Nódulo materialistaSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org


 

El Catoblepas
  El Catoblepasnúmero 2 • abril 2002 • página 12
Libros

¿Laín liberal?
A los veinticinco años
de un descargo de conciencia

Jorge Lombardero Álvarez

Con ocasión de su fallecimiento, se revisa, veinticinco años después, el libro de Pedro Laín Entralgo, Descargo de conciencia (1930-1960), Barral Editores, Barcelona 1976.

Los comentarios aparecidos en la prensa española con motivo del fallecimiento de Pedro Laín Entralgo, acaecido el 5 de junio de 2001, fueron unánimes: «ha desaparecido un humanista.» También coinciden en su mayoría al pasar de puntillas por su etapa menos «humanista», cuando llegó a ser uno de los personajes más relevantes del aparato propagandístico del primer franquismo, aliado de la Alemania nazi. Así lo reconoce quien fuera su jefe en Prensa y Propaganda, Dionisio Ridruejo:

«Laín, por otra parte, se manifestó pronto como la figura de mayor peso y autoridad intelectual del equipo, o al menos, de su parte más homogénea. Aunque todavía era muy joven, su espíritu era ya muy maduro y su formación intelectual mucho más amplia y rigurosa que la de cualquiera de nosotros. Para mi –ignorante intuitivo– empezó a ser –y nunca dejó de serlo– el primero y el mejor de mis maestros, y a nadie debo tanto como a él, ya se trate de saberes concretos (sin sus explicaciones, por ejemplo, nunca me habría asomado a los secretos de la física o la biología modernas), ya se tratase de indicaciones para ordenar lo que ya sabía de modo disperso y lo que luego iría a buscar orientada y deliberadamente. Dicho de otro modo él remedió, hasta donde era posible, mi falta absoluta de disciplina universitaria y me puso ante los ojos el mapa general de la cultura. Y todo lo fue haciendo con sencillez y delicadeza extremas, por el simple procedimiento de aceptarme como interlocutor en materias en las que yo no podía ser más que doctrino. Pero ya no sobre mi sino sobre todos, Laín tuvo una influencia muy benéfica, ante todo porque inspiraba una gran confianza, a la que seguramente contribuían su esquema corporal y su carácter afable y sereno aunque no desprovisto de vehemencia. El Laín de entonces, el Laín joven, conservaba algunos rasgos e indicaciones que permitían ver al mozo aragonés, un poco campesino, aliviando el empaque de una figura más bien maciza y de un rostro pleno, de frente ancha, bastante romano. Figura y rostro que no dejaban de recordar al esquema corporal del D'Ors de La Ben Plantada. Los rasgos populares eran, sobre todo, las cejas pobladas, el cuello fuerte y unas manos expresivamente inhábiles. Era un hombre muy abierto por los ojos: unos ojos despiertos, llenos de señas íntimas, donde la afectividad estaba constantemente asomada. Se le consideraba ya el mejor conferenciante –lo ha seguido siendo– y hasta diría que sus lecciones orales eran superiores en aquellos años a sus ensayos escritos que, literariamente, se resentían un poco por exceso de concentración y sistema.»{1}

El novelista Francisco Umbral considera a Laín como referente al utilizar el término «laines» para referirse a todos los intelectuales colaboradores de la prensa falangista. Así en la Leyenda del Cesar Visionario, al relatar el traslado de los restos de José Antonio escribe: «En primera fila de la multitud están, de uniforme falangista, que la sombra hace negro, esos que Franco llama los laines: Ridruejo, Tovar, Serrano, Foxá, D'Ors, Fernández Cuesta, Saínz Rodríguez y Laín propiamente dicho, más todas las caras conocidas de los periódicos, lo que va siendo ya mitología del Nuevo Estado.»{2} Más adelante, Umbral amplía la nómina de los laines al describir una visita de estos a Franco para interceder por un comunista catalán condenado a muerte: «Los laines han venido todos: el propio Laín, Torrente, Sánchez-Mazas (ya huido de Madrid con su novela debajo del brazo), Luis Rosales, Ridruejo, Areilza, alto y de ojos claros, Eugenio Montes, regresado de Roma, perfilero e irónico, Foxá, condecorado de algo, Vivanco, triste y frailero, Sainz Rodríguez, que se les ha unido a la salida del Consejo, perdido en su gordura, su erudición y su miopía, tres envolturas que le aíslan un poco del mundo, más el bigotillo cómico como copiado de Jannigs de El Angel Azul. Y algunos más. Franco los recibe de pie y los mantiene en pie. Les da la mano uno por uno, para evitar que levanten el brazo. Les llama por el apellido y de usted, como a todo el mundo. Al Palacio Arzobispal no ha llegado el fascismo. En esta reunión parece que va a pasar todo, pero no pasa nada. Habla Laín, alto, marañoniano y cejijunto, eterno abogado de causas perdidas. Y vienen vestidos de falangistas, para molestar más, para marcar diferencias o para darse cohesión de grupo. (En cualquier caso, un error, se dice Franco).» (pág. 53).

Desde la crítica literaria, Julio Rodríguez-Puertolas reduce este grupo a los siete autores siguientes: Dionisio Ridruejo, Antonio Tovar, Pedro Laín Entralgo, Gonzalo Torrente Ballester, Luis Rosales, Luis Felipe Vivanco y Leopoldo Panero.{3}

El propio Dionisio Ridruejo como aglutinador nos explica su nacimiento: «Mi despacho se transformó más de una vez en tertulia literaria y en sala de lecturas y recitales, y añadiré que por virtud de ello, se fue transformando el vínculo funcional de los que trabajábamos en la propaganda (y de otros allegados) en un vínculo de grupo intelectual, más generacional, quizá, que ideológico. El erudito Tovar, el ensayista Laín, los universitarios Uría y Conde, los poetas que acabo de nombrar [se refiere a Rosales, Vivanco y Panero], los novelistas Zunzunegui, ya lanzado o Agustí aún en agraz, los pintores Caballero y Escassi, el escultor Aladrén, el dramaturgo Torrente Ballester y alguno más, anticipábamos ya lo que, con algunas ampliaciones constituiría el grupo de Escorial pocos años más tarde.»{4}

La juventud de Laín, hace que nos preguntemos por el desarrollo de una trayectoria intelectual y política que le permitió alcanzar una posición tan relevante (director de ediciones) en el ámbito de la cultura en la España nacional durante la guerra civil. Para obtener repuesta acudiremos al propio Laín, en concreto a su libro de memorias, Descargo de conciencia (1930-1960), la etapa menos comentada precisamente en las necrológicas que hemos visto.

Pedro Laín nació el 15 de febrero de 1908 en el pequeño pueblo del bajo Aragón, Urrea de Gaén (Teruel), donde su padre era médico rural y allí pasó su infancia. El bachillerato lo repartió entre Soria, Teruel, Zaragoza y Pamplona. Se licencia en dos carreras universitarias, ciencias químicas y medicina, iniciada la primera en Zaragoza, y terminadas las dos en Valencia. Tras realizar el servicio militar, se presentó en Madrid en octubre de 1930 para realizar los cursos de doctorado correspondientes a sus licenciaturas.

En Madrid está «mucho de lo que más íntima y vivamente le venía atrayendo, Marañón, Jiménez Díaz y ciertas vagas posibilidades para la incipiente formación psiquiátrica, por el costado médico de su carrera universitaria, Ortega y Zubiri como incentivos máximos de la vocación teorética, filosófica, que desde la adolescencia ocultamente bulle dentro de él; allí viven por añadidura, los grandes astros españoles de su primera afición a la lectura literaria, Valle-Inclán, Baroja, Azorín y Pérez de Ayala.»{5}

En cuanto a su posición política, se define por aquel entonces como joven católico que no quiere ser joven de derechas. Ante la inminente caída del general Berenguer, de la llamada Dictablanda, recuerda Laín que «todos trataban de movilizar en su favor a la opinión de la 'mayoría silenciosa'. Las derechas, con una metódica serie de mítines, invariablemente presididos por la consigna, 'Patria, Familia, Religión y Monarquía', versión atenuada y burguesa del romántico 'Dios, Patria y Rey' de los carlistas. Uno de ellos atrajo mi atención: el que en el Teatro Alcazar habían de protagonizar, cada cual con su tema, cuatro conspicuos oradores, con Angel Herrera y Ramiro de Maeztu a la cabeza.» (págs. 91-92). La impresión que le causó a Laín no pudo ser peor: «Si entré perplejo en el acto, más perplejo salí de él. Religión: como portavoz, Angel Herrera. Cuando llegué a Madrid el prestigio de Herrera era para mi grande. Tanto mayor fue mi decepción aquella mañana. Su discurso, un recuerdo de lo que social y políticamente había sido el catolicismo en nuestra historia y una postulación de lo que social y políticamente debería seguir siendo. Todo ello suelta, precisa, inteligentemente expuesto. Pero a una sociedad indiferente al cristianismo, hostil contra él o en él rutinaria, ¿no era otra la imagen que del cristianismo había que ofrecer? ¿no hubiese sido más fundamental y más urgente proponer, gritar cum ira et estudio, social e intelectualmente actualizada la virtualidad efusiva, iluminante y envolvente de aquello que otorga nervio propio a la visión cristiana de la vida, su inagotable idea del amor? Con su gran talento, con la sobria y hábil facilidad de su discurso y su dicción, Herrera me defraudó» (pág. 92). No salió mejor parado en su valoración el otro orador principal del mitin, Ramiro de Maeztu, del que dice: «Monarquía: paladín de ella, Ramiro de Maeztu. Con su voz entre cavernosa y engolada, con aquellos toques no se si de jactancia viril o de falsa modestia ('¿Yo? Un hidalgo de montaña: dos huevos y una castaña'), con sus fáciles latiguillos oratorios contra el entonces ministro de Estado ('Eran los tiempos del Duque de Alba'. Pausa. Tono confidencial. 'Ya me entendéis: del gran Duque de Alba'), la intervención de Maeztu me pareció detestable» (pág. 93).

La marcha de Alfonso XIII no le perturbó en nada, ya que según propia confesión no era monárquico. Pero lo que sí le afectó fue la quema de iglesias y conventos sucedida en Madrid el 11 de mayo de 1931: «Vi –vimos, más bien; juntos estábamos varios compañeros sobre un desmonte del tercer trozo de la Gran Vía– como ardía el convento de los jesuitas de la Calle de la Flor, y como era bien pequeño el número de personas que perpetraban la fechoría, y como los agentes del orden público contemplaban impávidos e inmóviles el suceso. No vi ningún católico militante –pocos hubiesen bastado para que todo se quedase en nada, si actuaban con verdadera resolución– tratase de impedir lo que allí estaba aconteciendo» (pág. 101), para concluir que «socialmente no podía esperarse gran cosa de una Iglesia cuyos fieles, yo entre ellos, no eran capaces de defender con pública firmeza y a tan poca costa lo que en la ciudad más propio les era, los lugares de su culto; y, por otra parte, que acaso para esa misma Iglesia fuese oportuno un serio y amplio examen de conciencia ante la conducta religiosa de su pueblo, el pueblo que durante siglos ella había educado, aunque tan 'repugnante', 'injusto' y 'miserable' fuera lo que con sus templos entonces estaba haciendo» (pág. 101).

Estos hechos desembocarían en un curioso suceso que supuso el primer contacto de Pedro Laín con el naciente nacionalsindicalismo español, que lo relata así: «Algo más vi y oí esa mañana. Como curioso de la vida entorno, yo sabía que en una de las casas de Gran Vía próximas a nuestro observatorio callejero tenía sus oficinitas La Conquista del Estado; y aún cuando nunca había entrado en ellas, me decidí a subir, para pulsar por mí mismo el estado de ánimo de las personas que allí hubiera. Con los brazos cruzados sobre el pecho, mussolinianos el gesto del rostro y la actitud del cuerpo, el propio Ramiro Ledesma Ramos se hallaba ante un ventanal, contemplando el contorno del incendio. '¿Que les parece a ustedes todo esto?', pregunté. 'A nosotros ni nos va ni nos viene. Que se defiendan ellos', respondió olímpico este segundo Ramiro. Era sincero, y como antes he dicho, no le faltaba razón. Yo volví a la calle y me reuní con mis expectantes y consternados compañeros» (pág. 102).

Cinco días más tarde, Ramiro Ledesma desarrollaba en La Conquista del Estado su posición respecto a la quema de conventos, que Laín nos anticipó al dar cuenta de su impulsiva visita: «En nuestro programa revolucionario hay la subordinación absoluta de todos los poderes al Poder del Estado. ¡Nada sobre el Estado! Por tanto, ni la Iglesia, por muy católica y romana que sea. Ahora bien; el orbe humano en que se mueven las preocupaciones de tipo religioso las creemos en todo ajenas al orbe político, y nada nos importan, una vez asegurada aquella supremacía. La tea incendiaria denuncia unos objetivos un poco anacrónicos, enderezándose a inquietudes de tipo burgués, como esa de herir el corazón mismo de la frailería. De todas formas no seremos nosotros los que neguemos cierta eficacia rotunda a las llamas purificadoras»{6}.

Por su parte Laín se irá centrando en su carrera profesional; en 1932 realiza estudios de psiquiatría en Viena y de regreso a España acepta una auxiliaría de ciencias en el recién creado Instituto Escuela de Valencia, y tras un breve paso como médico en la Mancomunidad Hidrográfica del Guadalquivir, regresa a Valencia en 1934, para incorporarse al Instituto Psiquiátrico Provincial Valenciano.

En enero de 1936, Barcia Goyanes comunica a Laín que la Junta Central Católica le había solicitado una serie de conferencias para los Cursos de Verano de Santander y le pide su colaboración. Barcia como morfólogo, se encargaría de exponer una visión formalmente antropológica del cuerpo humano, y Laín como incipiente psiquiatra trataría de ofrecer una concepción del alma humana descriptiva y dinámicamente atenida a la realización somática de su actividad. Laín se entrega a preparar este curso con gran entusiasmo, no sólo por la materia, sino también por las posibles repercusiones que para sus ambiciones profesionales pudiese tener: «Supongamos –me decía yo para mis adentros– que mi curso de Santander llega a ser todo lo que de él yo espero. Puesto que tanto viene hablándose estos últimos meses de crear el germen de una próxima Universidad Católica, ¿Quien considerará descabellada la pretensión de lograr en Madrid un puesto docente, modesto, desde luego, pero suficiente para que nosotros tres, mi mujer, mi hija y yo, podamos vivir allí? Una vez en Madrid, estudiaré Filosofía en la Facultad donde enseñan los dos maestros que ahora necesito, Ortega y Zubiri; y teniendo en cuenta que nadie en España anda seriamente el camino a la vez antropológico, filosófico y médico por el cual pienso moverme, ¿por qué no verlo como vía de acceso a una futura cátedra universitaria en la cual yo, esta intima ambición de mi vida a la cual y sólo a la cual puedo yo, pese a no ser hoy sino imaginada e ilusionante posibilidad mía, me sienta auténtica y definitivamente realizado?» (págs. 138-139). Como vemos Laín tenía diseñado todo un proyecto de carrera, que el estallido de la guerra lejos de truncar, supuso su relanzamiento llegando a alcanzar el cargo de rector de la Universidad de Madrid.

La asistencia a los mencionados cursos de verano, tuvo como consecuencia que el 18 de julio de 1936, Pedro Laín se encontrara en Santander. Por cierto que su opinión sobre éstos, en los que tanta confianza había depositado de cara a su progreso académico, no fue muy positiva: «En el elenco de profesores sobraba mediocridad derechista, permítaseme que omita nombres, y resultaba excesiva la proporción, como tutelar o paternalista, diríamos hoy de clérigos. Me pareció en fin que, salvo excepciones, no era muy alto el nivel intelectual del alumnado. Pero todas estas reservas carecen de importancia al lado de dos hechos muy conexos entre sí. Uno minúsculo, aunque para mi enojoso: que no pude dar ni una sola de las lecciones a mi cargo. Otro mayúsculo, la causa por la cual quedé yo inactivo: que como consecuencia del alzamiento militar del 18 de julio, todos nuestros cursos fueron definitivamente suspendidos el día 19» (pág. 154).

El fracaso del levantamiento militar en Santander y el deseo de Barcia y Laín de incorporarse a la zona nacional, les lleva a asistir a varios actos de la Universidad Internacional de la Magdalena; pero cuando solicitan un certificado de asistencia para poder salir de la ciudad su director, Pedro Salinas, se lo niega alegando que al no ser alumnos oficiales, deben contar con la aprobación de las autoridades del Frente Popular. Por lo que tuvieron que acudir a un doctor amigo que avaló su presencia en los servicios de la Casa de Salud Valdecilla. Las autoridades republicanas dieron por bueno el documento y salieron de Santander en el torpedero alemán Seedler el 18 de agosto en dirección a Bayona. Desde allí regresaron a España y se presentaron a las autoridades militares de Pamplona. Laín les ofrece sus servicios como médico, a lo que el comandante Berbiela le responde: «De veras le agradezco su deseo, pero aquí y en el frente ya tenemos los médicos que necesitamos. Si fuese usted cirujano. Lo mejor es que se dirija a una de las milicias, el Requeté o la Falange. Es seguro que en cualquiera de ellas podrá usted prestar sus servicios» (pág. 179).

Ahora Laín debe decidir en que organización política se incorporará a la España nacional: «¿Falange o Requeté, Requeté o Falange? En cuanto a la milicia carlista, la cuestión ni siquiera se me planteaba. Pese a su floreciente rebrote –no sólo navarro, por lo que había oído–, el carlismo sólo podía ser, a mis ojos el resto histórico y social de un pasado que nunca, ni siquiera en el nivel cronológico de ese pasado, fue verdaderamente actual; mucho menos en pleno siglo XX. Realidad humana románticamente atractiva, sin duda, y sólo valiosa, con toda su terca integridad y todo su indudable heroísmo, como materia para un relato novelesco a la manera de Baroja o a la manera de Valle-Inclán. Y en cuanto a la Falange... La verdad es que yo sabía muy poco de ella. La veía como una versión española del fascismo italiano y el nacional-socialismo alemán; y aunque la figura de José Antonio Primo de Rivera, por lo oído, más bien simpática, la organización militar de su Movimiento y su proclamación de la violencia como instrumento de la acción política no me atraían de manera especial. Como cristiano me sentía –y me siento– mucho más cerca de san Justino que de san Fernando; como ciudadano, bastante más próximo de Gandhi que de Angiolillo» (pág. 179-180).

Estas opiniones de Laín nos permiten estar de acuerdo con él en lo poco que sabía sobre Falange, pero a pesar de todo optó por entrar en ella: «Ingresé en FE de las JONS. Un Partido –así con mayúsculas, aunque oficialmente se prefiriera en sus filas la denominación de 'Movimiento'– que con el último de sus veintisiete puntos aspiraba a ordenar totalitaria e innovadoramente los destinos de España. La primera organización política a que yo pertenecía. Fui nominalmente falangista desde el día de mi inscripción en Falange, uno de la última decena de agosto de 1936; comencé a serlo real y cordialmente cuando leí y releí el folleto con tres discursos de José Antonio –en la portada, su retrato sobre una bandera roja y negra– que poco más tarde me dieron. Si lo que se decía en esos discursos cobraba realidad política y social, además de tenerla oratoria y retórica, ¿no es cierto –me decía yo a mí mismo– que los cinco grandes problemas de la vida española, el religioso, el económico, el ideológico, el cultural y el regional, quedarían satisfactoriamente resueltos?» (págs. 180-181).

Y es ahora, recién enterado de que la Falange va a resolver los problemas de España (si se aplica su programa claro está) cuando Laín tiene su primera crisis de conciencia al presenciar el fusilamiento de un anarcosindicalista, en el que no le tocó participar por casualidad. Este hecho, según propia confesión, le llevó a dudar por primera vez sobre su elección de bando: «Ni directa, ni indirectamente era yo responsable de la ejecución de ese hombre; desde luego. La fortuna me había evitado hasta mi participación en el acto de disparar. ¿Que hubiese hecho yo, de no haber sido así? ¿Me habría negado a cumplir la orden de fuego, como en conciencia era mi deber? Muchas veces me lo he preguntado. Pero con un fusil en la mano, bien que todavía inactivo, estaba sirviendo a una causa que –aún no sabía yo como y hasta que punto– mataba sin piedad a indefensos. ¿Cómo responder de esto ante mí mismo y ante el Dios de amor que yo firmemente creía sentir en lo más hondo de mí? ¿Abandonando como 'no mía' esa recién adoptada causa? No podía: España era mi tierra, y lo que pasaba sobre ella formaba parte integral de mi destino en el mundo; por tanto de mi propia realidad» (pág. 183).

Y una vez resueltos los iniciales escrúpulos de conciencia mediante esa realista determinación, por qué no dedicarse a progresar en la retaguardia: «Abandoné mi servicio en el cuartel de milicias. Obligación estricta de ir a él no tenía, porque mi quinta no estaba movilizada. ¿Podría hacer algo en tanto que falangista?» (pág. 184). Para ello «entré en contacto con el grupo que hacía el periódico Arriba España; su director Fermín Yzurdiaga, me pidió que me adscribiera a la redacción del diario, y así lo hice. Una nueva etapa de mi vida falangista y pamplonesa se iniciaba» (pág. 184). Su labor como colaborador en esta publicación será valorada por él mismo en Descargo de conciencia: «Creo que mi colaboración en Arriba España tuvo su cima, todo lo modesta que se quiera, en la serie de folletones que publiqué durante la primavera de 1937, bajo el título general de 'Tres generaciones y un destino'. En ellos, al menos, es donde más auténtica y directamente me expresé a mí mismo. Tres generaciones: la del 98, la de Ortega y Herrera, –por vez primera se incluía a este dentro de una generación histórica, aunque en el orden religioso y político que tanto se aparta de los restantes miembros del grupo– y la que entonces formábamos partidos por una guerra que no habíamos provocado, opuestos, quisiéramos o no, unos a otros, quienes a lo largo de los diez años precedentes fuimos naciendo a la vida histórica» (pág. 194). Estos artículos fueron el germen de su futuro y polémico libro España como problema.

Pero su tarea no se limita a la escritura, sino que en ocasiones participa en misiones más delicadas que suponen ya un grado de confianza en él por parte de sus superiores. En abril de 1937 el jefe provincial de Falange de Pamplona, Arriza, le encarga trasmitir a Hedilla el apoyo de la Falange de Navarra, en contra de la postura del jefe territorial, Moreno (Pepe Perla). Así lo recuerda Laín:

«En Salamanca, guardia militar a la entrada de la ciudad; no nos fue difícil convencer al jefe de que éramos personas de fiar. Y, ya en franquía sin demora hacia el vestíbulo del Gran Hotel, sumo mentidero entonces de la política nacional. Grupos de falangistas agitados y locuaces llenaban los dos niveles de la estancia. Uno está hablando con vehemencia, '¿Quien es?' pregunto. 'Es Martín Ruiz Arenado, de Sevilla', me responden. Pronto me informo de que la Unificación es ya un hecho: Hedilla elegido horas antes jefe de la junta de mando de Falange, ha ido a visitar a Franco, y con él saldrá al balcón del Cuartel General, para recibir el aplauso de las masas. Allí le vi perdido entre el gentío pocos minutos más tarde. Con este gesto público del hombre que representaba a la Falange mi misión en Salamanca ya estaba realmente terminada; pero consideré que para enviar a Arriza un telegrama el que fuese debía visitar antes a Hedilla. Cené rápidamente, me informé acerca de su domicilio y entre la oscuridad, porque estabamos en guerra y en las ciudades no había iluminación nocturna, hacia él me fui. Vivía Hedilla en una casa presuntuosamente 'moderna' muy próxima –tanto más chillón el inri arquitectónico– a la plaza Mayor. La puerta de la calle está abierta; pero apenas franqueado su umbral, dos bultos humanos se abalanzan sobre mí, y uno aprieta la boca de su pistola contra la de mí estomago; sensación, puedo jurarlo, más bien ingrata. '¿Quien eres tu? ¿Que quieres?'. Digo sencilla y claramente la verdad, en principio la aceptan y me permiten pasar, pero pistola en mano me acompañan hasta el piso de Hedilla. Llaman, éste da su venia y entro por fin en su despacho. Está en pie junto a una mesa, de traza también tópicamente 'moderna'. Sobre ella, entre otras cosas, un ejemplar de Mein Kampf, sin duda intonso, que con toda seguridad le ha regalado el embajador de Alemania. Es un hombre fornido, con rostro de expresión opaca y dura, mas no desagradable; vestido de otro modo la estampa de un obrero acomodado. Me oye sin pestañear y en silencio. Da por cancelado el ofrecimiento pamplonés, me explica brevemente lo que ha ocurrido ese mismo día, y tras una breve pausa añade: 'He hecho lo que no había más remedio que hacer. Pero, ¿qué piensan los camaradas?' Yo callo y nos despedimos. Ya sin amenaza de pistola alguna, salgo a la calle. A toda prisa a Telégrafos. 'Hedilla saludó con Franco multitud congregada ante Cuartel General. Considero conveniente organizar mañana mismo manifestación adhesión Decreto'; más o menos este fue el texto del telegrama. Arriza siguió mis instrucciones al pie de la letra, y al día siguiente hubo manifestación falangista en Pamplona. Tal vez fuese esta la razón por la cual al barbado cirujano de la clínica 'San Ignacio' se le nombrara poco más tarde gobernador de Canarias. Y yo, involuntario y dócil Avinareta de un día volví a lo mío, a lo que en el orden de mi inserción en la vida pública de España yo consideraba entonces más 'mío': cavilar ingenua y honestamente lo que podía ser una cultura española en verdad asuntiva y superadora» (págs. 204-205).

La ocasión de defender este su proyecto desde un puesto oficial pronto le llegaría. En enero de 1938 es llamado a Segovia para participar en el segundo Congreso Nacional de la Sección Femenina de la Falange, dirigido por Pilar Primo de Rivera, y allí conoció a Dionisio Ridruejo, que le hizo hablar desde un balcón del Alcazar a una concentración de falangistas segovianos; lo que según Laín le confirmó algo por él ya sabido, su total incapacidad para la oratoria política, pues «sentí en mi intimidad un inquietante remusguillo que me decía: 'Pero, ¿quien es este? No, yo no estaba condenado por Dios a ser político'» (pág. 201).

Pero quizá sí lo estuviera por Serrano Suñer y su equipo, ya que como él mismo nos relata: «Un día recibí la llamada de Serrano Suñer, ministro del interior. Le visité en su despacho de Burgos. En apretado y próximo esquema, he aquí nuestra conversación: 'Laín, quiero que hablemos de los servicios de Prensa y Propaganda. Para Prensa, ya tengo el hombre, José Antonio Giménez Arnau; para Propaganda todavía no'. –'Uno veo yo en primer término: Dionisio Ridruejo' –'También yo he pensado en él; pero sé que con su gran fuerza Queipo de Llano se opondrá al nombramiento. Gamero va a quedarse en Sevilla marcándole. Tanto más intentará Queipo vetar a Ridruejo'. 'No obstante –insisto yo– creo que él es el hombre'. Pausa. Otra vez Serrano: 'Haré todo lo posible por conseguirlo. En cualquier caso, ¿puedo contar con usted?' –'No quiero hacer carrera política y no sirvo para ella; pero dentro de lo que yo sé hacer con mi mejor voluntad le digo que sí. Y si es con Ridruejo, con el alma y con la vida'. Pocos días después, Dionisio era nombrado Jefe del Servicio Nacional de Propaganda; junto a él, yo tendría a mi cargo la Sección de Ediciones de ese Servicio. Burgos, otra nueva etapa de mi vida en el curso de la guerra civil» (págs. 222-223).

Pues ya tenemos dirigiendo las publicaciones político-ideológicas oficiales de la España nacional, a este químico y médico, con formación psiquiátrica vienesa («Freud y Adler, que para mí habían sido y seguían siendo autores leídos, no fueron –ahora lo siento– maestros visitados», pág. 111, se quejaría años más tarde), deseoso de convertirse en médico filósofo a través del magisterio aún no recibido de Zubiri y Ortega, y por toda formación nacionalsindicalista, la breve visita a Ramiro Ledesma y la lectura del famoso opúsculo de los tres discursos de José Antonio; y todo sin tener la más mínima vocación política, por lo que quien sabe a donde habría llegado si Dios lo hubiese condenado a realizarse en las ingratas tareas de la política profesional.

El equipo de Propaganda estaba constituido «bajo el mando político de Ramón Serrano como ministro del Interior, pero con una disciplina externa que el propio Serrano quiso hacer amablemente laxa, Dionisio Ridruejo –desde entonces 'Dionisio' por antonomasia para todos nosotros– constituyó en el burgalés Palacio de la Audiencia, junto al Arlanzón el Servicio Nacional de Propaganda del naciente Estado: un amplio, diverso y coherente grupo de personas. La sección de Ediciones estaba a mi cargo. A mi lado, Antonio Macipe, Rosales, Vivanco y Torrente y, poco más tarde Carlos Alonso del Real y Melchor Fernández Almagro. Tovar al frente de la Radio, con Luis Mouré Mariño, Cipriano Torre Enciso, Tomás Seseña y otros» (págs. 229-230).

Al decir de Laín este grupo era considerado por el "mundillo político" como «una suerte de segregado, 'reserva literaria', un ghetto al revés, un aderezo para el lucimiento, sólo políticamente aceptable mientras no tratase de intervenir en las decisiones 'serias'. Los verdaderos titulares del mando nunca pasaron y nunca pasarían de tolerarnos» (pág. 231). Afirmaciones estas que no dejan de sorprendernos, cuando contaban con el apoyo incondicional, de quien se perfilaba como el hombre fuerte del nuevo régimen: Ramón Serrano Suñer, cuyo paso al ministerio de Exteriores, les permitió dedicarse a cosas tan serias como las de orientar todo el aparato propagandístico que manejaban a la exaltación de las potencias del Eje o a mantener una actitud sospechosa en las primeras conspiraciones contra Franco con el supuesto apoyo de su admirada Alemania del III Reich.

Pero antes de esto, al terminar la guerra, Laín se traslada definitivamente a Madrid recordándose como «un falangista sin vocación y sin aptitudes para la gestión política, al que la naciente España oficial, a la vez que le había dado un puesto en su administración (Jefe de la Sección de Ediciones de Servicio Nacional de Propaganda), ciertos honores (miembro del Consejo Nacional del Movimiento) y algunas franquías (poder escribir en la prensa, poder visitar sin trabas en su despacho a un ministro o a un director general), había herido gravemente su esperanza en la patria superadora y asuntiva que la falange originaria prometió» (págs. 267-268).

El inicio de la Segunda Guerra Mundial, con una previsible victoria alemana, devolvió la esperanza a Laín: «Un triunfo de Alemania e Italia en la Segunda Guerra Mundial –con la Alemania nacionalsocialista había tomado sólidos contactos Gerardo [Salvador Merino] en un viaje que a ella hizo; en la División Azul acababa de estar Dionisio [Ridruejo]– ¿no podría acaso traer consigo, además del retorno de uno y otro a puestos de acrecido poder, la restauración de esa ya desarbolada y aún no muerta esperanza mía?» (pág. 310).

Pero esta renacida esperanza no fue tan grande como para arriesgar su posición oficial, participando en la organización de la clandestina Falange Auténtica como se desprende del «sumario número 377 en virtud de querella presentada por el Ministerio Fiscal (fiscalía de la Audiencia de Madrid) en fecha de 2 de noviembre último [1942] presentada en el Juzgado de Instrucción de guardia que le era el número 20 dirigida contra Juan Muñoz Mateos, vecino de San Sebastián y demás personas que de la investigación sumarial apareciesen responsables del motivo de la misma, que lo era según información denominada Falange Española la Auténtica, entidad clandestina con Junta de mandos en Madrid y Jefaturas regionales, que tienen organizadas milicias y fuerzas de choque con el objeto de asaltar violentamente el poder e imponer por la fuerza sus procedimientos de gobierno, de los que se hace propaganda en manifiestos en los que se censura la actual organización política y social del Estado, no constándole quienes sean los jefes de la misma y sí sólo forman parte de ella el querellado, acompañando atestados de la policía, declaración del querellado y proponiendo oír a éste y ordenar a la primera la prosecución de las investigaciones comenzadas»{7}

Más adelante se acuerda «asimismo recibir declaración en la forma prevenida por la ley de Enjuiciamiento Criminal al Excmo. Señor Ministro de Trabajo Don José Antonio Girón y una vez averiguada su residencia a los Señores Don Pedro Laín Entralgo, Don Angel B. Sanz y Señores Jiménez Millas y Santamarina cuyas citas resultaban de los documentos acompañados a la querella» (pág. 670). En sus declaraciones «Don Pedro Laín Entralgo manifestó sustancialmente, ser Consejero Nacional de FET y de las JONS habiendo desempeñado además el cargo de Jefe de Ediciones del Ministerio de la Gobernación, conocer a Don Juan Muñoz Mateo desde el año mil novecientos treinta y siete con el que se relacionó en Pamplona donde desempeñaba las funciones de Inspector de Prensa y Propaganda habiendo seguido tratándolo posteriormente cruzándose alguna carta con motivo de haberle pedido al declarante obras de propaganda de la Falange, que lo considera afecto al Movimiento, ignorando que haya procurado formar organización alguna subversiva ni tampoco cree haya tenido contacto con otros elementos contrarios a su ideario habiendo sido siempre sus relaciones con los que ha estimado más afines a la doctrina falangista, no teniendo noticia de que pueda existir dentro de la Falange organización alguna clandestina ni mucho menos con milicias armadas o cosa parecida; exhibidas las copias de hojas clandestinas asegura que no tiene la menor noticia respecto a su procedencia ni circulación y que con respecto a la denominación de FEA sólo puede decir que a raíz de la Unificación hubo el rumor de una excisión que se trataba de atribuir esa denominación, ocurriendo hace por lo menos cuatro años y que después no ha vuelto a tener noticia de dicha organización o rumor» (págs. 670-671).

Este testimonio de Laín desligándose de cualquier relación con la Falange Auténtica era perfectamente esperable, pues lo contrario hubiera puesto en riesgo su carrera académica, que comenzó con la Cátedra de Historia de la Medicina en Madrid, obtenida además de por sus méritos con un no disimulado apoyo de las autoridades del Ministerio de Educación, tal como reconocería el propio Laín: «Componían el tribunal Enríquez de Salamanca como presidente, y Piga, Pérez Bustamante (a título de historiador), Fernández Sanz y Barcia Goyanes. Debo consignar aquí que Ibañez Martín, queriendo extremar su obsequiedad conmigo, me hizo saber por tercera persona su disposición a nombrar el tribunal que yo le indicase. Naturalmente, no pude aceptar tal cosa. Pero con la intención de complacerme fueron nombrados vocales Pérez Bustamante y Barcia Goyanes. Conste así» (pág. 334).

Este doble juego, de por un lado poner las esperanzas en la vuelta a la pureza inicial de la Falange y por otro ir medrando profesionalmente al amparo del régimen que supuestamente traicionó esa pureza, no se podía mantener por mucho tiempo. La actitud de los falangistas de primera hora hacia personajes como Pedro Laín Entralgo, creemos que se refleja verazmente en el comentario que el protagonista de la novela de Francisco Umbral, Madrid 1940. Memorias de un joven fascista, realiza sobre él: «Pedro Laín Entralgo, visita de Solis y del Caudillo, es un intelectual del que no me fío, un ideólogo sin ideas a quien se le nota demasiado su pasión por el 98 y liberales como Marañón y Ortega. A unos o a otros está traicionando. ¿A quien? En nombre del humanismo quiere estar con todos. Pero lo suyo es el pancismo intelectual enriquecido con cobardía civil. A mí me parece, como su amigo Ridruejo, uno de los grandes traidores de la Falange. Hay que elegir entre la Falange y Franco, eso ya va estando claro en estos años, y Laín no ha elegido, sino que está con todos, y además con los liberales del exilio. José Antonio es una figura que exige lo absoluto. O estás o no estás con él»{8}. Y Laín va a ir definiéndose al resumir su situación en la década entre 1940 y 1950: «Voy despidiéndome con alivio de mi anterior aventura falangista, descubro la radical falacia del fascismo, tanto en el orden de los hechos, lo que yo veo, como en el de las ideas, lo que yo pienso y dentro de mi mismo empiezo a construir definitivamente mi propio yo» (pág. 376).

Esta confesión contrasta notablemente con lo que afirma en su obra falangista más emblemática: Los valores morales del Nacionalsindicalismo (1941), al escribir: «Desde que prendiera en mi esta honda e irreversible pasión de la Falange, he pensado y repensado con acuciante necesidad en una tesis cristiana y suficiente de la nación»{9}. Pero dado que la pasión de la Falange sí fue finalmente reversible, no nos extraña que Laín considere que sus dos principales errores de su pasado fueron: «La publicación del librito Los valores morales del Nacionalsindicalismo, el más citado y controvertido de todos mis escritos falangistas y mi bien notoria situación al lado de la Italia fascista y de la Alemania nacionalsocialista durante la segunda Guerra Mundial, el más flagrante y revisado de todos mis errores políticos. Pero si erré por ingenuidad o por desconocimiento, nada hay en mi conducta política de lo cual en mi opinión tenga que avergonzarme» (pág. 275).

Su justificación posterior, esto es, una vez ya arrepentido, de Los valores morales del Nacionalsindicalismo, la realiza de la siguiente manera:

«Muy estrechamente vinculada a mi amistad con Gerardo Salvador Merino se halló la confección del librito Los valores morales del Nacionalsindicalismo. El año 1941 organizó Gerardo un Congreso Sindical y me pidió que dentro de este pronunciase una conferencia. Tema de ella fue el mismo en que tuvo su título el librito en cuestión, cuyo texto resultó de elaborar ampliamente el guión de mi perorata. Ahí a la vista de mis ojos está ahora; con las palabras de su portada –'valores morales'– tan reveladoras de la aquiescente disposición de José Antonio ante la 'filosofía de los valores' vigente y famosa en su mocedad, y tan demostrativas del respeto con que, pese a una actitud mental ya trans-scheleriana, al menos en lo tocante al pensamiento ético, yo seguía acogiendo las tópicas fórmulas del falangismo más ortodoxo, con tesis que aunque de otro modo entendidas todavía confieso –la autonomía de la Iglesia y el Estado y la consiguiente independencia entre una y otro; la doctrina tan liberal en su fondo, implícita en el 'conviene que haya herejías', oportet haereses esse, del catolicismo paulino; la dura crítica de la 'alianza entre el Trono y el Altar' y de la 'Democracia cristiana' como fórmulas para la realización político-social del cristianismo; la explícita denuncia de la 'falta de crítica y el diálogo' en aquella España; la vehemente e impaciente exigencia de 'incorporar al pueblo' mediante una profunda revolución en las estructuras económicas; el vigoroso y reiterado llamamiento a los católicos no falangistas hacia el cumplimiento de esa serie de tareas; pero, a la vez, con posiciones y pensamientos que ahora hallo muy lejos: el totalitarismo, aunque este llegara a postular expresamente el oportet haereses esse y actuase en consecuencia; mi denodado y vano esfuerzo intelectual por encontrar la consabida fórmula falangista –'incorporar el sentido católico a la reconstrucción nacional'– una interpretación resueltamente no integrista y religiosa y políticamente satisfactoria. Como irrecusable e inequívoco testimonio de un hombre que en buena parte sigo siendo, ahí están, sí, esas páginas de Los valores morales del Nacionalsindicalismo. Veo en ellas errores e ingenuidades, mil y un asertos que la realidad y mi propia mente iban a hacerme revisar; veo un ánimo convulsamente crispado por la herida en mi esperanza falangista a que más de una vez me he referido. Lo que no veo es conformismo o adulación –'mistificadores y farsantes de la Historia' llamo a quienes vistiendo camisa azul no quisieron moverse por ese camino– ni esa 'sobra de codicia unida a la falta de ambición' que Unamuno enseño a denostar. Encendido, caviloso, polémico, ingenuo, erróneo, certero, percibo en él, en suma, pese a mi permanencia en la Falange tras la defenestración de Gerardo y el muy poco posterior 'desenganche' de Dionisio, un canto de cisne de la pasión española que cinco años antes había suscitado en mi, recién llegado a la Pamplona de la guerra, la lectura de los discursos de José Antonio» (págs. 308-309).

Más difícil tiene Laín, a la altura de 1976, explicar y disculpar su apoyo al nacionalsocialismo alemán, sobre todo si recordamos que en el comentado Los valores morales del Nacionalsindicalismo, escribió cosas como esta: «Ahí esta el ejemplo de la Alemania nacionalsocialista; la cual no obstante exigir cuantiosos sacrificios a sus hombres, ha conseguido vencer la lucha social en forma hasta ahora insuperada, sosteniendo y mejorando una justicia social, de un lado, y creando por otro una apasionante empresa nacional» (pág. 72). Pero así y todo lo intentará: «Consideración especial merece, porque el recuerdo de ella todavía me quema la conciencia, mi actitud frente a la Alemania nacionalsocialista. Tres razones distintas contribuyeron a hacer favorable esa actitud: la condición preponderantemente germánica de mi anterior formación intelectual; la idea de que la historia de la humanidad tras el capitalismo y el comunismo entraba en una fase nacional-proletaria, representada entonces por los 'fascismos' europeos, en tanto que síntesis político-social de aquella tesis y esta antítesis; mi convicción de que el advenimiento de la nueva era tenía como condición previa el triunfo del Eje en la Segunda Guerra Mundial. La conducta del Nacionalsocialismo ante la ciencia alemana en que yo me había formado amenguó y matizó no poco la vigencia de la primera de esas tres razones; pero durante los primeros años de la década que ahora estoy describiendo, es decir, durante el curso de la Segunda Guerra Mundial, honestamente debo confesar, mal que me pese, que las otras dos siguieron actuando con fuerza sobre mi ánimo. Si: aunque con reservas doctrinales explícitas y poderosas –yo no era y no podía ser racista; como meridional y mediterráneo; yo sabía que, en su fondo, los nazis me despreciaban; yo, en fin, era católico y no podía olvidar la carta Mit brennender Sorge, de Pío XI y las palabras y la conducta del Cardenal Faulhaber– estuve sin ambages al lado de la Alemania nacionalsocialista hasta poco antes de acabarse la guerra que tan catastróficamente la hundió» (pág. 311). Hasta aquí la explicación, pero ahora viene la justificación: «Quede constante la explícita confesión de este grave error mío. Error grave, sí, y hoy para mi bien ingrato, pero –así me atrevo a creerlo– no culposo. Lo hubiera sido en el caso de conocer yo antes de 1945 el más horrendo de los crímenes del Nacionalsocialismo, la monstruosa matanza de judíos en los varios campos de concentración para tal fin creados. Bajo palabra de honor afirmo que hasta después de la derrota de Alemania yo no había oído los nombres de Auschwitz, Dachau, Buchenwald o Mauthausen. ¿Cómo pensar cuando paseaba por la Dachauerstrasse, en Munich, que unos kilómetros más allá acontecían los horrores que en Dachau acontecieron? Estuve en Alemania en la primavera de 1940, poco antes de comenzarse la invasión de Francia, y en el otoño de 1941, ya bien avanzada la invasión de Rusia pasé por Viena en 1943. Conversé principalmente en estos viajes con antinazis declarados e incluso furibundos, porque ellos y no los nazis eran mis amigos» (págs. 311-312), y prosigue, «de un modo o de otro, todos me hablaron contra Hitler; pero ninguno mentó la existencia de campos de concentración ni aludió al exterminio y la tortura de los judíos. Siempre en consecuencia, volví de Alemania lleno de recelo y antipatía ante el régimen nacionalsocialista; nunca con noticias cuya monstruosidad moral me obligara a apartarme de mi convicción antes expuesta: que la victoria militar de Alemania haría posible en España un triunfo del falangismo puro» (págs. 312-313).

Por otro lado, suponemos que si no menciona su excursión a Nuremberg en el otoño de 1938, para asistir al congreso del partido nacionalsocialista, se debe a que todavía no había comenzado la guerra mundial y no a un ocultamiento deliberado. Además, en dicho congreso no debió relacionarse mucho, pues según hemos visto todos sus amigos alemanes eran furibundos antinazis. A pesar de ello el sambenito de nazi le perseguirá toda la vida. Todavía a principios de los noventa, al ser acusado de nazi en la prensa por Francisco Umbral, su hijo replicará que ni su padre ni Dionisio Ridruejo habían sido nunca nazis ni «franquistas 'estrictu sensu' en aquellos años ni nunca. Fueron falangistas»{10}.

A pesar de estar en plena superación del falangismo y en la búsqueda de sí mismo, en 1949 publica una serie de ensayos sobre la posición de su fracasado grupo generacional ante la cultura española, bajo el común título España como problema. Libro rápidamente contestado desde el integrismo católico por Rafael Calvo Serer, con su España sin problema. Para García Lahiguera «los libros España como problema y España sin problema, marcan los puntos extremos de una polémica que enfrentaba dialécticamente dos modos de entender el ethos y la cultura española: valoración e integración de todos los valores intelectuales, de un lado, y negación y exclusión, por otro, del acervo espiritual de España de cuantos no encajan en los esquemas de la ortodoxia católica»{11}. Aunque sus protagonistas no lo vieron así, según Laín: «Tal puñadito de ensayos corrió por las librerías bajo el nombre de España como problema; epígrafe lo suficientemente llamativo para que Rafael Calvo Serer, entonces en pleno disfrute de los favores del franquismo, a través de Ibáñez Martín y del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, sacase de él, por cómoda antífrasis, su España sin problema. Algunos han hablado luego de una polémica entre Calvo Serer y yo, en torno a la cuestión que ambos títulos plantean. Nada más lejos de la verdad. Siempre consideré una necedad el lema y el contenido del opúsculo de Calvo, opinión que por estas calendas tal vez comparta su propio autor, y jamás me he pronunciado en público acerca de él» (pág. 357). Mientras que para Calvo Serer: «El libro de Laín se limita al propósito de dar a conocer la historia del problema de España, para hacer comprender a los hispanoamericanos el porque de nuestra historia reciente. Por el contrario el mío se orienta hacia quienes no consideran ya que España sea un problema, y se afanan en modelar el presente conforme al único sentido de nuestra historia, y se deciden también a resolver los problemas concretos de la vida española. Para quienes estamos convencidos de esto, ahora sufrimos el peligro de una reintoxicación izquierdista, de vacilación, de desconfianza; cuando parece que va a hacerse imposible continuar homogéneamente la historia de España, es necesario reafirmar nuestras convicciones y llevarlas al ánimo de todos los españoles. De lo contrario resultará estéril el Movimiento Nacional, y perdería firmeza nuestra acción en el mundo frente a las concepciones revolucionarias, cuyas ideas están en declive en Europa, y, aún más en las sociales. La afirmación de España sin problema lo que entraña es esta decisión de enfrentarse a los problemas históricos –de conocimiento– y con los problemas reales. Es una ligereza atribuirme que haya dicho que España no tiene problemas»{12}.

Pero a nosotros ahora más que la polémica nos interesa el alineamiento de los intelectuales españoles con una u otra postura, que exponemos a través de la propia relación recopilada por Calvo Serer: «Siguiendo el orden cronológico de la discusión se manifestaron decididos partidarios de la no problematicidad de nuestra conciencia nacional: Santiago Galindo Herrero, Manuel Calvo Hernando, Gonzalo Fernández de la Mora, José María Pemán, Felipe Ruiz, Florentino Pérez-Embid, Roberto Saumells, José María García Escudero, José Luis Vázquez Dorero, el P. Rafael María Hornedo S.J., Nicolás Ramiro Rico, Manuel Tejado, Miguel Cruz Hernández, Salvador Pons, Juan José López-Ibor, José Pemartín, El P. Salvador Cuesta S.J., Jesús Arellano y Rafael Gambra» (págs. 30-35); mientras que «se obstinaron en la actitud problematizante Gaspar Gómez de la Serna, Rodrigo Fernández Carvajal, Antonio Castro-Villacañas, Vicente Palacio Attard, Sabino Alonso Fueyo, Adolfo Múñoz Alonso, los anónimos articulistas de 'Si' y 'Laye', Antonio Tovar, Dionisio Ridruejo y el P. Granero S.J. Naturalmente que en estos críticos hay matices muy distintos y quedan muy imprecisos los límites de la problematización» (págs. 40-41).

Pero con todos los matices que se quiera lo que sí vemos entre los defensores de la problematicidad es un claro predominio de nombres formados en el nacionalsindicalismo y a esta alturas suponemos que ex-camaradas del señor Laín. Aunque esto sería mucho suponer, porque la llegada al ministerio de Educación Nacional en 1951, de su amigo el católico Joaquín Ruiz-Giménez, convierte a Pedro Laín en rector de la Universidad de Madrid. Para aquel joven que en 1936 soñaba con ser profesor de una universidad católica, y en tan sólo quince años llega a ser el rector de la universidad más importante del país, creemos que colmaría todas sus aspiraciones académicas. Y aunque en la fecha de su toma de posesión (13 de septiembre de 1951), ya no era falangista según sus memorias, la verdad es que lo disimuló muy bien en las palabras que con tal motivo pronunció: «Todo cuanto haga estará inspirado en la lealtad al magisterio de nuestros maestros, entre los que quiero destacar a dos: José Antonio Primo de Rivera, que en esta Facultad cursó estudios, y Ramiro Ledesma Ramos, que cursó en la de Filosofía, a los que es necesario ser leales por su ejemplaridad y ética»{13}.

Con estas declaraciones tan «antifalangistas» inicia su nueva etapa en la vida pública, que considera «sería empeño inoportuno y farragoso exponer aquí mes por mes, ni siquiera año por año, lo que desde octubre de 1951 hasta marzo de 1956 fue mi gestión rectoral» (pág. 393). Para nosotros en cambio sí que resulta oportuno recordar los hechos que supusieron las primeras movilizaciones estudiantiles contra el franquismo y que desembocaron en la caída del rector y del propio ministro. Según Laín en 1955, un grupo de estudiantes pretende organizar un Congreso de Escritores Jóvenes y con la recomendación de Ridruejo, le piden apoyo económico para celebrarlo; pero para aprobar esta ayuda se necesita el visto bueno del SEU: Al no obtenerse éste, en febrero de 1956 un grupo de estudiantes trata de constituir una organización al margen del oficial SEU y se dan los primeros choques entre ambos bandos. En ese momento confiesa Laín, «me vi obligado a reunir de nuevo a la Junta de Gobierno, y poco después a dejar irrevocablemente, porque mi conciencia no me permitía otra cosa, así el Rectorado de la Universidad de Madrid, como mi residual adscripción a la Falange» (pág. 419). Esto, según Laín, ocurrió el 6 de febrero, con lo cual y en rigor administrativo, el día de los sucesos más graves, el 9, y que provocaron la destitución de Ruiz-Giménez, ya no era rector. Así lo recuerda: «Con motivo del habitual homenaje falangista a Matías Montero –9 de febrero– los choques entre estudiantes pasaron del recinto universitario a la vía pública. La más importante colisión entre los grupos del SEU, reforzados ahora con muchachos del Frente de Juventudes, y sus ya irreductibles adversarios, tuvo lugar en la calle Alberto Aguilera. Intervino la policía y un disparo hirió en la cabeza a Miguel Alvarez, miembro del Frente de Juventudes y no estudiante. ¿De que pistola salió ese disparo? Nunca se ha dicho, y es casi seguro que nunca se dirá. Alguien, sin embargo, debe saberlo. Yo sé tan sólo que los estudiantes disconformes no iban armados, y que el deseo general tras ese lamentable incidente que se investigase a fondo lo ocurrido, sólo en el silencio ha tenido respuesta. El hecho es que tan pronto como el herido fue llevado a la Clínica de la Concepción y se difundió por la ciudad la noticia del evento, Madrid vivió unas jornadas en que una violenta y lamentable crispación anímica fue la nota más importante. La lesión sufrida por el pobre Miguel Alvarez era ciertamente grave. A vida o muerte hubo de ser operado por el neurocirujano Sixto Obrador, y entre la vida y la muerte pasó algunos días. Pues bien: como reacción a tan extrema gravedad, y con el anuente conocimiento de sus jefes, varios grupos de Falange prepararon 'la noche de los cuchillos largos' que había de seguir a la probable muerte del muchacho. ¿Se me permitirá aventurar, por lo oído, que más de uno la estuvo deseando? Se reunieron armas, se confeccionaron listas de víctimas. Torres López y yo, naturalmente, ocupábamos en ellas lugar muy honorable» (págs. 421-422).

Estas conjeturas de Laín nos sorprenden una vez más. Difícil nos resulta creer que entre los objetivos violentos de los jóvenes falangistas rebeldes se encuentre quien fue uno de los que contribuyó a formarles generacionalmente a través de sus cursos y escritos dirigidos al Frente de Juventudes. Baste para recordarlo el testimonio de Dionisio Ridruejo: «Estos jóvenes y los de hornadas anteriores han tenido un maestro, uno de los pocos con que han podido contar, que ha consumido torrentes de paciencia y tolerancia y caudales de lealtad y rigor en su tarea. Me refiero a Pedro Laín Entralgo. Entre otras muchas cosas –enseñar a leer al que no sabe lo que de todos modos ha de leer, proponer ideales nobles, hacer gratos y sugestivos la religiosidad y el patriotismo, estimular y orientar los impulsos de justicia, &c.– él ha hecho sobre todo, para los jóvenes la gran propaganda de los deberes: el deber de ser honrados en las convicciones, competentes y celosos en la dedicación profesional, leales para con la verdad dondequiera que aparezca, rectos y puros en la vida personal, fervorosos y claros en la vida civil. Pero este hombre ha sido considerado en las esferas responsables –y antes en las capillas irresponsables donde se forman caciques con capa de apóstoles– si no el directamente culpable de todas las 'desviaciones' juveniles»{14}.

Todavía a la altura de 1958, una vez ocurridos los disturbios mencionados y apartado Laín de la vida pública, un informe realizado por el mando del Frente de Juventudes, J.M.M.G., resume la situación de la juventud española alrededor de tres puntos básicos. He aquí su resumen comentado por Juan Saez Marín:

«1. Intransigencia y radicalización, especialmente en los sectores procedentes de las propias FJ de Franco y Falanges Universitarias, automarginados en posturas disidentes, con respecto al Movimiento oficial. 'Su proyección actual han sido las JONS', salida que implícitamente se justifica o se ve con simpatía en el informe por su 'pureza doctrinal'.
2. Rebeldía, de todos los grupos juveniles, con independencia de su matiz político, que no se ha sabido encauzar al no plantearse una política de juventudes con amplitud de miras. 'En todo movimiento político, la juventud ha de ser el incentivo que mantiene despierto el ánimo e impele a la acción a quienes, sin ella, por ley de vida evolucionarían a soluciones cómodas de tipo conservador'.
3. Inquietud ante el futuro, 'característica más acusada que las anteriores' sobre la que el autor no aporta más que las palabras del enunciado, aunque se remite al 'Informe' que, acerca de la 'Juventud universitaria madrileña' prepara Pedro Laín, informe que sin duda circuló por las altas esferas del Frente de Juventudes, hasta el punto de que son fácilmente identificables en la colección de 'Memorias' que estamos revisando, no sólo la sistemática sino, incluso, determinadas frases en donde se entrevé el cuño de Laín que, no leído demasiado, ni a fondo, por la censura oficial, seguía considerándose como escritor falangista y ortodoxo»{15}

Confesamos que nos sentimos incapaces a la luz de estos testimonios de saber en qué momento Laín se hace falangista y cuando deja de serlo, aunque sí creemos que ambas cosas ocurrieron, como atestigua un camarada suyo de la Pamplona de las primeras horas de la guerra civil, Rafael García Serrano, al que por cierto Laín le había dedicado el artículo La unidad de destino en José Antonio, publicado en el primer número de la revista Fe en diciembre de 1937, con las siguientes palabras: «Al camarada Rafael García Serrano, nacionalsindicalista del buen estilo, con la advertencia de que el buen estilo no conoce la palabra desaliento. Por 'FE', ¡Arriba España!»{16}. Así que cuando García Serrano se entera de que Laín sí conoce la palabra desaliento no duda en dedicarle este terrible retrato, con el que concluimos: «Pedro Laín Entralgo, filósofo falangista honrado por Franco y muy estimado por los hombres del SEU, que le consagraron como maestro indiscutible a pesar de haber leído algunos de sus sonetos fervorosos y detestables, se pasó al moro empujado por la prisa, sin que nadie sepa razonablemente por qué, cuando creyó que con la pérdida del rectorado de la Universidad Central se clausuraba su futuro. El autor de Los valores morales del Nacionalsindicalismo obra a la que dio por no escrita, compuso otra años después, A qué llamamos España, en la que alude cuidadosamente entre decenas de nombres, ilustres o mediocres, que meditaron sobre España, el de José Antonio Primo de Rivera, que a más de meditar ofreció a España un camino –no importa ahora si practicable o no, si orientado o desorientado– de armonía, justicia y convivencia, y en él entregó su vida generosamente dedicada al pueblo español y a su paz sus últimas e inmortales palabras. Como el propio Laín se sintió conmovido y convencido por la ideología de José Antonio y a ella sirvió con ventajas, seguramente no buscadas, yo le coloco ahora entre el ciego pelotón de los que fusilaron a José Antonio y le contemplo con mayor asombro y estupor y con bastante más lógica, que los que a él le asaltaron cuando asistió en formación a un fusilamiento en la Vuelta del Castillo» (pág. 57).

Notas

{1} Dionisio Ridruejo, Casi unas memorias, Planeta, Barcelona 1976, pág. 137.

{2} Francisco Umbral, Leyenda del Cesar Visionario, Seix Barral, Barcelona 1991, pág. 37.

{3} Julio Rodríguez-Puértolas, Literatura fascista española, 1, Akal, Madrid 1989, pág. 115.

{4} Dionisio Ridruejo, Op. Cit., págs. 138-140.

{5} Pedro Laín Entralgo, Descargo de conciencia (1930-1960), Barral Editores, Barcelona 1976, pág. 13. En lo sucesivo se hacen figurar las páginas de los fragmentos citados de este libro tras las citas, en el propio texto.

{6} La Conquista del Estado, nº 10, 16 de mayo de 1931, pág. 1.

{7} «Informe sobre las actividades de la Falange Auténtica», Documentos inéditos para la historia del Generalísimo, Fundación Nacional Francisco Franco, Vol. III, Madrid 1993, págs. 668-669.

{8} Francisco Umbral, Madrid 1940. Memorias de un joven fascista, Planeta, Barcelona, pág. 83.

{9} Pedro Laín Entralgo, Los valores morales del Nacionalsindicalismo, Ediciones Las Termas de Hista, Mieres 1987, pág. 99.

{10} Pedro Laín Martínez, «Difamación de Laín Entralgo y Ridruejo», El Mundo 19 de febrero de 1991.

{11} F. García Lahiguera, Ramón Serrano Suñer, Argos Vergara, Barcelona 1983, pág. 277.

{12} Rafael Calvo Serer, La configuración del futuro, Rialp, Madrid, segunda edición, 1963, págs. 54-55.

{13} G. Frances Yglesias, «Un artículo de Pedro Laín», Diario 16, 8 de abril de 1991.

{14} Dionisio Ridruejo, Op. Cit., pág. 349.

{15} Juan Sáez Marín, El Frente de Juventudes. Política de juventud en la España de la posguerra (1937-1960), Siglo XXI, Madrid 1988, págs. 238-239.

{16} Rafael García Serrano, La gran esperanza, Planeta, Barcelona 1983, pág. 230.

 

El Catoblepas
© 2002 nodulo.org