la Fundación Pablo Iglesias) las intenciones claramente revolucionarias del sector socialista de Largo Caballero, quien estaba en contacto permanente con la Comintern, y que logró, gracias a la colaboración del camaleónico Indalecio Prieto, eliminar a Julián Besteiro, partidario del legalismo y de la segunda internacional, de los puestos dirigentes de la UGT. Al tiempo que sucedía esto, como dijimos, se radicalizaba el partido cara a dar un golpe de estado contra la legalidad republicana, una auténtica guerra civil. Así, se alió con unas izquierdas republicanas que no aceptaban que otro gobernase en lugar de ellos, con Azaña pidiendo hasta tres veces a Alcalá-Zamora que anulase las elecciones, con una Generalidad de Cataluña de talante separatista, dirigida por Luis Companys, y con un PNV que practicaba el asesinato de sus rivales políticos por medio de los gudaris (concretamente a los carlistas) y deseoso de separarse de España para acabar bajo tutela del Reino Unido.

Por lo tanto, la izquierda republicana, que como vimos consideraba a España más como nación étnica que como política, emparentaba peligrosamente con las ideas de los separatistas y los «marxistas», e hizo frente común en el golpe de estado de 1934. La entrada de tres ministros de la CEDA en el gobierno fue la excusa para un levantamiento armado que se estaba planeando al menos desde el mes de enero de 1934 y que es, literalmente, la primera batalla de la guerra civil. Así que, curiosamente, no fueron los partidos de derechas, como señalan erróneamente Preston y otros, los que abandonaron el parlamentarismo, sino los propios partidos de izquierda, radicalizados y molestos por haber perdido las elecciones. Luego en la II República se dio un caso inaudito: los partidos de izquierda que aprobaron la legalidad republicana dieron un golpe de estado contra dicha legalidad menos de tres años despues de su proclamación, y a menos de un año de haber sido desbancados del poder por la misma ley electoral que habían creado para sí mismos (Los orígenes, págs. 265 y ss.).

Y además, no fue el pueblo oprimido quien se levantó en armas contra la reacción, como se afirma frecuentemente. De hecho, en ciudades como Gijón la mayoría de la población permaneció pasiva ante la revolución. También es reseñable que los mineros asturianos eran los obreros más favorecidos de toda España, bastante por encima de los jornaleros del sur, que en esa ocasión no secundaron la revuelta. En Cataluña, donde también triunfó el golpe durante dos días, éste apenas interesó a la mayoría de los ciudadanos de a pie. Parece, por lo tanto, paradójico apelar al descontento popular, cuando la situación no había empeorado para nada durante el escaso período de gobierno de la derecha (más bien había mejorado levemente la situación económica). Realmente se trató de un golpe de estado en la línea de la III Internacional, un golpe de estado revolucionario con tintes separatistas en Vasconia y Cataluña, siguiendo los postulados que enunciaba Lenin, con un partido político, en este caso el PSOE (y unido con la CNT y el PCE en la Unión de Hermanos Proletarios), actuando como vanguardia de la clase obrera{15}.

Asimismo, Moa ve los motivos del fracaso no sólo en el aplastamiento de los revoltosos a manos de las columnas de Yagüe y López Ochoa, sino más bien el fallo de todos los parámetros considerados necesarios para que una revolución triunfe, a saber: la radicalización de las masas, importante pero insuficiente, la desorganización del ejército, menor de lo que los revolucionarios pensaban, y una clase política y unos aparatos gubernamentales no tan ineficientes como era de esperar{16}. Además, el cuerpo de oficiales del ejército afectos al socialismo, no fue leal a última hora, por lo que los revolucionarios fracasaron en su intento de tomar el Ministerio de la Gobernación en Madrid, lo que les hubiera dado alas para su lucha (Los orígenes, págs. 384 y ss.). Como corolario a este análisis del golpe y sus consecuencias como inicio de la guerra civil deberíamos añadir que «no es posible separar enteramente el estudio de las revoluciones del de la guerra en general. La mayoría de los procesos revolucionarios se realizan por la guerra civil, cuando no en el marco de una guerra anticolonialista o de independencia»{17}.

4. La propaganda sobre la represión y la continuación de la Guerra Civil

Tras la derrota del movimiento revolucionario, y si hemos de creer a los sublevados, lo más normal es que Lerroux y Gil-Robles hubieran edificado un sistema de corte fascista; sin embargo, Pío Moa, ya desde el comienzo de su tercer libro, afirma exactamente lo contrario:

«Si alguna duda real y no fingida albergaban las izquierdas sobre el carácter legalista, nada fascista de la CEDA, hubo de quedar totalmente disipada en el curso mismo de la sublevación de octubre del 34, pues lo cierto es que Gil-Robles no intentó aprovechar el golpe de la izquierda para rematar a la democracia, ni propició reacciones extremadas» (El derrumbe de la segunda república y la guerra civil, pág. 35).

Pareciera entonces que todo problema habría sido disipado: el gobierno había defendido la legalidad con firmeza y acierto, los líderes principales de la revuelta de octubre estaban en prisión esperando condena, la situación social mejoró aunque ligeramente, aumentando la inversión económica privada y la del propio gobierno: «1935 iba a ser el año más tranquilo de la república en cuanto a huelgas y conflictividad en general» (El derrumbe, pág. 42). Y, sin embargo, volvió a aparecer el fantasma de la guerra civil, hasta reanudarse ésta de forma efectiva, pues tal y como piensa Pío Moa, las causas que provocaron tal revuelta, más concretamente la agitación y la ruptura de la legalidad por parte de la izquierda, no sólo se mantuvieron sino que se acrecentaron: «El PSOE había basado su estrategia en la profecía de que el país iba a escindirse inexorablemente entre los partidarios de una dictadura proletaria y los de una dictadura burguesa. Tal profecía tendía a cumplirse por sí sola, pues en la medida en que las luchas sociales fueran atizadas bajo consignas revolucionarias, la derecha se vería empujada a su vez hacia posiciones extremas, similares a los fascismos europeos de la época» (El derrumbe, pág. 39).

Por lo tanto, en el PSOE se creó la idea, perfectamente acorde con los planes y programas que les habían empujado a la revolución, de que Octubre no había sido más que un alto en el camino, una «vergonzosa concesión», para hablar al estilo de Lenin, que sería reparada en cuanto las fuerzas volviesen a estar de su lado. Ello exigía la renuncia de plano a cualquier actitud legalista y la necesidad de poner a las masas de su lado cambiando el clima político existente. Para crear este clima, los líderes socialistas no apresados por la revolución de octubre, elaboraron una propaganda ficticia sobre la represión de octubre. A ello ayudó, además, la actitud del presidente de la república, Alcalá Zamora, que siguió con su tono conciliador con la izquierda, indultando a rebeldes como el general Pérez, en Cataluña, frente a la posición de la CEDA. Como el propio Pío Moa señala: «El dilema era real, pues si las ejecuciones creaban mártires, los indultos crearían héroes, dado el nulo arrepentimiento de los jefes rebeldes». Así pues, los vencedores parecían estar más bien incapacitados, debido al procedimiento rayano en la inconstitucionalidad, del jefe de estado. Parecía que en lugar de vencedores fueran vencidos (El derrumbe, págs. 46 y ss.).

Mientras, los vencidos recuperaban terreno por medio de una formidable campaña sobre la represión. El organizador fue uno de los conspiradores de octubre, el socialista Juan Simeón Vidarte, junto a Fernando de los Ríos y otros dirigentes: «Para la comisión de socorros a los detenidos, Vidarte habló con la diputada María Lejárraga. Otras dos, Matilde de la Torre y Veneranda García, ya trabajaban por la causa en Asturias. Margarita Nelken había huido a la URSS. Ofrecieron su ayuda varios políticos republicanos de izquierda, como Marcelino Domingo y Álvaro de Albornoz, algunos radical-socialistas, el independiente Ossorio y Gallardo, &c.» (El derrumbe, pág. 57). Atribuye el autor, aunque sin ver en ello toda la explicación del problema, la gran amplificación que alcanzó la represión en Asturias a los vínculos masónicos de Vidarte, aunque sin menospreciar la inestimable colaboración de la URSS, glorificando la revolución por medio del PCE en España. Así, tenemos varias muestras de entre las innumerables que fueron elaboradas para la ocasión:

«Del tono que la campaña adquirió en España pueden dar idea llamamientos como éste, [...] "Cataluña y España (sic) tienen que conocer el vandalismo satánico de un gobierno a cuyo frente está Al. Lerroux, enemigo nº1 de la República, el traidor, el Judas de la clase obrera", hablaba de "canibalismo gubernamental" y afirmaba que ante los sufrimientos infligidos en las cárceles "el suicidio era, en muchos casos (...) una liberación" [...] "Aquellos bravos mineros se dejaban arrancar las uñas de los pies y de las manos, -uno de los placeres favoritos de Doval [comandante de la Guardia Civil, obsesionado con la captura del socialista González Peña] - quemar los ojos o los testículos, o soportaban que les colgasen de éstos pesas de varios kilos, hasta dilatárselos monstruosamente, antes que delatar a su jefe"» (El derrumbe, págs. 67-69)

Como es natural, la represión fue tremendamente exagerada, pues Moa encuentra incluso entre los socialistas cifras muy benévolas para el gobierno: «Gordón menciona 24 asesinatos, Marco Miranda 46 y el informe divulgado por De los Ríos y Álvarez del Vayo, 31, de ellos 9 por torturas. Si damos por válidas todas las denuncias, descontando las repetidas (Carbayín y Luis Sirval), sale un total de 84, suma alejadísima de los millares aireados por las propagandas, y que incluye probablemente bajas producidas en el fragor de los combates, cuando se hacía difícil distinguir entre rebeldes y paisanos corrientes». (El derrumbe, pág. 78).

Quedaba, sin embargo, la necesidad de hacer tambalear al único partido político capaz de mantener la eutaxia de la república, para que la izquierda recuperase el poder. Prieto, emigrado en Ostende, y Azaña, desde Madrid, contactaron con Strauss, el famoso creador de la ruleta llamado straperlo, quien se prestó a chantajear a Lerroux por un presunto soborno. El material fue enviado a Alcalá-Zamora, interesado en eliminar a Lerroux, pues ocupaba un espacio social de votos que le interesaba poseer. Todo ello sirvió para forzar la dimisión del líder radical, hundir a su partido, y precipitar el adelanto de las elecciones para febrero de 1936. (Los personajes, págs. 325 y ss.y El derrumbe, págs. 218 y ss.).

Con todos sus matices, estas acciones de la izquierda ayudaron al Frente Popular que se puso en marcha y que venció en unas irregulares elecciones, en las que tomó el poder al asalto sin esperar a la segunda vuelta y anuló gran cantidad de actas de diputados derechistas, además de sacar unilateral e inconstitucionalmente a todos los presos del golpe de estado de 1934. Azaña recuperaba el poder, pero la república estaba transformada en la práctica otra vez en un estado partidario, donde los militantes de derechas eran perseguidos y el PSOE fomentaba la revuelta, a la espera de la caída del gobierno Azaña. A su vez, el PCE, imitando la táctica de los frentes populares de otros países, esperaba la caída de los otros dos partidos para imponer la dictadura del proletariado y así expandir el imperio soviético. Los republicanos, dada su debilidad y falta de líderes, ejercían en realidad el papel de tontos útiles. Sin embargo, todos estos planes y programas fueron truncados por un acontecimiento inesperado y precipitado: el alzamiento del 18 de julio de 1936.

4.1. El Frente Popular y la URSS: una relación imperialista

Espartero, junto al escudo de la URSS y Stalin. El Frente Popular, engullido por el Imperio soviético Precisamente, a partir de ese momento cronológico, Pío Moa da la última vuelta de tuerca en la refutación de la historiografía de «izquierda», pues frente a la versión que ve en la URSS –principal benefactora del Frente Popular– una defensora feroz de la democracia parlamentaria, en detrimento de Gran Bretaña y Francia, Moa afirma que Stalin buscaba crear un conflicto en el occidente de Europa, en el que se vieran embarcadas las democracias y el fascismo aleman, especialmente, aunque la revolución estallase excesivamente pronto para sus intereses: «Por lo que respecta a la política rusa, nunca fue tan unilateral como implica la tesis dicha. El peligro germano tenía prioridad para Moscú, pero de ahí no derivaba un apoyo medianamente sincero a las democracias, como ya señalamos. Francia o Gran Bretaña eran para Stalin regímenes imperialistas y bandidescos, simple decorado de la burguesía financiera y de sus corrompidos políticos a sueldo, empeñados en orientar la agresividad hitleriana contra la URSS. Y puesto que Stalin consideraba inevitable la guerra, intentaba ganar tiempo y desviar el conflicto hacia occidente, sin excluir para ello el pacto con Hitler. Esta política, contraria en un sentido a la anterior a los frentes populares, no difería tanto de ella, en el fondo. Antes, Moscú promovía la revolución por medio del Partido Comunista Alemán, el más duro, eficaz y peligroso de la Comintern, y simultáneamente prestaba a los reaccionarios alemanes campos de entrenamiento y experimentación militar en la URSS, ayudándoles a rearmarse y sabotear el Tratado de Versalles. Esa doble acción emanaba de las concepciones dialécticas del Kremlim: fomentaba las "contradicciones interimperialistas" en beneficio propio. Un análisis que olvide esta base elemental de la estrategia soviética queda mellado». (El derrumbe, págs. 287-288).

Además, una vez estallado el conflicto, la legalidad republicana se esfumó al entregar el gobierno de Giral las armas a los sindicatos, quienes tomaron la iniciativa de la represión bajo los sucesivos gobiernos de Largo Caballero y Juan Negrín. Tras ellos, fue el PCE quien, gracias a su ferrea disciplina, tomó de hecho el control del Frente Popular. Envuelto en múltiples querellas entre nacionalistas, republicanos, socialistas, &c., (casos prácticamente inexistentes en el llamado bando nacional o franquista), fueron los comunistas quienes establecieron una ferrea disciplina y dieron alguna posibilidad de triunfo al Frente Popular. Sin embargo, lo importante es saber cómo un partido de escaso calado social alcanzó tal logro. La respuesta la encontramos en el socialista y hasta entonces casi desconocido en ambientes políticos (había sido no obstante uno de los maestros de Severo Ochoa) Juan Negrín, quien siendo ministro de hacienda en el gobierno de Largo (aparte de inequívoco defensor de las ideas del PCE y la URSS cuando alcanzó la jefatura de gobierno), entregó a la URSS, en otoño de 1936, las 510 toneladas de oro que constituían las reservas del Banco de España, siendo trasladadas en barco desde Cartagena hasta Odessa. Dicho tesoro estaba valorado en más de 1.500 millones de pesetas (de las de 1936) en oro y más de 300 millones en plata (El derrumbe, págs. 387 y ss.).

Controversias historiográficas al margen, no cabe duda que lo que hizo Negrín, sin importar cuáles fueran sus intenciones, encajaba perfectamente dentro de los planes de la Unión Soviética. Siguiendo la caracterización que de la Idea filosófica de Imperio realiza Gustavo Bueno en España frente a Europa, este acontecimiento es fundamental. Si tenemos en cuenta que en las relaciones entre estados impera la fuerza y no una armonía universal, una biocenosis en la que unos estados engullen a otros, siempre habrá de existir una sociedad estatal que pretenda reorganizar y controlar al resto de los estados, siendo en el límite un estado universal, el Imperio, que se bifurca en dos categorías principales{18}: el Imperio depredador y el Imperio generador. El primero reduce su acción al control de los recursos económicos, los correspondientes a la capa basal del cuerpo político, es decir, reduce a sus territorios dominados a la condición de simples colonias (por ejemplo, EUA respecto a Hispanoamérica). Por otro lado, estaría el Imperio generador, que aparte de necesitar del control de esos recursos económicos, lleva su labor mucho más allá, extendiendo su civilización a los territorios que caen bajo su dominio, como fue el caso de España, que «ha fundado en América naciones para la independencia y la libertad»{19}.

Si hemos de seguir a Bueno, la URSS entra en la categoría del imperio generador, (con todos los matices que haya que aplicarle) cuyo objetivo consistía en extender la revolución comunista por todo el planeta. De hecho, tanto grupos de derecha como de izquierda consideraban entonces que la URSS y el comunismo eran la opción política más pujante, destinada a sustituir el orden político hasta entonces existente. Ahora bien, para que España formase parte del cuerpo político soviético, ello no podría simplemente lograrse por medio de cambios en la capa conjuntiva, al nivel de los aparatos del estado (formando parte del Frente Popular, por ejemplo), si antes no se había controlado la capa basal, es decir, los recursos económicos hispanos. De ahí que el dato del llamado «Oro de Moscú» entregado a Stalin sea clave a la hora de valorar la estrategia del Frente Popular, convertido en una provincia soviética, y que en caso de ganar la guerra, no seguiría existiendo como nación independiente, sino «engullido» por el imperio soviético.

Este engullimiento de la España frentepopulista tiene una significación extrema. Sobre todo porque, si nos damos cuenta, la propaganda del Frente Popular que caracterizaba la guerra civil como una guerra de independencia frente al fascismo, resultaba puramente intencional y totalmente ineficaz en los hechos. La Idea de España como Nación que defendían los republicanos era puramente ficticia, pues aunque Azaña u otros hubieran consolidado unas instituciones fuertes, el futuro de España como simple nación estaría supeditado a terceras potencias que la dominasen{20}, algo aún más notorio entre los nacionalistas catalanes y vascos, que hubieran visto de buen grado ser engullidos por Francia o Inglaterra.

Una vez derribada por débil, en la historia, en la teoría y en los hechos, la Idea de España manejada por los republicanos, quedó en los frentepopulistas un auténtico vacío de poder que fue cubierto por el PCE, cuyo objetivo no era defender España sino extender el proyecto universalista de la URSS. Por lo tanto, es inevitable afirmar que el único bando que defendió la supervivencia de España frente a potencias invasoras fue el bando franquista, que nunca perdió su independencia frente a la ayuda de Alemania e Italia, sino que consiguió grandes facilidades de pago para sus ayudas, además de mantener su neutralidad en caso de desatarse un conflicto de mayores dimensiones, como así sucedió finalmente{21}.

Debemos pararnos aquí para aclarar dos aspectos de la metodología que sigue Pío Moa y que citamos más arriba: su concepción de la «ideología» y el carácter «antiilustrado» de su obra. Y ello porque en uno de los capítulos de El derrumbe, el titulado «Revolución y conservación», que abarca desde la pág. 140 a la 159, habla de los procesos revolucionarios apelando a la explicación que da Ana Arendt sobre los orígenes del totalitarismo. Así, la revolución francesa sería el origen no sólo del fascismo sino también del comunismo y todas las Ideologías (en mayusculas) totalitarias que pretenden explicar el mundo mediante «la razón y la ciencia», como ya citábamos.

Tal explicación se revela muy inexacta y vaga, pues además alude a la tendencia a dominar el mundo de los totalitarismos, lo que llevaría a identificar también al Imperio Romano, al imperio español, al imperialismo ingles, &c. y a todo imperio con pretensiones de universalidad con dicha doctrina totalitaria segregada por Arendt. En segundo lugar, resulta oscuro apelar a la razón y la ciencia, pues el propio Moa reconoce que todas las ideologías pretenden monopolizar la racionalidad. Más exacto sería apelar a determinadas unidades políticas, los llamados por Gustavo Bueno imperios universales, que han intentado universalizar su forma de vida y sus concepciones de la racionalidad, del hombre, de la libertad, &c. a toda la Humanidad.

Con ello, lo que podríamos afirmar no es que Pío Moa o las derechas españolas, o cualquiera que defienda posiciones similares, sea un antiilustrado o un irracionalista. Lo que hay que decir (recuperando lo dicho en el epígrafe 1) es que, frente a la racionalidad implícita en la URSS y el comunismo, lo que defendían las derechas y, al fin y al cabo, también el bando franquista, era la supervivencia de España, sin olvidar sus orígenes «imperiales» (completando lo que dijimos en el primer epígrafe, resulta paradigmática la recuperación que el bando nacional hizo del Águila de San Juan y el yugo y las flechas que incluían en su escudo los Reyes Católicos), posición para nada irracional, aunque ello implicase apoyarse en la ayuda, que no dominio, de terceras potencias como Alemania e Italia.

No obstante, es curioso que las investigaciones historiográficas de Pío Moa estén cubiertas por una explicación tan débil como la que defiende Ana Arendt. Teorización que, en muchas ocasiones, desvirtua completamente la historia y hace inane la labor historiográfica. De hecho, ha llegado a proponer el historiador vigués, de forma un tanto sorprendente, la necesidad de renombrar, como lo había hecho en otra ocasión, a USA y la URSS, pues «Tanto "Estados Unidos" como "Unión Soviética" suenan extraños como nombres de país. La razón es que definen en realidad un imperio, más aún, todo un programa imperialista». Por eso decidió Pío Moa utilizar el adjetivo «useño» para definir a los nacionales de USA, pues así «Aunque USA significa Estados Unidos de América, reducido al corriente Usa, su sentido imperialista se difumina y nadie pensaría en él, como nadie piensa en el sentido etimológico de Brasil, Francia o España. Simplemente nombraría a un país y no un programa imperial, y nos ahorraríamos esos enrevesados "estadounidense", norteamericano", etcétera»{22}. Curiosamente, extiende también su crítica a USA, pero le da un marcado carácter psicológico, pues considera que el objetivo de Estados Unidos, que es dominar el mundo, supone «un caso de hybris, u orgullo desmedido, nada nuevo en la historia y que nunca ha acabado bien». Aunque más adelante sorprende al afirmar que «La defensa de la cultura y la libertad occidentales depende en gran medida de Usa» y que, en contra de los deseos norteamericanos, «sus pretenciosas aspiraciones alimentarán probablemente la resistencia en muchos lugares, hasta llevar su poderío al agotamiento»{23}. Curiosa manera de ejercer, que no de representar, una concepción similar a la de Gustavo Bueno sobre los imperios y su incapacidad de durar eternamente.

4.2. El papel de la II República y la Guerra Civil en la Historia de España

Finalmente, no nos queda sino juzgar, a la luz de la historiografía que presenta Pío Moa, el papel de la II República y la Guerra Civil en la Historia de España. Sin duda, la II República no puede de ningún modo considerarse la época más brillante de España, la de los grandes intentos de modernización, ni nada similar. Es más, no resulta atrevido afirmar, una vez examinada la trilogía de Pío Moa con detenimiento, que el período 1931-1939 es el más nefasto de la Historia de España, pues ésta estuvo en evidente trance de desaparición. Por última vez en el período que comienza en 1808 con la invasión napoleónica y que Machado, entre otros, bautizó como el de «Las dos Españas», pero sin duda tales peligros de disolución de España arreciaron con mayor virulencia en los ocho años estudiados por Moa:

«Aunque la guerra civil no fue especialmente sangrienta ni sus atrocidades excepcionales dentro de las guerras del siglo XX, de ella quedó una memoria justamente horrorizada, que ha contribuido de manera muy poderosa a evitar recaídas. También quedó una visión distorsionada, fuente de incontables jeremiadas y de una literatura plañidera sobre el carácter presuntamente "cainita" de los españoles, de su supuesto fanatismo y de las guerras civiles como una característica particular de nuestro pasado. La realidad, como ha observado Julián Marías, es que dentro de los países europeos, la historia interna de España ha sido quizás la más, o en todo caso una de las más estables y pacíficas. La excepción ha sido, precisamente, el siglo XIX... y su reavivación republicana [...] En los siglos XVI y XVII, España fue uno de los países europeos que mayor atención prestó a la enseñanza universitaria. Partiendo de unos mínimos centros legados por la Edad Media, había llegado a contar con 34 universidades (aparte de las establecidas en América) [...] Por contraste, en 1820 había 12 universidades, poco brillantes, y 10.000 alumnos, menos de la mitad –para una población doble– que tres siglos antes. A lo largo del XIX, e incluso en buena parte del XX, la situación mejoró de modo insuficiente. Seguramente ese dato ofrece otra clave de la mezcla de estancamiento y epilepsia que caracteriza al país en buena parte del período» (Los personajes, págs. 391-392).

5. Final. De la Guerra Civil a la actualidad

La guerra civil acabó, tanto para bien como para mal, con las tensiones vividas por España durante más de un siglo. En ellas se ventilaron buena parte de las esperanzas de derecha e izquierda con el objetivo de estabilizar la nación. Sin embargo, el final del franquismo y la promulgación de la Constitución del 78 no han evitado que algunos sujetos, amparados en la propaganda política, quieran volver a las «emociones» que vivió España en su día. Así, el PSOE, que se caracterizó durante la etapa republicana y bélica por su adicción la asalto y saqueo del estado, ha vuelto a revivir esa etapa, aunque fuera en versión de guante blanco. Los nacionalistas, especialmente el PNV, vuelven por sus fueros con la coacción y el crimen, sólo que en esta ocasión no lo realizan con sus propias manos, sino que se muestran indiferentes como los republicanos lo eran ante los incendios de iglesias que iniciaron la república («recogen las nueces»). Y, por si fuera poco, el PSOE y demás fuerzas de izquierda vuelven a aliarse, aunque sea de forma indirecta, con las intenciones nacionalistas.

Por eso, es importante señalar que Pío Moa intenta utilizar sus propios descubrimientos historiográficos para entender el presente, no tanto desde el pasado, sino utilizando dicho pasado para establecer comparativas y comprobar cómo ciertos odios surgidos en la época republicana y apagados con el franquismo, han vuelto a sembrar focos de llamas en la actual monarquía parlamentaria. Así, el desprecio de la «izquierda» por la Historia de España, por su bandera, que al parecer «hiere sensibilidades»{24}, la necesidad de integrar España en una supuesta «nación europea» (algo con lo que «la derecha» parece también por desgracia estar de acuerdo, aunque a veces más por la obligación de los pactos firmados que por auténtico deseo), de tal modo que el proyecto «de izquierdas» para España no pasa por mantener su existencia sino que pretende que sea engullida por otras estructuras más potentes de la biocenosis política. Como afirma Pío Moa en Libertad Digital, la situación es mucho menos grave en la actualidad que en el período republicano, pero no por ello debe obviarse el peligro.

Realmente, cabe añadir que la labor de Pío Moa no sólo es historiográfica, es decir, sus obras desbordan por su gran interés dicha perspectiva, algo que hemos demostrado sobradamente. El haber descubierto el fraude que sobre la historia reciente de España hemos creido a pies juntillas durante años (y que incluso hoy día se sigue intentando defender) tiene unas implicaciones filosóficas y de práctica política inmediata como hemos intentado mostrar. Es necesario conocer el pasado críticamente para evitar que la ciudadanía vaya de la mano de intereses partidistas y dañinos para España. Por lo que, no sólo frente a la mitología republicana, sino también frente al desprecio que en algunos suscitan los españoles de aquella época, la cordura ha de imponerse: «Se ha extendido hoy día una tendencia a despreciar a las generaciones que hicieron la guerra, por fanáticas, sectarias u obcecadas. Dudo que podamos juzgarlas quienes no soportamos las tensiones psicológicas, ideológicas y económicas de entonces. La tranquilidad y bienestar material de hoy son bienes recibidos sin especial mérito nuestro. A nuestros predecesores se debe el esfuerzo, mejor o peor orientado, del que nos beneficiamos, y cuyos frutos tan fácilmente podemos echar a perder con nuestra arrogancia. No repetir la historia exige, entre otras cosas, apoyarse en ella, buscando acercarnos lo más posible a su verdad y comprensión, sin usar el pasado como arma arrojadiza o para envenenar la aceptable convivencia cívica actual» (El derrumbe, pág. 557).

Notas

{1} Como el libro del militar e historiador Carlos Blanco Escolá, General Mola. El ególatra que provocó la Guerra Civil. La Esfera, Madrid 2002, donde el autor especula con que la guerra fue provocada por un Emilio Mola envidioso de Azaña

{2} «Durante los años en que he chocado con una especie de veto para publicar en la prensa, me dediqué a pinchar artículos en los tablones de la Universidad Complutense, aprovechando que tenía que poner publicidad en ellos, y a enviarlos, un poco al voleo, a personajes de diversa orientación política, a quienes sólo conocía de nombre. Fernández de la Mora dio cabida a algunos de ellos en su revista Razón española, y por eso le guardo agradecimiento». Pío Moa, «Gonzalo Fernández de la Mora», en Libertad Digital, 11/02/2002, www.libertaddigital.com

{3} Situación económica que curiosamente confirma, contradiciendo su tesis economicista de fondo, Manuel Tuñón de Lara, Tres claves de la Segunda República. Alianza, Madrid 1985, págs. 238-239: «La mentalidad y formación de los gobernantes republicanos y socialistas en materia de finanzas no superaba las normas clásicas; de hecho, Keynes era desconocido. Se consideraba la inflación como el mayor de los males (de "desatino" la calificó Prieto en las Cortes, el 13 de noviembre), concepción que costará luego cara cuando las exportaciones disminuyan porque la moneda española estaba menos depreciada que la mayoría de las europeas y americanas (1932-1935)».

{4} Gustavo Bueno, El individuo en la Historia. Universidad de Oviedo, Oviedo 1980, pág. 84.

{5} Ver los términos ortograma y falsa conciencia en Pelayo García Sierra, Diccionario Filosófico, Pentalfa, Oviedo 2000.

{6} Tal y como afirma Gustavo Bueno, «En torno al concepto de "izquierda política"», en El Basilisco, nº 29, (2ª época) (2001); págs. 3-28.

{7} Como afirma sorprendentemente S. Payne en Falange. Historia del fascismo español. Sarpe, Madrid 1985, pág. 29: «En España no existía un sentimiento nacionalista semejante al nacionalismo de las clases medias organizadas que imperó en otras naciones continentales durante el siglo XIX [...] Ello no quiere decir que los españoles carecieran de un sentimiento nacional, sino que no respondían a un nacionalismo organizado, expresado en ideologías explícitas o traducido en movimientos políticos».

{8} Ramiro de Maeztu, «Entre los yanquis y el soviet», en Defensa de la Hispanidad.

{9} Afirma algo muy similar Luis Sánchez Agesta, Derecho constitucional comparado, 5ª Ed. Servicio de Publicaciones de la Universidad de Madrid, Madrid 1973, págs. 462-465.

{10} P. Preston, La destrucción de la democracia en España. Grijalbo, Barcelona 2001, pág. 337.

{11} Ya a finales del siglo XIX, los círculos católicos arrojaban resultados sorprendentes de su implantación: «Por su parte el Círculo de Oviedo gozaba de una larga tradición educativa. Las actividades escolares consistían, diariamente, en media hora de Escritura, otra media de Lectura o Gramática, una hora de Dibujo lineal, media de Aritmética o –alternando– Geografía e Historia de España, y media hora más, al final, sobre Religión y Moral e Historia Sagrada; una vez a la semana, el catedrático de la Universidad Guillermo Estrada Villaverde, conocido carlista, impartía una conferencia sobre historia patria "con oportunos y provechosos comentarios para el obrero". La Memoria de 1905 recordaba que "las Escuelas nocturnas han sido la base de este Círculo", y mostraba un cuadro de actividades escolares más elaborado. Al parecer la estrechez de los locales había obligado a rechazar algunas solicitudes pero, aun así, a las enseñanzas de adultos (mayores de 15 años) asistían 152 alumnos y a las de menores unos 200». Francisco Erice, «Las repercusiones de la "Rerum Novarum" y el primer catolicismo social: El caso de Asturias», en El Basilisco, 18 (1995) (2ª época), pág. 75.

{12} P. Preston, op. cit., págs. 26 y ss.

{13} Esta tesis tan rocambolesca y estrambótica es defendida por Preston en la práctica totalidad de La destrucción de la democracia en España.

{14} Sobre este radicalismo socialista, algunos autores han dado explicaciones sumamente candorosas. Es el caso de H. Thomas, La Guerra Civil Española, Tomo I. Grijalbo, Barcelona 1976. pág. 137, Nota 26. «Los que se oponían a la Falange fueron los primeros en disparar en una serie de encuentros; el primer falangista muerto fue un jonsista, en noviembre de 1933. Pero la Falange había invitado a esto, ya que uno de sus principios era el uso de la fuerza». Parece olvidar Thomas que todos los partidos anarquistas, socialistas y comunistas incluían en sus programas el uso de la violencia revolucionaria. ¿No incitaba ello a que fueran los propios derechistas quienes utilizasen la violencia contra la izquierda?

{15} Por ejemplo, V. I. Lenin afirma en Lucha sindical y lucha política. Anteo, Buenos Aires 1973, págs. 38-39 que los obreros desorganizados tienden a la anarquía, por lo que es necesaria la existencia de una élite de revolucionarios, el partido, como vanguardia de clase, que organice la revolución: «¿Cómo llegan los obreros a la comprensión de todo esto? La adquieren constantemente a cada paso de la misma lucha que ya han iniciado contra los fabricantes y que se desarrolla cada vez más, se torna más áspera e incorpora a un número creciente de obreros, a medida en que la hostilidad de los obreros contra el capital se traducía solamente en un vago sentimiento de odio contra sus explotadores, en una noción confusa de la opresión de que eran objeto y de su esclavitud y en el deseo de vengarse de los capitalistas. La lucha se expresaba entonces en levantamientos aislados de los obreros, durante los cuales destruían los edificios, rompían las máquinas, apaleaban a los directores de las fábricas, &c.». Sobre el tema de la vanguardia de la clase obrera, véase también, dentro de la misma obra, «¿Qué hacer? Problemas candentes de nuestro movimiento», págs. 82-191.

{16} Ver S. Giner, Sociología. Península, Barcelona 1971, págs. 214-218.

{17} S. Giner, op. cit., pág. 217.

{18} Para más detalles sería necesario consultar el ya citado Diccionario filosófico de Pelayo García Sierra, en concreto, los términos: Imperialismo (depredador y generador); aislacionismo y ejemplarismo; España como imperialismo generador y como problema filosófico; Capas del cuerpo de la sociedad política: conjuntiva, basal y cortical; ramas y capas del poder político.

{19} Tal y como manifiesta el historiador argentino Ricardo Levene, Las indias no eran colonias. Espasa Calpe, Madrid 1973, pág. 140.

{20} Como afirma lúcidamente Gustavo Bueno: «La abstracción inherente a la nueva Idea de la Nación política es la que hará imposible que ella, sin perjuicio del núcleo de racionalidad contenido en su proyecto político, pueda mantenerse y subsistir realmente en su mismo aislamiento. Necesita, por de pronto, y de modo perentorio, liquidar los imperios que la envuelven de modo amenazador. Pero no para aniquilarlos cuanto para transformarlos en otras naciones homólogas, a fin de constituir más tarde esa "sociedad de Naciones" que cada nación requiere». «En torno al concepto de "izquierda política"», art. cit., pág. 21.

{21} Todo ello contradice expresamente las tesis que defiende José María Laso en su artículo «La Idea de España en el contexto de la Guerra Civil», en El Basilisco, 26 (2ª época) (1999); págs. 51-58.

{22} Pío Moa, «Conveniencia de un rebautismo», en Libertad Digital, 23/02/2001

{23} «USA no es tan fuerte», Libertad Digital, 17/10/2002.

{24} Alberto Hidalgo, curiosamente, se alía con la tendencia federalista del PSOE al afirmar que los homenajes a la bandera, sumados a la ilegalización de Batasuna, son un claro aviso de una intervención militar en Vasconia, al menos desde la perspectiva emic de los nacionalistas. Se le olvidó añadir que desde la perspectiva etic tales visiones son enfermizas y emparentadas, curiosamente, con el progresismo y la izquierda. Véase «Salir del lodazar», de la sección «El Prisma Crítico», en el periódico El Comercio, 12 de octubre de 2002.

 

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