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El Catoblepas
  El Catoblepasnúmero 9 • noviembre 2002 • página 7
La Buhardilla

Fukuyama y Huntington, en la picota

Fernando Rodríguez Genovés

¿Quién teme a Fukuyama y a Huntington? ¿Por qué sus textos, escritos desde la ciencia y la academia –y, por tanto, disputables desde un espacio de debate intelectual sereno y razonado–, han llegado a convertirse en iconos sobre los que se descargan todos los golpes de los descontentos del pensamiento único (en sentido estricto) y cargan así con las culpas de lo que pasa en el mundo?
¿Qué afirman en realidad?

1

Francisco FukuyamaNueva York el 11 de septiembre de 2001Samuel P. Huntington

En los últimos tiempos, y en especial en torno al debate intelectual sobre culturas y «civilizaciones» desencadenado tras el 11 de Septiembre, un libro de ciencia ha sido citado casi tanto como el Corán o la Biblia, a menudo con pareja disposición religiosa, en el apurado trance de encontrar una explicación al tema de nuestro tiempo. Me refiero al libro El choque de las civilizaciones (1996){1} de Samuel P. Huntington, profesor de la Universidad de Harvard. Es necesario hacer constar, desde el primer momento, que su citación lleva corrientemente a su directa desautorización, incluso antes de proceder a su comentario y análisis –y a veces a su lectura previa–, a la vez que a una especie de ejercicio de exorcismo con el que aparentemente se pretende expurgar malos presagios e inquietantes perspectivas de «nueva guerra mundial». Políticos, analistas, intelectuales, profesores y periodistas de todas las partes del mundo, o sea, los «comisarios de la cultura internacional» como los denomina Salman Rusdhie, de práctico consuno muy vehemente, y, en consecuencia, bastante revelador de un sentir iracundo o simplemente angustiado, parecen converger en un análogo dictamen: Hungtinton está en un error, la situación actual no es de choque de civilizaciones, porque no puede ni debe serlo. Así pues, no hay guerra, ni choque de ninguna clase. Simplemente, la paz es mejor, las civilizaciones deben entenderse, no luchar entre sí, ni chocar, que es cosa feísima. Y si hay conflicto, es parcial –asunto de los americanos, es su problema, siempre se la están buscando–. Además, se añade, Hungtinton es un liberal y un conservador, y con eso está prácticamente dicho todo –o eso se cree, porque tales categorías difícilmente van juntas–.

A la vista de esto, sin mayor conocimiento sereno y ponderado de sus tesis ni más miramientos, podría extenderse como una mancha la impresión según la cual Hungtinton estuviera expresando en el libro sus más profundos deseos, y que, en el fondo, no se trata más que de un fanático sanguinario que anhela arrastrar a la humanidad a una nueva conflagración mundial, un irresponsable, al que hay que hacer callar, denunciar, deconstruir, «desmontar»{2}, hacer que se baje del burro...

Los principales sacrificados –cabezas de turco, o mejor, de anglosajón– en la batalla de las ideas presente están, pues, identificados. Primero fue Francis Fukuyama y su «fin de la historia», luego, S. P. Hungtinton y su choque de civilizaciones –y a continuación, acaso vendría Giovanni Sartori y su reflexión sobre los límites del multiculturalismo, sobre las graves consecuencias de determinada caracterización o idea de lo que significa la sociedad multiétnica{3}; después de ellos, ya veremos–.

¿Quiénes son estos señores? Fukuyama es analista político y escritor, pero, más que lo que es en la actualidad, importa lo que ha sido, a saber: funcionario del Departamento de Estado de los Estados Unidos de América. Hungtinton, por su parte, es profesor de Harvard, y conservador, pero ha sido asesor en asuntos exteriores en varias administraciones norteamericanas (Sartori, por su parte, es profesor italiano, pero ha enseñado en la Universidad de Nueva York, y, en fin, como los anteriores, no es más que un sospechoso liberal). De modo que, con tales credenciales, ¿qué cosa positiva puede esperarse de ellos?

Es revelante reparar en la circunstancia de que esta línea de crítica, o simple descalificación, provenga casi exclusivamente de Occidente, o al menos de su sección más cansada, más culpabilizada, más descontenta, más dogmática y sectaria, más rencorosa, en definitiva, de la intelectualidad antiamericana als beruf, la más activista, o sea, la renovada asociación internacional de propagandistas. Porque se da el caso de que en el activismo que se lleva a cabo en otras partes del planeta, en especial en el Próximo y Medio Oriente, desde las crónicas islámicas, en su inmensa mayoría, los publicistas no se andan con tantas contemplaciones, ni con tales sutilezas metafísicas, ni con refinadas desavenencias académicas, ni siquiera sus versos satánicos se salen del guión, insistiendo en lo de siempre: Occidente es el «maligno» (o, cuando menos, malo, y, aun más, malvado) y la yihad está declarada y escrita por mano de santo, no de catedrático o escritor, de hereje o infiel, quienes no dicen más que palabras tontas y blasfemas. Además –dicen–con ésos no se discute ni cabe refutarles, que lo hagan «los suyos», que «inventen ellos» sus pretextos, que aquí basta con un Texto, con el Libro.

Con todo –y para recuperar la línea de nuestro argumento anterior– si desde un mismo frente islámico, interior y exterior, se marcan las distancias entre «ellos» y «nosotros», los «fieles» y los «infieles», se habla de yihad, se odia la modernidad, se alimenta el choque de civilizaciones, se aviva el fuego, se desprecian los derechos y deberes democráticos, entonces, digo, resulta irónico que se cargue sobre las anchas espaldas platónicas de intelectuales occidentales, como Fukuyama y Huntington –Sartori et alii–, la responsabilidad de convocar arcanos y fantasmas, cuando, en realidad, su labor intelectual se limita a ofrecer estudios y esbozar hipótesis de trabajo, acertados o no, correctos o no; la discusión teórica y la experiencia práctica lo dirán: he aquí la base y los supuestos de la racionalidad occidental, durante tantos siglos articulada y practicada en nuestros confines y fuera de ellos. ¿Se debe elegir, a la hora de comprender lo que nos pasa, entre un choque de civilizaciones o el fin de la civilización?

Pero, no empecemos por el final. ¿Nos hallamos ante el fin de la historia?

2

Una circunstancia que hace muy sospechosa, o simplemente turbia, la contumaz persistencia en anatemizar las tesis de Fukuyama y Huntington se pone de manifiesto, se delata, en el instante en que son repudiadas al mismo tiempo, al unísono, los dos por uno, cuando en realidad, si se les lee y entiende, se descubre con suma facilidad que sostienen planteamientos distintos, incluso contrarios. Pero hay más: aun tratándose en ambos casos de análisis sobrios y serios, no carentes de interés ni despreciables, productos de personas intelectualmente competentes, cuesta creer que hayan concitado tantísima atención, al tiempo que similar reacción contraria, cuando en realidad no ofrecen en sus trabajos descubrimientos extraordinarios ni revelaciones o aportaciones que se puedan calificar de sorprendentes, de geniales, de revolucionarias... A mi juicio, bastantes tesis de las defendidas por Fukuyama y Huntington no sólo no son originales, sino que de facto no sobrepasan el estatuto de obvias. Otras, en cambio –¡no faltaría más!–, sí son controvertibles. Dicho esto, lo que verdaderamente sorprende no es la constatación de esta disparidad valorativa, indispensable en cualquier trabajo filosófico, histórico o político, sino el que habitualmente se tomen las obvias por controvertibles y las controvertibles por obvias.

3

El ya clásico ensayo de Fukuyama fue escrito nada menos que en 1989, y desde entonces se ha convertido en uno de los más mencionados y señalados con el dedo en los últimos tiempos, a veces de manera casi omnipresente, hasta el punto de llegar a pensarse que acaso haya sido tan profusamente convocado más por la contumacia de sus acusadores que por la referencia preferente de sus defensores. Sus libros posteriores, independientemente de su potencial interés, han sido –y son– de manera sistemática e inmisericorde menospreciados por parte de aquellos que integran irremisiblemente la nómina de sus fieles rastreadores en las revistas de libros o suplementos culturales: los reseñan para zaherirlos sin más estos inspectores de la inteligencia, estos vigilantes de la arena política, estos perseguidores de la heterodoxia, estos comisarios del «pensamiento único» (en sentido estricto).

Sea como fuere, todo el escándalo comenzó por un malentendido, derivado en primera instancia de su mismo título, ¿El fin de la historia?{4} Aunque este rótulo impactante le ha reportado al menos celebridad y fortuna al autor, casi siempre se cita incorrectamente –los interrogantes son corrientemente despejados, omitidos–, y se hace una traslación ambigua al español del término inglés «end» que confunde las expresiones «final» y «fin», cuando las diferencias son grandísimas–, y con tan mala suerte que deslumbrados por su brillo, los que lo mencionan –e insultan– casi nunca han reparado en el contenido del texto.

El concepto «the end of history» («fin-final de la historia») no es nuevo, según reconoce Fukuyama al comienzo del ensayo, ya que se trata de una expresión clásica que remite directamente a la interpretación de la filosofía de la historia propuesta por Hegel y Marx. Para ambos teóricos alemanes, la historia se entiende en términos de proceso dialéctico, un curso del tiempo impulsado por leyes deterministas que atraviesa unos estadios perfectamente comprensibles, incluso previsibles, los cuales se consuman en uno postrero (determinación del ciclo que conduciría a su terminación), y cuya culminación otorga pleno sentido y realidad al desarrollo mismo de los acontecimientos. La historia, a través de sus fases o estadios, sucede y se sucede, pues, según una lógica de progreso, que, siguiendo el viejo patrón de la teleología aristotélica (se asemejan sólo en esto) y una vez alcanzado su fin, cesa en su movimiento de perfección para disfrutar del reposo. Éste es el fin y la meta de la historia, que su objetivo se resuelva en la norma, que la historia se normalice..., lo cual no implica su paralización ni su muerte o defunción, es decir, su término, su finalización. El fin es el télos, el resultado, la salida, más eventum que extremum. Por decirlo aún de otro modo: la historia sigue el rumbo, pero ya ha encontrado su rumbo.

He aquí la conclusión: la historia transcurre por el camino de la libertad. Hegel la identificó con la Razón, encarnada en el Estado prusiano, y Marx, en el comunismo. Fukuyama, sumándose al modelo interpretativo, afirma que, tras la caída del muro de Berlín, la derrota del nazismo y los fascismos y la implosión del socialismo real, el «fin de la historia» está representado históricamente, progresivamente, por la democracia liberal, no contándose de facto con alternativas plausibles que la impugnen ni la combatan racionalmente. El modelo superviviente que puede conducir a la humanidad hacia la paz, la justicia y el bienestar sería, entonces, el modelo democrático liberal.

Se trata de un modelo impuesto por la fuerza de los hechos, la voluntad de los individuos y el devenir histórico, aunque desgraciadamente no de forma generalizada –pues sigue siendo una realidad todavía precaria, minoritaria en cuanto a número de naciones y pueblos que disfrutan de él– ni en franca franquía, sino hostigado por sus principales enemigos: los nacionalismos y los integrismos religiosos, rotundamente identificados como los efectivos rivales de la democracia liberal, de su presente y su futuro.{5} La inferioridad ética y política de aquellos tipos es manifiesta frente a este modelo, por encarnar construcciones sociales y económicas anacrónicas, residuales y reactivas. Sencillamente no tienen parangón con las virtudes y virtualidades de la democracia liberal, ni resisten la menor comparación racional, ni aceptan juiciosamente ningún tipo de equiparación igualitarista, propio de posmodernismos averiados y multiculturalismos accidentados. Aunque ofrezcan la apariencia de ser patrones muy resistentes y sólidos, muy cálidos, la cruda realidad los destapa como lo que son: beligerantes e intolerantes, pugnaces y violentos, expansionistas e intransigentes, irracionales y fanáticos. Tanto lo son, concluye Fukuyama, que todavía pueden dar mucha guerra...

La democracia liberal, el capitalismo y la modernidad, prosigue Fukuyama, se han aunado y aupado para ofrecer el único camino viable, el mejor de los posibles en el momento presente, de cara al futuro de la humanidad y de la civilización, vía de progreso al que es previsible y deseable que se vayan uniendo los países del mundo que todavía no disfrutan de sus ventajas y privilegios. Se trata, por tanto, de un régimen de vida y de gobierno que vale la pena mantener y aun extender. Resultaría banal añadir que se trata de un modelo que soporta problemas y eventuales perversiones, que necesita de correcciones en su desarrollo y aplicación, porque es cosa obvia. Mas lo realmente chocante es que la aceptación de semejante obviedad sea excusa para que los sectarios y dogmáticos lo celebren ruidosamente como expresión de su «decadencia» y «degeneración», pues ellos defienden como recambio la Utopía, el Estado perfecto, el Mundo Feliz..., con lo cual, al no ofrecer alternativas plausibles y sostenibles (en sentido estricto), no hacen más que... incordiar, molestar, derribar, desmantelar, desarmar, abatir, no ofrecen nada más que el No, la Nada, el Nihilismo.{6}

No se impone, pues, una confrontación ideológica ni un debate sobre principios absolutos en torno a la tesis fuerte de Fukuyama. Y si se imponen, será por parte de los que, a falta de razones, exhiben sólo la fuerza, residual y fragmentada, pero fuerza al cabo que alienta el ruido y la furia. Lo que parece hoy más necesario que nunca, en estos tiempos de incertidumbre, en este tiempo de vesania, es sostener las ideas con voluntad racional, o, más simplemente, con buena voluntad. Como decía Kant acerca de la Ilustración (entendida como la liberación del hombre de su culpable incapacidad), la emancipación plena de la humanidad no depende tanto de la oportunidad histórica ni de la imposibilidad práctica cuanto de la decisión y del valor que se pone para conseguirlas: «¡Sapere aude! ¡Ten el valor de servirte de tu propia razón!: he aquí el lema de la Ilustración». De modo similar a este dictamen, es legítimo afirmar hoy que la ventaja y el privilegio de la modernidad y sus valores no pertenecen a un orden exclusivo de cultura, casta, honor, religión o situación geográfica, sino de decisión política y coraje moral con los que sumarse a un programa real y universal de emancipación.

No puede cabalmente condenarse el disfrute privilegiado de los hombres de los valores de la modernidad en las sociedades occidentales modernas y al mismo tiempo exhibir una actitud de rechazo y repudio hacia ellos y ellas –y mucho menos servirse del privilegio de su amparo para atacarlos–, bajo el pretexto de que la vigencia de lo moderno acarrea la desgracia a sus beneficiarios, mientras condena a la marginación a los que se sienten libres de su yugo... Esto es algo más grave que un mero acto de cinismo o una reacción producto del resentimiento: es una exhibición de nihilismo, en cuya elección irracional no sólo se castigan a sí mismos los que tal cosa sostienen, y a las generaciones presentes, sino que además sancionan con su actitud a las generaciones venideras a perpetuarse en el desalentado estatuto de lo antiguo. Y no se diga que son otros (los de siempre...) los culpables de su sino. Los verdaderos culpables de su incapacidad y estancamiento son los que se conducen de modo tan insensato.

No pocos neohegelianos y neomarxistas – al menos, los que se olvidan de Kojève, o lo rebajan, los que están en un constante estado de aggiornamento, que no impide, sin embargo, su acartonamiento ni su cortedad– se han escandalizado por el atrevimiento de Fukuyama de llevar hasta sus últimas consecuencias las tesis, antítesis y síntesis hegelianas y marxianas, tal vez por la sola razón de que no les conducían hacia donde ellos querían, o quizá porque siguen sujetos a rigorismos ideológicos y a rígidas disciplinas en las costumbres, una de las cuales consiste en matar al mensajero cuando las noticias que trae no son del agrado del destinatario.

¿Qué significa esto? Esto no es, desde luego, el fin de la historia, sino la historia de nunca acabar.

4

Como Fukuyama, Huntington cree abiertamente en la superioridad económica, ética y política de la democracia liberal en el escenario mundial, si bien no participa del optimismo de su colega acerca del curso de los acontecimientos históricos a la vista de la actual situación mundial. Huntington opina que las resistencias contra el modelo de Occidente no son circunstanciales, sino estructurales. De los conflictos del pasado, básicamente de naturaleza económica o ideológica –guerras en el siglo XX–, se ha llegado a una situación reconocible por el hecho de que el mundo exterioriza cada día más profundas divisiones de naturaleza cultural entre civilizaciones, disociaciones que en lugar de armonizarse en un modelo universal, conducirán, según su análisis, a un fatídico choque multilateral.

Aunque no se deja seducir tanto como Fukuyama por los postulados deterministas históricos, de las palabras de Huntington se deduce un vaticinio conclusivo (aquí sí parece percibirse un final más que un fin o finalidad), desde luego bastante inquietante: «La última fase en la evolución del conflicto en el mundo moderno estará caracterizada por la confrontación entre civilizaciones»{7}, escribe Huntington en los primeros párrafos de su famoso artículo, ¿Choque de civilizaciones?

¿A qué viene tamaño diagnóstico sombrío? No tengo razones para vislumbrar en la posición del apacible profesor de Harvard la existencia, tácita o palmaria, de un programa de acción directa, de un complot diabólico, o, sencillamente, el perverso deseo de provocar un cataclismo total en el planeta. Sus estudios no contienen propuestas ni amenazas, ni profecías, ni siquiera predicciones definitivas, categorías éstas que se nos antojarían intelectualmente inconvenientes en el seno de las ciencias sociales. Huntington sopesa los datos que recaba, extrae conclusiones y evalúa sus consecuencias prácticas que marcan indicios y pistas acerca del rumbo de los acontecimientos futuros. ¿Por qué cree que las civilizaciones no llegarán a entenderse y chocarán entre sí?

Resumamos las principales razones que aduce en su argumento y añadámosles, por nuestra cuenta, un breve comentario.

Primero, frente a las diferencias económicas e ideológicas entre las naciones, que son transitorias, las culturales son instancias categoriales básicas y de más largo recorrido, principalmente cuando se refieren a los fundamentos religiosos: François Mauriac ya había vaticinado que el siglo XXI sería religioso, o no sería.

Segundo, el mundo se está haciendo cada día más pequeño, los contactos entre personas de distintas civilizaciones más próximos (lo que no significa más estrechos) y mayor el riesgo de fricciones: los ataques terroristas del 11 de septiembre fueron preparados dentro de EEUU y ejecutados con aviones civiles de compañías aéreas nacionales.

Tercero, los fundamentalismos, sobre todo religiosos, experimentan un peligroso e imparable auge: ya Gilles Kepel anunció a principios de los años noventa del siglo pasado «la revanche de Dieu».

Cuarto, se observa por doquier un proceso de des-occidentalización y una indigenización de las élites de los países no occidentales: los movimientos llamados «antiglobalización» y la mayor parte de las ONG del planeta participan de ambos rasgos, incluso en las sociedades denominadas «desarrolladas», al tiempo que preconizan una política de la identidad basada en el «localismo», el «etnicismo» y el «nativismo», lo cual produce una consecuencia de efecto notable, como es que los grupos activistas de países «tercermundistas» se inclinen todavía más hacia el «tercermundismo», mientras los de los países «desarrollados», desde la solidaridad y la simpatía, proponen seguir sus pasos, o sea, ir hacia atrás.

Quinto, las características culturales actuales tienden a una idea de cultura más estática que dinámica: Alain Finkielkraut previno hace casi quince años de la «derrota del pensamiento»{8} a manos del culturalismo; hoy la amenaza no es menor, sino mayor y múltiple.

Sexto, el avance de la globalización económica se verá muy mediatizado por el ascenso de los «regionalismos económicos» que refuerzan la conciencia de las civilizaciones con intereses opuestos: la Unión Europea, sin ir más lejos, es concebida abiertamente en sus grandes líneas programáticas por algunos grupos políticos y sociales, y hasta por no pocos Gobiernos del Viejo Continente, como un proyecto de guerra política y comercial contra Estados Unidos de América, que a su vez promueve la NAFTA y otros tratados panamericanos de amplias perspectivas.

Ciertamente, si las observamos con atención y sin prejuicios, no parecen caprichosas o arbitrarias las cavilaciones de Huntington, ni merecen ser despreciadas. Una innegable aglomeración de hechos presentes hablan en su favor. Sin embargo, diré que el argumento central de su planteamiento no me parece correcto. Y sostengo tal aseveración por una razón básica y fundamental que probablemente sorprenda a muchos de sus dogmáticos detractores. Es ésta: no puede hablarse con precisión de enfrentamiento entre civilizaciones porque en puridad no hay en el mundo más que una civilización –como no hay más que una humanidad– y porque el conflicto crucial, hoy más que nunca, es entre civilización y barbarie.

En rigor, para consignar y reconocer la variabilidad humana, no puede hablarse propiamente de civilizaciones –en plural– sino de culturas. No hay más que una civilización: la «civilización universal», expresión que emplea habitualmente V. S. Naipaul, entre otros, sin ningún embarazo y sin que pase nada malo. De esta forma, no es casual que el punto débil de las tesis de Huntington se halle en su confusa caracterización del propio término de civilización:

una civilización –afirma– es el agrupamiento cultural humano más elevado y el grado más amplio de identidad cultural que tienen las personas, si dejamos aparte lo que distingue a los seres humanos de otras especies. Se define por elementos objetivos comunes, tales como la lengua, historia, religión, costumbres, instituciones, y por la autoidentificación subjetiva de la gente.{9}

Los elementos «objetivos» comunes de un agrupamiento humano componen lo que conocemos por «cultura», de modo que su solapamiento con el término «civilización» sólo crea confusión. Por otra parte, fijar como criterio caracterizador de una civilización la «autoidentificación subjetiva de la gente» es un recurso tan sugestivo como escurridizo, siempre vago y difícil de precisar. Por varios motivos: primero, porque los individuos pueden poseer, y de hecho poseen, múltiples identidades dentro de una misma cultura, al menos tal y como se expresan en la democracia liberal, e incluso adoptan pautas de conducta interculturales; segundo, porque tales civilizaciones/culturas no son homogéneas entre sí, sino que en su seno, pueden producirse, y de hecho se producen, notables fisuras.

No es de extrañar, en consecuencia, que el listado de civilizaciones que despliega haya convencido a pocos, a pesar de lo que se diga y crea:

La identidad de civilización va a ir adquiriendo una importancia cada vez mayor en el futuro, y el mundo se irá configurando en amplia medida por las interacciones de siete u ocho principales civilizaciones. Entre éstas se cuentan la occidental, la confuciana, la japonesa, la islámica, la hindú, la eslava-ortodoxa, la latinoamericana y posiblemente la africana.{10}

La noción de civilización fue concebida por los ilustrados franceses del siglo XVIII como una luminosa y singular noción a la que se opone otra singularidad oscura y siniestra, la barbarie. A partir del siglo XIX, se abandona o retrocede esta concepción universalizadora, normativa y definidora de la civilización como ideal de la humanidad para dar paso a una noción descriptiva de la misma –de orientación germánica, la Kultur–, que acabará en un uso del término mucho más largo, pero al mismo tiempo más restrictivo, tanto que se romperá en una multiplicidad de significados y, por ende, en una confrontación teórica sobre los modelos de civilización y su número –que si siete, que si ocho, que si once...–, con tan mal hado, por lo que se ve, que no acabando la cosa en las diferencias teóricas, desembocaría en un efectivo choque práctico entre ellas.

La fragmentación y la división de la civilización en «civilizaciones» –el fenómeno de que le hayan salido tantos descendientes o parientes que lleguen a exigir reglas de paridad y equivalencia– han venido motivadas no tanto por la presión de las culturas no occidentales cuanto por la escrupulosidad y complejo de culpabilidad de una muchedumbre de intelectuales occidentales, muchos de los cuales, acomplejados por el valor del término Culturas –que ellos en gran medida han exaltado desde el particularismo que soporta–, miran de granjearse el de Civilización –que en el fondo desprecian por el universalismo que contiene–, acaso para arruinarlo también.

Como ocurre con otros casos semejantes, los mayores brotes de revisión crítica y de sana competencia frente a los valores de Occidente provienen de su propio ámbito cultural. Lo cual, todo sea dicho, no cabe lamentar, pues dice mucho acerca de la vigencia y fortaleza de tales categorías (crítica y competencia) en la esfera occidental, de su dinamismo y vitalidad, que no siempre tienen la correspondiente réplica o seguimiento en las otras culturas que se dice defender y aun engrandecer (sin salir de casa). Asimismo, este hecho de autocrítica informa de la presencia de una cultura, la occidental, interesada desde su nacimiento por las otras culturas, un interés éste, añadamos, generalmente poco correspondido.

Y es que lo que parece claro, para quien quiere entenderlo, es que existe una cultura de la crítica y de la competencia, del conocimiento y del intercambio, del pacto y la negociación, y una subcultura del odio y del resentimiento, del fanatismo y el autismo, de la fuerza y la violencia. La primera es característica de las sociedades occidentales liberales, cuyo número es deseable que crezca, pues su cuenta no ha llegado a su fin; la segunda es más reactiva que activa, se da tanto fuera como dentro de Occidente, pero es ante todo... antioccidental, caldo de cultivo del nihilismo.

Notas

{1} El texto base sobre el que fundó Huntington su tesis acerca del choque de civilizaciones es: Samuel P. Huntington, «The Clash of Civilizations?», Foreign Affairs, vol. 72, nº 3, verano 1993, págs. 22-49. Una versión íntegra del texto traducida al castellano se publicó en ABC Cultural (suplemento del diario madrileño ABC), número 37, 2 de julio de 1993. Con posterioridad, se publicó en castellano su libro El choque de civilizaciones: y la reconfiguración del orden mundial, Paidós, Barcelona 1997. Con fecha más reciente, el volumen XX/1-2 de teorema. Revista Internacional de filosofía (Madrid 2001), en su sección Documento, ofrece una nueva traducción del célebre artículo (págs. 125-148), encabezado por una presentación de Manuel Garrido en donde inevitablemente se coteja el texto con el de Fukuyama, ya por siempre emparejados, hasta que la muerte los separe. Las citas de las que me sirvo en el presente trabajo, y mientras no se diga lo contrario, remiten a esta versión actual.

{2} Cf. Helena Bejar, «Desmontando el choque de civilizaciones», El Mundo, 24 de octubre de 2001.

{3} Giovanni Sartori, La sociedad multiétnica. Pluralismo, multiculturalismo y extranjeros, Taurus, Madrid 2001. En esta entrega de «La buhardilla» no trataré sobre este libro. Tal vez en una próxima (anuncio, no amenazo).

{4} Una traducción castellana del ensayo de Francis Fukuyama «¿El fin de la historia?», puede encontrarse en Claves de Razón Práctica, nº 1, abril, 1990. En 1992 se publica en forma de libro bajo el título, The End of History and the Last Man.

{5} Según he tenido oportunidad de mostrar aquí, habrían otros adversarios: véase «La revancha de Lenin» en El Catoblepas número 4, junio 2002. Sobre este asunto también puede consultarse, por ejemplo, mi trabajo reciente La democracia liberal y sus adversarios: los términos de un debate, en DEBATS, Institución Alfonso el Magnánimo, Valencia, nº 77, verano 2002, págs. 32-41.

{6} Para una significación puesta al día del concepto «nihilismo», véase André Glucksmann, Dostoievski en Manhattan, Taurus, Madrid 2002. Este libro, sin duda, de gran interés en su conjunto, ofrece, no obstante, algunas de las típicas y recurrentes contradicciones que suelen percibirse en muchos analistas políticos e intelectuales que abordan en el presente el tema del terrorismo: distinguen entre niveles de terror y exculpan al que goza de sus simpatías. En este caso, mientras en la primera parte de su ensayo, Glucksmann esboza una valiente y hasta conmovedora condena sin paliativos del terrorismo que castigó Manhattan el 11-S, en la segunda, al afrontar la «cuestión chechena», el filósofo francés no es que vacile o tartamudee, sino que defiende sin reservas los medios y los fines de la guerrilla independentista islamista. Por ejemplo, a propósito de la evolución que ha experimentado este «movimiento de liberación nacional», escribe: «La cólera y la desesperación pueden volver ilimitado un terrorismo preocupado hasta entonces por limitar los daños.» (pág. 158). A punto de ultimar la composición de este artículo (26/10/2002), salta una noticia de última hora que recogen los teletipos de todo el mundo desde Rusia: un comando compuesto por medio centenar de terroristas chechenos, con el cuerpo recubierto de bombas («Nada que ver con las bombas humanas que estallan en atestados autobuses de Tel Aviv», ídem), acaba de asaltar un teatro en el centro de Moscú reteniendo a más de setecientas personas y amenazando con volar el edificio, y a todos sus ocupantes dentro, si no se atiende a sus reclamaciones, que son (¿lo adivinan?): que pare la guerra (de Chechenia) y que se recupere en diálogo... Glucksmann tendrá, sin duda, alguna explicación que ofrecer al respecto, pero esta vez se lo han puesto francamente difícil.

Y es para muchos demócratas, como pertinentemente ha advertido el novelista español Antonio Muñoz Molina, «sólo es terrorismo el que a uno le toca de cerca; basta una cierta distancia para que a la palabra se le difuminen sus aristas de horror, y se convierta en otra cosa, violencia o rebeldía, por ejemplo» (Lecciones de septiembre, en el Suplemento ABC Cultural, del diario madrileño ABC, nº 554, 7 de septiembre de 2002). Muñoz Molina alude a la actitud de muchos demócratas españoles, por ejemplo, a aquellos que condenan el terrorismo de ETA, pero disculpan las intifadas palestinas y los ataques de kamikazes islamistas contra la población de Israel, porque, aclaran, no es lo mismo, no es lo mismo..., pero el sentido de sus palabras, según creo, puede generalizarse y afectar a más demócratas del mundo.

{7} S. P. Huntington, ¿Choque de civilizaciones?, loc. cit., p. 125.

{8} Cf. Alain Finkielkraut, La derrota del pensamiento, Anagrama, Barcelona 1987.

{9} S. P. Huntington, El choque de civilizaciones: y la reconfiguración del orden mundial, op. cit., pág. 48.

{10} S. P. Huntington, ¿Choque de civilizaciones?, loc. cit., pág. 127.

 

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