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Capítulo 20

Epitafio para una testigo ocular

“Puede que el libro no diga la verdad sobre Rigoberta, pero dice la verdad sobre Guatemala.” –De un ladino a un gringo, 1998.

El hecho de que Rigoberta se representara como maya omnirepresentativa, con una serie de experiencias mucho más amplia de la que realmente tuvo, no es en sí un problema serio. Obviamente, se debería saber que su testimonio de 1982 no es una crónica literal de su vida. Sin embargo, ella dejó muy claro que ésta era la historia de todos los guatemaltecos pobres. Bien pensado, no pudo haber sido nunca la historia de una guatemalteca pobre. Defender su estrategia narrativa resulta fácil, puesto que es cierta su denuncia más destacada: los asesinatos del ejército. Rigoberta dramatizó su vida, como podría haberlo hecho un guionista de Hollywood, para tener más impacto. No obstante, es legítimo exigir veracidad a toda narración que diga ser la crónica de un testigo ocular, especialmente si ha sido tomada tan en serio como la de Rigoberta. Aunque no se le pueda pedir la misma objetividad que a un observador de las Naciones Unidas, este libro ha sugerido la importancia de comparar su versión con otras evidencias. El relato de Rigoberta da lugar a malinterpretaciones serias en su descripción del contexto social de los asesinatos, particularmente, en lo que se refiere al motivo por el que empezaron en su región. Uspantán no es un microcosmos de todo el conflicto, pero a través de la historia de Rigoberta ha sido ampliamente interpretado como arquetipo. Es más, lo que allí pasó ilustra el destino de decenas de miles de víctimas. Aclarar cómo empezaron los asesinatos en Uspantán es relevante a una escala más amplia.

Cuando las matanzas estaban en su apogeo, en 1982, tal vez era secundario saber la causa, aunque no dejaba de tener importancia. Ahora es todavía más importante, puesto que se están publicando informes de las comisiones de la verdad y puesto que los guatemaltecos están tratando de dejar atrás los años de conflicto. Si identificar crímenes y sacarlos a la luz se ha convertido en un imperativo público del proceso de paz, si se exige establecer la “memoria histórica”, entonces Me llamo Rigoberta Menchú no puede ser clasificado como verídico en aspectos que no lo es. Si uno cree la historia de Rigoberta a pies juntillas, si uno piensa que tal vez algunos puntos han sido exagerados, pero que básicamente la historia es exacta, tiene una idea equivocada de las condiciones en las que vivía su pueblo, de qué querían y de cómo empezaron los asesinatos políticos en su región.

No tiene nada de extraño que en respuesta a una carnicería se traten de establecer los hechos. Es más, es algo cada vez más frecuente puesto que las guerras civiles se están convirtiendo en cosa de todos los días y puesto que el mundo reacciona ante ellas estableciendo redes de derechos humanos, comisiones de la verdad y tribunales. El análisis de las versiones contradictorias de los hechos para acercarse a lo sucedido seguirá siendo crucial a distintos niveles: para comprender diferentes clases de conflicto, para detectar las contradicciones que afectan internamente a grupos que damos por sentado que son homogéneos, y para evaluar a los diferentes grupos armados que dicen representar a la mayoría de la población. Sólo si establecemos cronologías, perspectivas y probabilidades podemos tener cierta esperanza de evaluar cómo se utilizan las historias recíprocas de victimización para justificar la violencia, cómo estos argumentos se convierten en las justificaciones de los intereses políticos y cómo se puede inducir a los seres humanos a cometer crímenes contra la humanidad.

Es importante subrayar que es legítimo cuestionar el testimonio de Rigoberta, ya que, con las críticas postmodernas acerca de la representación y la autoridad, muchos académicos se sienten tentados a abandonar la tarea de verificación, especialmente cuando el narrador ha sido convertido en una víctima a la que hay que apoyar. En una época en la que el rumor, el mito, la representación y la construcción de lo que consideramos “real” plantea cuestiones fascinantes, resulta demasiado fácil eludir la tarea de separar lo cierto de lo falso, acatando la autoridad de las víctimas de moda. Es así como Me llamo Rigoberta Menchú se convirtió en un libro con un culto propio, que tiene una gran influencia en la percepción internacional sobre Guatemala. Hay tres razones para evaluar nuevamente el testimonio de la laureada. Al hacerlo, podemos ver (1) cómo se tergiversó la violencia en Guatemala, (2) cómo los mitos sobre la guerra de guerrillas siguen desorientando a la izquierda urbana, y (3) cómo se está redefiniendo el concepto de legitimidad en las ciencias sociales y las humanidades para frenar la investigación y el debate.

Chivo expiatorio para los guatemaltecos, santa para los gringos

Me llamo Rigoberta Menchú fue un eco del Ejército Guerrillero de los Pobres en París. También era la historia de una mujer joven que, según sus palabras, “traté de convertirla en la experiencia general de todo el pueblo”.{1} Para los extranjeros que estaban respondiendo a una emergencia humanitaria, una simple historia pasó a personificar a una nación en crisis, concediéndole un aura de representatividad e importancia que de lo contrario no hubiera tenido. El resultado fue mítico en dos sentidos. Por un lado, parte de su historia no era cierta. En un sentido más amplio, su historia se convirtió en un paradigma mítico de la identidad, un medio para que diferentes grupos de personas entendieran quiénes eran y qué tenían que hacer a continuación. Pero, ¿de quién era este paradigma y para qué servía? Extranjeros y guatemaltecos han aportado necesidades diferentes a la odisea de Rigoberta, como resulta evidente cuando uno analiza los contrastes en cuanto a cómo la perciben.

Lo que asombra a los antiguos vecinos de Rigoberta es que una colegiala pudiera convertirse en celebridad internacional. La mayoría de los uspantanos han oído hablar de su historia por transmisión oral, lo que difumina detalles a los que quizá se opondrían, dejando una secuela de persecución, supervivencia y denuncia con la que se pueden identificar muchos de ellos. Se puede decir lo mismo de gran parte del público guatemalteco. Rigoberta era una desconocida para casi todos los indígenas, hasta que en 1991 la izquierda empezó a promocionarla como candidata al premio Nobel. A muchos les gustó la idea de que una maya recibiera honores internacionales por los sufrimientos de su pueblo. Su historia también atrajo a muchos ladinos que habían tenido experiencias similares con la represión estatal. En este sentido, su historia es cierta.

Paradójicamente, a pesar de que a Rigoberta no se le ha cuestionado la veracidad de su versión de los hechos, ha sido objeto de críticas por parte de casi todos los sectores de la sociedad guatemalteca, incluyendo sus propios partidarios decepcionados. Esto no debería ser una sorpresa. Los sentimientos contradictorios hacia las celebridades forman parte del poder que ejercen en la imaginación pública. Como símbolos vivientes de lo bueno, lo malo y lo inevitable; del increíble papel que juega la suerte en los asuntos humanos; y de la injusticia de todo ello, son adorados ahora y envidiados después, malditos hoy y disculpados mañana. Lo mismo sucede con Rigoberta, cuya historia se ha convertido en una vía a través de la cual un país entero refleja sus contradicciones. Al presentarse como una mujer más, ha tratado de ser todo para todos de un modo que resulta imposible para cualquiera. Como premio Nobel, ha dedicado su autoridad simbólica para servir de puente entre los indígenas y los ladinos; entre los indígenas, el movimiento guerrillero y los que se oponen a éste; y entre el aparato político y la mayoría de los guatemaltecos que se sienten defraudados por él. El proceso de paz la ha obligado a aceptar compromisos que seguramente ofenden a sus partidarios pero que probablemente no convencen a sus adversarios.

La adulación internacional por Rigoberta ha avivado la inclinación de los guatemaltecos a la maledicencia.{2} Pero ha habido muy poco interés en poner en tela de juicio la veracidad de su testimonio. Para muchos guatemaltecos, sólo el contexto de persecución, exilio y reivindicación basta para validarla en el papel que le concedió el comité Nobel: el de un símbolo para todos los que han sufrido. La veracidad podría parecer un tema secundario puesto que son incuestionables las atrocidades que ella trataba de dramatizar. Como premio Nobel, ha llegado a ocupar una posición similar a la de los presidentes de Estados Unidos y la realeza británica, cuya importancia simbólica es mayor que la capacidad de cualquier individuo para interpretar el rol. Poner en ridículo a estos personajes puede llegar a preservar un respeto subyacente por la institución que representan, protegiéndola de los defectos de su ocupante. Ora se les desprecia, ora se convierten en símbolos de unión nacional.

A veces parece que los partidarios más incondicionales de Rigoberta son los europeos y los estadounidenses, que fueron los primeros en responder a su historia y que la situaron en el camino de la fama. Esto es una muestra del papel desproporcionado que ha jugado la opinión internacional en la guerra civil guatemalteca; en los 80 ayudando a la guerrilla a prolongar una guerra que casi habían perdido y en los 90 poniendo fin a una guerra que, de lo contrario, la insurgencia y el ejército hubieran continuado. En el extranjero, prevalece la versión publicada de la historia de Rigoberta, no la oral, de modo que los admiradores extranjeros han puesto su fe en una versión más detallada y problemática de su historia. Tienen, además, una serie de necesidades diferentes a las de los guatemaltecos. Para la mayoría de los guatemaltecos, no es una cuestión de solidaridad moral con las víctimas de la violencia: ellos son las víctimas. Asimismo, la mayoría de los guatemaltecos no siente la necesidad de reivindicar la lucha armada de la izquierda, de la misma manera que no quiere justificar la tradición represiva de la derecha guatemalteca. Al contrario, la actitud más común es la de considerar a ambas partes la pareja de una danza de destrucción.

Los partidarios extranjeros de Rigoberta están en una situación diferente. Algunos siguen recurriendo a su historia para probar que el movimiento guerrillero tuvo profundas raíces populares, o por lo menos para mostrar que no fue un completo desastre. Para un amplio círculo de activistas de derechos humanos, que se consideran pacifistas pero que sin saberlo han absorbido una perspectiva guerrillerófila, el respeto por el texto de Rigoberta es una muestra de solidaridad con los oprimidos. Creyendo su historia, demuestran su compromiso. Mientras tanto, para los académicos creer en la historia de Rigoberta nos ayuda a resolver un dilema moral profesional, pero muy personal, sobre nuestra legitimidad como observadores de personas que son mucho menos afortunadas que nosotros.

A partir de los 80, una literatura teórica que acusa al conocimiento occidental de ser inherentemente colonialista ha ganado un prestigio considerable en las universidades norteamericanas.{3} En partes de las humanidades y las ciencias sociales, los exponentes de esta tendencia parecen ser dominantes. Bajo distintas rúbricas, como los estudios culturales y el postmodernismo, parte de esta literatura continúa la tradición empírica y autocrítica del pensamiento occidental. Pero las nuevas teorías pueden servir también para cerrar la investigación y el debate, reduciendo el discurso intelectual a las relaciones de poder y descartando puntos de vistas opuestos por considerarlos reaccionarios.{4}

He aquí donde lo que pretende ser pensamiento crítico degenera en dogmatismo: Si todo retrato empírico de un tema delicado refleja presunciones etnocéntricas o burguesas (por ejemplo, mi deseo de verificar la historia personal de una laureada de la paz), no tiene mucho sentido debatir puntos como si Vicente Menchú perteneció o no al Comité de Unidad Campesina, o si Rigoberta nos dio un relato fidedigno de su aldea antes de la violencia. En su lugar, lo que importa es la “metanarrativa”, el discurso de poder que se esconde detrás del texto. En el caso del libro que usted está leyendo, un varón blanco acusa a una mujer indígena de inventar parte de su historia. Lo que importa no es si lo ha hecho o no. En vez de eso, es la dominación occidental que, obviamente, yo estoy perpetrando. Este tipo de razonamiento permite que la historia de Rigoberta quede fuera del marco de las proposiciones demostrables, para convertirse en una escritura sagrada que los extranjeros pueden utilizar para validarse a si mismos.

¿Pero cómo decidimos a qué víctimas escuchar? Cuando empecé a cuestionar la historia de Rigoberta, aprendí que el testimonio de las víctimas puede usarse para evitar preguntas no deseadas. No a todas las víctimas se las eleva así a los altares, sólo a aquellas que sirven para nuestros fines, porque elevar a los altares unas pretensiones de victimización implica rechazar otras. El resultado son estereotipos que reducen las complejidades de historia, desigualdad y ambición a unos melodramas representados por caracteres estereotipados, que siempre se ajustarán a nuestras expectativas, ya que descalificamos la evidencia que no encaja. El clima intelectual que resulta tiene consecuencias para el tipo de trabajo que hacen los jóvenes académicos, porque condiciona qué se promueve y qué no se promueve, lo qué se publica y lo qué no se publica.

Para los académicos inseguros acerca de su derecho moral a representar al “Otro”, el testimonio y otras manifestaciones de la voz nativa resultan un regalo del cielo. Al incorporar la voz nativa a la sílaba y referirnos a ella ocasionalmente, validamos nuestra autoridad al abdicarlo. Esto no es necesariamente malo, de hecho es difícil imaginarse la antropología y los estudios latinoamericanos sin ello. Pero en la era de las comisiones de la verdad, cuando hay una demanda pública para que se establezcan los hechos, no se puede privilegiar una versión de una historia de conflictos de tierras y homicidios. ¿Qué pasa si al comparar el testimonio santificado con otros, descubrimos que no coinciden en ciertos aspectos importantes? Entonces tendríamos que reconocer que no hay nada que sustituya nuestra capacidad de juzgar versiones rivales de los hechos, de ejercitar nuestra autoridad como académicos. Esto desenmarañaría una generación de esfuerzos para revalidarnos a través de imágenes idealizadas del Otro.

Idealizando la revolución

Defender la necesidad de ejercitar nuestro juicio no es alegar que el mío sea necesariamente definitivo. Incluso al nivel mundano de quién hizo qué a quién, el fin del enfrentamiento ejército-guerrilla implica que habrá más sobrevivientes que cuenten sus historias. Sólo puedo especular sobre qué pretendía lograr Vicente Menchú al colaborar con la guerrilla, exactamente cuándo y cómo se unió su hija a la insurgencia y por qué Rigoberta rompió con la Unión Revolucionaria Nacional Guatemalteca en 1994. Sin embargo, se pueden establecer otros puntos. El conflicto más serio de Vicente Menchú era con otros k’iche’s, no con finqueros ladinos. Hasta el final de sus días, trabajó con la Clínica Behrhorst y con el Cuerpo de Paz, pero probablemente no con el Comité de Unidad Campesina. El ejército comenzó a secuestrar campesinos después de que el Ejército Guerrillero de los Pobres asesinara a Eliu Martínez y a Honorio García, y no porque los campesinos estuvieran defendiendo sus tierras de los ladinos. Rigoberta estaba en un internado cuando su aldea fue sorprendida por la violencia. Si alguien duda de mis averiguaciones, puede comprobarlas con otra investigación.

Lo que puede parecer una simple cuestión de verificación, en un rincón de una gran matanza, conduce a un tema más importante: El uso que se le ha dado a la historia de Rigoberta, para apoyar internacionalmente un movimiento guerrillero que había perdido la credibilidad en su país. Sabiendo lo que yo sabía acerca del contraste entre Rigoberta y otros sobrevivientes de la violencia, entre su política y la de ellos, me enfrentaba a una posibilidad perturbadora: que se pudiera utilizar a una premio Nobel de la paz para prolongar una guerra impopular. Dadas las circunstancias bajo las que Rigoberta contó su historia en 1982, ésta se adaptó a las necesidades propagandísticas de un movimiento guerrillero que quizá nunca tuvo el apoyo popular que decía tener y que pronto perdió gran parte del que tenía. Durante catorce años más, el movimiento guerrillero continuó una guerra que había perdido con la esperanza de generar suficiente presión internacional para conseguir ciertas concesiones. La historia de Rigoberta ayudó a los líderes de la guerrilla a (1) utilizar el movimiento internacional de derechos humanos para presionar al ejército guatemalteco, (2) conservar la legitimidad internacional después de haber perdido el apoyo de la mayoría de los campesinos, y (3) llegar finalmente a los Acuerdos de Paz en diciembre de 1996.

Incluso ahora, la izquierda guatemalteca se pregunta si los comandantes obtuvieron suficiente en la mesa de negociaciones, si deberían haber continuado la guerra o si deberían haberla terminado antes. La cuestión subyacente, si fue bueno o no recurrir a la opinión internacional para dar aliento a una insurgencia derrotada, es algo que decidirá la historia. Al manipular la simbología de los derechos humanos para evitar la derrota y eventualmente conseguir los acuerdos de paz, la URNG posiblemente ha dado inicio a un proceso por el cual el ejército irá perdiendo gradualmente su posición dominante. Si esto ocurriera, sería todo un logro, en el cual el simbolismo de los muertos conseguiría lo que estos muertos no lograron en vida. Entretanto, llama la atención una paradoja. Es posible que la historia de Rigoberta hablara en nombre de los muertos a principios de los 80, pero a finales de los 80 era ya tan sacrosanta que ahogaba las voces de otros guatemaltecos que, cada vez que yo les visitaba, me decían que querían que acabara la guerra.

La política de Rigoberta ha evolucionado considerablemente desde 1982. Sin embargo, sus ingenuos puntos de vista de aquellos tiempos, con poco más de un año de experiencia en el movimiento revolucionario, siguen siendo considerados como la evidencia de una dudosa propuesta con consecuencias profundas. Me refiero a la idea de que la guerra de guerrilla es la respuesta inevitable de los pobres, su forma de defenderse de la explotación. En los años 60, insurgentes y contrainsurgentes compartían la creencia de que América Latina era un campo abonado para la revolución. Asumiendo que las masas estaban a la espera de líderes, los intelectuales de clase media formaron docenas de grupos guerrilleros, a menudo a pesar de las objeciones de la izquierda no clandestina, que pronto fueron diezmados junto con los civiles de las zonas donde operaban. La mayoría de las organizaciones guerrilleras fueron exterminadas, y ninguna conquistó el poder, pero a finales de los 70 estas mismas esperanzas dieron lugar a una nueva ola de luchas armadas en Centroamérica. Esta vez subió al poder un movimiento, en Nicaragua durante una década, pero en El Salvador y Guatemala fracasaron otros dos que parecían estar cerca de la victoria.

Algunos centroamericanos creen que sólo la lucha armada podía poner fin a las dictaduras que dominaban sus países. En su opinión, la guerra de guerrillas era un paso trágico pero necesario para la democratización, aunque sólo fuera por la presión internacional que se generó contra oligarquías inflexibles. Puede que tengan razón, pero también hay que preguntarse: ¿qué fue lo que dio lugar a regímenes militares tan feroces? Consideremos la evolución del ejército guatemalteco, desde el reformismo burguesista de los 40, a su respuesta dividida frente a la invasión de la CIA en 1954, pasando por la resistencia a la agenda estadounidense de inicios de los 60, hasta concluir en la máquina de matar en que se convirtió a finales de los 60. Evidentemente, el cuerpo de oficiales incluían un espectro ideológico más amplio que el generalmente se le concede. ¿Qué lo redujo al anticomunismo fanático que permitió asesinar a tantos hombres, mujeres y niños? Los Estados Unidos tienen mucha responsabilidad en esta tragedia, pero no hubiera ocurrido sin el espectro del comunismo internacional, como el proporcionado por el triunfo de la revolución en Cuba. La insurgencia era un remedio que prolongaba la enfermedad, reforzando las razones del sector castrense más homicida en uno y otro país.

Algunos académicos piensan que ya no es necesario desmitificar la imagen romántica de la guerrilla. De hecho, el apoyo a la lucha armada ha caído en declive en el Cono Sur y gran parte de los Andes, así como en El Salvador, Nicaragua y Guatemala.{5} Ahora que la revolución cubana parece estar llegando a su fin, la ideología marxista leninista que quiso reproducirla a través de la lucha armada parece anacrónica. Pero el idilio con la guerrilla latinoamericana no ha muerto, como puede verse en el resurgimiento periódico de la nostalgia por el Che Guevara.{6} Y no morirá mientras que la izquierda de por supuesto que la guerrilla nace de las necesidades de los pobres. El ejemplo más obvio de cómo sigue renaciendo el mito es el levantamiento zapatista en México.

Cuando rebeldes mayas tomaron la ciudad de San Cristóbal de las Casas el 1 de enero de 1994, se desbordaron las manifestaciones de solidaridad del resto de México, de los Estados Unidos y de Europa. Chiapas se convirtió en el nuevo peregrinaje, superando incluso la captación de Guatemala. Bajo otras circunstancias, el ataque zapatista al ejército mexicano hubiera sido un suicidio. Afortunadamente, las manos del gobierno estaban atadas por un nuevo tratado de comercio con los Estados Unidos y la llegada, virtualmente de la noche a la mañana, de cientos de periodistas y activistas armados con cámaras de vídeo. De pronto, los medios de difusión se convirtieron en el eje de la estrategia zapatista, protegiendo a los rebeldes de represalias que de lo contrario hubieran sido aplastantes.

En poco tiempo, el levantamiento dio la impresión de ser un tremendo éxito. Galvanizó a la izquierda mexicana, desencadenó una serie de protestas que hicieron tambalear al gobierno mexicano y lo obligaron a negociar. Aún así, después de haber oído lo que los campesinos guatemaltecos tenían que decir acerca del coste de la estrategia guerrillera, me sentí incómodo con esta última demostración del afán de ver a los indígenas como símbolos de la rebelión. Los zapatistas respondían a los sueños más preciados de la izquierda: eran indígenas y radicales, mayas y al mismo tiempo marxistas, armados pero relativamente no violentos. Los extranjeros les sedujo particularmente la figura del subcomandante Marcos, el enmascarado intelectual urbano, fumador de pipa.

El cuadro era un poco demasiado perfecto. Indiscutiblemente, los zapatistas eran un movimiento campesino, pero estaban dirigidos por el subcomandante Marcos y otra gente de afuera, una facción de la izquierda urbana resucitando las estrategias guerrilleras de los 70. Aún en su rincón de Chiapas, los zapatistas sólo eran una de varias facciones y utilizaban mano dura contra los campesinos que rehusaran apoyarlos. Pronto también se enfrentaban a otros campesinos por problemas de tierra, la cual escasea debido al crecimiento demográfico y a las grandes fincas. Por si esto fuera poco, sólo la presión de los medios de difusión impedía que el ejército mexicano sofocara a los zapatistas. A medida que fue reduciéndose la novedad, el ejército estrechó el cerco e impidió la entrada a la región a los partidarios extranjeros. El gobierno también canalizó la ayuda hacia las facciones de campesinos opuestos, que comenzaron a incendiar las casas de los zapatistas, convirtiéndolos en refugiados. Despojaron por completo a rebeldes que en un momento dado habían tenido algo –como, por ejemplo, las vacas que vendieron para comprar rifles.

Volvemos a la pregunta de siempre, ¿fue el levantamiento de 1994 una reacción inevitable a la opresión? ¿O, una vez más, los marxistas sacrificaban a los campesinos en una estrategia predestinado al fracaso? Mucho antes de que aparecieran el subcomandante Marcos y sus compañeros, los mayas de Chiapas ya tenían razones para enfrentarse al estado. Los mayas lo habían intentado todo: programas de desarrollo, esquemas de colonización, teología de la liberación, iglesias evangélicas, ligas campesinas, oposición electoral. Un estado unipartidista tenía firmemente asido el poder; sus políticas económicas neoliberales cada vez ponían más dificultades a los campesinos para ganarse la vida. Cuando finalmente llegó la explosión, adoptó la forma de levantamiento zapatista y no otra ya que un puñado de revolucionarios devotos lograron organizar a una zona de campesinos que no vieron nada anacrónico en sus doctrinas. Aunque el enfrentamiento quizás era inevitable, esta forma particular de enfrentamiento no tenía nada de inevitable. Como de costumbre, una estrategia guerrillera y la predecible reacción del estado tuvieron profundas consecuencias en el clima político. Entre éstas se incluyen niveles más elevados de violencia, más conflicto abierto entre los propios campesinos, y la ocupación del ejército mexicano.{7} ¿Pudo otra estrategia haber mitigado algunas de estas consecuencias? Vale la pena hacerse esta pregunta.

La trágica historia de la teoría del foco, la estrategia de la lucha armada que ha inspirado tantos desastres, subraya cuán importante es contemplar con ojos fríos los planteamientos de la guerrilla. El modelo de la teoría fue la insurgencia campesina que Fidel Castro lideró contra el dictador Fulgencio Batista en la Sierra Maestra de Cuba. Una vez que Fidel tomó el poder, Che Guevara y Régis Debray teorizaron que, operando desde el medio rural, los revolucionarios profesionales podían derrocar otros regímenes, más o menos independientemente de las condiciones nacionales. A medida que la revolución cubana se convirtió en el patrón del resto de la izquierda latinoamericana, la teoría alcanzó fórmulas más grandiosas todavía, culminado con la caída del Che en Bolivia en 1967. La ironía del foquismo es que nunca sirvió, ni siquiera en Cuba. Según un análisis fascinante del historiador Matt Childs, el Che y Fidel exageraron el rol de la guerrilla rural a raíz de las luchas faccionales en la coalición revolucionaria que los llevó al poder. Mientras purgaban a sus rivales, monopolizaban los honores por la destitución de Batista, hasta llegar a producir un falso modelo sobre cómo se lograba la victoria.

Después de la muerte del Che en Bolivia, Régis Debray reconoció que había sido un error conceder tanta importancia al papel de la guerrilla en Sierra Maestra, hasta el punto de rechazar la teoría del foco.{8} Pero ello no puso fin a la adulación del Che, que ha llegado a convertirse en una especie de Cristo que redime a la clase media de izquierdas por su incapacidad para relacionarse con los pobres en sus propios términos. Ni tampoco se ha puesto fin al sueño de la izquierda urbana de encontrar la revolución en el medio rural, como lo ilustra la adulación de los rebeldes zapatistas. Las ilusiones que rodean a esta forma de política de alto riesgo no han muerto. Sobreviven apuntaladas en falsas presunciones del pasado que seguirán fomentando los resurgimientos. Pese a toda la evidencia de que la lucha armada es un desastre, su sello romántico continúa atrayendo a cohortes de creyentes, que restauran el paradigma y repiten la experiencia. Si tienen habilidad para las relaciones públicas, serán aclamados por extranjeros que se sienten atraídos por el mismo simbolismo. Treinta años después, cuando el mito de la guerrilla tendría que haber muerto en Bolivia, no son pocos los intelectuales que siguen siendo sus presas. Les atrae la idea de que intelectuales de clase media puedan desencadenar una revolución con la simplicidad moral de la guerra justa. Los campesinos, convertidos en objetivos militares, pagarán la factura.

Mucho antes del romance de la guerrilla, había una larga tradición de proyectar fantasías de rebelión en los indígenas. Obviamente, algunos indígenas han optado por tomar las armas, y se merecen atención –pero también la merece la disposición de los no indígenas para identificar a los pueblos nativos como sujetos insurreccionarios, aunque la mayoría nunca se haya interesado por ese papel. El simbolismo indígena no siempre ha ocupado un lugar central en la aventura guerrillera, pero generalmente está en el trasfondo, aunque sólo sea como un símbolo de resistencia y de inocencia rousseauniana. En Guatemala, los indígenas ocuparon el centro del escenario alrededor de 1980, y desde entonces sus imágenes han sido cruciales para legitimizar al movimiento guerrillero. Es por ello que resulta tan importante comprender las ilusiones que se barajan en la historia de Rigoberta, aunque ella haya avanzado políticamente. Tomando al pie de la letra lo que pretende ser la crónica de un testigo ocular, tal como muchos lectores seguirán haciendo a menos que se les demuestre lo contrario, los indígenas aparecen enfrentados a condiciones desesperadas, cuando de hecho familias como la de los Menchú vivían en condiciones algo mejores que esas; se le atribuye a los indígenas una revolución que en realidad tuvo su origen en los planes de revolucionarios no-indígenas; y la falta de tierra se atribuye exclusivamente a las expropiaciones de los finqueros, cuando una población creciente está empeorando la situación para cada nueva generación.

Espero que confrontando las limitaciones de Me llamo Rigoberta Menchú, se ayudará a la izquierda latinoamericana y a sus partidarios extranjeros a escapar del cautiverio del guevarismo. En el fondo de las estrategias guerrilleras del medio rural subyace un romance urbano, un mito propiciado por radicales de clase media que sueñan con encontrar una solidaridad auténtica en el campo. Las injusticias que inducen a algunos campesinos a juntarse con organizaciones guerrilleras son reales; es posible que el enfrentamiento físico sea inevitable; pero no así el tipo de lucha armada que contemplan las organizaciones guerrilleras. Durante buena parte de cuatro décadas, una creencia errónea en la pureza moral del rechazo absoluto, de la negación a comprometerse con el sistema y de buscar la manera de derrocarlo a la fuerza, ha tenido profundas consecuencias para toda la escena política. Ha reforzado las razones para la represión, envenenando otras posibilidades políticas que podían haber tenido más éxito, y ha sido fatal para la propia izquierda, puesto que ha garantizado una respuesta violenta por parte del estado que las bases no pueden soportar. Es hora de enfrentar el hecho de que es mucho más probable que las estrategias guerrilleras acaben con la izquierda en vez de construirla.

Rigoberta regresa a su país

“En ningún país de América, hoy por hoy, podemos tener una nación sólo de indígenas... Tendríamos que borrar las fronteras y sostener una lucha racista para dividir a los indígenas y a los ladinos. En realidad, nadie puede arrogarse ahora el derecho de decir quién es indígena, quién no es indígena; quién es más indígena y quién es menos indígena... Lo que necesitamos es un país en donde podamos convivir con respeto mutuo...” –Rigoberta Menchú, diciembre 1992.

En 1982, una mujer joven contó una historia que centró la atención internacional en uno de los regímenes más represivos de Latinoamérica. Su éxito tomó a todo el mundo por sorpresa, y es toda una hazaña. Para la izquierda, la historia que creó en 1982 con la ayuda de Elisabeth Burgos se ha convertido en un texto clásico del debate de la relación entre los pueblos indígenas y la transformación social. Aunque no sea, como pretende, la crónica de un testigo ocular, esto no le resta importancia. Su historia ha ayudado a cambiar la percepción que había sobre los pueblos indígenas, de víctimas desamparadas han pasado a ser hombres y mujeres que luchan por sus derechos. El reconocimiento cosechado por el premio Nobel ha ayudado a los mayas a tomar conciencia de sí mismos como actores históricos.

Tanto para muchos ladinos como mayas, Rigoberta es un símbolo nacional y seguirá siéndolo, al margen de las vicisitudes que sufra por ser un símbolo vivo. En la vida intelectual de Guatemala, es una voz maya que trata de transcender la dicotomía ladino-indígena que subyace en la raíz de las luchas por la identidad nacional. Puesto que defiende una relación más equitativa entre los dos grandes grupos étnicos de la historia de Guatemala, su libro es una epopeya nacional. El pasaje clave de Me llamo Rigoberta Menchú es el primero: “mi historia es la historia de todos los guatemaltecos pobres”. Incluso si la vida que narra no es exactamente la suya, aun si es una vida heroica fuertemente novelada, consiguió lo que pretendía de un modo que la vida real de una persona no hubiera logrado.

Durante varios años, después de regresar del exilio, Rigoberta evitó visitar Uspantán. Por fin lo hizo en julio de 1995, durante la campaña de registro electoral. Llegó sin anunciarse y fue cordialmente recibida cuando recorría las calles. Después sus acompañantes y ella siguieron por el camino que al norte del pueblo trepa a la sierra. Cuesta imaginar la expectación y el temor que debió sentir cuando bajaba de Laguna Danta. Contemplaba Chimel por primera vez en quince años.

La aldea en la que pasó sus primeros años ya no existía. Al ver lo que había cambiado –las casas que habían desaparecido, las laderas montañosas cercadas para pasto de ganado– y lo que seguía igual que antes –el contorno de las montañas, las nubes que flotaban de abajo hacia arriba– lloró por sus padres. Las pocas familias que había allí trataron de consolarla. También le pidieron que se reuniera con ellas. Recobrando la compostura, escuchó su letanía de necesidades. Después prometió luchar por la nueva carretera a su tierra prometida, Cuatro Chorros, en el antiguo dominio de su padre.

Pocos meses más tarde, durante su siguiente visita a Uspantán, sus partidarios consiguieron organizar una recepción. Allí, en el pueblo donde habían sido secuestrados dos miembros de su familia, donde habían dado muerte a otro y de donde había partido su padre para la embajada de España, la recibieron con cohetes y banda de música. Dijo que quería exhumar los restos de su madre. Muchos grupos indígenas hablan de los héroes culturales, los antepasados que les dejaron el fuego, el maíz o la yuca. Unos son embustes, otros personajes trágicos. Cometen errores y tienen muchos enemigos. Toman decisiones que resultan equivocadas; su pueblo se vuelve contra ellos. Están descuartizados y sus pedazos se vuelven a unir. La historia que Rigoberta dio a su gente puede ser descuartizada, como lo fueron algunos de sus vecinos durante la violencia, pero volverá a unirse de nuevo, y quizás Guatemala también lo haga.

Notas

{1} Burgos-Debray 1984:118 (pág. 144 en edic. Arcoiris.)

{2} Para un ejemplo, Trejo 1996.

{3} Tal como lo plantean Carolyn Nordstrom y Antonius Robben (1995:11), los antropólogos “salen al campo abrumados por el peso de nuestra propia cultura, sostenidos e impulsados por presunciones occidentales que raras veces se cuestionan, resguardados del resplandor de la diversidad cultural compleja por una lente cuidadosamente elaborada de conocimiento cultural que determina, así como clarifica, lo que ve. Cuando pretendemos hablar en nombre de otros, estamos poniendo el concepto occidental en boca de otros pueblos”.

{4} Ellis 1997.

{5} Castañeda 1993. Para un análisis de por qué la estrategia guerrillera ha sido auto derrotada en Colombia, véase Eduardo Pizarro Leongómez (1996) sobre “insurgencia sin revolución”.

{6} Doreen Carvajal, “From Rebel to Pop Icon: 30 Years After His Death, Che Guevara has New Charisma”, New York Times, 30 abril 1997.

{7} No tengo espacio para darles a los zapatistas la atención que se merecen. El hecho de que el movimiento fuera iniciado por marxistas urbanos no lo invalida como movimiento indígena. Al contrario, como ha señalado Gary Gossen (1996), los mayas tienen una larga tradición de elegir a extranjeros como sus líderes. Para un análisis de porqué algunos campesinos apoyaron a los zapatistas y otros no, véase Collier 1994 y 1997. Para un análisis ecológico del contexto zapatista, véase Simon 1997:91-125. Para retratos escépticos del subcomandante Marcos, véase Tello Díaz 1995 y De la Grange y Rico 1998. Para un punto de vista más solidario, véase Le Bot 1997.

{8} Childs 1995:622-623.

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