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← David Stoll · Rigoberta Menchú y la historia de todos los guatemaltecos pobres →

Capítulo 18

El Nuevo Chimel

“—¡Usted está apoyando a la guerrilla!
—¡Yo no sé nada!
—¡Usted sí sabe! Son ustedes puros guerrilleros y vamos a cazarlos como a venados. Vamos a darles aguas!”
Comisionado militar amenazando a un familiar de Rigoberta, 1992.

Llovía torrencialmente cuando me refugié bajo el alero de una cabaña con dos de los hombres que estaban repoblando de nuevo Chimel. Aunque las columnas del EGP eran cada vez más esporádicas, el miedo a ser etiquetado de guerrillero afloraba una y otra vez. “Realmente no tenemos relación con los que andan en la montaña, ni con el ejército, pero sigue la bola que somos guerrilleros”, dijo uno de ellos. “Pasa la guerrilla, llega algún información al ejército, y quizás llegan a jalarlo a uno”. El otro repetía todo el tiempo que iba a cambiar su casa de tablas de madera y techo de paja por una de bloque. “¿Por qué?”. “El bloque tiene más seguridad porque no prende fuego”.

Cuando visité Chimel por primera vez en julio de 1991, era un caserío de cinco familias situado en el filo de la montaña. Para techar sus casas, los vecinos recogían entre los escombros que encontraban en el guatal pedazos de láminas metálicas tiznados por el fuego y perforados por el filo de los machetes. Supuestamente mi acompañante y yo éramos los primeros extranjeros que les visitaban. Sin patrulla civil, la cual no era ni querida ni viable para tan pocas familias, eran especialmente vulnerables a los rumores. Así fue en 1990, después de que la guerrilla pasara por allá y se apropiara de un toro, algunas gallinas y un pato. Aunque pagaron por los animales y maniataron a un joven que se les resistió, la versión de los hechos que llegó a la patrulla civil de Uspantán fue otra, que Chimel había vuelto a colaborar con el enemigo.

En el pueblo de Uspantán, sólo los más confiados creen en el aparente retorno a la tranquilidad. Una viuda de la embajada de España nos dijo a Barbara Boceck y a mí que su nuevo esposo le pedía que no se uniera a la organización de viudas CONAVIGUA, no fuera que lo perdiera igual que había perdido al anterior. “Casi no quieren”, dijo una de las miembros. “Porque vieron cómo los llevaron antes y los dejaron degollados. Tienen miedo de participar, porque puede pasar otra vez. Ya sufrimos mucho en 1982-83. Yo misma casi no participo –'¿Por qué mataron a nuestro papá?', preguntan mis hijos. '¿Por qué participas en esta organización?', preguntan. '¿Qué pasa si te matan?', preguntan. Todavía ahora tengo miedo de ir a las reuniones. Unas veces quiero ir, otras no– Tal vez cuando estamos todas reunidas dentro, si viene el ejército, tal vez vamos a morir todas. ¿Qué va a ser de nuestros hijos? Todas tenemos hijos, muchos hijos. Ellos piden que no vamos. Dicen: 'Si mataron a nuestros papás, ¿qué va a pasar con nuestras mamás?'.

La municipalidad de Uspantán, dirigida por cristiano demócratas que habían sido catequistas con Vicente Menchú, tuvo el valor de sumarse a las ceremonias para el premio Nobel. El alcalde viajó a Oslo para la presentación. Más tarde, la municipalidad en pleno acudió a la capital para una recepción en la sede de CONAVIGUA. A pesar de la presencia de muchos dignatarios, Rigoberta pasó tres horas con ellos. La delegación de Uspantán la obsequió con regalos, incluyendo doscientas fotos de antiguos vecinos que también habían sobrevivido, y se retiraron tan impresionados por el champagne como la ciudadana más famosa de su pueblo. Pero cuando la invitaron a regresar al pueblo, ella declinó la invitación. Si visitara Uspantán, explicó, se utilizaría en su contra y en contra de su imagen. Es decir, si recibía una acogida cálida, el gobierno podría alegar que todo estaba bien en cuestión de derechos humanos. Tal como observó mi fuente, “perdería internacionalmente”, cosa que en su opinión era una buena razón para mantenerse al margen. Mientras tanto, algunos de los familiares y vecinos de Rigoberta estaban recuperando Chimel y lanzando el movimiento de derechos humanos a nivel local. En este capítulo, veremos cómo pasó esto y cómo ven su relato los uspantanos y otros guatemaltecos.

El reasentamiento en las tierras de Vicente Menchú

“Yo no voy a dejar esto, no importa lo que me dicen... Voy a cumplir con los que murieron antes.” –Nicolás Menchú, 1989.

Como si estuviera bajo una maldición, Chimel seguía sufriendo conflictos de tierras. En 1987, unas cuantas familias comenzaron a asentarse allí; sólo una de ellas era de la época anterior a la guerra. Cumpliendo con su imagen en Me llamo Rigoberta Menchú, el Instituto Nacional para la Transformación Agraria se negó a reconocer los títulos de antes de la violencia. Esto a pesar de los títulos provisionales que habían llegado justo antes de la muerte de Vicente Menchú. Aunque Chimel sólo había sido abandonado después de repetidos ataques y muchas muertes, el INTA decidió que el incumplimiento de los pagos (que la inflación había reducido a unos cientos de dólares anuales) invalidaba las escrituras. Sólo la intervención de uno de los pocos congresistas mayas, Claudio Coxaj, convenció al INTA para que reconociera los derechos de los sobrevivientes que tuvieron el valor de seguir adelante.

Dos grupos competían por la tenencia de Chimel. Aunque uno de ellos incluía a algunos propietarios de antes de la guerra, el otro estaba formado totalmente por recién llegados, incluyendo ladinos, dos maestros bilingües k’iche’s y dos integrantes demócrata-cristianos de la corporación municipal. Como el INTA exigía un colono para cada una de las sesenta y una caballerías (la medida local correspondiente a 2.753 hectáreas), las dos facciones se vieron obligadas a converger. Muchos de los reclamantes ladinos se echaron atrás; y se incorporaron más sobrevivientes de la violencia. Eventualmente las cincuenta y siete familias del nuevo grupo consolidado incluían quince hogares del censo de 1978. Otras dieciocho de ese mismo censo decidieron no regresar. Pero la mayoría de los recién llegados no eran completos extraños. Es decir, eran k’iche’s de aldeas vecinas, y muchos de ellos tenían vínculos conyugales o sanguíneos con el antiguo Chimel.

El único hijo sobreviviente de Vicente, Nicolás, que por entonces tenía casi cuarenta años, desempeñó un papel heroico en las reclamaciones. Después de entregarse con su familia en 1983 y sobrevivir a varios meses de custodia militar, se había instalado cerca del pueblo, participado en la patrulla civil obligatoria, liderado un proyecto de irrigación y servido como alcalde de la aldea. Pero su mayor compromiso era recuperar Chimel, un tema que abordó apasionadamente desde nuestro primer encuentro en 1989. Digno hijo de su padre, Nicolás era un hombre acostumbrado a defender sus derechos, a pesar de que seguía cundiendo la paranoia y que un paso en falso podía matarlo. En 1991 afirmaba haber hecho cuarenta viajes a la capital para recuperar la tierra de su padre, y no fueron los últimos.

Obtener nuevos títulos provisionales fue difícil, pero no fue el único obstáculo en la recuperación de Chimel. Debido a la oposición de los Tum de Laguna Danta, el INTA nunca reconoció el derecho de Chimel a las 151 hectáreas en las que estaba el nuevo caserío, al igual que había estado el antiguo. Ahora ese pedazo crucial estaba siendo reclamado por un nuevo rival. Durante los años en los que Chimel se desapareció del mapa, los Tum recurrieron a la medida más inteligente para cualquiera que tuviera un conflicto de tierra en Guatemala. La vendieron, a un ganadero de Chicamán llamado Reginaldo Gamarro. El INTA nunca llegó a reconocer el título de los Tum porque no especificaba los límites. El nuevo propietario tuvo más suerte a la hora de validarlo. Estando todos los antiguos propietarios de Chimel muertos o dispersos, parece ser que pagó una medición oficial de tierras no impugnada, llevó el caso al juzgado de Santa Cruz del Quiché y ganó una decisión que tampoco fue impugnada. Corroborando el espíritu de Me llamo Rigoberta Menchú, ahora todo el valle de Chimel era propiedad de un ladino.

Pronto Gamarro se quejó de que su propiedad estaba siendo invadida. Los invasores eran las primeras familias que se reasentaron en Chimel, las cuales durante una buena parte de la siguiente década vivieron profundamente angustiados por éste y otros conflictos de tierra. Los inspectores del INTA señalaron que, a juzgar por los cimientos de viviendas en la propiedad, ésta nunca tuvo que haber sido adjudicada a Gamarro. Eventualmente la institución hizo un trato por el cual el cuarenta y cuatro por ciento de la tierra en litigio pasaba al finquero y el cincuenta y seis por ciento quedaba para Chimel –ochenta y cinco de las 151 hectáreas por las que Vicente había peleado tantos años. En 1991, Gamarro vendió el resto de su propiedad a seis miembros del nuevo Chimel. Esto pude parecer un buen resultado, pero los seis compraron individualmente, no como representantes del grupo más grande. El principal comprador era el vicealcalde de Uspantán, un demócrata cristiano que (1) había arriesgado su vida repetidamente para detener a los vigilantes y (2) más tarde sería condenado por malversación de fondos municipales. Para los colonos del viejo Chimel, fue un trago amargo que casi la mitad del casco de su aldea pasara a manos de socios acomodados. El vicealcalde y sus co-compradores inmediatamente cerraron con alambre su nueva propiedad, en la que pastaba un rebaño de ganado.

La Iglesia Católica hizo lo que pudo cancelando al INTA las 2.753 hectáreas. Convenientemente, la inflación había reducido la deuda a US$3.000 –unos US$50 por familia– que cada una de ellas reembolsaría a la parroquia durante los próximos cinco años. Ahora Chimel podía solicitar los títulos permanentes que Vicente Menchú nunca había recibido. Como era de predecir, obtener los preciosos documentos para cada familia se convirtió en otro purgatorio. Yo mismo formé parte de un viaje a Nebaj, para el que el nuevo Chimel rentó un camión, con el fin de recibir los títulos de la mano del Presidente Jorge Serrano Elías. La expedición acabó amargamente tanto para ellos como para miles de campesinos más, ya que Serrano no se presentó. Sólo después de años de ansiedad, de reuniones aparentemente infructuosas y de peregrinajes burocráticos, consiguieron que el Presidente Ramiro De León Carpio llegara a Uspantán en Septiembre de 1993 para entregar su título a cada familia.

Esto no fue el fin de los problemas de Chimel. Pronto se deshizo el trato con Gamarro, poniendo en peligro el derecho de la aldea a la tierra sobre la cual estaba situada. El INTA había convencido al finquero de que cediera a Chimel las ochenta y cinco hectáreas a cambio de una propiedad en otro lugar, pero las tierras que le ofrecían no le impresionaron y empezó a pedir a las familias de Chimel que le pagaran. Así como las otras crisis, ésta exigió más viajes a la capital. “La gente van a desmoralizar por gastar tanto dinero en los viajes”, predijo Nicolás Menchú. A duras penas, convencieron a Gamarro de que redujera su precio de Q.25.000 a Q.11.000 (unos $2.000) que eventualmente pagaron con la ayuda de la parroquia católica y de Rigoberta.

Surgió un conflicto más alarmante aún con la familia García, que seguía culpando a los Menchú por el asesinato de su patriarca, así como Chimel les culpaba a ellos de la destrucción de la vieja aldea. A pesar de las limitaciones de Me llamo Rigoberta Menchú, resultó profético acerca de lo que pasaría después de que fuera publicado. El principal agresor en contra de Chimel fue uno de los yernos del difunto Honorio, un oriundo de la Zona Reina cuyo violento comportamiento le había convertido allí en persona non grata. Siguiendo la costumbre local, las primeras víctimas que eligió en Soch fueron sus propios cuñados, apropiándose de las tierras de dos Martínez en la siempre disputada Finca El Rosario. También traspasó al norte del límite que el INTA había establecido entre Rosario y Chimel, invadió quince hectáreas y las cercó con alambre. Para ratificar la adquisición, amenazó con disparar sobre todo el que cruzara la nueva cerca. Cuando Chimel se quejó a la justicia, se negó a obedecer la decisión legal. En consecuencia, los campesinos tuvieron que contratar a un abogado, obtener una orden de un juzgado distante y convencer a la policía nacional de que lo arrestaran. Después de la inevitable apelación al INTA, éste llegó para una inspección y sugirió un nuevo estudio, que tendría lugar varios años más tarde debido a que tenían otros trescientos casos pendientes.{1}

Afortunadamente, el yerno de Honorio se retiraron por causas desconocidas. Ya en 1995 los García se limitaban a bloquear el acceso a un camino y a una fuente de agua. Cuando yo llegué una mañana para ver el cerro en disputa, dos ancianos de Chimel lo estaban cultivando con evidente contento. Abajo en el valle, no muy lejos, estaba la casa de piedra en la que vivió Honorio y donde sigue viviendo su viuda. Una noche, mientras yo disfrutaba la hospitalidad de la familia García, así como una noche después disfruté la de Chimel, obtuve otra perspectiva del conflicto. La viuda de Honorio y sus hijos no tienen una gran propiedad en Soch, pero las 113 hectáreas que poseen son buenas tierras en el valle. También es el último pedazo de valle por el que se puede pasear entre la sombra aromática del bosque húmedo. Hacia oriente y poniente, los árboles que solían cubrir el valle han sido talados para dar paso a pastos secos y calientes. Buena parte de las dos escarpadas montañas que cierran el valle siguen siendo bosque, pero esto está cambiando.

El hijo de Honorio, Julio, habló de su tierra con la misma pasión con la que hablaba Nicolás, el hijo de Vicente. “Ya están bajando los arroyos, porque la gente de Chimel, San Pablo y Jumuc está botando árboles. Vinieron a botar 200 árboles este año, y vienen a botar 200 árboles el otro año, es un desastre. Donde hay montaña, la botan”. Sigue habiendo un bosque considerable allá arriba, por lo tanto una gran parte puede salvarse, pero cuando pregunté a Julio porqué no hablaba con las otras partes, descartó la sugerencia por inútil. No, eso sólo despertaría más acusaciones de que les estaba amenazando. Y si apelaba a las autoridades forestales, dijo Julio, se limitarían a sacar mordidas y no harían nada. En cuanto a llevar el problema ante el alcalde, éste simplemente decidiría a favor del grupo más numeroso, con mayor número de votos: los adversarios de Julio. Recriminaba a una gente que al haber obtenido tanta tierra no sentía la necesidad de conservarla.

Unos días más tarde, cuando planteé los temores de Julio a un líder de Chimel, éste se rió con amargura. “Sólo es que no quiere que los pobres van a superarse. Los pobres tienen sus familias, sus necesidades y allá son tierras nuevas y buenas en San Pablo, no quiere que los pobres se superan.” Además de todos los demás componentes de este conflicto, también es cuestión de manto forestal, lluvias y corrientes de agua.

Comunidad en conflicto

Chimel había recuperado finalmente las 2.753 hectáreas por las que Vicente Menchú luchó durante tantos años. Pero los nuevos propietarios no celebraron mucho tiempo. Aparte de los constantes problemas por las 151 hectáreas en las que se asentaba el caserío, y con la familia García por la esquina suroriental, los propietarios del nuevo Chimel tenían serios desacuerdos entre ellos. En el capítulo 3 vimos cómo sufrió la aldea original la discordia entre Vicente y otros colonos cansados de su pleito por la tierra. Primero partieron los q'eqchi's, luego casi todas las familias k’iche’s de Parraxtut, quedando principalmente campesinos k’iche’s de Uspantán. El nuevo Chimel era más heterogéneo que la aldea de Vicente en dos aspectos. Etnicamente los cincuenta y siete hogares incluían ahora unas seis familias ladinas. Tres de los hogares ladinos fueron de los primeros que poblaron de nuevo Chimel, quizá porque temían al ejército menos que los k’iche’s o quizá porque eran especialmente pobres. Habiendo resistido a los García en la esquina suroriental cuando sólo eran un puñado de hombres, eran de los defensores más tenaces del grupo.

Aparentemente la etnicidad era un divisor menos importante que la clase social. En 1986-1987, cuando la mayoría de los colonos de antes de la violencia tenían miedo de reclamar sus derechos, a los pocos que lo hicieron no sólo se sumaron campesinos de aldeas vecinas sino también maestros bilingües, propietarios de camiones y políticos demócratas cristianos que vivían en el pueblo, siete en total. Los siete eran k’iche’s que contribuyeron con conocimientos profesionales, recursos económicos y contactos políticos a la lucha por los nuevos títulos. Aunque ninguno de ellos era rico según estándares urbanos, eran más acomodados que la mayoría de los campesinos del nuevo Chimel. Según las regulaciones del INTA, cada familia de colonos tenía que vivir en la propiedad y ser su propia mano de obra. Esto no era aplicable a hombres que tenían casas en el pueblo, que obtenían la mayor parte de sus ingresos de actividades no agrícolas y que no estaban dispuestos a criar a sus hijos en un caserío sin escuela. La cuestión salió a la luz cuando uno de los primeros organizadores del grupo fue expulsado por apropiación ilícita de fondos. Para desquitarse, dijo al INTA que algunos de los reclamantes no se ajustaban a ese criterio. Cuando llegó un delegado a investigar, todo el mundo salió en defensa de los influyentes del pueblo, alegando que tenían vínculos con Chimel desde antes de la guerra y que ellos mismos trabajaban la tierra.

Una razón para la solidaridad era que la mayoría no se había mudado aún a Chimel. Aunque indiscutiblemente eran campesinos, no carecían de hogar o de tierras en otra parte, y ellos también tenían razones para evitar el traslado. Contando con sólo 11 casas en 1994, algunas de ellas sólo ocupadas intermitentemente, el nuevo Chimel no era una comunidad en el sentido residencial del viejo, en el que habían vivido casi todos sus miembros. En vez de ello, era un grupo de cincuenta y siete copropietarios con intereses divergentes. Reconstruir en el antiguo sitio era algo de suma importancia para algunos de los retornados del antiguo Chimel, así como para las familias más pobres que no tenían otro lugar. Pero para otros propietarios, probablemente la mayoría, el lugar preferido para la nueva aldea estaba a unas horas de camino hacia el norte. Cuatro Chorros estaba en la montaña, en la esquina nororiental de las 2.753 hectáreas, donde la topografía se inclinaba hacia la Zona Reina y el clima era bastante cálido para sembrar café. Este era el cultivo que Vicente siempre había soñado plantar y el único que podía beneficiar a Chimel.

De la ubicación de la nueva aldea, surgieron diversas decisiones de infraestructura, como por ejemplo dónde se pondría el sistema de agua potable. Era importante mantener una fachada de unidad puesto que una evidencia de lo contrario disuadiría a las instituciones de apoyo, que querían evitar pleitos. En más de una ocasión, la heterogeneidad del nuevo Chimel abortó un proyecto ya que las instituciones reaccionaron en contra de la prosperidad de algunos solicitantes y obtuvieron indicaciones opuestas con respecto a la ubicación de la nueva aldea. Las familias más pobres que vivían en Chimel sintieron que habían sido traicionadas por “los del pueblo”.

Otro asunto era el de reconocer o no las propiedades que habían tenido los antiguos miembros. Aparentemente la mejor solución sería reconocerlas, pero en su momento éstas no habían sido necesariamente equitativas. Lo ideal era una distribución justa de lotes para viviendas en la aldea, de tierras marginales en la montaña y de las cuencas más fértiles. Una familia, de las primeras que desafiaron las incertidumbres de reasentarse en Chimel, fue objeto de formas enervantes de intimidación por parte de otras familias que regresaron más tarde y querían que les devolvieran sus viejas tierras. También hubo acusaciones dolorosas acerca de la administración de las finanzas comunes, un problema común en las organizaciones campesinas.

En casi todas las disputas estaba presente Nicolás, el hijo de Vicente. Durante varios años, fue presidente del comité de Chimel, hasta que las discrepancias crecientes le llevaron a dejar de asistir a las reuniones. A principios de los 90, Nicolás era un superviviente con muchas cicatrices y enemigos en su haber. Decidido a recuperar la tierra de su padre, muchos del grupo, especialmente los influyentes del pueblo, le consideraban prepotente. Así fue como interpretaron su exigencia repentina de que sus tres hermanas –las tres que habían ido a parar a México– fueran reconocidas como copropietarias. Excepto por Nicolás y una hermana que vivía en la vecindad, los Menchú no se habían apurado para incorporarse al nuevo asentamiento. Un tío y sus hijos nunca lo hicieron, por temor de revivir la acusación de que eran guerrilleros.

“Nuestros padres pagaron por esto con su sangre”, me dijo Nicolás, “¿y no es justo que sus hijas la reciban?”. Cuando otros miembros se negaron a apoyar la inscripción de sus hermanas y el INTA dijo que era demasiado tarde, Nicolás dimitió del comité.{2} Aunque era un símbolo importante de legitimidad en el nuevo Chimel, los sentimientos hacia su familia eran complejos. Más de uno culpaba a los Menchú por haber llevado a la guerrilla. Pero a la ansiedad de ser identificado con Rigoberta se mezclaba la ansiedad de ser ignorado por su nueva Fundación Vicente Menchú. Afortunadamente, las acusaciones mutuas no impidieron las reconciliaciones necesarias para la siguiente solicitud. En 1994 Nicolás se reincorporó al comité, que ahora quería hacer propuestas a su hermana. Dos años más tarde, cuando puso la mitad de los $2.000 para comprar al finquero ladino el terreno donde se asentaba la aldea, Rigoberta de repente insistió en sacar un título personal de la mitad de las ochenta y cinco hectáreas que estaban adquiriendo. Eran las tierras de su padre, dijo, y deben regresar a los miembros de la familia Menchú que no habían recibido los nuevos títulos del INTA. Hubo una discusión fuerte, pero su exigencia fue aceptada. Una razón fue que su fundación había prometido a Chimel un ambicioso paquete de desarrollo. Ayudaría a la comunidad a salir de la pobreza sin destruir el bosque húmedo, un problema obvio para cualquier institución de ayuda, aunque no para todos los colonos. De máxima importancia para el nuevo Chimel, les ayudaría a construir su sueño de progreso, una carretera a través del bosque para su próspero futuro como cafetaleros de Cuatro Chorros. A cambio, los colonos destinarían parte de las tierras a reserva ecológica. Esta fue una historia que no tuvo último capítulo.

Los derechos humanos llegan a Uspantán

Salvo el día de mercado, en que está lleno de campesinos, Uspantán es un somnoliento pueblo de provincias. Sus habitantes, al igual que casi todos los guatemaltecos, se enorgullecen de sus buenos modales. Pero cuando regresé en 1993, el pueblo bullía con enfrentamientos. Estaba en juego la administración municipal de la democracia cristiana (UCD), un partido que había dado cientos de vidas en la lucha nacional por la democracia. Recién se habían celebrado elecciones municipales y el resultado no había satisfecho a nadie. Nuevamente había ganado la democracia cristiana, por cuarta vez consecutiva, pero por un margen mucho más reducido que antes, y sólo porque sus opositores habían presentado seis listas de candidatos rivales. Además, tanto el alcalde saliente como el recién elegido, ambos demócrata cristianos k’iche’s y propietarios de tierras en Chimel, se enfrentaban a acusaciones de malversación.

La noche de las elecciones, los hasta ahora divididos aspirantes encontraron suficientes puntos en común para organizar un disturbio por el que también fueron procesados. La turba quemó dos autobuses que pertenecían al alcalde electo, atacaron su fiesta de celebración y persiguieron al demócrata cristiano Nicolás Menchú por las calles, provocándole lesiones que lo enviaron al hospital. En el mes de julio, la oposición ocupó la municipalidad para evitar la toma de posesión de la nueva administración. En vez de ello, querían nuevas elecciones. Las autoridades nacionales sólo intervinieron después de que transcurrieran varias semanas sin ediles municipales. A cambio de la dimisión del alcalde electo, la coalición anti-DC permitió que el resto de los candidatos ganadores ocupara su cargo. Eventualmente, cuatro miembros del anterior consejo municipal y su secretario municipal fueron a parar a la prisión de Santa Cruz del Quiché. Al igual que en otros pueblos, los demócrata cristianos de Uspantán estaban liderados por catequistas k’iche’s. Hasta donde alcanza la memoria, fueron el único partido que había elegido indígenas para la alcaldía. Cuando Rigoberta ganó el Nobel de la Paz, desafiaron las amenazas y le rindieron honores. Y eran mis amigos. Cuatro de los cinco fueron de los primeros que me dieron la acogida en Uspantán.

Según los cristiano demócratas, las acusaciones y los disturbios eran reacciones racistas de los ladinos del pueblo. De hecho, la coalición hostil fue capitaneada por ladinos, algunos de los cuales tenían la desagradable costumbre de distribuir volantes anónimos con amenazas. Su obra apareció en las calles después de que Rigoberta recibiera el premio de la paz, después de los disturbios electorales y después de que dos hombres fueran encarcelados por quemar los camiones del alcalde electo. Pero la coalición anti-DC no estaba formada exclusivamente por ladinos. También incluía un número significativo de indígenas, particularmente evangélicos y uspantekos, y sus quejas contra los demócratas cristianos eran frecuentes en otros pueblos. Después de que el partido ganara la presidencia y una mayoría de gobiernos municipales en la elección de 1985, muchos de los nuevos alcaldes indígenas sucumbieron a la tentación. De repente comenzaron a comprar casas y vehículos, y pronto la gente empezó a expulsarlos del pueblo.

“¿Acaso no somos mayas?”, preguntó con indignación un activista anti-DC. Acababa de pasar una delegación de las Comunidades de Población en Resistencia, para asistir a una reunión de derechos humanos, y esto le molestó mucho, especialmente porque había sido un líder de la patrulla civil. “Dicen que ya no hay guerrilla, ¡pero aquí está la guerrilla!”, arremetió contra la delegación de las CPR, a los que acusó de almacenar armas en la montaña. “El pueblo está dividido”, dijo, echando pestes en contra de la DC, “por los robos que han hecho y por la gente que han defraudado. Saben que ésos [los visitantes de la CPR] son gente armada que viene a fregar. Vienen para empezar la cosa de nuevo. Y allá al lado están [el nuevo alcalde que fue obligado a dimitir], allá están [el alcalde anterior], que quitaron tanto dinero. Comieron tanto pisto. Cuando se van al bote, vamos a quemar cohete [para celebrar]. Mire las calles. Con cuatro millones [de quetzales] se puede arreglar todo el pueblo, pero lo comieron. Compraron sus camiones y sus fincas. Cuando entraron [en la municipalidad], no tenían nada. Entraron con caites y salieron con zapatos. El pisto que mandaron el gobierno, el pisto que nosotros pagamos [en impuestos], comieron todo. Estos son los ladrones del pueblo, sacan lo que nosotros pagamos en impuestos, y lo comieron todo. Vaya abajo para ver la escuela que ellos valorizaron en Q72.000, allá en su control de cuentas, y no existe, sacaron todo. Arriba hay un terreno que ellos compraron por Q3.500, y lo valorizaron en Q8.000. ¡Se quedaron la diferencia!”

Esta fue una reacción extraordinariamente vehemente en contra de los mítines de derechos humanos que la mayoría de la población contemplaba en silencio. Un ejemplo fue la marcha católica a la que nos sumamos Barbara Bocek y yo el 14 de febrero de 1994, en el camino que asciende por detrás del pueblo la escarpada ladera de la sierra. A medida que nos acercábamos a nuestro destino, un bonito valle en el que una cruz de madera marca el sitio de la masacre de Calanté, se fueron añadiendo a las cien personas que venían del pueblo otras 150 que vivían en la vecindad, una concurrencia impresionante, aunque no se aproximaba al número de los que tenían familiares que llorar. Estaba incluida una delegación de CONAVIGUA, la organización nacional de viudas, y su filial local. Como es costumbre en estos actos, una docena de mujeres portaban sencillas cruces de madera con los nombres de los familiares, las fechas de su muerte y quién los había matado: el ejército, los vigilantes o la patrulla civil. Periódicamente, nos deteníamos para hacer una estación de la cruz, en la que el sacerdote o el catequista que tuviera el micrófono comparaba a las víctimas con Jesucristo. Al igual que Jesús, ellos habían muerto por el perdón de sus pecados.

Si es que el activismo de derechos humanos en Uspantán surge de alguna práctica, ésta sería las conmemoraciones parroquiales de los muertos. La comparación con la crucifixión ha sido ampliamente divulgada por la Iglesia Católica. Corresponde a los sentimientos que Barbara y yo hemos oído a una viuda tras otra: que las víctimas no habían hecho nada para merecer su destino. Con el apoyo de un comité parroquial, la promoción de los derechos humanos se hizo pública en Uspantán en 1993. De repente había filiales locales de CONAVIGUA y otras organizaciones populares. Los nuevos activistas se inspiraban en Rigoberta, como símbolo de su derecho a decir lo que quisieran sin ser castigados, pero el tema central fue el conflicto por el control de la municipalidad con la coalición liderada por ladinos. Alegando que se trataba de racismo ladino, uno de los concejales demócrata cristianos convenció a varias organizaciones para que firmaran un documento de apoyo para él y otros líderes acusados de soborno.

Una muestra del espacio político en Uspantán fue nuestra habilidad para entrevistar a una amplia gama de individuos acerca de temas que todavía tenían miedo de hablar en público. Nadie trató de detenernos, ni nadie me dijo que estaba dando problemas, a pesar de que en ocasiones oí comentar que mi visita había provocado muchas discusiones. Cuando un adolescente me gritó, “Botas de hule, guerrillero, canche,{3} mátenlo”, era una broma. Pero las historias de represión que oímos eran generalmente en privado, en presencia de un amigo o familiar. Una razón importante que permitió que Barbara y yo oyéramos las historias que oímos es que ambos éramos ciudadanos de una potencia extranjera y por lo tanto inmunes a la intimidación que seguían enfrentando los guatemaltecos. “La generación nuestra con este temor va a morir”, me dijo un ladino uspantano. “Es fácil para usted, hace sus entrevistas, saca su informe, se va al avión, pero la gente aquí queda”.

En las reuniones de derechos humanos, los oradores hacían referencias apasionadas a la violencia, pero sin nombrar al ejército ni a sus colaboradores. En vez de ello, su queja más virulenta era contra el fracaso del gobierno para construir una carretera nueva, el lamento más extendido en Uspantán. Los fondos destinados a conectar Chimel y Cuatro Chorros habían sido desviados para otra carretera en el municipio rival de Chicamán. “A la gente de la Zona Reina los tienen cercados como a animales”, me dijo el presidente del comité de derechos humanos. “De la costa se escuchan de tantos proyectos, porque allá sólo hay finqueros, millonarios. Pero por la zona norte, les tienen abandonados. A veces hasta se hincan de rodillas, suplicando a los pilotos que los lleven a Cobán”.

Entre los nuevos grupos invitados por el comité de derechos humanos estaba Majawil Q'ij (Nuevo Amanecer), organizado por una coalición de las organizaciones populares de izquierda para ampliar su captación. “Es un levantamiento de la cultura maya”, me dijo un concejal que pronto sería encarcelado. “Ya no vamos pelear con armas ni pólvora, sino con la inteligencia, para hacer respetar nuestra cultura maya”. En realidad, los más activos en el frente cultural eran uspantekos que vivían en el pueblo, habían ido a la escuela, y por razones demográficas obvias, sentían que corrían el riesgo de perder su herencia. Organizaron una filial local de la Academia de Lenguas Mayas, que enseña a los mayas a leer y escribir en sus lenguas vernáculas. Algunos activistas hablaron de recuperar las tierras uspantekas, especialmente las de los ladinos, pero otros negaron que éste fuera el objetivo, dadas las enormes dificultades prácticas.

El comité de derechos humanos también se afilió a la Procuraduría de Derechos Humanos, una institución estatal que gozaba cierta reputación de confrontar al ejército. No obstante, los activistas de Uspantán estaban desilusionados por las tibias respuestas del procurador más cercano, en Nebaj. “No quiere hacer denuncias, no quiere meterse”, me dijo un activista a propósito de una acusación de que las patrullas civiles habían iniciado un tiroteo para aterrorizar a los viajeros.{4} “El licenciado dijo que no, porque no hay pruebas según él. 'Porqué no dejarlo,' nos dijo, 'si no, más peor.' Con ellos no hay apoyo, pues, por eso no vamos a seguir trabajando con ellos”.

En su lugar, el comité comenzó a llevar sus casos a un grupo llamado Defensoría Maya. Asociado con Majawil Q'ij, éste, también, había sido fundado por la organizaciones populares para ampliar su captación en áreas en las que los campesinos eran demasiado desconfiados o estaban demasiado intimidados para responder a formas más militantes de organización. Para responder al creciente interés en los derechos constitucionales, la Defensoría enfatizaba que trabajaba únicamente a través de la ley. En enero de 1995 se abrió una pequeña oficina en Uspantán, pero recibía pocas quejas. En ausencia de asesinatos y secuestros, lo que se reportaba a las redes de derechos humanos y a los medios de difusión eran amenazas. Esta categoría tenía una definición amplia para poder dar cabida a toda situación en la que el ejército advirtiera a la gente de que las organizaciones populares estaban vinculadas a la guerrilla.

“Realmente hay poco, no tanto como el año pasado”, me dijo un activista en 1995. Pero abundaba la desconfianza: Si los patrulleros más comprometidos pensaban que todo miembro de organizaciones populares era simpatizante de la guerrilla, los activistas de derechos humanos consideraban que todo patrullero que no estuviera arrepentido era “oreja” del ejército. Sin embargo, la imagen de un joven educado sentado detrás de una máquina de escribir causaba una sana impresión en los aliados locales del ejército. “Muchos de mi familia me regañan por estar metido con los derechos humanos”, me dijo un activista. “Mi padre dice que puede volver a ser como fue antes. Pero nunca he sido amenazado. Ahora los orejas tienen miedo, porque tienen deudas, es decir, delitos. Tienen miedo de la ley y también de los insurgentes”.

A lo largo del país, surgieron pequeñas oficinas como ésta financiadas por donantes internacionales para que sirvieran como sistemas de alarma contra un resurgimiento de la violencia. Una vez establecidas, el próximo paso sería exhumar a las víctimas de la violencia. Localmente, años antes habían sido excavados dos cementerios clandestinos para procesos criminales, pero sólo gracias al valor de los familiares de las víctimas y sus partidarios. Para los acostumbrados a la jurisprudencia angloamericana, el sistema jurídico guatemalteco pone trabas asombrosas a los que piden justicia para los asesinados. Los familiares deben presentarse como la parte acusadora ya que el estado asume poca responsabilidad por la acusación; enfrentan un alto riesgo de represalias por parte de los acusados, además tienen la responsabilidad de reunir evidencia y de presionar para que prosiga la persecución. Los objetivos de las primeras exhumaciones en Uspantán fueron los vigilantes locales, los Aarones y Eugenio Juárez, y no el ejército que les había dado licencia para matar. Tampoco se politizaron las dos exhumaciones a nivel nacional, como se haría con otras durante los 90.

En 1994 la parroquia católica financió una marcha al vertedero de cadáveres de Peñaflor, pero no hizo planes inmediatos para buscar los restos. Las reacciones de los vigilantes eran predecibles, y sólo había dos equipos de exhumación en todo el país. “Es nuestro deber sacar los huesos de los cementerios clandestinos y llevarlos a los camposantos,” me dijo un líder de CONAVIGUA. “Es un trabajo grande, quiere pisto para escarbar y llevar huesos. No tienen idea de como se van a pagar todo eso. Están de acuerdo que esto es el trabajo que deben hacer, pero no saben como pueden pagarlo. CONAVIGUA no tiene fondos, y los cementerios clandestinos son muchos”. ¿Qué van a hacer con la información que están reuniendo?, le pregunté a una líder viuda. “Saber, pero qué van a entregar a Rosalina Tuyuc, tal vez si hay amenaza hablamos por teléfono el mismo día. Por medio de los nacionales y internacionales de derechos humanos, ojalá que Dios nos manda sus bendiciones.”

Rigoberta y la historia recordada

“Los dos venimos de aldeas pequeñas. Ella no fue a la escuela de niña; yo, tampoco. A los 8 años, emigró a las fincas de la costa para recoger café y algodón; yo, también. Como ella, no aprendí a hablar castilla hasta muy mayor. Ella estuvo en el exilio; yo, también.” –Kaqchiquel estudiando para sacerdote católico, 1993.{5}

Más allá de las ramificaciones internacionales, otra razón para que Rigoberta no visitara Uspantán fue por que podría ser arriesgado. “Hay mucha gente que no le gustan, por ser guerrillera”, me dijo un familiar suyo en 1993, “y dicen que somos guerrilleros”. Rigoberta siempre había negado que sirviera como combatiente, y yo no tenía evidencia de que lo hubiera hecho, pero se podían oír historias al respecto. “Dice que nunca portó armas, no viste uniforme”, me contó un antiguo vecino, “pero mi cuñado la vio en Caracol vestida en uniforme verde olivo y llevando arma, por 1977-78” (cuando estaba en el internado).

A muchos todavía les sorprendía que una persona que sólo recordaban como una niña, en el lado perdedor de la violencia, pudiera haberse convertido en alguien tan famoso. Los elogios con los que la colmaron fue todo un contraste con el castigo impuesto a su familia. “Por una parte, piensan que es un gran honor”, explicó un maestro ladino. “Muchas personas se alegraron de que recibiera el premio como reconocimiento a los indígenas. Pero por otra parte, odian a la guerrilla y ella pasó por el movimiento guerrillero. Así que hay muchas reacciones diferentes. También esperan que, gracias a sus contactos internacionales, pueda conseguir donativos para Uspantán. Mire el nivel de vida aquí. Uspantán es pobre. Pero nada de acción. La gente quiere acción”.

El interés en la ayuda que Rigoberta podía proporcionar era grande. A un primo lejano le preocupaba la necesidad de “organizarnos como familia”. Con poco más de veinte años, luchando sin entusiasmo en la escuela primaria, pedía ansiosamente información básica acerca de su famosa prima. ¿Qué hacía? ¿Dónde vivía? ¿Tenía yo su dirección? Al igual que muchos otros jóvenes, también quería saber si le podía conseguir un empleo en los Estados Unidos. “¡Ojalá que se acuerde de nosotros!” era un estribillo constante. Cuando un concejal abrió la primera maquiladora de Uspantán, una pequeña fábrica artesanal para exportar adornos navideños a los Estados Unidos, el rumor era que pertenecía a la premio Nobel y que sólo los cristiano demócratas podían conseguir en ella los ansiados empleos.

Como castigo por las fantasías no correspondidas, Rigoberta fue sometida a un vapuleo predecible. “Se ha aislado de su gente más cercana, con la que pasó momentos muy profundas, muy alegres, muy tristes,” dijo una antigua amiga, cuyos recuerdos estaban empañados de amargura. “Conoce a gente bien concreta a quienes podría mandar un libro, una revista, una carta, pero nunca. Tiene a su gente olvidada. He oído comentarios fuertes, que ha superado mucho socialmente y económicamente, mucho, demasiado, pero que no viene aquí para luchar donde esta su terruño. Que ahora es Doña Menchú, hace muchas viajes, tiene pagado sus viáticos, no está donde está su gente, que todavía anda descalza, que le falta comida y medicina. Que es una gran ricachona... que atrás de ella hay mucho rollo”.

Los más benévolos solían dar por hecho que Rigoberta en realidad nunca había participado en la guerrilla. “Yo trabajaba en la parroquia cuando Rigoberta tenía alrededor de quince años”, recordó un activista de derechos humanos. “Había problema de tierra en la aldea de donde viene, cuando llegó la guerrilla. Así empezó el conflicto entre dos grupos de campesinos y allí estaba el papa de ella, Vicente Menchú. Los empezaron a animar, dicen que fueron la guerrilla que empezó a animar a los padres de Rigoberta para protestar, hablar duro del gobierno, porque hubo un grupo que les apoyaba. Ella entonces estudiaba en Chiantla, y de allí unas hermanas de ella se fue a la guerrilla, y su papa se quemo en la embajada de España. Su mamá, Juana, fue secuestrada al salir del pueblo. Unos dicen que andaba uniformado bajo su traje, otros dicen que tenía un pistola envuelta en su ropa que había entregado en la iglesia. Así dijo el ejército. Pero como yo trabajaba en la iglesia seis anos, nunca vi una arma allí.

Cuando estaba quemado su papá, secuestrada su mamá, muerto su hermano, se fue, se sabe por medio de la Iglesia Católica. La gente dice que fue a Cuba, que estaba con la guerrilla, pero de que yo conste es mentira. Se fue al exilio. La gente que está en contra de Rigoberta son confidentes del ejército. Dicen que era guerrillera. 'Si la Rigoberta Menchú sacó su curso en Cuba para convertirse en combatiente, ¡para qué!' Pero yo creo que ella no tenía participación. Hay un 40% [entre la gente del lugar] que no confía que no era guerrillera, y hay un 60% que sí confía en que no tenía participación... La gente ya sabe que la guerrilla trabaja al margen de la ley, y no hay ni un loco aquí que dice que apoya a la guerrilla”. Entre el propio pueblo de Rigoberta, ésta era la prueba de credibilidad que enfrentaba. ¿Era de la guerrilla? La asociación con el movimiento guerrillero era bastante clara para cualquiera que hubiera leído Me llamo Rigoberta Menchú, pero pocos indígenas lo habían hecho, y ella sabía que no podía reconocerlo incluso después de ganar el premio de la paz. Esto la estigmatizaría ante sus partidarios que no quisieran tener nada que ver con la izquierda insurreccionaria.

Las discrepancias entre la versión de los hechos de Rigoberta y las locales han sido el tema de este libro. Di por hecho que éstas le impedían regresar a su pueblo natal. Sin embargo, la reacción típica hacia su relato no fue de incredulidad, ni siquiera en Uspantán. Casi todos los indígenas sólo habían oído hablar del libro a grandes rasgos, en la radio, en los discursos o a sus amigos, y el tema central de la persecución era bien cercano a su propia experiencia. Su historia de victimización encontraba bastante aceptación entre muchos guatemaltecos, ladinos e indígenas, que habían aprendido a esperar lo peor del ejército guatemalteco. Desde el punto de vista de los hechos, ésta era, de todas maneras, la parte menos problemática de su historia.

Sólo en Uspantán, donde los vecinos podían comparar su historia con sus propios recuerdos, oí a guatemaltecos hacer objeciones acerca de los hechos narrados en Me llamo Rigoberta Menchú. Entre ellas, las de unos cuantos indígenas, así como por parte de las familias Martínez y García. “Ella no vio la violencia aquí, porque ella estaba estudiando en Huehue”, dijo una abuela uspanteka que la conoció de niña. “Nosotros escuchamos por radio y (ella) miente, dice montón de cosas. Ella no vio como murió su madre, no vio como murió su padre. Si ella es libre de ir y venir, ¿por qué no viene a visitar su pueblo? ¿Por qué no se anima a venir?” ¿Por qué no?, pregunté. “Ella se da cuenta en qué se ha metido”. Un k'iche' crítico observó, “Allá tiene una mezcla... Es falso que fue a la costa... es falso que trabajó como criada en Guatemala... Como cuando dice que pertenecía al CUC. Puede ser de la Liga Campesina, pero es otra cosa... Es verdad lo que dice de los García y Martínez, porque se había ido con la guerrilla y los García y Martínez se fueron con el ejército”.

No obstante, en Uspantán la exactitud del libro no fue un tema tan importante como yo esperaba. Una razón era que la mayor parte de la población no podía leerlo, bien porque no tenían los conocimientos necesarios o por que no tenían acceso a un ejemplar. A excepción de manuales de aprendizaje y Biblias, los libros son raros en este medio. Mi impresión fue que la mayoría de los que sí habían leído Me llamo Rigoberta Menchú apenas habían leído partes de un ejemplar prestado, no todo el texto. Sea como fuere, los uspantanos tendían a considerar el libro como un monumento que poseía su propia autoridad. No, me dijeron varios, nunca habían oído hablar del CUC en Uspantán, pero si Rigoberta lo decía, tuvo que haber estado allí entre bastidores.

Cuando hablé del tema de la veracidad de los hechos con un lector ladino capacitado, su reacción fue: ¿Qué se podía esperar de alguien que ha sufrido tanto? Lo importante para los uspantanos solidarios como él era que la historia de Rigoberta era poéticamente cierta. Mientras tanto, para un lector insolidario de la familia García, el libro demostraba que los Menchú habían participado en la subversión. Si según decía Rigoberta, Chimel se entregó a la guerrilla desde finales de los 70, su visión polarizada de la situación se ajustaba a las necesidades ideológicas de los contrainsurgentes así como a las del EGP. Exento de todo cuestionamiento, Me llamo Rigoberta Menchú proporcionaba suficiente material para las polémicas de la sociedad guatemalteca. Se podía interpretar como un clamor contra la injusticia o como evidencia de cuánto odiaban los indígenas a los ladinos.

A nivel nacional, asumí que los periodistas que entrevistaban a la familia Menchú y a sus vecinos pronto informarían de algunas de las discrepancias que yo estaba descubriendo. Pero no. Quizá los periodistas no hicieron las preguntas históricas que yo hacía. O si oyeron detalles como el referente a la educación de Rigoberta (que sería difícil no hacerlo), quizá no les pareció importante. O quizá pensaron que era indecente contradecir a una premio Nobel. Quizá todo periodista que se animara a emprender el largo camino lleno de baches que conducía a Uspantán era por definición un simpatizante político. Quizá los columnistas que disfrutaban poniendo en ridículo a Rigoberta eran demasiado cómodos para querer hacer el viaje. O quizá no vieron la necesidad de verificar un relato que confirmaba su creencia de que los indígenas se aferran a sus costumbres retorcidas y están dispuestos a la rebelión. Aún así, me pareció extraño que en un país donde privan los rumores, incluyendo el de que la historia de Rigoberta es una mentira, ningún crítico se tomara la molestia de dedicar los pocos días necesarios para investigar el caso.

Cuanto más hablaba con guatemaltecos sobre Rigoberta, más aparente era que su historia estaba alcanzado la categoría de leyenda, una historia que se ajusta tan bien a ciertas necesidades que la cuestión sobre si es cierta o falsa casi no ha lugar. ¿Sería este el mismo hechizo con el que había embrujado a sus admiradores de Estados Unidos y Europa? Incluso entre los académicos que conocíamos el tema del que hablaba, el retrato que hacía Rigoberta de indígenas profundamente tradicionales convertidos en revolucionarios era tan gratificante que desarmaba nuestras facultades críticas. Una vida determinada había sido remodelaba para convertirse en una vida que se ajustara a las expectativas de extranjeros solidarios, haciéndola famosa. Con el prestigio concedido por el espaldarazo internacional, la leyenda había sido divulgada en Guatemala a través de los medios de difusión e incorporada a su folklore. Los guatemaltecos decidirían ahora qué alcance tendría.

Mi impulso de investigar el contexto histórico de Me llamo Rigoberta Menchú y descubrir qué había pasado realmente es un paso. Pero sólo eso. En el futuro contará lo que Zygmunt Baumann llama “historia recordada”, lo que los guatemaltecos quieran recordar de lo que fue su historia, no lo que algún académico extranjero piense que fue.{6} Es posible que algunos compatriotas de Rigoberta sientan que he tratado de arrebatarles su historia. Creo que eso sería imposible. Recordarán su historia como ellos quieran recordarla, mucho después de que mis esfuerzos hayan quedado relegados a una nota de pie. Si ellos quieren, Vicente Menchú siempre será el fundador del Comité de Unidad Campesina y siempre irá a la embajada de España a defender su tierra de los finqueros. La historia que recordaran los guatemaltecos aún no ha sido establecida. No están de acuerdo en qué significado tuvo la violencia; puede que nunca lo estén. No obstante, si pueden ponerse de acuerdo en que Me llamo Rigoberta Menchú es un trabajo nacional, independientemente de cuán escépticos o convencidos estén de su mérito, será un paso en el camino para convertirse en la nación que tantos guatemaltecos quieren que sea.

Notas

{1} Para una crónica de prensa sobre el conflicto con los García, véase “Temen nuevas masacres en Chimel”, Tinamit (Guatemala), 5 de agosto de 1993, págs. 30-31.

{2} También fueron excluidos los supervivientes de Chimel que vivían en las Comunidades de Población en Resistencia. “Nosotros estamos sufriendo aquí, mientras que unos ricos están metiendo ganado en potreros que no les costaron nada”, me dijo un huérfano que había crecido en las CPR. “Los que estaban antes botaron los árboles y cultivaron la tierra, y ahora éstos están comiendo de lo que no les costó nada”.

{3} Un canche es una persona de piel clara. El término también se usa para referirse irónicamente a la guerrilla, aparentemente porque el ejército solía decir que las columnas guerrilleras estaban lideradas por extranjeros.

{4} Unos campesinos que regresaban de una manifestación de derechos humanos perdieron el camino durante unas lluvias torrenciales al atardecer. Cuando buscaban el camino al Soch, los patrulleros civiles respondieron abriendo fuego, bien porque estuvieran alarmados o porque expresaran sus sentimientos por los derechos humanos. Nadie resultó herido.

{5} Frank Maurovich, “Nobel Prize for Noble Lady”, Maryknoll, febrero de 1993, págs. 35-38.

{6} Baumann 1982:1.

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