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El Catoblepas
  El Catoblepasnúmero 10 • diciembre 2002 • página 3
Guía de Perplejos

Vida de Jesús

Alfonso Fernández Tresguerres

Breve recordatorio de los misterios y oscuridades
que rodean la figura histórica de Jesús

1

¿ Jesús ?¿ Jesús ?¿ Jesús ?¿ Jesús ?

Mucho se ha hablado (y se continúa hablando) acerca de si Jesús tuvo o no hermanos, pero no es fácil determinar si tuvo hermanos alguien que no se sabe exactamente quién fue. Los datos históricos que sobre él conocemos son, en efecto, muy escasos. No sabemos con certeza prácticamente nada de su vida: ni siquiera las fechas precisas de su nacimiento y de su muerte. No debe, pues, extrañarnos que Strauss propusiera una interpretación simbólica, más que histórica, de Jesús.

Las noticias que sobre él nos proporcionan los historiadores antiguos son escasísimas, por no decir nulas. El historiador judío Flavio Josefo sólo hace, en su celebrada obra, una breve referencia a Jesús (e incluso se sospecha que ese pasaje fue añadido mucho después); y eso que su padre (el de Josefo) tuvo que ser testigo de todos los milagros del Maestro. Mas en vano buscaremos en la crónica del historiador judío la menor alusión al decreto de Herodes, a los magos o a la estrella que los guió (andando el tiempo, Francisco Suárez se preguntará qué pasó con el oro de aquellos); nada tampoco del oscurecimiento del cielo el día de su muerte y ni una palabra sobre su resurrección. En los historiadores romanos son nulas, asimismo, las referencias a tales acontecimientos, y eso que resulta fácil comprender lo verdaderamente prodigiosos que habrían sido aquellos sucesos acaecidos durante el reinado de Tiberio. Tácito, Suetonio o Plinio no dan sino algunas informaciones vagas y breves, y ello para decir simplemente que era común la creencia de que Jesús había sido un personaje histórico. Tácito, por ejemplo, habla de un Cristo ajusticiado en tiempos de Tiberio, y se refiere a las circunstancias que rodearon su muerte como un conjunto de supercherías que acabaron por llegar a Roma. Los famosos Rollos de Qumram no dicen ni una sola palabra de Jesús. Y el Talmud poca cosa: simplemente que era de Nazaret. Tal parece, como escribiera Voltaire, que: «Dios no quiso que estos acontecimientos divinos los escribieran manos profanas (que) Dios quiso envolver con una nube respetable y oscura su nacimiento, su vida y su muerte».

En cuanto a los testimonios propiamente cristianos, hay que decir que son muy tardíos: las Cartas de San Pablo se fechan después del año 50, y los Evangelios aun son posteriores, aproximadamente de finales de siglo. Por lo demás, estos testimonios cristianos están escritos, en su mayor parte, por gente que no conoció a Jesús. Así, de los tres evangelios sinópticos el primero es el de Marcos, que ni fue apóstol ni trató al Maestro, y que seguramente se limita a contar cosas oídas a Pedro. Por su parte, Mateo y Lucas parecen seguir a Marcos, y en cuanto a Juan ni siquiera se sabe quién pudo haber sido. San Epifanio, por ejemplo, no reconoció tal evangelio (lo cual, a lo que se ve, no constituyó un obstáculo para que llegara a ser santo).

Los evangelios no fueron admitidos ni declarados como canónicos hasta Nicea (325), y de hecho, hasta San Ireneo ningún Padre de la Iglesia cita ningún párrafo de ellos. Es lamentable pensar que algún pobre mártir murió defendiendo los evangelios apócrifos. Tampoco es fácil entender por qué Dios permitió que se escribieran cincuenta evangelios falsos: es como si después de sacrificar a su Hijo decidiera entorpecer su obra.

Todo esto nos lleva a una conclusión sorprendente, y es que los apóstoles no parece que escribieran mucho de Jesús; en consecuencia, o no sabían escribir o consideraron irrelevantes los prodigios que presenciaron (recuérdese que las Epístolas de Pedro y Santiago son dudosas).

Por lo demás, tampoco se entiende el hecho de que los evangelios presenten múltiples contradicciones entre ellos: a propósito de la resurrección, de la virginidad de María o de la misma genealogía de Cristo, quien, por cierto, si no era hijo de José, sino (como a veces se ha dicho) del soldado romano Pantira, no podía descender de David. Sorprendente resulta asimismo el hecho de que, si hacemos caso a los evangelios canónicos, Cristo no reveló ninguno de los grandes misterios asociados a su figura: ni sacramentos, ni virginidad de María, ni Santísima Trinidad, ni siquiera su consustancialidad con el Padre, lo que sin duda hubiera evitado una ingente cantidad de discusiones y herejías (arrianismo, adopcionismo, nestorianismo).

Así las cosas, no es extraño que muchas veces Jesús haya sido considerado por algunos como un personaje simplemente mítico. Mas prosigamos nuestra reflexión admitiendo que, en efecto, Jesús haya existido y preguntémonos ahora quién o qué pudo haber sido.

2

Por principio, yo no puedo admitir que Jesús fuese Dios ni Hijo de Dios: si niego la existencia de Dios, difícilmente puedo aceptar que haya tenido hijos. Resulta, en cambio, sugerente suponer que fue alguien que se creyó el Mesías, o fue visto y se dejó ver como tal.

Tal como ha observado Max Weber, todo el comportamiento de los antiguos judíos estaba determinado por la esperanza de que habría una futura revolución social y política, conducida por Dios, pero a través de un Mesías, término hebreo que parece corresponder al griego Cristo: el ungido, el libertador. Dicho término se asoció posteriormente al nombre de Jesús: Jesucristo. Tal asociación es el kerigma: Jesús es el Cristo.

Que Jesucristo fuera, además, Dios, no resultó ni mucho menos evidente desde el principio. Así, ni Eusebio de Cesarea, ni Justino ni Tertuliano parecen considerar que lo sea. Se tardaría unos tres siglos, aproximadamente, en formar la apoteosis de Jesús, quien en un principio fue visto como un individuo inspirado por Dios; más tarde como un ser perfecto, por encima de los mismos ángeles, y sólo desde Nicea consustancial con el Padre.

Es posible, por tanto, que haya existido un mesianista con tal nombre (Jesús) que anunciase la inminente instauración en Israel del reino de Dios. Un reino, pues, de este mundo y de un pueblo concreto (lo del reino de otro mundo y el carácter católico o universal de la misión de Cristo, son pura invención, la última de ellas obra de la Iglesia). La confirmación de ello podemos hallarla en los evangelios apócrifos, en los que se puede comprobar cómo la doctrina de salvación era sólo para los elegidos, al tiempo que se profesaba un profundo odio a los romanos, de una forma no muy alejada a la de los zelotas. Eso de amar a los enemigos vuelve a ser una pura y simple invención. Es precisamente ese odio, y algunas actitudes violentas de Jesús, lo que hace que sea visto por el Sanedrín como un mesianista revolucionario. Por el contrario, para las multitudes Jesús no era suficientemente violento, y se les hacía muy difícil conciliar la idea que tenían del Mesías con la debilidad del hijo de María. El resultado fue que acabó siendo abandonado y acaso vendido por quienes habían sido sus seguidores (Judas, pero seguramente no sólo Judas). El desenlace lo conocemos: la condena a muerte y crucifixión. Y el desengaño en sus discípulos y en quienes creían en él. En el evangelio de Lucas se nos cuenta que, después de la crucifixión, un discípulo exclamó: «Esperábamos que fuera el liberador de Israel».

Y ahora viene la clave del cristianismo: la Resurrección. La muerte de Jesús suponía la consolidación y la confirmación del fracaso definitivo: Jesús no era el Mesías. No queda, pues, más remedio que cambiar todo el plan: Jesús ha resucitado, triunfando así sobre la muerte. La suya no prueba el poder de sus enemigos y la ausencia del suyo propio, porque su muerte fue libremente querida y asumida, conocida por él desde el principio: su muerte fue, en suma, una Expiación. Se configura de este modo la idea de Redención, y para plasmarla se acude a Isaías (40-55), quien, como señala Max Weber, se hace eco de un mito muy frecuente en muchas religiones: el del siervo del Señor que sufre y muere voluntariamente, sin culpa alguna, asumiendo el papel de víctima propiciatoria. Todo ello se complementa con el aplazamiento de la instauración del reino de Dios; un aplazamiento sine die, hasta la parusía o segunda venida (esta vez gloriosa) de Cristo.

Tal es la fabulación que comienza en el evangelio de Marcos y que continuará la Iglesia. Como señala Loysi en expresión tan rotunda como repetida: «Esperaban el reino y vino la Iglesia».

En los lejanos tiempos en que me preparaban para hacer la Primera Comunión, pensaba yo, con ingenuidad infantil, desconocedora de los caminos inescrutables del Señor, que para ser todo esto verdad, no eran pequeñas las complicaciones en las que se había visto enredado, él solito, un ser todopoderoso y omnisciente. Primero crea a Adán y Eva sabiendo que iban a pecar, y cuando lo hacen, los expulsa del Paraíso y los condena a una vida de sufrimiento al que sólo la muerte pondrá fin. No contento con eso, hace extensivo el castigo a todos los hijos de Eva, que no tenían ninguna culpa. Después se apiada, pero en lugar de perdonarlos y volverlos al Cielo, envía a su hijo (que tampoco tenía ninguna culpa) para que muera por ellos, expiando el pecado de aquellos, no se sabe por qué ni ante quién (seguramente ante su Padre, quien para perdonar a los hombres no se le ocurre otra cosa que sacrificar a su hijo). Pero antes de morir, el hijo tiene que anunciar el reino de Dios, pero no se entera nadie, porque, al parecer, él es incapaz de hacerse entender: se muere sin que nadie sepa con claridad quién es ni ha qué ha venido. Y ahora seguimos esperando que vuelva otra vez, aunque no sepamos cuándo ni a qué. Sin duda, yo era un niño tan tonto como perverso.

3

Existe otra posible imagen de Jesús: la de un Jesús mago o hechicero (hay pruebas de que así fue visto por algunos); imagen no necesariamente incompatible con la anterior, es decir, que podría tratarse de un mago que se creyó o fue visto y se dejó ver como Mesías.

Tal es, por ejemplo, la opinión de Celso, quien, por cierto, considera a los primeros cristianos como ateos, dado que no reconocían los dioses del Imperio. Luciano y Porfirio considerarán al cristianismo, además, como una mera superstición.

En un importante trabajo de investigación, la profesora Amparo Pedregal se ha ocupado de estudiar detenidamente este aspecto de la vida de Jesús, o mejor dicho, esta forma mediante la que Jesús pudo ser percibido. En efecto, tanto por su forma de vida como por su imagen externa, su aspecto, Jesús podía ser visto como un mago. Para ello cumplía, además, con dos condiciones que necesariamente había de reunir cualquier mago que se preciara, a saber: negar que lo fuera, es decir, negar que los prodigios que obraba tuviesen su origen en artes mágicas, y ser visto como divino. Es más que probable que los propios judíos lo consideraran, en efecto, como un mago, mas un mago endemoniado, que recibía su poder directamente del Diablo.

Es un hecho, además, que muchos autores cristianos hasta el siglo V están de acuerdo en que la acusación de brujería y prácticas mágicas es la más fuerte de las dirigidas contra Jesús. Y, por supuesto, no niegan las similitudes y parecidos entre él y los magos, aunque argumentan -como cabría esperar- que la gran diferencia estriba en que Jesús no es ni podría ser un mago sencillamente porque es Dios; y, por si esto fuera poco, debe recordarse que sus milagros y las maravillas que obró habían sido anunciados previamente por los profetas.

En cualquier caso, lo cierto es que existen documentos en los que Jesús aparece junto a otras fuerzas sobrenaturales convocadas frecuentemente por los magos; y, de este modo, la cruz se encuentra algunas veces asociada a otros símbolos mágicos. Incluso existen algunos documentos (hacia el siglo III) que utilizan su nombre (el de Jesús) en encantamientos dirigidos a obrar el mal.

 

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